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jueves, 9 de abril de 2009

Mi impactante suerte

Mi padre solía decir que estábamos a merced de la suerte; yo le respondía que forjaría la mía. Aprendí esgrima con grandes maestros, monta con los más diestros jinetes. Cuando conseguí destacar entre las filas de nuestro ejército, y la propia reina me reclamó ante su presencia, elegí con el máximo cuidado traje, peluca y sable. Ya ante ella, le dediqué la más profunda de las reverencias, de tal guisa, que el extremo de la vaina de mi sable tuvo a bien ascender trazando un arco, deteniéndose abruptamente en las más nobles partes de mi dolorido rey.


Micro-relato para una cena

(Dedicado a Irène, Judi, Sonia, Juanmi, Mariano e Ignasi)

Joan Villora Jofré


domingo, 5 de abril de 2009

¿El crimen perfecto?

Departamento de Atención al Consumidor
Denuncia nº 5.783/2009

El demandante declara que, tras haber leído el anuncio expuesto a continuación, recibió una respuesta que no cumplió sus expectativas, denunciando a la empresa anunciante con cargos de publicidad engañosa.

Anuncio aparecido en el número 256 del semanario “La dimensión desconocida”, revista especializada en freakismos y encuentros en la tercera fase.

“¿Esta harto de que le ninguneen? ¿Odia a su marido y no sabe cómo librarse de él? ¿No soporta a su jefa? ¿Desea eliminar a esa persona odiosa e indeseable que le hace la vida imposible?
¡Enhorabuena! ¡Nosotros podemos ayudarle a cometer el crimen perfecto!

1. Envíe un sms con las palabras CRIMEN espacio PERFECTO al 77X88.
2. Recibirá en su móvil un mensaje de texto con la premisa principal para ejecutar el crimen perfecto*.
3. Borre el mensaje de texto para eliminar cualquier pista.

* El sms se enviará automáticamente desde un centro de mensajería instantánea no rastreable. No habrá pruebas de contacto entre nuestra organización y usted.”

Detallamos a continuación la respuesta recibida por el demandante a través de sms:
“El crimen perfecto es aquel que NO se comete”.


Por Marta Navarrete Ardanuy, para el curso de Escritura Creativa (grupo Miércoles).

sábado, 28 de marzo de 2009

El azul de mis venas

La llama azulada del fogón es de un fuego tan frío como mi sangre. Hoy se cumple una semana desde que enterré a mi hijo; pero él no lo ha mencionado ni una sola vez.

—¡Paloma! ¿Dónde está mi café? —grita mi marido, Fermín, levantando la voz entre los últimos compases del “Cara al Sol” de la radio. Hoy es el vigésimo aniversario del alzamiento nacional.

Saco la cafetera del fuego y lleno una taza; la pongo en una bandeja, “como tiene que ser”, y salgo de la cocina, no sin antes verme reflejada en las ollas. ¿Desde cuando soy esa vieja gruesa y ojerosa?

—¡Paloma! —vuelve a gritar Fermín, fustigándome con su voz.

Lo único que recibí de él fue mi hijo, Pablo. Y me lo ha quitado.

Cuando llego a la terraza, sólo me saludan los trinos de las golondrinas. El viejo esta sentado junto a la mesa redonda de mimbre: encorvado, ceñudo y con la mirada clavada en el periódico.

Se ha puesto su odioso uniforme de la falange.

—Ya era hora. ¡Siempre tan lenta para todo! —dice, chasqueando la lengua en señal de disgusto.

—¿Porqué te has puesto el uniforme?

—¡Por que el azul de esta camisa corre por mis venas! Ya lo sabes.

Ese azul, ese veneno, no es el único que corre por sus venas; el mío está en el aire que le envuelve, en el mismo cielo, en el mar que se ve y oye desde la terraza.

Mirando las arrugas que se le marcan en las mejillas de su rostro enjuto, me pregunto que vi en aquel hombre bajo y de bigotito ridículo. Como cada tarde, toma la bandeja y ni me mira.

Pero hoy el timbre de la puerta me deja helada.

