domingo, 25 de octubre de 2009

55132

55132

55132. José abrió tanto la boca que la comida que estaba masticando casi se le cae al plato. Sentado en el sillón de la pequeña salita, oyó como la presentadora de las noticias de la tele anunciaba un número de lotería que aún no había encontrado ganador. La papeleta afortunada había sido la 55132. Era un número más bien feo, sin gracia. José ni siquiera lo escogió; fue la propietaria del establecimiento la que le incitó a comprarlo con un “venga señor José, ¡que algún día tiene que ser!”, y sin decir nada, José introdujo el dinero a través de la ventanilla y metió el boleto en su bolsillo.

Y ahora era multimillonario.

José pensó en sonreír, pero se contuvo. Pensó en llamar a alguien para explicarle que le había tocado un premio, que era millonario, pero no tenía ningún amigo con quien compartir la noticia. La última vez que su móvil sonó fue la semana pasada, cuando la asistenta social le llamó para preguntarle si se encontraba bien y si quería vacunarse contra la gripe. “a su edad señor José, debería ser una obligación… tenga en cuenta que con 83 años está usted dentro del grupo de riesgo”. José no entendía muy bien porqué tenía que vacunarse, pero accedió por complacer a esa joven tan amable que se preocupaba por él cada invierno desde hacía tres, así que quedó en ir al centro médico en quince días.

Ninguna llamada más. Desde que pasó los 75, José se dio cuenta de que iba dejando atrás muchas vidas. Y los que quedaban su lado, o estaban en una residencia sin billete de vuelta, o estaban viviendo en casa con sus hijos. Para el caso, era lo mismo. Ni unos ni otros llamaban por teléfono. Ni jugaban ya al dominó los domingos.

Luego pensó en su hija. María vivía en Colombia desde hacía 22 años. Se fue como cooperante de una ONG un verano, antes de cumplir la treintena. Tenía ganas de ayudar a quiénes lo necesitaban, explicó. Y de un día a otro, se embarcó en un avión rumbo a Sudamérica. Al principio, María llamaba todas las semanas, explicaba que estaba bien y que tenía mucho trabajo que hacer allí, pues había muchos niños huérfanos de las FARC que deambulaban por las calles y finalmente eran captados por redes de droga y prostitución. Ella colaboraba en una casa que les acogía y les reinsertaba en la sociedad, enseñándoles a enmarcar cuadros. Decía que “Así aprenden un oficio que les servirá para trabajar, ganar dinero y apartarlos de la calle”. Vino a verles todas las navidades durante diez años, hasta que Pilar se fue. Desde entonces las llamadas se fueron espaciando, y dejó de venir a verle. Enviaba una postal hecha por los niños de la casa de acogida cada diciembre, pero sólo llamó una vez y fue para anunciar que iba a tener un hijo. Desde entonces, José había recibido dos fotos de Raúl, la primera cuando nació y otra cuando hizo la comunión. Giró la cabeza y miró el rostro de aquel niño enmarcado sobre en una vieja estantería marrón, entre el sofá y la televisión. A Pilar le hubiera hecho ilusión conocer a su nieto. La última vez que José vio a María fue en el entierro, hacía diez años.

Estaba solo, sin nadie con quien compartir el premio que le había hecho multimillonario.

55132. Jugaba a la lotería desde que era joven y nunca le había tocado nada. Ni cuando trabajaba de maquinista en la RENFE, ni cuando se casó con Pilar, ni cuando se jubiló y planeó junto a ella viajes para cubrir el tiempo libre que les iba a quedar después de tantos años de trabajo. Nunca habían salido de España. Él trabajaba más de 10 horas, y ella cosía en casa para una conocida marca de ropa. Solo cuando llegaba el verano, José y Pilar se iban a un pequeño pueblo de Murcia, de donde eran originarios. Hicieron planes para conocer Europa. A los pocos días de jubilarse, detectaron el cáncer a su mujer, y ya no pudo planear nada más.

No se consideraba una persona afortunada, tampoco desafortunada. José nunca se paraba a pensar en esas cosas. Tampoco José afirmaría que se había conformado con la vida que le tocaba vivir, o que hubiese querido tener una mejor, simplemente andaba un día tras otro. José se levantaba, desayunaba un café con leche y galletas, y salía a dar una vuelta. Unos días compraba alguna cosa de comer y otros iba al médico a por recetas para “su cabeza”, decía él, porque José empezaba a olvidarse de las cosas. Vivía en un cuarto piso sin ascensor, así que nunca caminaba demasiado, porque después le costaba subir los pisos. Ya era mayor y se cansaba en seguida.

Después de comer veía la tele. Daba alguna cabezadita en el sofá, y ya cuando anochecía, se preparaba algo para cenar. Media hora después, se sentaba de nuevo en el sillón, y volvía a encender la tele hasta que el sueño le obligaba a irse a la cama.

Y así andaba todos los días desde hacía años.

55132. Ahora José era millonario. Podría pagar los mejores tratamientos para su mujer, podría por fin viajar fuera de España, ir a conocer a su nieto. También comprarse una casa nueva, con ascensor. Hace diez años, su vida podría haber cambiado.

José suspiró. Se levantó del sofá, sacó el boleto del bolsillo, camino hasta la cocina y lo tiró al fogón. Después volvió al salón, se sentó y cambió de canal.

estherinblau.

1 comentario:

CONRADO dijo...

Me gusta como está escrito, en un tono triste y frío. Entre líneas se lee que "el dinero no da la felicidad" o al menos no a esas alturas de la vida y esas circunstancias.