jueves, 29 de octubre de 2009

Perro y camello

Ha sido después de su encuentro con el perro y antes de toparse con el camello. O al menos eso cree David. El caso es que todo empieza a estar algo confuso, pero cree que ha sido entonces cuando la ha visto por primera vez. Sí, está casi seguro. Sobre todo ahora que por fin se acerca a ella como acudiendo a algo que necesariamente se tiene que producir, como un encuentro que parece estar escrito en alguna parte desde tiempos inmemoriales, a pesar de que hace tan sólo media hora hubiese sido inconcebible.

El caso es que ha estado un buen rato casi a la deriva por las callejuelas del centro, sumergido en esa mezcla indecible de vestigio medieval, estudio de diseño y olor de orines que es el Barrio Gótico. Al principio ha empezado a caminar con un itinerario vagamente prefijado; salir de casa en dirección a Las Ramblas, cruzarlas para tomar la calle Boquería, luego izquierda por Banys Nous, acaso de nuevo izquierda para demorarse un poco en la Plaça del Pi, quién sabe si después tomar Petritxol a ver qué hay hoy en la Sala Parés; a continuación, si está ya cansado, siempre puede ganar de nuevo Las Ramblas para volver a casa. Un itinerario habitual; simple rutina. Caminar por pura inercia mecánica. Últimamente David se está aficionando a estos paseos automáticos; le ayudan a alejar su atención de sí mismo. Le ayudan a olvidarse de Susana y de un mundo sin Susana, como si adentrarse en esa fiesta de luces de escaparate y de olor a comida de panadería le mantuviera en un vago estado de aturdimiento en el que simplemente se puede vivir, sin más.

Pero no ha ocurrido así. Por Banys Nous ha visto al perro. Al principio lo ha visto vagamente a lo lejos; una mancha incierta moviéndose entre la muchedumbre. Luego, ya más de cerca, le ha visto los ojos, y aquél ha sido un momento absoluto, situado fuera de todo tiempo. Probablemente sea por ello por lo que guarda su imagen con esa fijeza: unos ojos impresos a fuego en sus propios ojos, unos ojos dentro de otros ojos. El perro tenía algo de demoníaco, con ese cuerpo enjuto roído por alguna enfermedad, seguramente la sarna, y esos ojos como de otro mundo. Ojos que eran pura demencia animal; ojos de un mundo donde la vida palpita sin barreras y donde la muerte, por tanto, no es barrera de la vida sino parte indisociable de ella. Así pues, ese perro no pertenece al mundo tal como David lo conoce. Sencillamente, ese perro no debía estar ahí. Y precisamente por el hecho ineludible de que estaba ahí es por lo que él ha empezado a dudar de todo lo demás.

Luego ya no ha dejado de ver esos ojos por todas partes. O, mejor dicho, quizás ha empezado a mirar a través de unos ojos que ya no son los suyos. De repente todo ha adquirido para David el carácter de un decorado de feria: las fachadas de los edificios, los escaparates de tiendas de antigüedades, las personas con su ir y venir ensimismado, incluso los olores o el estruendo del bullicio comercial. Ha durado poco tiempo, puede que tan sólo unos minutos, pero le ha bastado para comprender. Quizás por ello ha entrado deliberadamente en uno de esos decorados con aspecto de café y le ha pedido al figurante un cortado, que éste le ha servido minutos después en una mesa gastada; y se ha demorado removiendo lentamente el café con la cucharilla mientras pensaba en cómo habría sido su vida si le hubiese tocado vivirla en otra época o en otro país, asumiendo riesgos, jugándose a menudo la propia integridad física, desgastado por la precariedad de una vida de supervivencia. David piensa que él no ha librado verdaderas batallas, a no ser que se considere batalla la época en que estuvo sumido en aquel deplorable estado de abatimiento tras la marcha de Susana. Y ni eso fue una batalla: la dejó marchar, sin más. Ni siquiera peleó después consigo mismo; se limitó a dejarse vencer, primero por la melancolía y ahora por el olvido. Una vida de cobardes merodeos y de acontecimientos situados siempre más allá de su control.