—Buenas tardes, señora Pardo. ¿Como se encuentra?

El fornido joven de elegante traje a rayas que me sonríe en el umbral es Alberto, el niñito rubio de grandes ojos claros que me pedía caramelos cuando yo aún trabajaba en la farmacia de su familia. Apenas un año antes, había regresado de la ciudad con la carrera de medicina terminada y el deseo de conservar el negocio familiar a la muerte de su padre. Mi marido le admiraba por ello: incluso le sugirió que tomara a Pablo como dependiente “para hacer de él un hombre de provecho”. Fue el fuerte brazo del joven el que me sostuvo en el entierro; sus ojos los que lloraron a mi hijo, mientras Fermín evitaba asistir fingiendo estar enfermo.

¿Cómo cerrarle la puerta, a pesar de todo?

—Ya lo ve. Vamos tirando ¿Qué otra cosa podemos hacer? pase, no se quede en la puerta —digo, mientras me muerdo los labios, le cojo del brazo y le guío por el estrecho pasillo hasta la terraza.

Mi marido nunca ha sido amante de las visitas; pero un cierto servilismo le obliga a bajar el volumen de la radio y levantarse a recibir al antiguo jefe de su hijo.

—Siento que no pudiera asistir al entierro. Quería darle mi pésame personalmente —le dice el joven, estrechándole la mano.

—Muchas gracias —responde Fermín, en un susurro.

—Fue un buen trabajador. Nunca me dio un motivo de queja. Aunque entiendo que trabajar en una farmacia no podía compararse con su sueño de ser pintor. Tenía una gran sensibilidad.

Ante la sorpresa de Alberto, la cara de mi marido se torna roja en un instante.

—¿Sensible? ¿Qué insinúa con sensible? ¡Un hijo mío… nunca! ¡Antes…!

No puedo contenerme.

—¡Antes muerto! ¿Verdad? —grito fuera de mí— ¡Desde que viste sus dibujos ya no podías seguir engañándote! ¡Esas fuertes manos que parecían salir del papel, esas espaldas de músculos tensos y vivos!

—¡Calla desgraciada!¡No estamos solos!

—Él jamás te hubiera alzado la mano; pero tú casi lo matas de la paliza. Le humillaste, le dijiste que no volviera hasta que te demostrara que tenía sangre en las venas. ¡Le mataste!

Mi marido aún tiene las fuerzas suficientes como para tirarme al suelo de una bofetada.

—¿Fue el día que le encontró muerto en la bañera? ¿Fue ese día?—exclama Alberto, mirándome y agarrando a Fermín por la camisa.

Asentí. Cuando le encontré, el cuerpo desnudo y frío de Pablo se reflejaba en las baldosas, ya por siempre azules: se había cortado las venas con la navaja de afeitar de su padre.

En aquel momento morí y el azul entró en mi carcasa reseca, ya vacía y helada.

—¡Hijo de puta! ¡Desgraciado! Debería…

Alberto calla. Ha visto los dedos de Fermín, cuyas uñas azuladas me delatan ¿Habrá comprendido el propósito real del cianuro que le pedí? Ya todo me da igual, no me importa que se sepa que ahora que mi hijo había perdido su vida gota a gota, Fermín estaba perdiendo la suya taza a taza.

—Incluso quemó todos sus dibujos. No dejó ningún recuerdo que pudiera conservar.

Incrédula, miro la expresión dura con la que el joven mira a mi marido; nunca hubiera pensado que aquellos ojos pudieran ser de un azul tan oscuro e intenso.

—Déjale Alberto. Es mi marido —digo, cogiendo el hombro del joven.

Era yo la que me había dejado engañar por aquel sargento de los nacionales que me hablaba de su soledad y siempre tenía una palabra amable. En cuanto nos casamos, me hizo abandonar mi trabajo en la farmacia: una sirvienta y una puta era lo que buscaba.

Alberto termina por soltarle.

—¡No se atreva a volver a tocarme! ¡Y… si cuenta algo de esto, yo…! —grita el estúpido de mi marido.

—Usted ¿Qué? ¡Como le vea un solo cardenal a su mujer, ese será el menor de sus problemas!

