SÓLO VENGO PARA AVISAR
¾Ave María Purísima.
¾Sin pecado concebida.
El olor a
vela , el incienso y el perfume rancio de señora mayor se
mezclaban en el ambiente
provocándole un estado de aletargamiento constante. El nivel justo de sopor para poder
sobrellevar las repetitivas confesiones de sesentonas artríticas y niños de catequesis. Uno de
sus profesores del seminario les había advertido en su día de lo tedioso de
este sacramento: “de mano puede pareceros divertido, pero es un soberano
coñazo”. Tenía razón. No había nada
de aquellas suculentas historias de lujuria y
deseos prohibidos que contaban las películas de posguerra, ni siquiera un
triste robo había llegado a sus oídos en las horas que había pasado allí sentado.
Domingo tras domingo
la misma aburrida sucesión de envidias vecinales, de desobediencia infantil y de gula, mucha gula.
¾¿Cuánto hace que
no se confiesa? ¾suspiró con desinterés¾. Ahora vendría lo típico, un tímido “Bastante…” o un
“Dos o tres
semanas”.
¾Nunca lo he hecho.
Dio un respingo. Sorprendido, se enderezó en el
incómodo sillón de terciopelo granate.
¾Y, la verdad ¾continuó el feligrés¾, tampoco creo que lo vuelva a hacer.
¾Vaya, en tal caso ¿a qué se debe…?
¾Voy a matar a un hombre.
Semejante declaración lo pilló desprevenido. El
corazón se lanzó a palpitar como
si le fuera la
vida en ello. El alzacuello le oprimía la garganta y el
oxígeno parecía huir de sus pulmones. Intentó recomponerse.
¾Vaya ¾no alcanzaba a decir mucho más. Era uno de esos momentos en que un buen sacerdote
marcaría la diferencia reconduciendo a la oveja descarriada al redil con una
sola frase, pero a un novato como él no se le ocurría nada¾. Vaya… ¾repitió¾ y… o sea que usted… vaya que ¿va a asesinar a
alguien, dice?
¾Exacto.
¾¿Y, y… quiere que Dios le perdone de antemano? ¾ahora hasta tartamudeaba, qué vergüenza.
¾Bueno, eso sería lo ideal pero para que me perdone
tengo que arrepentirme ¿no?
¾En principio, sí, claro ¾se escuchó decir
a sí mismo, aún pasmado ante el surrealismo de la
conversación.
¾Vale, entonces no. Sólo vengo para avisar.
La serenidad que dejaban traslucir sus palabras era
asombrosa. Trató de identificarlo. Sus facciones, desdibujadas por la rejilla
del reclinatorio, no le resultaban desconocidas, pero tampoco alcanzaba a verle
bien la cara. Su mente
iba a mil por
hora y, por esas cosas de la vida ,
se detuvo justo en el catecismo infantil. Con el soniquete típico de las tablas
de multiplicar resonaron en su cabeza las frases: “Examen de conciencia, dolor
de los pecados, propósito de enmienda, decir los pecados al confesor y cumplir
la penitencia”. Sí, siempre les habían recalcado que en situaciones críticas lo
mejor es
ceñirse al protocolo establecido. Ya habían tocado los dos primero puntos así que a por el tercero.
¾Bien… bueno… ¿y propósito de enmienda, tiene? Vaya,
¿tiene la firme intención de no hacerlo más?
¾Hombre, claro que no lo volveré a hacer ¾respondió casi ofendido. Con un tono de esos que te contestan y te llaman tonto a la vez.
¾Estupendo ¾sabía que
no tenía demasiado sentido pero se sintió aliviado.
Siguió tachando mentalmente: “decir los pecados al
confesor” era evidente que ya
se los había dicho, y... “cumplir la penitencia”. Ah, sí, penitencia, imponer
penitencia se le daba bien. Carraspeó, se volvió a enderezar y en el tono más
ceremonioso que pudo encontrar casi declamó:
¾Hijo mío, en vista de la gravedad de tus pecados, pero
sobre todo teniendo en cuenta tu propósito de enmienda, reza un Padre Nuestro y
dos Señor Mío Jesucristo concentrando tu corazón y tus esfuerzos en intentar no
volver a pecar ¾sin darle opción a
meter baza, continuó de
carrerilla¾.
Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la
resurrección de su Hijo y
derramó el Espíritu Santo
para la remisión de los pecados, te conceda, por el
ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz. Yo te absuelvo de tus pecados en
el nombre del Padre
y del Hijo y del Espíritu Santo.
¾Amén ¾contestó con idéntica solemnidad.
Recortado contra la rejilla de madera lo vio levantarse
e ir hacia la zona de
bancos, una vez más trató de reconocerlo, sin éxito, mientras se arrodillaba de espaldas a él.
Un Padre Nuestro y dos Señor Mío Jesucristo después,
cuando ya otro penitente ocupaba el reclinatorio del confesionario, un disparo
resonó entre los muros del templo y el cuerpo del feligrés absuelto cayó inerte
sobre el suelo de mármol de la iglesia.
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