jueves, 29 de octubre de 2009

Perro y camello

Ha sido después de su encuentro con el perro y antes de toparse con el camello. O al menos eso cree David. El caso es que todo empieza a estar algo confuso, pero cree que ha sido entonces cuando la ha visto por primera vez. Sí, está casi seguro. Sobre todo ahora que por fin se acerca a ella como acudiendo a algo que necesariamente se tiene que producir, como un encuentro que parece estar escrito en alguna parte desde tiempos inmemoriales, a pesar de que hace tan sólo media hora hubiese sido inconcebible.

El caso es que ha estado un buen rato casi a la deriva por las callejuelas del centro, sumergido en esa mezcla indecible de vestigio medieval, estudio de diseño y olor de orines que es el Barrio Gótico. Al principio ha empezado a caminar con un itinerario vagamente prefijado; salir de casa en dirección a Las Ramblas, cruzarlas para tomar la calle Boquería, luego izquierda por Banys Nous, acaso de nuevo izquierda para demorarse un poco en la Plaça del Pi, quién sabe si después tomar Petritxol a ver qué hay hoy en la Sala Parés; a continuación, si está ya cansado, siempre puede ganar de nuevo Las Ramblas para volver a casa. Un itinerario habitual; simple rutina. Caminar por pura inercia mecánica. Últimamente David se está aficionando a estos paseos automáticos; le ayudan a alejar su atención de sí mismo. Le ayudan a olvidarse de Susana y de un mundo sin Susana, como si adentrarse en esa fiesta de luces de escaparate y de olor a comida de panadería le mantuviera en un vago estado de aturdimiento en el que simplemente se puede vivir, sin más.

Pero no ha ocurrido así. Por Banys Nous ha visto al perro. Al principio lo ha visto vagamente a lo lejos; una mancha incierta moviéndose entre la muchedumbre. Luego, ya más de cerca, le ha visto los ojos, y aquél ha sido un momento absoluto, situado fuera de todo tiempo. Probablemente sea por ello por lo que guarda su imagen con esa fijeza: unos ojos impresos a fuego en sus propios ojos, unos ojos dentro de otros ojos. El perro tenía algo de demoníaco, con ese cuerpo enjuto roído por alguna enfermedad, seguramente la sarna, y esos ojos como de otro mundo. Ojos que eran pura demencia animal; ojos de un mundo donde la vida palpita sin barreras y donde la muerte, por tanto, no es barrera de la vida sino parte indisociable de ella. Así pues, ese perro no pertenece al mundo tal como David lo conoce. Sencillamente, ese perro no debía estar ahí. Y precisamente por el hecho ineludible de que estaba ahí es por lo que él ha empezado a dudar de todo lo demás.

Luego ya no ha dejado de ver esos ojos por todas partes. O, mejor dicho, quizás ha empezado a mirar a través de unos ojos que ya no son los suyos. De repente todo ha adquirido para David el carácter de un decorado de feria: las fachadas de los edificios, los escaparates de tiendas de antigüedades, las personas con su ir y venir ensimismado, incluso los olores o el estruendo del bullicio comercial. Ha durado poco tiempo, puede que tan sólo unos minutos, pero le ha bastado para comprender. Quizás por ello ha entrado deliberadamente en uno de esos decorados con aspecto de café y le ha pedido al figurante un cortado, que éste le ha servido minutos después en una mesa gastada; y se ha demorado removiendo lentamente el café con la cucharilla mientras pensaba en cómo habría sido su vida si le hubiese tocado vivirla en otra época o en otro país, asumiendo riesgos, jugándose a menudo la propia integridad física, desgastado por la precariedad de una vida de supervivencia. David piensa que él no ha librado verdaderas batallas, a no ser que se considere batalla la época en que estuvo sumido en aquel deplorable estado de abatimiento tras la marcha de Susana. Y ni eso fue una batalla: la dejó marchar, sin más. Ni siquiera peleó después consigo mismo; se limitó a dejarse vencer, primero por la melancolía y ahora por el olvido. Una vida de cobardes merodeos y de acontecimientos situados siempre más allá de su control.

Efectivamente, ha sido entonces. Al final de la barra, al lado de la puerta, ahí es donde ha visto a aquella mujer. Pelirroja, buen tipo; leyendo algo, quizás un diario. Por segunda vez la ha sorprendido mirándole; acaso haya sido casualidad, pero entonces por qué esa última mirada como interrogándole. Un minuto después ella se ha perdido en el trajín de la calle. Luego la ha visto de nuevo en Canuda, una imagen furtiva, y entonces ha jugado a seguirla. Ella no ha tardado en percatarse de su presencia y ha ido a la izquierda hacia la plaza de la Vila de Madrid. Hay algo especial en ella, algo que la distingue de los demás transeúntes. Quizás haya sido su forma de andar sosegada, como si no fuese a ninguna parte: como él. O quizás es por haberla visto girarse para dirigirle alguna mirada fugaz. El caso es que brilla con una luz propia entre todo el gentío, como un accidente de autenticidad en un cosmos de artificio y simulacro. En eso se parece al perro sarnoso: ambos parecen provenir del mismo mundo de realidades, un lejano mundo a la vez esperanzador y amenazante. Ahora se da cuenta (ahora que está llegando a un portal donde ella por fin se ha detenido y se ha vuelto para quedárselo mirando, ya sin subterfugios) de que, en ese mundo ancestral, el perro y la mujer del pelo rojo son dos polos antagónicos y a la vez complementarios.

“¿Quién eres?”, le pregunta David, y al escueto nombre que ella responde sus ojos le añaden un universo entero: “Soy yo, cariño. Yo una vez más. Sé que has visto al perro.” Y, por más que intenta disimularlo, a los ojos de él acuden las lágrimas, y a duras penas puede verla abrir y ser engullida por la oscuridad del portal.

Suben rápido por unas escaleras angostas, él unos peldaños por detrás, mientras el tacto rugoso del camello se desdibuja lentamente en su mente: todavía aquella boca sellada, todavía aquellos falsos ojos torpemente pintados. Ha sido mientras la seguía, al toparse con el camello de fibra de vidrio que asoma de uno de los zaguanes de Portaferrissa, una figura que desde hace años sirve de reclamo a una emblemática tienda de ropa underground; a David le ha sobrecogido encontrarse de repente con esa cara inexpresiva, con ese torpe intento de imitación de un ser vivo. Ha visto algo alegórico en ese camello, como si de algún modo en él estuviese concentrado todo lo que hay de mentira en el mundo.