—Se acordará de esta, hijo de rojos. ¡No vuelva a esta casa! ¡Paloma, enséñale dónde está la puerta! ¡Y no te entretengas! tráeme otro café ¡Este está helado!

Mi marido se sienta con dificultad. Yo voy tras Alberto; cuando éste llega a la puerta, la abre y sale sin volverse a mirarme. Pero, tras un instante de vacilación, se detiene en el umbral.

—Cuando él muera, llámeme; recuerde que soy médico… y un amigo.

Asiento con la cabeza, aunque no me mira.

—Ojala supiera expresarle cuánto amé a su hijo.

Paralizada, reconozco aquellas fuertes espaldas, aquellas manos tan bien dibujadas.

“No olvide llevarle el café” le oigo decir antes de que se cierre la puerta.

Ejercicio sobre Binomio Fantástico: Azul y Resquemor

Joan Villora Jofré

martes, 24 de marzo de 2009

El secreto de Howard Carter

La gente quiere creer. ¿Quién prefiere la rutina diaria a una maravillosa y excitante mentira? El asesino de Lord Carnarvon, el filántropo co-descubridor de la tumba del joven faraón Tutankamón, lo sabía bien.
Aquella noche, acurruqué mi cuerpo bajo las sábanas, agradeciendo la frialdad de mi almohada, ya que la cabeza me ardía con los datos sobre la maldición de “la imagen viva de Amón” que había estado recopilado para hacer un relato corto.
Desperté sobre una gruesa alfombra, sabiéndome dormido. Estaba en una tienda de campaña, cuya entrada era ligeramente azotada por el frío viento nocturno del Sahara; a través de ella, vi como una figura se aproximaba desde una negrura abismal. Di un paso atrás, ya que por su avance vacilante bien podría haber sido una pesadilla de putrefacción que reclamara mi carne; pero lo que entró fue un niño aterrido de frío, cojeando con dificultad apoyado en una muleta de madera. Tenía la cabeza gacha, rapada. No tendría ni diez años. Me miró con unos ojos cargados de tristeza, blanquísimos, perfilados de un negro casi igual al de sus pupilas.
—“Ven” —dijo, con una voz poderosa y regia, mientras me ofrecía su mano. Avance hacia él y, al tomarla, me encontré en otro lugar: Putney Vale, en el extrarradio de Londres; un cementerio gótico, digno de la pluma del irlandés Bram Stoker. Estaba al lado de una lápida negra con una inscripción de reminiscencias egipcias: “Pueda tu espíritu vivir, durar millones de años, tú que amas Tebas, sentado con la cara al viento del norte, los ojos llenos de felicidad” era 1939; el final del camino para Howard Carter, el descubridor de la tumba del joven faraón. ¡Que escaso séquito le había acompañado hasta aquí! Entre ellos destacaba una mujer morena vestida de luto, con un elegante abrigo de visón, un gran sombrero y cargada de joyas. Se agachó y depositó una figura en la tumba: un corazón de piedra.
—Nunca me fallaste. —murmuró. Miró por última vez la lápida y se giró para irse, soltando un casi imperceptible suspiro. Sé su nombre. Pero no lo puedo recordar.
La mujer se paró a los pocos metros, dándome la espalda. Había cambiado; se cobijaba bajo un abrigo liso bastante menos ostentoso, casi tubular y poco favorecedor de las curvas femeninas. El enorme sombrero no mejoraba el conjunto. Ni siguiera estábamos en el cementerio: nos rodeaban las cuatro paredes de una habitación de Hotel cargada de papeles y objetos.
Una puerta se abrió a mi espalda; un hombre moreno, con algo de sobrepeso y que rondaba la cincuentena, salió del cuarto de baño en mangas de camisa y tirantes, sobresaltándose al descubrir a la intrusa. Poco tardé en reconocer el espeso bigote y la gran nariz.
—¿Cómo ha entrado aquí? —preguntó Howard Carter, con un ligero temblor en la voz.
Ella se giró, mostrando su joven rostro y su corta melena ondulada y oscura. Su mano enguantada estaba jugueteando con los objetos colocados sobre una mesa: unas figuritas de oro con la cara del niño que no me suelta de su mano.
—El dinero abre muchas puertas. Supongo que no me dirás que estos objetos están registrados y que los estás estudiando ¿verdad? no soy imbécil, Howard.
La cara del hombre enrojeció de la rabia, pero terminó por bajar la cabeza.
La chica recogió los preciados objetos; después se acercó a Carter y se los introdujo en los bolsillos.
—¿No estás harto de que te humillen por tu falta de estudios y dinero? ¿Piensas ser un criado toda tu vida? Yo podría acabar con todo eso… y olvidar estas chucherías.
Carter miró los ojos oscuros e intensos de la joven. Tras un corto silencio, por fin habló.
—¿Qué tengo que hacer?
Noté la presión de los dedos del niño-Dios en mi mano y la habitación desapareció en medio del fogonazo rojo de unos pendientes de diamantes, alcanzados por el sol del atardecer. Carter los estaba dejando caer en la mano de un joven egipcio bien vestido, en un café del Cairo.
