jueves, 8 de octubre de 2009

El Manuscrito

El manuscrito fue hallado entre las páginas de un vetusto ejemplar de la Odisea, traducción literal al castellano por Luis Segala y Estalella. Era un ejemplar particularmente deteriorado, de tapas algo despellejadas y páginas que amarilleaban por los bordes, y cuya tipografía tosca e irregularmente alineada confirmaba que se trataba de una edición anterior a la época de la maquetación digital. En efecto, tal como pudo comprobar Javi al revisar una vez más la página de créditos del libro, el año de publicación era 1986.

El hallazgo fue casual. Javi había adquirido el volumen en un puesto de libros antiguos del mercado de Els Encants, donde solía acudir a menudo a pasear su atención por la heterogénea maraña de objetos que, desparramados, poblaban las diferentes paradas. Ese concierto de cosas de tan diferente naturaleza siempre le atrajo con una fuerza misteriosamente intensa, acercándole ecos de su infancia: un desván atestado de hallazgos, un palomar, un mapa del tesoro enterrado al pie de una olorosa higuera.

Javi había estudiado literatura clásica en su juventud, aunque los avatares de la vida le habían llevado a dedicarse a ocupaciones que poco tenían que ver con las letras. Unos años antes había aprobado una convocatoria de plazas de personal de información en el aeropuerto del Prat, y desde entonces consumía su vida viendo pasar a apresurados pasajeros, empleados soñolientos y sonrientes tripulaciones que caminaban al unísono con paso decidido. Se limitaba a ver transcurrir las vidas ajenas desde el sopor mortificante de aquella trinchera que era el mostrador de información. Imaginaba con frecuencia cómo podría haber sido su propia vida de haberse dedicado a escribir o incluso, por qué no, al negocio editorial. A veces la veía transcurrir ante sus ojos, inevitable e incuestionada: una vida feliz. La veía pasar igual que veía pasar a sus desorientados pasajeros, ajena a su propia presencia, buscando la puerta de embarque que le conduciría a una nueva etapa, caminando siempre hacia adelante. Caminando. Javi siempre albergó el deseo secreto de ser escritor pero, consciente de su naturaleza indisciplinada y dispersa, jamás fue más allá de garrapatear cuatro líneas de intimidades dirigidas a algún lector imaginario ⎯que era, en realidad, él mismo⎯. Quizás esta inconfesa frustración junto a una irrefrenable atracción por los objetos singulares y antiguos, que percibía mudos testigos de historias anónimas, fueran las razones por las que acabó aficionándose a los libros antiguos. Una afición que poco tenía del rigor del coleccionista estudioso y bastante más de pasión por el hallazgo fortuito; una afición que le arrastraba a acumular cuantos volúmenes le caían entre manos, libros de todo género y procedencia; la única condición era que fuesen lo suficientemente viejos como para transmitir un cierto palpitar del tiempo y de la Historia.

Cuando topó con aquel ajado ejemplar de la Odisea, Javi no podía imaginar la sorpresa que había de depararle. Odiseo, héroe de fortaleza y voluntad inquebrantables, juguete del destino y a la vez paradigma de la superación humana. Recordó la época en que lo leyó por primera vez, y le pareció tan distante como una vida anterior. Mucho había cambiado él, quizás tanto como lo había hecho la literatura desde Homero. Ya no había Ítacas, ni tampoco había una Penélope esperándole. Tomó el libro y empezó a hojearlo distraídamente, limitándose a sentir su dimensión física, recreándose con parsimoniosos dedos en la aspereza de aquellas hojas amarillentas. Sin completar la inspección, pagó y se lo llevó en una bolsa de plástico. No fue hasta que llegó a casa que vio las cuartillas manuscritas asomando entre sus páginas. Las tomó y comenzó a leer. La letra era menuda. El texto decía así:



«LA FUGA

En mi cárcel estoy, acurrucado en un rincón, soñando despierto como tantas otras veces. Sueño con mi fuga ansiada, anhelada, mil veces planeada y otras mil desechada, querida libertad tras mis barrotes de acero. Aquí negrura, silencio y un tic-tac eterno, como de reloj de pared, en una velada interminable de invierno; allá luz, ruido, sonrisas dulces, letanía de acordes de una guitarra alegre, murmullo de la juventud, aroma de primeros y segundos amores. Y en medio mis barrotes y mi grueso muro levantado a conciencia con miedo y ladrillos, que construí un día ayudado de la fatalidad y que hoy quiero y no puedo derribar.