Un balbuceo infantil les da la bienvenida desde el otro lado del largo pasillo del piso. Durante un instante ella le mira como avergonzada, y luego avanza en dirección a aquella vocecita que ya la llama con indecisión. En el salón David ve a dos criaturas que dan lástima de tan sucias y tan tristes; incluso sus escasos juguetes tirados por el suelo tienen algo de triste. El mayor tiene el pelo rizado y les mira con ojos muy abiertos mientras mordisquea un cochecito de plástico. El pequeño, amarrado a una sillita de bebé, sonríe al ver a su mamá. Ella los besa y les dice algo cariñoso, y a David le ofrece café. Un olor que es de caca pero también de colonia barata, grasa y humedad impregna aquel rincón de la casa, y él se descubre concluyendo para sí, justo antes de que se funda con el olor de café, que aquél es el olor genuino de la miseria. Pino, el mayor, ha dejado el cochecito en el suelo y le dice a su mamá que tiene caca, y ella se excusa azorada y le cambia allí mismo, encima de la mesa. Y él observa la operación como el que ve crepitar un fuego, hipnotizado por los movimientos felinos de ella y por sus palabras, que no sólo le hablan a Pino sino también, en alguna región ignota de su ser, a él mismo. Luego se quedan mirándose el uno al otro en silencio, durante un tiempo imposible de cuantificar. En la mirada de ella no se lee más que una reposada ternura, y él cree hallar en esa mirada una verdad que habla de una vida y de una felicidad distintas, ajenas a esas calles bonitas con sus figurantes de saldo; y también halla en ella un leve poso de amargura que no le entristece sino que le cura porque le devuelve la imagen de su propia soledad.

El piso es viejo y está en un estado casi ruinoso. David repara en ello mientras deja deslizar su dedo por la pared, de camino al dormitorio adonde ella le conduce. Ahora se muere por arrancarle la ropa y sentir el tibio contacto de su cuerpo, por sentir de cerca ese olor a colonia hasta gastarlo y así poder llegar al refugio del propio olor de ella. Ahora que lo piensa, solamente han intercambiado cinco o seis palabras; ahora que lo piensa, la mirada de ella en la calle tenía algo de felina, como de un animal al acecho. O canina. Pero ella ya lo está besando y quitándole la ropa y nublándole la vista con una marea de deseo incontrolado. Y ya está liberándole todo el llanto atrasado que es un clamor de felicidad, y también está liberándole eso otro que también clamaba mientras, susurrante, le tapa la boca con suavidad: “Shhhht. Los niños…”. Y David se olvida de la animalidad de ella, anegado de la suya propia, y todo se vuelve contacto, roce, aliento; y nuevamente se acuerda de aquella boca falsa del camello, para decirse ahora que acaso no era más que el presagio de esta otra boca viva de aquí, que le busca y le rebaña con tanta impaciencia.

El dormitorio tiene un balconcito que da a la misma Portaferrissa. Mientras se abrocha los botones de la camisa, David contempla el incesante hormigueo del ir y venir de la gente y disfruta de la caricia del aire fresco en la cara. La oye moverse y canturrear detrás suyo. Él no piensa absolutamente en nada, ni en Susana -dondequiera que esté-, ni en su casa vacía, ni siquiera en esos niños del salón devorados por la mugre y la miseria. Pero el perro sarnoso, mirándole con aquellos ojos… Aquel perro es la razón por la que él está aquí ahora, en este mundo tan próximo y a la vez tan lejano al de abajo (cinco pisos, esa es la distancia entre dos mundos). Y es curioso que aquello le haya vuelto a la cabeza ahora que ella ha pronunciado esas palabras, unas palabras que David nunca debería haber oído porque son como una anomalía en este presente cargado de coherencia. Es por ello que lentamente se vuelve hacia ella y le pide que por favor, que repita lo que acaba de decir. Y cuando vuelve a escucharla pidiéndole dinero por el servicio se da cuenta de que no, de que no es ninguna anomalía sino pura realidad, aquí y ahora. Y de pronto comprende que ella está hecha del mismo material ilusorio que el camello de Portaferrissa, del mismo material que las bonitas calles de Ciutat Vella con sus balcones que ya no son palcos a una gran farsa sino, quién lo iba a decir, parte integrante del mismo decorado. Y mientras se siente desbordado por un torrente de ira que le ahoga la mente, también ve como a fragmentos al niño con caca tendido en la mesa que mira a su mamá con expresión absorta, y acierta a ver sus propias manos buscando el cuello de ella, ignominioso de tan blanco. Se ve a sí mismo acercándola al balcón y apretando, apretando con todas sus fuerzas, arrancándole chillidos como graznidos de cuervo; y la ve caer a través de esos cinco pisos que ya no separan nada, tan sólo la ve hacerse pequeñita y quedarse en el suelo en esa posición tan rara, rodeada poco a poco por los transeúntes que la miran como a un escaparate más.

Pero David no hace nada de eso, sino que busca su cartera y saca un billete de cincuenta euros que pone encima de la cama. “Gracias”, le dice, “cuida de tus niños”, mientras ya busca la puerta que de nuevo le conducirá a través de esos peldaños de mármol que, de tan gastados, un día harán que alguien se caiga y se rompa la cabeza. Y antes de salir a la calle piensa fugazmente que no deja de ser curioso que lo único verdadero en toda su vida haya sido un pobre perro de mierda, un perro solitario que le ha hecho abrir los ojos al mundo con su frenético husmear, enloquecido por la sarna y por el hambre. Incluso piensa que con un poco de suerte volverá a encontrárselo mientras, ya en la calle, sortea a ese grupo de gente que se ha agolpado a un lado del portal, concentrados en quién sabe qué. Hay tanta gente que casi no se puede pasar. Seguro que son trileros de ésos; a ver si el maldito Ayuntamiento se toma en serio el problema de una vez.


Javi Girón

domingo, 25 de octubre de 2009

55132

55132

55132. José abrió tanto la boca que la comida que estaba masticando casi se le cae al plato. Sentado en el sillón de la pequeña salita, oyó como la presentadora de las noticias de la tele anunciaba un número de lotería que aún no había encontrado ganador. La papeleta afortunada había sido la 55132. Era un número más bien feo, sin gracia. José ni siquiera lo escogió; fue la propietaria del establecimiento la que le incitó a comprarlo con un “venga señor José, ¡que algún día tiene que ser!”, y sin decir nada, José introdujo el dinero a través de la ventanilla y metió el boleto en su bolsillo.