—¡Nadie se tragará todo eso! —exclamó el joven, reticente.
—Funcionará. Tú haz tu parte, si sabes lo que te conviene —le respondió Carter.
Un timbre estalló en mis oídos: un teléfono, una conferencia, los pasos de una joven criada antes de que pudiera verla cruzar una habitación forrada de roble y coger el molesto aparato.
—¡Señorita! ¿Quiere hablar con…? ¿Conmigo? —respondió, extrañada— sí, sí. Por supuesto que lo sé. Ya le dije que le debía un favor. Recuerdo donde está la jeringa, sí.
La mujer palideció; creí que iba a decir algo, pero terminó por colgar y alejarse del teléfono, mientras se frotaba las manos en el delantal.
Mi guía me transportó al exterior; estábamos a los pies de los dieciséis escalones que bajan hasta su tumba. Carter apareció caminando entre los trabajadores, precediendo a un hombre bastante mayor, delgado y bien vestido, que caminaba ayudado por un bastón. Sin previo aviso, Carter golpeó con la mano abierta la mejilla izquierda de su mecenas.
—¡Ah! Demasiado lento, amigo mío: me ha picado —dijo Lord Carnarvon.
—Debería ponerse Yodo: este lugar es muy insalubre.
—Ya sé que no cree en estas cosas, pero… ¿Se ha fijado que el faraón también parece tener una picadura de mosquito en la mejilla? ¡Y justo en el mismo sitio!
Carter rió la ocurrencia, mientras escondía entre sus dedos una fina aguja metálica, impregnada de un líquido pestilente. Lo siguiente que vi fue a Lord Carnarvon delirando de fiebre en el que sería su lecho de muerte. A su lado estaba la joven, sentada junto a la cama, a la luz de la luna.
—¡Tanto dinero despilfarrado! ¡Estúpido, estúpido viejo! —espetó.
En la habitación contigua, un reloj daba dos campanadas.
“Es la hora”, susurró la voz de Howard Carter. Observé como el elegante joven egipcio colgaba el teléfono y, tras levantarse con disimulo de su puesto en la central eléctrica, se acercó a unos interruptores de control y los cerró. Poco tardó el sistema en sobrecargarse y estallar, creando un efecto dominó de sobretensión que dejó todo el Cairo a oscuras.
“Es la hora”, dijo la voz de la joven, y volví a ver a la criada, alumbrándose con un candelabro mientras entraba en una habitación cuajada de libros. Avanzó hacia el Fox Terrier que dormía plácidamente cerca de los rescoldos aun calientes de la chimenea, empuñando en su mano derecha una primitiva jeringa de cristal llena de un líquido oscuro.
La perrita, que me recordaba mucho al Milú de Tintín, se incorporó extrañada y retrocedió cojeando sobre sus tres patas, mientras la criada depositaba el candelabro en el suelo. Después, con un rápido movimiento, la mujer atrapó el cuello del can, que empezó a ladrar como loco intentando escapar. El candelabro recibió una patada que lo hizo rodar y apagarse, dejándome a oscuras. Solo pude oír un lastimero aullido de dolor.
—Ya está, Susie. Ya está —murmuró la mujer entre sollozos.
Quedé en la oscuridad hasta que una diminuta llama tembló en el aire enrarecido. Fue suficiente para ver ante mí el perfil de madera del dios Anubis. Solo tuve que girarme para ver la caja dorada que servía de capilla a las vísceras del joven rey, protegida por las efigies de Isis y Selkis: estaba en la antecámara de la tumba. El niño se soltó mi mano, dirigiéndose al otro cuarto, hacia su sarcófago.
—¿Puede usted ver algo? —escuché.
—Si ¡Cosas maravillosas!
Me encaminé hacia el orificio del que provenían la luz y las voces y atravesé la pared.
Por primera vez vi a Callender, el egiptólogo que hacia sus propias investigaciones a algunos kilómetros de la tumba. A los demás ya los conocía: Lord Carnarvon, Carter y… la joven, que me miraba a los ojos, con cara de espanto; escapó de ella un grito agudo, que parecía no tener fin.
Desperté y de un golpe acallé al despertador. Eran las siete menos cuarto. Sobre la mesita de noche estaban las notas de mi relato, con las fotos. Tomé la superior. En ella, una chica morena me miraba descarada con sus ojos fríos. Parecía reírse de mí, sabiendo que jamás podría demostrar nada.
La gente quiere creer. Creerán la maldición que había arrebatado la vida al patrocinador de la profanación de la tumba de Tutankamón; se asombrarán al saber que al morir Lord Carnarvon toda la ciudad del Cairo quedó a oscuras, mientras su perrita moría tras emitir un quejumbroso aullido, allá en la lejana Inglaterra: con la mayor cortina de humo de la historia, Evelyn Carnarvon, la hija del Lord, había logrado el crimen perfecto.

