jueves, 16 de febrero de 2012

ESAS PEQUITAS ROJIZAS por Javier Montes de Oca Rodríguez


Paso a paso los subo. Pequeños escalones infinitos. Serpenteando como una culebra elevada hacia los cielos grises, nubosos, brumosos. Un escalofrío me recorre la espina dorsal desde los pies, perdiéndose en lo más profundo de mi hipófisis. Tengo miedo, pero intuyo que es sólo una tontería. Obligo a mis glándulas a secretar más adrenalina. Al fin y al cabo es la droga más poderosa que existe. Piso fuerte esos escaloncitos. ¡Qué pegados están uno del otro! ¿Por qué carajo los constructores antiguos pensaban que menos era más? No debo emitir ni el menor ruido. Caerme, gritar o tropezarme echará al trasto mis intenciones.
            Debo flagelarme por ser tan ofrecido, tan salido, por querer ser el héroe de la comunidad, todo innecesariamente. ¿Pero qué locura estoy pensando? Si en verdad lo hice por Monique. La hija del síndico con su larga cabellera rojiza y sus ojos grisáceos me traía de cabeza desde hace tiempo. Quizás, ofreciéndome a resolver este misterio, podría tener acceso a ella. Dentro de todo, Monsieur Lafayette, su padre, parece ser una persona lógica y justa y hasta creo que a su madre le caigo bien. ¡Al carajo con esta porquería de misterio! Yo lo que quiero es a Monique.
            Bueno, sea, por sus pequitas rojizas sigo avanzando. Debemos de estar rozando los cero grados, quizás dos o tres grados a lo mucho. ¡Qué alta es esta torre! Voy armado con una vieja escopeta, que apenas sabría manipular. Al fin de cuentas, yo soy un poeta, un artista, un bohemio. Detesto las armas, pero adoro a Monique. Ya me veo con ella en la campiña en el próximo verano. Este frío húmedo de la costa me cala los huesos.
            Algo pasa golpeándome las botas inesperadamente. Contengo la respiración a duras penas. Alumbro con la tenue lámpara de aceite que traje. Era una rata. Merde, alors! Qué cobarde que soy. ¿Por qué ninguno de esos duros marinos bravucones del pueblo se habrá ofrecido para venir?, ¿Por qué le habrán dejado el trabajo duro a un artista? Y encima el día de su cumpleaños. ¡Tremendo regalito!, ¡Es incoherente! Pero y, ¿qué en este pueblo no lo es?
            Sigo subiendo la eterna escalera de caracol. Firme, rocosa, con el salitre incrustado en sus pequeñas hendiduras. Afuera, se escuchan las olas golpeando contra las macizas y aserradas rocas. Otra noche más, cómo desde el confín del tiempo. Mis antepasados celtas la vivieron igual que yo, en sus tiendas de cuero de cabra al calor de sus inmensas hogueras sacras. Se dice que en esta zona proliferaban los druidas. Yo no lo pongo en duda. Monique seguro hubiera sido una walkiria bretona. 
Es el faro más alto de toda la costa. Aunque lleva una década sin funcionar. Sus últimos fareros, habían emigrado hacia zonas más prósperas de Bretaña, dónde la pesca y la actividad portuaria había despuntado aún más, siendo sus servicios mejor requeridos. Este faro, sin lugar a dudas, pertenecía ahora a la memoria histórica de los mejores años que vivimos. Mi padre, el bueno de Jean-Luc, hubiera estado orgulloso de mí. Al fin y al cabo él siempre detestó esa pintura y esa absenta mía. Él hubiera preferido que me dedicara a actividades más rudas y varoniles como la de mi hermano, Meriadeg, el herrero del pueblo.
Me apoyo en las paredes y descanso un par de minutos. No he tenido tiempo de pensar en cómo reaccionaré cuando llegue a la cámara de servicio. Aprovecho la breve pausa para cargar la escopeta. No sé si lo haya hecho bien. Al menos, así me explicaron los cazadores del pueblo.
Esta gente es muy supersticiosa. La verdad sea dicha, yo también lo soy. Creo que se debe a la flotante influencia druida que aún puede verse suspendida en la bruma nocturna de estas tierras salvajes de sidra y gaitas. Pero al parecer, el faro lleva seis noches continuas encendiéndose, alumbrando con sus potentes lámparas la escarpada costa bretona. Y nadie le ha visto la cara a ninguno de los antiguos fareros del pueblo, ni han advertido la llegada de desconocidos que pudieran activarlo. ¡Nada! Eso ya tiene bastante molesto a Monsieur Lafayette, que sin embargo, es totalmente incapaz de enviar a un policía a investigarlo. Argumenta, que todos están muy ocupados en estos días con un caso de suma importancia. Al parecer, una niña casi adolescente está desaparecida desde hace días. Le doy la razón, mejor enviarme a mí al faro y, ¡qué me parta un rayo!
Es entonces la séptima noche consecutiva, que ese viejo armatoste lleva encendido. Ésta vez sí, lo he visto con mis propios ojos, me he acercado camuflado en este horrible traje policial, le he dado un trago a mi botellita de absenta e implorando a todas las deidades celtas, he abierto la oxidada puerta con las llaves que me ha dado el padre de Monique. Hace unos días, la vi bailando en el Fest-Noz, estaba que rezumaba belleza con su tocado tradicional blanco.
Creo que casi llego. Respiro hondo. ¿Será algún espíritu del más allá que ha regresado para confundir a los navíos que se aventuran en estas gélidas aguas? ¿Algún ánima del tupido bosque de Brocéliande, cuna de todas las leyendas artúricas? ¡Qué respeto le guardo a ese bosque! Creo que ni aunque me ofrecieran una veintena de Moniques me acercara a esa foresta.
¿O será algún desquiciado reclamando atención que se ha apoderado de nuestro antiguo faro? Un proverbio antiguo reza que es mejor tenerle más miedo a los vivos que a los muertos. Por eso, llevo esta absurda escopeta. La cámara de servicio. Ya vislumbro la luz que proyecta en los escalones. Arrincono la lámpara en el suelo para no alertar a lo que sea que está poniendo nervioso a la comunidad y especialmente a Monsieur Lafayette. Me decido. Irrumpo con fuerza en la cámara. Grito aterrado, con el ojo en la mirilla. Attention, fils de pute, enculé. Levez vos mains!
El faro me enceguece y se me sale un tiro. Oigo el cristal roto y un gemido de mujer. Bajo el arma, horrorizado me acerco a aquello con ese traje blanco. ¿Será un espectro? No puedo creerlo. La bala pasó rozando la tersa y hermosa piel de Monique. Unos milímetros más y esa fea raspadura que le he dejado en un brazo, hubiera destrozado el mejor regalo de cumpleaños que me hubieran dado en la vida: el regalo de Monsieur y Madame Lafayette. Le doy otro trago a mi botellita de absenta y me pierdo locamente en esas pequitas rojizas.    

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