Y ahora era multimillonario.

José pensó en sonreír, pero se contuvo. Pensó en llamar a alguien para explicarle que le había tocado un premio, que era millonario, pero no tenía ningún amigo con quien compartir la noticia. La última vez que su móvil sonó fue la semana pasada, cuando la asistenta social le llamó para preguntarle si se encontraba bien y si quería vacunarse contra la gripe. “a su edad señor José, debería ser una obligación… tenga en cuenta que con 83 años está usted dentro del grupo de riesgo”. José no entendía muy bien porqué tenía que vacunarse, pero accedió por complacer a esa joven tan amable que se preocupaba por él cada invierno desde hacía tres, así que quedó en ir al centro médico en quince días.

Ninguna llamada más. Desde que pasó los 75, José se dio cuenta de que iba dejando atrás muchas vidas. Y los que quedaban su lado, o estaban en una residencia sin billete de vuelta, o estaban viviendo en casa con sus hijos. Para el caso, era lo mismo. Ni unos ni otros llamaban por teléfono. Ni jugaban ya al dominó los domingos.

Luego pensó en su hija. María vivía en Colombia desde hacía 22 años. Se fue como cooperante de una ONG un verano, antes de cumplir la treintena. Tenía ganas de ayudar a quiénes lo necesitaban, explicó. Y de un día a otro, se embarcó en un avión rumbo a Sudamérica. Al principio, María llamaba todas las semanas, explicaba que estaba bien y que tenía mucho trabajo que hacer allí, pues había muchos niños huérfanos de las FARC que deambulaban por las calles y finalmente eran captados por redes de droga y prostitución. Ella colaboraba en una casa que les acogía y les reinsertaba en la sociedad, enseñándoles a enmarcar cuadros. Decía que “Así aprenden un oficio que les servirá para trabajar, ganar dinero y apartarlos de la calle”. Vino a verles todas las navidades durante diez años, hasta que Pilar se fue. Desde entonces las llamadas se fueron espaciando, y dejó de venir a verle. Enviaba una postal hecha por los niños de la casa de acogida cada diciembre, pero sólo llamó una vez y fue para anunciar que iba a tener un hijo. Desde entonces, José había recibido dos fotos de Raúl, la primera cuando nació y otra cuando hizo la comunión. Giró la cabeza y miró el rostro de aquel niño enmarcado sobre en una vieja estantería marrón, entre el sofá y la televisión. A Pilar le hubiera hecho ilusión conocer a su nieto. La última vez que José vio a María fue en el entierro, hacía diez años.

Estaba solo, sin nadie con quien compartir el premio que le había hecho multimillonario.

55132. Jugaba a la lotería desde que era joven y nunca le había tocado nada. Ni cuando trabajaba de maquinista en la RENFE, ni cuando se casó con Pilar, ni cuando se jubiló y planeó junto a ella viajes para cubrir el tiempo libre que les iba a quedar después de tantos años de trabajo. Nunca habían salido de España. Él trabajaba más de 10 horas, y ella cosía en casa para una conocida marca de ropa. Solo cuando llegaba el verano, José y Pilar se iban a un pequeño pueblo de Murcia, de donde eran originarios. Hicieron planes para conocer Europa. A los pocos días de jubilarse, detectaron el cáncer a su mujer, y ya no pudo planear nada más.

No se consideraba una persona afortunada, tampoco desafortunada. José nunca se paraba a pensar en esas cosas. Tampoco José afirmaría que se había conformado con la vida que le tocaba vivir, o que hubiese querido tener una mejor, simplemente andaba un día tras otro. José se levantaba, desayunaba un café con leche y galletas, y salía a dar una vuelta. Unos días compraba alguna cosa de comer y otros iba al médico a por recetas para “su cabeza”, decía él, porque José empezaba a olvidarse de las cosas. Vivía en un cuarto piso sin ascensor, así que nunca caminaba demasiado, porque después le costaba subir los pisos. Ya era mayor y se cansaba en seguida.

Después de comer veía la tele. Daba alguna cabezadita en el sofá, y ya cuando anochecía, se preparaba algo para cenar. Media hora después, se sentaba de nuevo en el sillón, y volvía a encender la tele hasta que el sueño le obligaba a irse a la cama.

Y así andaba todos los días desde hacía años.

55132. Ahora José era millonario. Podría pagar los mejores tratamientos para su mujer, podría por fin viajar fuera de España, ir a conocer a su nieto. También comprarse una casa nueva, con ascensor. Hace diez años, su vida podría haber cambiado.

José suspiró. Se levantó del sofá, sacó el boleto del bolsillo, camino hasta la cocina y lo tiró al fogón. Después volvió al salón, se sentó y cambió de canal.

estherinblau.

lunes, 19 de octubre de 2009

LAIA LA CIGARRA

LAIA LA CIGARRA

Laia llevaba varios días sin cantar. Aquella tarde, sentada en la barra de la cocktelería siguió pensando en cómo resolver aquella situación. Era absolutamente injusto y estaba dispuesta a luchar por ello.
Jordi, el camarero, la conocía bien. Pudo ver su rostro de preocupación y no pudo evitar intentar ayudarla.
—¿Estás bien?
—Estoy hasta los cojones de esa puta historia
—Laia, el otro día cuando te vi discutir con aquellas hormigas me temí algo así. Sabía que te removerían las entrañas. No hace mucho que vienen por el local. Es muy extraño ver hormigas fuera de su ambiente, estas creo que andan metidas en política, movimientos antimonárquicos o algo así. En cualquier caso creo que no deberías darle más vueltas. Al fin y al cabo tú no tienes ninguna responsabilidad.
—Es evidente que no tengo responsabilidad alguna pero, ¿cómo te sentirías tú si todos los de tu especie estuviesen mal vistos porque a un gilipollas no se le ocurre mejor idea que hacer una moraleja sirviéndose de tu familia? ¿Y la puta hormiga? ¿Quién coño era aquella puta hormiga para joder generaciones y generaciones de cigarras? Y claro, a partir del puto cuento, del puto escritor de mierda, todas las cigarras somos unas gandulas del copón y las cabronas de las hormigas unas “grandes trabajadoras”. ¡Me cago en el escritor y en su puta madre!
Jordi asintió con la cabeza mientras le servía un dry martini. Al final de la barra, una liebre que, aún sin quererlo, había escuchado la conversación, se acercó discretamente a Laia.
—Disculpe pero no he podido evitar escucharles.
—No importa.
—Mi nombre es Elsa Conej, soy abogado y me gustaría ayudarle. Como sabrá mi especie también fue el objeto de una famosa moraleja como coprotagonista, junto con una tortuga, de un relato de un escritor “iluminado”.
—La recuerdo pero, ¿cómo podría ayudarme?
—Tenga mi tarjeta, llámeme y quedaremos en mi despacho. Daremos a las hormigas y a los escritores lo que realmente se merecen.
—Pero escuche, yo no tengo dinero, no podré pagarle.
—No se preocupe, sé bien quien pagará mis honorarios.
Elsa abandonó la coctelería y disimuladamente hizo un guiño a Jordi. El camarero le devolvió el gesto asegurándose de que Laia no los podía ver.