FIN

Ejercicio sobre novela histórica de capa y espada y crimen perfecto.

Joan Villora Jofré


sábado, 14 de febrero de 2009

Una partícula de luz (Microrelato)

Una partícula de luz nace de una pequeña estrella, zambulléndose llena de energía entre los océanos vacíos que separan los cuerpos celestes. Esquiva millones de restos de polvo, mil asteroides, se retuerce al bordear la enorme boca de un hambriento agujero, más que oscuro, negro; ignora los tenues y coloridos velos de diez nebulosas, adelanta a un cometa, esquiva el faro de un púlsar, no se deja deslumbrar por una supernova, evita el abrazo de algún planeta gigantesco, pero árido; por fin cruza un último mar de negrura y tiempo para, ya cansada, deslizarse sobre el hielo de los anillos de Saturno y, de la mano de la luz de la luna, alcanzar la Tierra, abandonando el cielo para caer en el paraíso y morir feliz, fundida un instante con el reflejo de la mirada de la pequeña Ana.


por Joan Villora Jofré

Ejercicio con Subestructura del taller de Escritura Creativa

648 caracteres sin espacios; 786 caracteres con espacios

lunes, 27 de octubre de 2008

Criaturas

De hecho era irresistiblemente guapa. Mostrábase infatigablemente vital, energética, ilusionada. Sus blancos rizos emanaban una gracia y cariño naturales. Una criatura de tal insistencia afectuosa, tal apego incondicional que sin darse cuenta la tenia arrapada a sus pies, siguiendo juguetonamente el más ínfimo movimiento.

No tubo mas remedio que autoconvencerse de su buena fe y enorgullecerse de su buena acción. Pero cada vez que lo revivía, que graso error! Cómo pudo acoger a tal mascota así como así, sin valorar ventajas e inconvenientes?! Lo que menos soportaba era el penetrante e incesante hedor canino de dejadez y descuido. Y esa pelusa blanca omnipresente! En cualquier bolsillo de los elegantes trajes, en sus preciados calcetines de algodón, en la bañera! Quién cojones era esa perra para obrar así, desmoronando su cuidadosamente construida reputación, su pulcra imagen, esa meticulosamente calculada existencia suya!?