Efectivamente, ha sido entonces. Al final de la barra, al lado de la puerta, ahí es donde ha visto a aquella mujer. Pelirroja, buen tipo; leyendo algo, quizás un diario. Por segunda vez la ha sorprendido mirándole; acaso haya sido casualidad, pero entonces por qué esa última mirada como interrogándole. Un minuto después ella se ha perdido en el trajín de la calle. Luego la ha visto de nuevo en Canuda, una imagen furtiva, y entonces ha jugado a seguirla. Ella no ha tardado en percatarse de su presencia y ha ido a la izquierda hacia la plaza de la Vila de Madrid. Hay algo especial en ella, algo que la distingue de los demás transeúntes. Quizás haya sido su forma de andar sosegada, como si no fuese a ninguna parte: como él. O quizás es por haberla visto girarse para dirigirle alguna mirada fugaz. El caso es que brilla con una luz propia entre todo el gentío, como un accidente de autenticidad en un cosmos de artificio y simulacro. En eso se parece al perro sarnoso: ambos parecen provenir del mismo mundo de realidades, un lejano mundo a la vez esperanzador y amenazante. Ahora se da cuenta (ahora que está llegando a un portal donde ella por fin se ha detenido y se ha vuelto para quedárselo mirando, ya sin subterfugios) de que, en ese mundo ancestral, el perro y la mujer del pelo rojo son dos polos antagónicos y a la vez complementarios.

“¿Quién eres?”, le pregunta David, y al escueto nombre que ella responde sus ojos le añaden un universo entero: “Soy yo, cariño. Yo una vez más. Sé que has visto al perro.” Y, por más que intenta disimularlo, a los ojos de él acuden las lágrimas, y a duras penas puede verla abrir y ser engullida por la oscuridad del portal.

Suben rápido por unas escaleras angostas, él unos peldaños por detrás, mientras el tacto rugoso del camello se desdibuja lentamente en su mente: todavía aquella boca sellada, todavía aquellos falsos ojos torpemente pintados. Ha sido mientras la seguía, al toparse con el camello de fibra de vidrio que asoma de uno de los zaguanes de Portaferrissa, una figura que desde hace años sirve de reclamo a una emblemática tienda de ropa underground; a David le ha sobrecogido encontrarse de repente con esa cara inexpresiva, con ese torpe intento de imitación de un ser vivo. Ha visto algo alegórico en ese camello, como si de algún modo en él estuviese concentrado todo lo que hay de mentira en el mundo.

Un balbuceo infantil les da la bienvenida desde el otro lado del largo pasillo del piso. Durante un instante ella le mira como avergonzada, y luego avanza en dirección a aquella vocecita que ya la llama con indecisión. En el salón David ve a dos criaturas que dan lástima de tan sucias y tan tristes; incluso sus escasos juguetes tirados por el suelo tienen algo de triste. El mayor tiene el pelo rizado y les mira con ojos muy abiertos mientras mordisquea un cochecito de plástico. El pequeño, amarrado a una sillita de bebé, sonríe al ver a su mamá. Ella los besa y les dice algo cariñoso, y a David le ofrece café. Un olor que es de caca pero también de colonia barata, grasa y humedad impregna aquel rincón de la casa, y él se descubre concluyendo para sí, justo antes de que se funda con el olor de café, que aquél es el olor genuino de la miseria. Pino, el mayor, ha dejado el cochecito en el suelo y le dice a su mamá que tiene caca, y ella se excusa azorada y le cambia allí mismo, encima de la mesa. Y él observa la operación como el que ve crepitar un fuego, hipnotizado por los movimientos felinos de ella y por sus palabras, que no sólo le hablan a Pino sino también, en alguna región ignota de su ser, a él mismo. Luego se quedan mirándose el uno al otro en silencio, durante un tiempo imposible de cuantificar. En la mirada de ella no se lee más que una reposada ternura, y él cree hallar en esa mirada una verdad que habla de una vida y de una felicidad distintas, ajenas a esas calles bonitas con sus figurantes de saldo; y también halla en ella un leve poso de amargura que no le entristece sino que le cura porque le devuelve la imagen de su propia soledad.