Tres hurras por el maestro constructor, oiga usted, edificios de tanta solidez no se construyen desde hace doscientos años, piedra pura y argamasa, eso es, y no esos tabiques de hoy en día que parecen de cartón piedra. Disculpe buen hombre, pero está usted equivocado, no es argamasa lo que aquí cohesiona, sino pura desesperación fraguada con esmero y paciencia. Además, un buen constructor ciertamente habría reservado hueco para una puerta, como es natural, para conceder libertad al futuro inquilino de entrar y salir a su libre albedrío. Fíjese que yo no sólo he olvidado la puerta, sino que además me he quedado dentro al finalizar la obra, gravísimo despiste que habría de condenarme a inciertos años y un día de reclusión mayor, que es demasiada condena para tan inocente desliz.

Mil veces, digo, he pensado en la fuga. Pero, ¿cómo acometerla? ¿Cómo doblegar los barrotes con mis manos desnudas? Quizás sea mejor idea abrir un agujero y deslizarme a través de él, dejando atrás miedo y ladrillos, tarea por otro lado ingente, inconmensurable, que habrá de llevarme numerosos años, quizás toda una vida. Pero pocas opciones tiene el reo, dos en realidad: sucumbir ante la idea de tan ardua y paciente tarea, tan necesitada de constancia y voluntad para su consecución, y resignarse, aceptar su confinamiento y renunciar al barullo de la vida, dejando su sed de experiencias vitales por calmar, sus ansias de comunión con los demás por aplacar, su corazón por ocupar; o bien armarse hasta los dientes de valor, fuerza y paciencia, armas complementarias que debe forjar en su interior, que debe hacer brotar de sí mismo, y cuya conjunción mágica y sinérgica hará surgir la luz de entre las tinieblas, única llave que abre la celda: la llave del amor.

Vaya por Dios, ahora va a resultar que sí que había puerta, qué le parece, tan sólo hay que encontrarla y abrirla, como si fuera una tarea fácil con lo condenadamente escondida que está. Me quejo con esa amarga ironía, queja por otra parte natural, pues la súbita revelación de la existencia no sólo de una vía de escape escondida, sino además de la llave para abrirla, escondida en bruto en mi interior, me traslada poco a poco del natural escepticismo inicial a una creciente vergüenza por no haber sido capaz antes de tan significativo hallazgo.

Y esa vergüenza, que ahora empieza ya a menguar, va dejando al descubierto, lenta pero inexorablemente, la esperanza luminosa que me proporciona el saber que la decisión ya ha sido tomada.

Javi Girón»



Pese al tono romántico y un tanto afectado de la prosa, Javi se reconoció en aquellas líneas y también en aquel nombre. No era su propio apellido, o quizás sí lo era en alguna parte, en alguno de esos lugares donde habitan los sueños. El caso es que al pronunciarlo de corrido, junto con el nombre de pila, algo que no acertaba a identificar se le removía en la memoria y en el corazón. Algo aletargado pero vivo.

Al día siguiente se acercaba de nuevo al puesto de Els Encants. Saludó al vendedor, que era el del día anterior, y le interrogó acerca de la procedencia del libro. Aquél se encogió de hombros y se excusó, aunque un momento después pareció acordarse de algo y detuvo con un gesto a Javi, que ya giraba sobre sus talones. Sacó una libreta y consultó unas páginas sucias y llenas de tachones. Después de unos segundos, le mostró la libreta a la vez que señalaba un nombre. Librería París. «Pregunte aquí. De vez en cuando nos traen alguna caja con libros usados y se los compramos a peso. Calle Calabria, 195».

No le costó mucho encontrar la librería. Un sinfín de volúmenes abigarraban las estanterías de las paredes. Había libros por todas partes. Notó que le afloraban, apremiantes, las viejas ganas de cagar que siempre le asaltaban al entrar en lugares de esa naturaleza. Lugares pequeños y atestados de cosas. Como cuando era niño, en el desván de su abuela. Siempre se preguntó por la explicación de tan misterioso mecanismo, que conectaba secretamente cosas heterogéneas como el esfínter y el contenido de una habitación. Dejó pasear su mirada por los lomos de los libros dispuestos en las estanterías mientras, bajo la chaqueta, sus dedos acariciaban la áspera celulosa de las páginas del manuscrito.