Tampoco pudo evitar asustarse al sorprenderse a sí mismo en busca de un amo al que acoger.

David Long

miércoles, 9 de julio de 2008

Mal entendido

Por Carla Lopresti

Son las doce y media de la mañana y las persianas no dejan entrar aún el sol radiante que ilumina el día. En la oscura habitación, una mesa negra, sobre la mesa negra, una taza de café ya frío y al lado de la taza, un teléfono. Al lado del teléfono, el Gordo, esperando impaciente a que éste suene.
Ring ring. ¿Si? Soy yo Gordo, ya lo tengo. ¡Por fin! ¿Te vio alguien? Bueno, era un poco difícil que no me viera nadie. ¡Pero te dije que fueras discreto! ¿Qué pasó? Nada, no pasó nada, no te alterés por favor. ¿Cómo no voy a alterarme? ¿Qué pasó? Nada, tototodo salió como lo habíamos planeado, sasalvo que algunas personas me vieron. ¡Pero no te entiendo! ¿Qué es lo que no entendés Gordo? No meme grites. Sabía que no podrías hacerlo solo. Pero es mi culpa, no debí haberte encargado tal tarea a vos, ¡inútil! Gordo, no me digas inútil por favor. Que los dos últimos encargos no me hayan salido del todo bien no significa que en éste la haya cagado también. Si me estás diciendo que te han visto es porque te has vuelto a equivocar, ¡inepto! No te preocupes Gordo, está todo bajo control. No me llamés así por favor te lo pido. Soy torpe pero no tanto. Bueno, supongo que tendrás razón, contame. ¿Cómo es? Y, bubueno, qué se yo. ¡Cómo qué se yo! ¡Aunque sea decime si te gusta! ¿Y, qué te puedo decir? ¡Cómo qué me podés decir! ¡Si te gusta o no! Me estás gritando otra vez Gordo. ¿Cómo no te voy a gritar si me ponés de la nuca? Siempre me decís lo mismo Gordo. ¿Y qué querés que te diga si das mil vueltas y no me decís nada? ¡Seguro que la volviste a cagar! Pero Gordo, ¿qué querés que te diga si me preguntás si me gusta o no? ¡Yo qué sé! ¿Cómo yo que sé? ¡Escuchame, llevamos planeando esto hace meses y ahora venís vos y me decís que no sabés si te gusta o no! ¡Es el más grande y el más caro de Latinoamérica! Gordo, no tete pongás así, gragrannde sí que es, pero caro, no estoy muy seguro. ¿Qué tan grande es? Y, medirá más o menos metro ochenta, pero parece más de clase media baja. ¡¿Qué?! ¿De qué me estás hablando? Gordo no te entiendo, hace diez minutos que estamos hablando de lo mismo y ahora me preguntás de qué te estoy hablando. A ver, tranquilicémonos. Si yo estoy tranquilo Gordo, sos vos el que está alterado como siempre. Escuchame imbécil, el diamante mide como mucho un centímetro y vos me estás diciendo que mide metro ochenta. ¿De qué diamante me hablás Gordo? ¡Cómo que de qué diamante te estoy hablando! Ayer quedamos en que hoy irías a las once de la mañana a la joyería de la calle Alvear y te llevarías el diamante más grande que tienen. ¿Te acordás de esa conversación? ¡Me estoy poniendo loco! Decime, ¿qué es lo que te llevaste? (Unos segundos de silencio) ¿ Estás ahí? ¡Contestame! ¿Qué es lo que tenés? Gordo, no te enojés, lo puedo devolver. ¿Qué es lo que podés devolver? ¡Hablá! No me grites. ¿Qué te llevaste de la joyería? Una perpersona. ¿A quién? Crecrecreo que es el joyero. ¿Cómo que al joyero, estás loco? Sabía que no tendría que haber planeado nada más con vos, desde aquella vez en que en lugar de la hija del gobernador secuestraste a su gato y la otra vez en que machacaste a hachazos los jazmines del presidente, en lugar de matar a su esposa, Jazmín!¿Qué hago ahora Gordo? Ya estoy cerca de tu casa. Llego y pensamos qué hacer, pero no te enojes por favor. ¿Gordo? ¿Estás ahí? ¿Gogogordo? Tuc tuc (llaman a la puerta del Gordo) ¿Quién es? La policía, ábranos. ¿Gordo, Gordo? ¿Qué está pasando?¿Qué hago?

