jueves, 27 de octubre de 2011

LA VERDADERA HISTORIA DEL POEMA "EL CUERVO"

LA VERDADERA HISTORIA DEL POEMA "EL CUERVO"
(ANTONIO PEDRO RIERA)
Quiera que en este día, con los rayos del sol poniéndose en el horizonte, reflejando su agónica luz a través de las cristalera de esta taberna, venga la musa por última vez y me de la inspiración, la cordura y la verdad de espíritu; razones todas ellas suficientes para relatar con mano firme y decidida los hechos tal como sucedieron.
Ha pasado el suficiente tiempo para que mis lectores y el mundo sepan, a través de mi puño y letra, las causas que provocaron el escribir el poema mas conocido de toda mi obra: "El Cuervo". Desde entonces se han dicho demasiadas tonterías y falsas interpretaciones que en nada se ajustan a la realidad. Ahora, sintiéndome viejo y débil noto la presencia de la Parca que viene a por mí. Es el momento, pues, de contar dicha verdad.
A mis treinta y cuatro años vivía en mi casa colonial, en Baltimore, con mi joven esposa Virginia y mi leal pero torpe criado Tobías. No era demasiado bueno en sus labores. A la memoria me vienen las no pocas veces que tuve que castigarle para que aprendiese quien era el amo y quien el criado. Pero más adelante volveré a hablar de él, no quiero adelantar acontecimientos.
Tal como decía antes, nuestro hogar era austero, sin excesos y con mis recursos económicos limitados. Escribía poco y las ventas de los libros no eran muy entusiastas. El verano campaba por nuestra ciudad y el calor era sofocante. Es la época del año que personalmente menos me gusta. La humedad y el exceso de sudor me afectan sobremanera.
Virginia es la mujer de mi vida, a sus veintitrés años es mi diosa virginal. Mi inspiración y paño de lágrimas en los momentos de flaqueza. Paciente, trabajadora y dedicada esposa. No tiene ma- yor gozo en su corazón que el de estar pendiente de mi y de mis necesidades. Sólo hay un mancha entre tanta pureza; su delicado estado de salud. No deja de toser y permanece postrada en la cama durante el día.
Hacia las ocho de la tarde y con mi vaso de vainilla y nueces de cola escribía, en la soledad del comedor, los primeros esbozos de lo que podría llegar a ser un futuro relato. Así, en el papel ha- bía escrito palabras sueltas, inconexas, tales como Busto de Palas, invierno, pesadumbre y cortinas rojas. Estaba contento, en mi cabeza bullía como una caldera a presión imágenes de tormentos, pasiones y oscuras noches. A mi lado, el "Saturday Visitor", el periódico de la ciudad que informaba como noticia principal la llegada del más famoso circo parisino "Le Siecle Des Lumieres" de tournée por nuestro país.
Oí el grito de Tobías desde la cocina acompañado del sonido de los platos estrellándose contra el suelo. Tras el brinco inicial me dispuse a andar hacia allí, mascullando imprecaciones por la nueva torpeza de mi criado. Mi alteración era tal que distraído, no vi el bulto en movimiento que se acercaba hacia una ventana cerrada y como en una exhalación lo atravesó, rompiendo el cristal en mil pedazos. Un animal de la especie pan troglodytes, comúnmente llamado chimpancé.
Su impetuosa entrada continuó en el comedor, donde atropelladamente se iba golpeando con las sillas y las patas de roble de la mesa. Después de un rato que pareció interminable, paró, aturdido.
Movido por la curiosidad, me acerqué a él con la mano extendida dispuesto a tranquilizarlo. Pero de manera traicionera me mordió y aprovechando la sorpresa y mis gritos se levantó y ascendió por la estantería repleta de libros y manuscritos apilados. Al llegar arriba se volvió a sentar, ahora más tranquilo ya que no podía alcanzarle.
Nuestras miradas se cruzaron. Pude ver la expresión de odio en sus ojos. Era evidente que me estaba desafiando, así lo creí.