Varias semanas más tarde, en el juzgado, el magistrado Lousen preparaba junto a su secretario el juicio de esa mañana.
—Señor Centpeus, ¿ha revisado el expediente de las doce?
—Si señoría
—Señor Centpeus le he rogado en varias ocasiones que cuando selle los expedientes no lo haga con más de diez patas, ha puesto mi portafolios perdido de tinta.
—Disculpe señoría. En cualquier caso debería agradecer que alguien como yo haga este trabajo, si lo tuviese que hacer un humano como usted se eternizaría.
—Bien, bien. ¿Puede hacerme un resumen del caso de hoy?
—Por supuesto. Laia Chicharra, de la especie de las cigarras ha interpuesto una demanda por difamación y atentado al honor contra el colectivo de las hormigas.
—¿Cómo?
—Basa su acusación en el hecho de que, por medio de la fábula de la cigarra y la hormiga, se ha difamado y atentado contra el honor de varias generaciones. Argumenta que durante años la cigarra ha quedado a los ojos de niños, adultos y del resto de especies animales, como un bicho molesto, gandul y dado única y exclusivamente a la vida bohemia.
—Señor Centpeus le diré algo sin ánimo de ofender.
—Adelante señoría.
—Los juicios con animales me ponen muy nervioso, y éste concretamente creo que me sacará de mis casillas. En fin, ¿quienes son los abogados de las defensas?
—La defensa de la cigarra la lleva aquella liebre que ya conoce Vd…
—¿Elsa Conej? ¡Por Dios! La estupenda, la esbelta, ¡la impertinente Elsa Conej!, ya veo que esto no va a ser fácil; ¿y quién defiende a las hormigas?
—Laura Queen, también conocida como “la reina”. Según he podido saber, una hormiga con una carrera brillante, con despacho en el centro de la ciudad.
—Todo esto es surrealista señor Centpeus. ¿La formación del jurado?
—Si no hay bajas de última hora el jurado está formado por tres hombres, dos mujeres, una loba, una hormiga, una cigarra y un conejo señoría.
—Bien señor Centpeus, si todo está dispuesto convoque la sesión.
—Como mande señoría.

Situada en la primera planta del Palacio de Justicia, la sala de vistas ofrecía una aspecto imponente. Sus altos techos y sus grandes ventanales, daban sin duda, un aspecto majestuoso a la estancia. El magistrado señor Lousen se dirigió al centro del estrado mientras su secretario, el señor Centpeus se situaba en un sillón a su izquierda. Abajo, a la derecha, la representante del colectivo de hormigas junto con su abogada Laura Queen. A la izquierda, algo aturdida con tanto revuelo, Laia junto a su abogada Elsa Conej. En los bancos posteriores y de forma absolutamente simétrica, cientos de cigarras cubrían la espalda de Laia, mientras que a la derecha hacían lo propio un número indeterminado de hormigas. Junto a la puerta, dos guardias custodiando el acceso; en los laterales, diseminados, los representantes de la prensa ávidos de seguir el desarrollo de un juicio que, como poco, podía calificarse de “curioso”.

—¡Silencio en la sala! –ordenó el magistrado Lousen.
En unos instantes toda la estancia quedó sumida en un mutismo absoluto. El secretario, señor Centpeus, alargó una de sus patas y entregó todo el expediente judicial al magistrado; a continuación éste indicó que se acercaran al estrado a las dos representantes de las partes.
—Buenos días señoría.
—Buenos días señoría.
—Espero efectivamente que este sea un buen día señoritas. Como juez les exigiré que no utilicen tácticas que se aparten de la legalidad, como ciudadano les solicito respeto a la justicia. A usted. señorita Queen no la conozco, espero que después de este juicio pueda decir que “ha sido un placer”; en cuanto a Vd. señorita Conej… ya nos conocemos de otros pleitos, le recomiendo que guarde “sus genialidades” para otros públicos. Ahora vayan junto a sus clientes.
Ambas se dirigieron hacia sus asientos, no sin antes dedicarse una inquisidora mirada.
—Proceda señorita Conej –indicó el magistrado.
—Con la venia señoría. Señoras, señores, miembros del jurado, como todos ustedes saben, a través de la famosa fábula de la cigarra y la hormiga, una maldita hormiga…
—¡Protesto señoría! —gritó desde su posición Laura Queen.
—Se admite la protesta –indicó el magistrado dirigiendo su mirada encolerizada hacia aquella liebre que, con ojos burlones, miraba al jurado como preguntando qué diablos podía haber ofendido tanto a aquel “hormiguero”–. Se lo advertí con absoluta seriedad al iniciar esta sesión señorita Conej –prosiguió el magistrado Lousen.– No dejaré que convierta esta sala de vistas en su escenario particular, una nueva salida de tono y haré que su título de abogado sólo le sirva para abanicarse. Prosiga.
—Disculpe señoría. Bien, como decía, a través de la citada fábula, mi cliente, y lógicamente toda su especie, arrastra durante generaciones la lacra de una etiqueta absolutamente injusta. La cigarra es un animal eminentemente dado a la vida artística, más concretamente en su vertiente musical. A lo largo de los tiempos ha deleitado con su bello canto a todos aquellos que se han acercado hasta ella. De una forma absolutamente altruista han compuesto, generación tras generación, bellas melodías que, lejos de elevarlas a la gloria, y ¡gracias a una triste fábula!, las ha hundido como al más vil de los criminales.
–Abrevie señorita Conej –dijo el magistrado Lousen.
–¡Toda una especie calificada de gandula, molesta y holgazana! ¿Y porqué? Yo se lo diré señores y señoras, miembros del jurado, ¡por ser artistas! ¿Quieren realmente que, como ya sucedió en otros tiempos con otros artistas, no se las entierre en sagrado? Apelo a su sentido común. ¿Acaso hubiese sido justo calificar a lo largo de la historia a Mozart como un simple bohemio? Porque pueden ustedes decirme, ¿cuantos camiones descargó Mozart a lo largo de su vida?
–Le ruego que vaya finalizando su discurso –indicó el juez con cierto tono de impaciencia.
–Para finalizar esta exposición de hechos, les quiero rogar que piensen además en esa fábula con detenimiento. Una hormiga que trabaja durante todo el día sin prácticamente descanso, sin apenas derechos laborales, a las órdenes de una jerarquía superior que la domina y la utiliza para satisfacerse a sí misma; porque sepan ustedes que las hormigas, a diferencia de las cigarras, especie en que impera la libertad y la igualdad, son seres que clasifican a sus congéneres por clases sociales bien determinadas. Unas trabajan como esclavas mientras otras viven como “reinas”, y eso lo debe saber bien la señorita Queen…
–¡Protesto señoría! –gritó fuera de sí Laura Queen, clavando su mirada enrojecida en la esbelta figura de Elsa Conej, quien mirando hacia el jurado desatendía absolutamente la ira de su contrincante.
–¡Se admite la protesta!. Se lo he advertido señorita Conej. Antes de finalizar el juicio le indicaré cual es la sanción económica que “ha obtenido” por esta nueva falta de respeto ante este tribunal. ¡Retírese inmediatamente!
Elsa se apartó con sigilo del ángulo de visión del juez Lousen y se dirigió junto a su cliente. Orgullosa de su exposición miró a Laura Queen con cierto aire de desafío.
–Elsa has estado genial… pero me temo que tengo malas noticias.
–¿Qué quieres decir con malas noticias Laia?
–Mientras hacías tu brillante exposición me han hecho llegar esta nota.
–Déjame ver… ¡maldita sea!
–Habrá que dejarlo correr Elsa…
–No podemos abandonar ahora Laia, ¡de ninguna manera!
–¡Si no lo dejamos me matarán, lo dice muy clara esa nota! ¿Y si entregamos la nota al juez?
–Eso sería nuestro fin. Esas hormigas son muy listas, en especial Laura Queen, saben que si entregamos esta nota al magistrado, éste creerá automáticamente que es una estrategia montada por mi. Ya me imagino al juez : “Así que esta nota que leo literalmente –“O paras este juicio o eres cigarra muerta”- dice que se la han hecho llegar a su cliente en el transcurso del juicio. ¿Cree realmente señorita Conej que soy el juez más idiota del país?”. Créeme Laia, sería nuestro fin. Pero…cálmate, aún no está todo dicho.