Mark Stevens

Por Carla Lopresti

Hola, mi nombre es Mark Stevens, y si no tienen nada mejor que hacer, los invito a que lean esta carta, en la que les contaré por qué me encuentro solo en este bar, y la razón por la que dentro de una hora estaré muerto.
El hombre con traje y sombrero negro y la mujer pelirroja sentados en frente mío me invitan a una copa, para que nadie sospeche, especialmente Phill, que están allí sólo para quitarme lo poco que me queda. Aunque ella me mira a través de sus oscuros lentes, puedo verle la misma mirada amenazadora con la que me miró aquella noche, hace ya un mes, cuando sentados alrededor de una mesa redonda, en aquel cuartucho húmedo y abandonado, y junto a cinco perdedores más, me arrebató lo poco que me quedaba de dignidad. Phill, el camarero, ajeno a lo que está sucediendo, me sirve un whisky con hielo. Sabe que es mi bebida favorita.
Acudí aquella noche a aquel antro convencido de que sería la última vez. Sólo deseaba, sólo necesitaba, ganar mi última partida para saldar todas mis deudas. No podía regresar a casa y decirle a Linda que había vuelto a perder. Que nuestra casa ya no era nuestra, que nuestro auto, ya no nos pertenecía. Pero es obvio que la suerte nunca me acompañó, y menos desde que la bebida se transformó en mi mejor compañera.
La tienda que se encuentra al frente del bar de Phill, es mía, es lo único que me queda, pero debo elegir entre la tienda y Linda, a la que ellos han secuestrado hace dos días. Y todo por no pagarles la deuda de aquella noche, iluso, pensando que me la perdonarían. Si le hubiera hecho caso a Linda cuando me imploró no seguir reuniéndome con aquella gentuza, y dejar la bebida, quizás ahora estaríamos juntos, aún tendríamos nuestra casa y seguiríamos trabajando en nuestra tienda. Quizás. Pero como de costumbre, la ignoré y me dejé llevar por las promesas irresistibles de una vida más cómoda y lujosa que me ofrecía aquella mujer, tan irreal, tan atractiva, tan endemoniada, que ahora no me quita la vista de encima.
Ya no me queda nada, sólo este vaso de whisky y la sonrisa amable de Phill. La calle oscura está desierta. No puedo salir corriendo del bar ni pedirle ayuda a nadie. Por una vez en la vida debo hacer algo de lo que Linda se sienta orgullosa, aunque no vuelva a verme. No puedo refugiarme en mi tienda, porque ya no es mía. Luego de entregársela a esta gente me dirigiré al baño de Phill.
Allí he dejado escondida mi pistola, detrás de la papelera. La colocaré justo en medio de mi frente, encima de mis ojos, y apretaré el gatillo. No creo que me sea tan difícil, ya la he usado otras veces, algo que Linda nunca sabrá de mi pasado.
La mujer de los lentes oscuros me hace la seña acordada, y yo le entrego a Phill un sobre en donde he guardado el poco dinero que me quedaba y la llave del local para que se lo alcance. La policía que hace su recorrido nocturno no debe sospechar nada. Debo mantenerme en calma. Con un pañuelo quito las gotas de sudor que me caen por la frente.
Phill le entrega el sobre a la mujer sin cuestionamientos. Esta mira al hombre de traje negro que se encuentra a su lado y murmura alguna cosa que no alcanzo a oír.
Ambos se ponen de pie, y luego de mirarme fijamente a los ojos, y esbozar una cruel sonrisa, cruzan la puerta del bar desapareciendo de mi vista.
Ahora sí, mi mujer será liberada. Podrá olvidarme y comenzar una nueva vida. Ya no la haré sufrir más.Saludo a Phill . Me marcho al baño.