Detrás mío escuché los pasos de Tobías trayéndome en una bandeja mi pipa de opio. Bien por disimular su nuevo desastre con la cubertería o por sincera sorpresa, se quedó estupefacto, quieto y con los ojos muy abiertos al ver al animal intruso descansando en la estantería. Empezó a murmurar extrañas palabras con voz tan baja que apenas se entendían. Mi criado es muy supersticioso, culpa sin duda de sus ancestros, que estando libres y salvajes en su país, Zanzíbar, les enseñaban desde la infancia los temores y miedos de sus dioses paganos. Pensábamos que una vez esclavizados y útiles para el trabajo desaparecerían estas supercherías, pero desgraciadamente no era así en todos los casos.
Sin apartar la vista del primate le ordené que buscase gasas para limpiar la mano y el látigo para darle su merecido castigo por el incidente de la cocina. Tobías soltó un bufido. Tras curarme la herida y ponerme la gasa se dirigió, a regañadientes, hacia la entrada de la casa, donde guardo mis enseres para domar a los caballos y también a los malos criados.
Más calmado me acerqué a la estantería, con paso firme y el animal, percatándose, me tiró varios papeles y algunos libros. Retrocedí un par de pasos, por puro instinto y un libro que no vi caer me dio en la cabeza, causándome, entre nuevos gritos y maldiciones, una profunda herida. La sangre bajaba con total libertad por mi frente y los ojos. Alcé la vista y le pregunté al chimpancé:
- ¿Qué quieres maldito animal?
El chimpancé me contestó. No con palabras. Sino por una cadencia que se repetía una y otra vez. Casi humano. Una risa. Constante en la altura de la estantería. Giró la cabeza y agarró con su mano peluda un libro que al instante reconocí, el "Mundus Subterraneus" de Athanasius Kircher. Miraba con interés las páginas y lo más asombroso; pasaba a una nueva cuando acaba de leer la anterior. Reí nervioso, era imposible lo que mis ojos veían. El chimpancé también. Y más fuerte que yo cuando instantes después tiró el libro. Me aparté sin dejar de vigilarle con la vista. El animal se limitó a buscar otro, ahora "El Mago" de Francis Barret.
- ¡Asqueroso animal! - dije fuera de mi.
No recibí respuesta. El chimpancé dejo de reír. Leía, y tras un rato lo tiró de nuevo hacia mí. Se irguió y tomando impulso saltó con agilidad por los muebles hasta que finalmente salió por la ventana rota y desapareció.
Olvidando el castigo ordené a Tobías que buscase al cristalero y que diese parte a las autoridades del incidente. Recogí uno de los libros que había tomado el animal, sin duda al azar, el chimpancé y pude ver sus huellas por las hojas. Daba la impresión de que el animal lo había leído con interés.
Y así pasó ese día. Con mi cabeza y mano lastimadas y sin poder escribir nada más.
A la tarde siguiente seguí con la misma rutina. Tobías me había informado por la mañana que la ventana no seria reemplazado hasta dentro de cuatro días. Virginia seguía en cama, con un ataque de tos muy fuerte.
En el comedor mi pipa estaba prácticamente consumida y ni rastro de la musa. Con aire aburrido miraba la ventana y mi corazón se aceleró, sin duda al recordar al chimpancé. Y ese momento oí golpes en la chimenea. Una sucesión de ruidos descendentes y rápidos. De pronto ahí estaba, como una aparición.
Me sorprendió verlo de nuevo, pero esta vez no me moví por temor a una nueva mordedura. El demonio ennegrecido por el carbón volvía a por otra tanda de libros. Empecé a pensar en las posibles causas del comportamiento del animal mientras él, quieto y erguido, miraba la cabeza de mármol del emperador romano Augusto con curiosidad. Con un grito firme llamé a Tobías y le ordené que permaneciese quieto, a mi lado y presto a ayudarme. El chimpancé palmeó con enfa- do el busto, seguramente por la falta de respuesta del mismo y acto seguido, volvió sus pies hacia la biblioteca subiendo por ella.
Efectuó la misma ceremonia, "El Arbor Mirabilis" de Ulric Des Mein y "El Liber Logaeth" de Alkindi Godzihe's que leídos volvió a tirar al suelo, cerca nuestro.