–Su turno señorita Queen –indicó el juez Lousen
–Con la venia señoría. Señoras, señores, miembros del jurado…no seré yo quien entre en la dialéctica falaz y demagógica de mi colega, la señorita Conej. Su discurso demuestra a todas luces una falta de solidez manifiesta y es por ello que intenta basar su defensa en un feroz ataque al inmejorable modelo social de mi especie. Sin duda, el hecho de que sus antepasados fueran motivo de otra famosa fábula, en que por cierto no quedaron muy bien parados, genera en la señorita Conej un alto grado de animadversión hacia mi especie…
–¡Protesto señoría! –replicó Elsa desde su puesto en la sala.
–Se admite la protesta. Señorita Queen, le recuerdo que este juicio lo protagonizan dos partes bien definidas, absténgase de hacer alusión a “otras fábulas” o a cualquier antepasado no relacionado directamente con la causa que nos ocupa. Prosiga.
–Con la venia señoría. Como les decía, el modelo social de mi especie es, por su alto grado de efectividad, motivo de estudio desde tiempos inmemoriales. Una sociedad entregada a sus componentes, con una visión de equipo; cada uno de sus elementos, destinado en un módulo de producción es esencial en el perfecto engranaje de la vida de cada uno de los hormigueros. Un modelo de sociedad prácticamente único, en el que el trabajo, la solidaridad y el esfuerzo es un todo y en el que la “holgazanería” no tiene cabida.
–¡Protesto señoría! –replicó Elsa Conej–, la señorita Queen intenta confundir al jurado llamando “sutilmente” holgazana a mi representada.
–Se admite la protesta –indicó el magistrado Lousen–. Cíñase a lo estrictamente delimitado sin entrar en descalificaciones de ningún tipo. No vuelva a pisar terrenos que no debe o le aseguro que no le quedarán ganas de encontrase ante mí en el futuro. Prosiga y sea breve.
–Disculpe señoría. Para finalizar señoras y señores, miembros del jurado, me gustaría que todos y cada uno de ustedes reflexionase sobre qué tipo de sociedad sería aquella en que se venerase a quien, en nombre del “arte” llevase una vida absolutamente improductiva, y se castigase a quien trabaja incansablemente a favor de “sus hermanos”. ¿Podría esa sociedad “comer arte”? La respuesta está en ustedes y la responsabilidad en su veredicto. Es todo, muchas gracias señoría.
—Llega el momento de que llamen a declarar si lo creen oportuno señoras letradas –dijo el magistrado señor Lousen dirigiéndose a las señoritas Conej y Queen.
—No llamaré a nadie al estrado –indicó con rotundidad la abogada Queen.
—Con la venia señoría, yo llamo al estrado a la hormiga obrera señorita Kram.
De entre la multitud, una pequeña hormiga con muletas, se encaminó con dificultad hacia el estrado ante la insidiosa mirada de la representante del colectivo de las hormigas y de su inseparable abogada Laura Queen.
—Señor Centpeus proceda. –indicó el magistrado Lousen.
—Como mande señoría. Señorita Kram, ¿jura decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad? –preguntó con severidad el señor Centpeus.
—Lo juro –contestó la hormiga sin apenas levantar la vista del suelo.
—Proceda señorita Conej –indicó el magistrado
—Con la venia señoría. Dígame señorita Kram, ¿cual es su cometido en el hormiguero?
—Hasta hace unos meses mi cometido era recoger lo que mis compañeras transportaban hasta la puerta de acceso al hormiguero y distribuirlo entre los distintos almacenes.
—¿Y después de esos meses señorita Kram?
—Después me encomendaron la labor de adiestrar a otras compañeras más jóvenes para hacer esa labor, como a modo de instructora, hasta el día del accidente…
—¿Qué sucedió exactamente el día del accidente señorita Kram?
La hormiga bajó la cabeza y se llevó las manos a la frente como un gesto de sufrimiento.
—Señorita Kram conteste a la pregunta –indicó el magistrado.
Levantando la cabeza y mirando fijamente a Elsa Conej prosiguió. –Como otros muchos días, y sin que nadie lo supiese…paré unos minutos a leer un manual de música que tenía oculto en la galería.
—Aún a sabiendas de que eso está terminantemente prohibido para una hormiga obrera como usted, ¿no es cierto? –indicó con ironía la letrada señorita Conej.
—¡Protesto señoría, la abogada intenta hacer creer a este tribunal que entre nuestro pueblo se utilizan represiones de una forma totalmente infundada…
—¡Silencio señorita Queen! Se deniega la propuesta, -indicó el magistrado. –Prosiga señorita Conej.
—Como decía, usted paró a leer aquel manual sabiendo que estaba ¡prohibido!
—Así es.
—¿Y que sucedió después?
—Apenas había comenzado a hojearlo, cuando de repente oí pasos de varias compañeras que se dirigían hacia la galería en que yo estaba. Pensé que no me daría tiempo a ocultar el libro y me puse muy nerviosa, tropecé con unas cáscaras y empecé a rodar por la galería…
—Con el resultado de diversas contusiones, una pierna rota y una amonestación de por vida según consta en el parte que usted misma me entregó y que solicito que se incluya como prueba señoría.
—Que conste en acta –afirmó el juez Lousen.
—Pues ya lo ven señores y señoras del jurado –prosiguió Elsa Conej dirigiendo su mirada hacia todo el colectivo de hormigas congregado mientras la pobre hormiga Kram se derrumbaba y lloraba desconsoladamente. –esto es lo que fomenta el maravilloso mundo de las hormigas, trabajo, trabajo y más trabajo de unos pocos a los que ni siquiera se permite que lean o que dirijan su mirada hacia alguna forma de arte. Este es el resultado, infelicidad, frustración y castigo. No haré más preguntas señoría.
Mientras la señorita Kram se retiraba, Laia pudo comprobar, atónita, como las hormigas que la acompañaban eran las mismas con las que mantuvo la discusión el día de la coctelería.