El piso es viejo y está en un estado casi ruinoso. David repara en ello mientras deja deslizar su dedo por la pared, de camino al dormitorio adonde ella le conduce. Ahora se muere por arrancarle la ropa y sentir el tibio contacto de su cuerpo, por sentir de cerca ese olor a colonia hasta gastarlo y así poder llegar al refugio del propio olor de ella. Ahora que lo piensa, solamente han intercambiado cinco o seis palabras; ahora que lo piensa, la mirada de ella en la calle tenía algo de felina, como de un animal al acecho. O canina. Pero ella ya lo está besando y quitándole la ropa y nublándole la vista con una marea de deseo incontrolado. Y ya está liberándole todo el llanto atrasado que es un clamor de felicidad, y también está liberándole eso otro que también clamaba mientras, susurrante, le tapa la boca con suavidad: “Shhhht. Los niños…”. Y David se olvida de la animalidad de ella, anegado de la suya propia, y todo se vuelve contacto, roce, aliento; y nuevamente se acuerda de aquella boca falsa del camello, para decirse ahora que acaso no era más que el presagio de esta otra boca viva de aquí, que le busca y le rebaña con tanta impaciencia.

El dormitorio tiene un balconcito que da a la misma Portaferrissa. Mientras se abrocha los botones de la camisa, David contempla el incesante hormigueo del ir y venir de la gente y disfruta de la caricia del aire fresco en la cara. La oye moverse y canturrear detrás suyo. Él no piensa absolutamente en nada, ni en Susana -dondequiera que esté-, ni en su casa vacía, ni siquiera en esos niños del salón devorados por la mugre y la miseria. Pero el perro sarnoso, mirándole con aquellos ojos… Aquel perro es la razón por la que él está aquí ahora, en este mundo tan próximo y a la vez tan lejano al de abajo (cinco pisos, esa es la distancia entre dos mundos). Y es curioso que aquello le haya vuelto a la cabeza ahora que ella ha pronunciado esas palabras, unas palabras que David nunca debería haber oído porque son como una anomalía en este presente cargado de coherencia. Es por ello que lentamente se vuelve hacia ella y le pide que por favor, que repita lo que acaba de decir. Y cuando vuelve a escucharla pidiéndole dinero por el servicio se da cuenta de que no, de que no es ninguna anomalía sino pura realidad, aquí y ahora. Y de pronto comprende que ella está hecha del mismo material ilusorio que el camello de Portaferrissa, del mismo material que las bonitas calles de Ciutat Vella con sus balcones que ya no son palcos a una gran farsa sino, quién lo iba a decir, parte integrante del mismo decorado. Y mientras se siente desbordado por un torrente de ira que le ahoga la mente, también ve como a fragmentos al niño con caca tendido en la mesa que mira a su mamá con expresión absorta, y acierta a ver sus propias manos buscando el cuello de ella, ignominioso de tan blanco. Se ve a sí mismo acercándola al balcón y apretando, apretando con todas sus fuerzas, arrancándole chillidos como graznidos de cuervo; y la ve caer a través de esos cinco pisos que ya no separan nada, tan sólo la ve hacerse pequeñita y quedarse en el suelo en esa posición tan rara, rodeada poco a poco por los transeúntes que la miran como a un escaparate más.

Pero David no hace nada de eso, sino que busca su cartera y saca un billete de cincuenta euros que pone encima de la cama. “Gracias”, le dice, “cuida de tus niños”, mientras ya busca la puerta que de nuevo le conducirá a través de esos peldaños de mármol que, de tan gastados, un día harán que alguien se caiga y se rompa la cabeza. Y antes de salir a la calle piensa fugazmente que no deja de ser curioso que lo único verdadero en toda su vida haya sido un pobre perro de mierda, un perro solitario que le ha hecho abrir los ojos al mundo con su frenético husmear, enloquecido por la sarna y por el hambre. Incluso piensa que con un poco de suerte volverá a encontrárselo mientras, ya en la calle, sortea a ese grupo de gente que se ha agolpado a un lado del portal, concentrados en quién sabe qué. Hay tanta gente que casi no se puede pasar. Seguro que son trileros de ésos; a ver si el maldito Ayuntamiento se toma en serio el problema de una vez.


Javi Girón

2 comentarios:

CONRADO dijo...

La descripción de la forma errática de caminar por el barrio de un tipo que lo ve todo casi como un espectador me parece genial. El hecho de que ella fuera una prostituta parece previsible y al final, a mi entender, pierde algo de fuerza, parece que va a matarla pero...no.

Lapiz 0 dijo...

Despues de leer queda esa amargura y asco de vivir entre mugres...

Buena forma de relatar.

Un saludo