Todos libros ocultistas, de olvidadas ciencias... ¿Qué significaban estos rituales? Ya no podía ser una simple coincidencia. Y mientras cavilaba posibles interpretaciones lógicas a este comportamiento, el simio lanzó un tercer libro leído hacia otra ventana cerrada, rompiéndola, tras lo cual, y después de algunos saltos acrobáticos, se escapó por ella, acompañado por la oscura noche.
Tobías se movió hacia él, en un intento de perseguirlo, pero sus pies tropezaron con la alfombra con tal mala fortuna que agarrándose a la estatura de mármol, la hizo caer a mis pies, rompiéndome los dedos. Entre gritos de dolor le ordené buscar de nuevo al médico y al cristalero bajo pena de castigarlo severamente. Y mientras iba pensaba, entre lágrimas, el porque del comportamiento del animal. Recogí lastimosamente uno de los libros del suelo y pude ver sus huellas por las hojas.
El médico vino al poco y me curó de nuevo las heridas. Afortunadamente sólo me había fracturado tres dedos. Un bastón me ayudaba a caminar, a trompicones, maldiciéndome por mi torpeza al andar y por el nuevo caos originado por mi criado.
Al día siguiente y siendo otra vez la tarde, paseaba por el comedor, cojo y nervioso. Poco había avanzado en mis notas. Virginia tosía cada vez más intensamente y no me podía concentrar. Tuve que encender la pipa para que desapareciese el dolor y recuperase el ánimo. Vigilaba cada rincón, sabiendo que el chimpancé volvería y esta vez estaba preparado. En la entrada reposaba paciente mi escopeta. Tobías la había limpiado y estaba a punto. A medida que se acercaba la hora fatídica aparecían de nuevo la angustia y la pesadumbre.
Eran las nueve de la noche y ni rastro del animal hasta que...
Vi un fuego que se iba acercando. Mis ojos se empequeñecieron para agudizar la vista. Me levanté del sillón y ahí estaba ese demonio portando una antorcha que sin duda había robado del circo y se acercaba con las peores intenciones.
Grité y Tobías fue tras la escopeta en el instante que un surco de llamas entraba por la ventana rota e impactaba en la estantería.¿Otro presagio? Pensé. De manera inmediata el criado marchó corriendo a por un cubo de agua que al traerlo, tiró de manera descuidada sobre mi cuerpo en vez de hacerlo sobre la estantería que ya se estaba convirtiendo en una pira funeraria. En ese instante, el chimpancé se encaramó en la ventana, sentándose y observándome.
Y señalándome con su peludo dedo volvió a reír.
Tobías me entregó la escopeta y en un arrebato colérico la atraje hasta mí. Fue tan instantáneo que no me di cuenta de que estaba sin seguro.
Agradezco al Señor y a la Divina Providencia su intervención para impedir mi muerte, solo encuentro esa explicación. Lo que ocurrió pasó tan deprisa que apenas tuve tiempo de reaccionar: alcé la escopeta un poco más arriba de mi cara y el disparo atronó por toda la casa. Debería de haber muerto de manera instantánea. Más no fue así, me libré de morir pero no de sufrir otro lamentable accidente: el calor del fogonazo hizo arder mi pelo y las cejas. Lo último que oí antes de desmayarme fue el estertor del chimpancé por el balazo recibido y la voz triunfante de Tobías gritando:
- ¡Nunca más!
No sé cuanto tiempo había pasado, me encontraba recostado en la cama del hospital, al lado de mi mujer, recubierto por un vendaje que cubría toda mi cabeza y el doctor Desmond a mi lado, mirándome intranquilo. A duras penas pude balbucear algunas palabras y el doctor, que es algo sordo, se acercaba a mis labios en un intento de entender lo que mi dolorida boca quería decir. Tras varios intentos estériles me desmayé de nuevo.
Al recobrar el conocimiento me sirvió una copa de jerez para recobrar el ánimo, tras lo cual me relató la parte de la historia que desconocía. El fuego se extendió por toda la casa, reduciéndose a cenizas. Tobías y los bomberos pudieron rescatar a duras penas a mi enferma esposa.
Me volví a desmayar.