El dependiente era un hombre ya entrado en años y ligeramente cargado de espaldas; lucía una perilla blanca cuidadosamente recortada. Su mirada era penetrante, casi ofensiva, y contradecía a una amplia sonrisa. No obstante, sus ademanes eran pausados y hacía gala de una cuidadosa cortesía.

⎯ Parece usted de los que buscan algún secreto oculto. ¿En qué puedo ayudarle? ⎯dijo.

Javi le explicó el motivo de su visita y le alargó el libro. Omitió deliberadamente todo lo referente al manuscrito. El librero se acercó a los ojos unas gafas que le colgaban del cuello y lo inspeccionó detenidamente.

⎯ ¡Vaya, el inefable Homero! Dicen que era ciego, y también que iba por ahí pidiendo limosna. Quién lo hubiera dicho del gran poeta, ¿eh? Y bien, ¿qué le ha parecido?

La pregunta cogió algo desprevenido a Javi.

⎯ Leí la Odisea hace ya muchos años ⎯replicó⎯. En realidad me interesa más la historia del ejemplar en sí. Como le digo, podría haber estado en su librería hace tiempo. ¿Lo reconoce usted?

⎯ Pues no estoy seguro. Se hará usted cargo de la cantidad de libros que pasan por nuestras manos. ¿Se ha fijado en si tiene alguna particularidad digna de mención? ¿Alguna marca, alguna nota escrita? Odiseas hay muchas, como muchas son las Ítacas.

Su forma de hablar era meliflua y algo afectada, y empezaba a resultarle irritante. Parecía algo nervioso. Javi dudó un instante, y después dijo:

⎯ No en el propio libro, pero encontré entre las páginas un par de hojas escritas. Firmadas por un tal Javi Girón. ¿Le dice algo ese nombre?

El librero le miró durante unos segundos con expresión divertida. A Javi le parecieron una eternidad. Al fin dijo:

⎯ ¡Qué interesante! Está usted jugando a detectives… ⎯y añadió: ⎯ ¿No llevará encima esas hojas?

Javi sacó el manuscrito y se lo mostró. El librero lo tomó con lentitud, sus ojos clavados en los de él.

⎯ ¿Le importa si lo leo?

Javi se encogió de hombros y el otro, manifestando una alegría que no parecía sentir, añadió:

⎯ ¡Fantástico! Por favor, acompáñeme dentro. Estaremos más cómodos.

Le hizo pasar a una estancia interior en la que no había reparado antes, quizás porque a ella se accedía por una estrecha puerta situada en una de las paredes laterales del local. Dentro había una mesa con dos sillas. El librero le señaló una y se sentaron uno enfrente del otro. La luz de una lámpara que colgaba del techo teñía la pequeña estancia de un amarillo estridente, eléctrico. Las facciones del librero se agudizaban bajo aquella luz dura que caía a plomo sobre su cabeza, ligeramente inclinada hacia adelante por la lectura, y que convertía las cuencas de sus ojos en dos agujeros de oscuridad casi impenetrable. Javi miraba aquella cara y se preguntó si no conocía ya a ese hombre. De hecho ya le había invadido antes una vaga sensación de reconocimiento, pero la había desechado al atribuirla a un parecido con alguien que acaso no recordaba. Sin embargo, mientras le observaba bajo la luz de aquella lámpara casi tuvo la certeza de que realmente se conocían de algo.

En una de las esquinas había una silla de ruedas. Estaba plegada y apoyada en la pared. Mientras se preguntaba vagamente a quién pertenecería, su mente se disolvió en pensamientos remotos. Pensó en un avión que despegaba rumbo a un cielo gris, y también en una biblioteca infinita que contiene todos los libros del mundo.

De pronto, como volviendo en sí, Javi lo reconoció. Se levantó de la silla con sobresalto.

⎯ ¡Un momento! ¡Usted es el pasajero de anteayer! El del vuelo a Madrid, ¿no es verdad?