—Genial Elsa —dijo Laia mirando a Elsa con cara de satisfacción —por cierto—prosiguió, —el día de la discusión de la coctelería…
—Elemental querida Laia –contestó velozmente Elsa. –Aquellas hormigas querían poner en evidencia su sistema de trabajo y sus condiciones de vida, así que pensaron que la mejor manera era que quien desenmascarase a su pueblo fuera precisamente el pueblo del que se habían reído durante décadas.
—Realmente genial. Me siento utilizada pero espero que todo esto valga la pena.
—¡Visto para sentencia! —dijo el juez Lousen dirigiéndose a la sala. —Que el jurado se retire a deliberar. A las cuatro en punto se reanudará la sesión para que nos comunique su conclusión —afirmó con contundencia.

Justo a las cuatro de la tarde el juez señor Lousen y su secretario señor Centpeus hicieron acto de presencia en la sala, seguidamente lo hizo el jurado. En la sala reinaba un silencio absoluto.

—¿Tienen ya el resultado de su deliberación?—preguntó el magistrado dirigiéndose hacia el jurado.
—Así es señoría—contestó levantándose de su asiento la loba en su calidad de portavoz.
—Proceda pues.
—Con la venia señoría. Habiendo escuchado a las partes, a los testigos y tras una larga y compleja deliberación este jurado establece: en primer lugar, ordenar al pueblo de las cigarras a no reclamar a nadie en concreto ni a la sociedad en general que les sea entregado bien alguno y se les recuerda que si no plantan trigo no pueden esperar que se les regale el pan; en segundo lugar, y respecto de la especie de las hormigas, se impone la obligación de facilitar a todas las obreras cuatro horas libres al día y a proporcionarles los medios para que adquieran una mínima cultura así como la actividad artística que cada una de ellas elija—un gran murmullo recorrió la sala mientras la abogada señorita Queen se llevaba las manos a la cabeza, desesperada.
—¡Silencio en la sala!—gritó el juez Lousen—prosiga.
—Gracias señoría—prosiguió la loba— a los escritores…que decir de un colectivo dado a la frivolidad, a la vida digamos…poco seria, amigos del alcohol, de los excesos…
—¡Protesto!
—¿Cómo?¿Quién ha dicho eso?—preguntó el juez alzando la vista al cielo
—Soy yo señoría, el escritor.
—¿Qué diablos?¿Cómo que el escritor?
—Con la venia señoría, me parece que el jurado está transmitiendo una imagen del escritor poco ajustada a la realidad.
—¡Cállese de una vez!—gritó encolerizado el magistrado.—Sepa en primer lugar que yo ¡si! estoy de acuerdo con el jurado, en segundo lugar que considero absolutamente impresentable su incursión en este juicio, tomarse la libertad de inmiscuirse en este relato lo dice todo de usted y de su colectivo. Siga escribiendo y calle si no quiere que tome medidas muy severas al respecto. ¡Inaudito! ¡Prosiga el jurado!
—Como decía señoría respecto de los escritores, y dado que nada hay que se pueda hacer con ellos, este jurado ordena a toda la población que juzgue con absoluto rigor y objetividad todo lo que lean y que analicen las consecuencias y los intereses que promueven los escritos. Es todo señoría.
—Señoras, señores, miembros del jurado, se levanta la sesión.
De vuelta a su despacho el magistrado señor Lousen dirigéndose al secretario preguntó intrigado:
—Por ciento señor Centpeus, ¿quién es el capullo que escribe y que se ha permitido el lujo de meterse en el juicio?
—Conrado Sánchez Ródenas señoría.
—Ahora me lo explico todo. Hasta mañana señor Centpeus.
—Hasta mañana señoría.






Conrado Sánchez Ródenas

jueves, 8 de octubre de 2009

El Manuscrito

El manuscrito fue hallado entre las páginas de un vetusto ejemplar de la Odisea, traducción literal al castellano por Luis Segala y Estalella. Era un ejemplar particularmente deteriorado, de tapas algo despellejadas y páginas que amarilleaban por los bordes, y cuya tipografía tosca e irregularmente alineada confirmaba que se trataba de una edición anterior a la época de la maquetación digital. En efecto, tal como pudo comprobar Javi al revisar una vez más la página de créditos del libro, el año de publicación era 1986.