Transcurrió una semana. El circo fue removido de arriba abajo sin encontrar ningún rastro del animal. Examinado de manera minuciosa. El propio director, Mr. Jules confirmó, mediante la entrega de toda la documentación, que "Le Siecle Des Lumieres" nunca había tenido chimpan- cés en el espectáculo.
Todo el personal fue interrogado. Nadie supo nada. Otro enigma sin resolver. Con las fuerzas mermadas nos instalamos en la casa de mi editor y amigo Thomas White, decidido a ayudarnos.
Una mañana y más recuperado me preparé una pipa y encendiéndola, esperé la llegada de la musa inspiración que no tardó en aparecer. Sin apenas descanso escribí en pocas horas el poema. Había plasmado mis temores, mis pesadillas, el tortuoso significado de aquellas tardes.
Sin duda, era lo mejor que había hecho nunca.
Rápido cómo alma que lleva al diablo y tembloroso por la emoción le entregue el manuscrito original titulado: "El Chimpancé".
Thomas, me acompañó con el brazo y me invitó a sentarme mientras el leía el poema con interés. Poco más tarde empezó a carraspear y a rascarse la oreja nervioso. Agarré mi pipa y fumé contagiado por su estado. Después levantó la cabeza y con voz seria me preguntó:
- ¿Qué demonios es esto Edgar?
Hice un par de caladas profundas y le contesté. Defendí con ardor mi poema mientras Thomas negaba con la cabeza todas mis afirmaciones. Se acaloró tanto la conversación que mi editor, dando un puñetazo en la mesa concluyó:
- Esto es impublicable. Escríbelo de nuevo. Y olvídate del maldito chimpancé
Me dejó estupefacto. Pensaba que había escrito mi obra maestra y mi editor lo despreciaba.
Aspiré una bocanada de mi pipa, en silencio y derrotado en la batalla dialéctica. Tras unos instantes le contesté desafiante:
- Déjame el despacho. Una hora te pido.
Thomas asintió y allí me dejó, sólo. Malhumorado por su contestación y mareado por mi pipa paseé distraída mi mirada por la habitación. Mi editor es un gran cazador y ahí estaban, como mudos trofeos, las cabezas disecadas de varios animales. Zorros y bisontes en su mayoría. Me detuve en uno negro y pequeño. Sus ojos clavados sobre mi: un corvus corax.
Las alas orgullosamente desplegadas, el pico señalándome delatoramente como un recordatorio del maldito chimpancé. Un ave fénix renacido tarde tras tarde martirizándome mi existencia: un cuervo.
Reescribí el poema de manera furiosa. A mi cabeza vinieron imágenes de ventanas abiertas en noches aciagas, pájaros enigmáticos y el dolor por la perdida de un ser amado, (algo que posteriorrmente iba a ser muy profético).
El resto, mis queridos lectores, ya es sabido. Esta vez Thomas dió su consentimiento y lo publicó. No hace falta decir el enorme éxito que tuvo el rebautizado poema llamado ahora como "El Cuervo" para los críticos y el público en general.
Hasta Virginia parecía que recobraba la salud, pero por desgracia por poco tiempo, ya que murió tras sufrir dolores insoportables, víctima de tuberculosis.
Durante los años siguientes cayeron mas cuentos y muy pocos poemas, como libros ardientes golpeando las ventanas de la razón y la desesperanza. Más no todo fue malo. En los momentos de inspiración y acompañado por la musa aproveché fragmentos de ellos para escribir varios, entre ellos: "Conversación con una momia", por los vendajes que recubrieron mi cara, y más tarde: "Los asesinatos de la Rue Morgue", convirtiendo al chimpancé en un gorila asesino.
Otra idea que me rondó durante varios días y luego rechacé, fue la de gigantesco mono que tras ser capturado en África, destrozaba mi ciudad al ser liberado por descuido.
Estoy llegando al final y es noche cerrada aquí, en esta taberna repleta de borrachos. Mandaré al mozo que entregue esta nota a la redacción del periódico local, confiando que la publiquen de manera íntegra. Mi legado a las generaciones venideras.
Y después, seguiré bebiendo entre callados suspiros, recordando a mi pobre esposa Virginia y la risa del chimpancé que día a día me visitan como una letanía perenne.

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