La boca que estaba bajo los dos agujeros negros esbozó una leve sonrisa. El librero levantó despacio la cabeza y sus ojos salieron de nuevo a la luz, incisivos como cuchillos.

⎯ Muy bien, Javi. Tienes buena memoria. En efecto, soy el pasajero del otro día. Pero también soy alguien más, ¿no te parece?

⎯ ¿Cómo que alguien más? ¿Qué quiere decir? ⎯Javi clavó de nuevo sus ojos en la silla de ruedas y, perplejo, acertó a añadir:⎯ Por cierto, ¿qué ha sido de su parálisis? Yo le ayudé en el embarque… Aquella es su silla de ruedas, ¿no es verdad?

El librero adoptó una expresión suavemente condescendiente, casi suplicante. Como si escogiese meticulosamente cada palabra, dijo muy despacio:

⎯ No, Javi, no es mi silla de ruedas. Es la tuya.

No supo muy bien si era por la punzada de pánico que le laceraba el pecho, o porque súbitamente la silla pareció moverse ⎯aunque quizás era la pared la que se movía⎯; lo único que sabía era que de pronto todo había perdido su solidez, su lugar incontestado en el mundo. Ese extraño recodo interior se le volvía a agitar, ahora con una fuerza descontrolada; se expandía dentro de él, anegando su ser de fragmentos de imágenes y de lejanas vaguedades que habían de convertirse en certezas. Sintió cómo le flaqueaban las piernas, y buscó con desesperación algún lugar donde asirse. De repente se vio recorriendo a velocidad de vértigo aquella biblioteca de su imaginación, atravesando una tras otra sus innumerables salas hexagonales, dejando atrás anaqueles y anaqueles, libros y libros, mientras en un inesperado soplo de lucidez se preguntaba por un instante cómo sería poder abarcar a la vez todos aquellos textos y retenerlos en una sola mente, y mientras su propia mente sentía acercarse, a ritmo cada vez más acelerado pero todavía a centenares de miles de anaqueles de distancia, la sala definitiva que en vez de libros contenía todas las certezas.

En efecto, aquella sala llegó, y no era hexagonal sino rectangular, porque era la sala de la librería. Y hubiese sido exactamente la misma sala si hubiesen podido negligirse algunos nuevos detalles que, bien mirado, siempre estuvieron ahí. Detalles como que la silla apoyada en la pared ya no era de ruedas sino de patas convencionales, que el librero no era un librero sino un doctor ⎯su doctor⎯, o que aquello no era una librería sino el hospital municipal. Sin embargo, en esencia la sala era la misma y, por ello, los elementos que contenía eran los mismos: dos personas, una mesa, dos sillas convencionales, una silla de ruedas. Esta última certeza se le reveló a Javi como un mazazo, y le hizo ser consciente del mecanismo de trueque de que su mente se había valido para intentar alejarle de la inquietante verdad. No habría, por tanto, sido necesario bajar la vista para tropezar con su propio cuerpo impedido reposando en la silla de ruedas. No habría hecho falta contemplar su patética inutilidad para recordarlo todo. Pero ya lo había hecho, y lo que vio le acercó a la materialidad de su propio cuerpo y, extrañamente, le sirvió para reconciliarse un poco ⎯sólo un poco⎯ con la realidad que su mente había intentado hacerle olvidar: que desde hacía un par de semanas era un paralítico, un tullido, y que lo que le quedaba de vida no sería más que un océano de soledad sin tierra a la vista. Su vida anterior, su trabajo en el aeropuerto, su Penélope; todo eran retazos muertos, jirones de una vida desgarrada, gotas de lluvia evaporadas en un cielo gris.

«Tranquilízate», le dijo el doctor, «Creo que has tenido una alucinación. A veces pasa; son los tranquilizantes». Su perilla blanca, cuidadosamente recortada, se movía bajo los vaivenes de su sonrisa amable. Le devolvió los papeles. «¡Bravo, Javi, es muy bueno!», le dijo, «Creo que es una gran idea que escribas. Te hará mucho bien».

Eso creía él. Había llegado el momento de pasar a la acción, de una vez por todas.



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1 comentario:

CONRADO dijo...

Me ha resultado sinceramente genial. Aunque al principio me ha parecido complicado de seguir la historia engancha totalmente, la redacción muy buena y el final está a la altura del relato.

Enhorabuena