El hallazgo fue casual. Javi había adquirido el volumen en un puesto de libros antiguos del mercado de Els Encants, donde solía acudir a menudo a pasear su atención por la heterogénea maraña de objetos que, desparramados, poblaban las diferentes paradas. Ese concierto de cosas de tan diferente naturaleza siempre le atrajo con una fuerza misteriosamente intensa, acercándole ecos de su infancia: un desván atestado de hallazgos, un palomar, un mapa del tesoro enterrado al pie de una olorosa higuera.

Javi había estudiado literatura clásica en su juventud, aunque los avatares de la vida le habían llevado a dedicarse a ocupaciones que poco tenían que ver con las letras. Unos años antes había aprobado una convocatoria de plazas de personal de información en el aeropuerto del Prat, y desde entonces consumía su vida viendo pasar a apresurados pasajeros, empleados soñolientos y sonrientes tripulaciones que caminaban al unísono con paso decidido. Se limitaba a ver transcurrir las vidas ajenas desde el sopor mortificante de aquella trinchera que era el mostrador de información. Imaginaba con frecuencia cómo podría haber sido su propia vida de haberse dedicado a escribir o incluso, por qué no, al negocio editorial. A veces la veía transcurrir ante sus ojos, inevitable e incuestionada: una vida feliz. La veía pasar igual que veía pasar a sus desorientados pasajeros, ajena a su propia presencia, buscando la puerta de embarque que le conduciría a una nueva etapa, caminando siempre hacia adelante. Caminando. Javi siempre albergó el deseo secreto de ser escritor pero, consciente de su naturaleza indisciplinada y dispersa, jamás fue más allá de garrapatear cuatro líneas de intimidades dirigidas a algún lector imaginario ⎯que era, en realidad, él mismo⎯. Quizás esta inconfesa frustración junto a una irrefrenable atracción por los objetos singulares y antiguos, que percibía mudos testigos de historias anónimas, fueran las razones por las que acabó aficionándose a los libros antiguos. Una afición que poco tenía del rigor del coleccionista estudioso y bastante más de pasión por el hallazgo fortuito; una afición que le arrastraba a acumular cuantos volúmenes le caían entre manos, libros de todo género y procedencia; la única condición era que fuesen lo suficientemente viejos como para transmitir un cierto palpitar del tiempo y de la Historia.

Cuando topó con aquel ajado ejemplar de la Odisea, Javi no podía imaginar la sorpresa que había de depararle. Odiseo, héroe de fortaleza y voluntad inquebrantables, juguete del destino y a la vez paradigma de la superación humana. Recordó la época en que lo leyó por primera vez, y le pareció tan distante como una vida anterior. Mucho había cambiado él, quizás tanto como lo había hecho la literatura desde Homero. Ya no había Ítacas, ni tampoco había una Penélope esperándole. Tomó el libro y empezó a hojearlo distraídamente, limitándose a sentir su dimensión física, recreándose con parsimoniosos dedos en la aspereza de aquellas hojas amarillentas. Sin completar la inspección, pagó y se lo llevó en una bolsa de plástico. No fue hasta que llegó a casa que vio las cuartillas manuscritas asomando entre sus páginas. Las tomó y comenzó a leer. La letra era menuda. El texto decía así:



«LA FUGA

En mi cárcel estoy, acurrucado en un rincón, soñando despierto como tantas otras veces. Sueño con mi fuga ansiada, anhelada, mil veces planeada y otras mil desechada, querida libertad tras mis barrotes de acero. Aquí negrura, silencio y un tic-tac eterno, como de reloj de pared, en una velada interminable de invierno; allá luz, ruido, sonrisas dulces, letanía de acordes de una guitarra alegre, murmullo de la juventud, aroma de primeros y segundos amores. Y en medio mis barrotes y mi grueso muro levantado a conciencia con miedo y ladrillos, que construí un día ayudado de la fatalidad y que hoy quiero y no puedo derribar.

Tres hurras por el maestro constructor, oiga usted, edificios de tanta solidez no se construyen desde hace doscientos años, piedra pura y argamasa, eso es, y no esos tabiques de hoy en día que parecen de cartón piedra. Disculpe buen hombre, pero está usted equivocado, no es argamasa lo que aquí cohesiona, sino pura desesperación fraguada con esmero y paciencia. Además, un buen constructor ciertamente habría reservado hueco para una puerta, como es natural, para conceder libertad al futuro inquilino de entrar y salir a su libre albedrío. Fíjese que yo no sólo he olvidado la puerta, sino que además me he quedado dentro al finalizar la obra, gravísimo despiste que habría de condenarme a inciertos años y un día de reclusión mayor, que es demasiada condena para tan inocente desliz.

Mil veces, digo, he pensado en la fuga. Pero, ¿cómo acometerla? ¿Cómo doblegar los barrotes con mis manos desnudas? Quizás sea mejor idea abrir un agujero y deslizarme a través de él, dejando atrás miedo y ladrillos, tarea por otro lado ingente, inconmensurable, que habrá de llevarme numerosos años, quizás toda una vida. Pero pocas opciones tiene el reo, dos en realidad: sucumbir ante la idea de tan ardua y paciente tarea, tan necesitada de constancia y voluntad para su consecución, y resignarse, aceptar su confinamiento y renunciar al barullo de la vida, dejando su sed de experiencias vitales por calmar, sus ansias de comunión con los demás por aplacar, su corazón por ocupar; o bien armarse hasta los dientes de valor, fuerza y paciencia, armas complementarias que debe forjar en su interior, que debe hacer brotar de sí mismo, y cuya conjunción mágica y sinérgica hará surgir la luz de entre las tinieblas, única llave que abre la celda: la llave del amor.

Vaya por Dios, ahora va a resultar que sí que había puerta, qué le parece, tan sólo hay que encontrarla y abrirla, como si fuera una tarea fácil con lo condenadamente escondida que está. Me quejo con esa amarga ironía, queja por otra parte natural, pues la súbita revelación de la existencia no sólo de una vía de escape escondida, sino además de la llave para abrirla, escondida en bruto en mi interior, me traslada poco a poco del natural escepticismo inicial a una creciente vergüenza por no haber sido capaz antes de tan significativo hallazgo.

Y esa vergüenza, que ahora empieza ya a menguar, va dejando al descubierto, lenta pero inexorablemente, la esperanza luminosa que me proporciona el saber que la decisión ya ha sido tomada.

Javi Girón»



Pese al tono romántico y un tanto afectado de la prosa, Javi se reconoció en aquellas líneas y también en aquel nombre. No era su propio apellido, o quizás sí lo era en alguna parte, en alguno de esos lugares donde habitan los sueños. El caso es que al pronunciarlo de corrido, junto con el nombre de pila, algo que no acertaba a identificar se le removía en la memoria y en el corazón. Algo aletargado pero vivo.

Al día siguiente se acercaba de nuevo al puesto de Els Encants. Saludó al vendedor, que era el del día anterior, y le interrogó acerca de la procedencia del libro. Aquél se encogió de hombros y se excusó, aunque un momento después pareció acordarse de algo y detuvo con un gesto a Javi, que ya giraba sobre sus talones. Sacó una libreta y consultó unas páginas sucias y llenas de tachones. Después de unos segundos, le mostró la libreta a la vez que señalaba un nombre. Librería París. «Pregunte aquí. De vez en cuando nos traen alguna caja con libros usados y se los compramos a peso. Calle Calabria, 195».

No le costó mucho encontrar la librería. Un sinfín de volúmenes abigarraban las estanterías de las paredes. Había libros por todas partes. Notó que le afloraban, apremiantes, las viejas ganas de cagar que siempre le asaltaban al entrar en lugares de esa naturaleza. Lugares pequeños y atestados de cosas. Como cuando era niño, en el desván de su abuela. Siempre se preguntó por la explicación de tan misterioso mecanismo, que conectaba secretamente cosas heterogéneas como el esfínter y el contenido de una habitación. Dejó pasear su mirada por los lomos de los libros dispuestos en las estanterías mientras, bajo la chaqueta, sus dedos acariciaban la áspera celulosa de las páginas del manuscrito.

El dependiente era un hombre ya entrado en años y ligeramente cargado de espaldas; lucía una perilla blanca cuidadosamente recortada. Su mirada era penetrante, casi ofensiva, y contradecía a una amplia sonrisa. No obstante, sus ademanes eran pausados y hacía gala de una cuidadosa cortesía.

⎯ Parece usted de los que buscan algún secreto oculto. ¿En qué puedo ayudarle? ⎯dijo.

Javi le explicó el motivo de su visita y le alargó el libro. Omitió deliberadamente todo lo referente al manuscrito. El librero se acercó a los ojos unas gafas que le colgaban del cuello y lo inspeccionó detenidamente.

⎯ ¡Vaya, el inefable Homero! Dicen que era ciego, y también que iba por ahí pidiendo limosna. Quién lo hubiera dicho del gran poeta, ¿eh? Y bien, ¿qué le ha parecido?

La pregunta cogió algo desprevenido a Javi.

⎯ Leí la Odisea hace ya muchos años ⎯replicó⎯. En realidad me interesa más la historia del ejemplar en sí. Como le digo, podría haber estado en su librería hace tiempo. ¿Lo reconoce usted?

⎯ Pues no estoy seguro. Se hará usted cargo de la cantidad de libros que pasan por nuestras manos. ¿Se ha fijado en si tiene alguna particularidad digna de mención? ¿Alguna marca, alguna nota escrita? Odiseas hay muchas, como muchas son las Ítacas.

Su forma de hablar era meliflua y algo afectada, y empezaba a resultarle irritante. Parecía algo nervioso. Javi dudó un instante, y después dijo:

⎯ No en el propio libro, pero encontré entre las páginas un par de hojas escritas. Firmadas por un tal Javi Girón. ¿Le dice algo ese nombre?

El librero le miró durante unos segundos con expresión divertida. A Javi le parecieron una eternidad. Al fin dijo:

⎯ ¡Qué interesante! Está usted jugando a detectives… ⎯y añadió: ⎯ ¿No llevará encima esas hojas?

Javi sacó el manuscrito y se lo mostró. El librero lo tomó con lentitud, sus ojos clavados en los de él.

⎯ ¿Le importa si lo leo?

Javi se encogió de hombros y el otro, manifestando una alegría que no parecía sentir, añadió:

⎯ ¡Fantástico! Por favor, acompáñeme dentro. Estaremos más cómodos.

Le hizo pasar a una estancia interior en la que no había reparado antes, quizás porque a ella se accedía por una estrecha puerta situada en una de las paredes laterales del local. Dentro había una mesa con dos sillas. El librero le señaló una y se sentaron uno enfrente del otro. La luz de una lámpara que colgaba del techo teñía la pequeña estancia de un amarillo estridente, eléctrico. Las facciones del librero se agudizaban bajo aquella luz dura que caía a plomo sobre su cabeza, ligeramente inclinada hacia adelante por la lectura, y que convertía las cuencas de sus ojos en dos agujeros de oscuridad casi impenetrable. Javi miraba aquella cara y se preguntó si no conocía ya a ese hombre. De hecho ya le había invadido antes una vaga sensación de reconocimiento, pero la había desechado al atribuirla a un parecido con alguien que acaso no recordaba. Sin embargo, mientras le observaba bajo la luz de aquella lámpara casi tuvo la certeza de que realmente se conocían de algo.

En una de las esquinas había una silla de ruedas. Estaba plegada y apoyada en la pared. Mientras se preguntaba vagamente a quién pertenecería, su mente se disolvió en pensamientos remotos. Pensó en un avión que despegaba rumbo a un cielo gris, y también en una biblioteca infinita que contiene todos los libros del mundo.

De pronto, como volviendo en sí, Javi lo reconoció. Se levantó de la silla con sobresalto.

⎯ ¡Un momento! ¡Usted es el pasajero de anteayer! El del vuelo a Madrid, ¿no es verdad?

La boca que estaba bajo los dos agujeros negros esbozó una leve sonrisa. El librero levantó despacio la cabeza y sus ojos salieron de nuevo a la luz, incisivos como cuchillos.

⎯ Muy bien, Javi. Tienes buena memoria. En efecto, soy el pasajero del otro día. Pero también soy alguien más, ¿no te parece?

⎯ ¿Cómo que alguien más? ¿Qué quiere decir? ⎯Javi clavó de nuevo sus ojos en la silla de ruedas y, perplejo, acertó a añadir:⎯ Por cierto, ¿qué ha sido de su parálisis? Yo le ayudé en el embarque… Aquella es su silla de ruedas, ¿no es verdad?

El librero adoptó una expresión suavemente condescendiente, casi suplicante. Como si escogiese meticulosamente cada palabra, dijo muy despacio:

⎯ No, Javi, no es mi silla de ruedas. Es la tuya.

No supo muy bien si era por la punzada de pánico que le laceraba el pecho, o porque súbitamente la silla pareció moverse ⎯aunque quizás era la pared la que se movía⎯; lo único que sabía era que de pronto todo había perdido su solidez, su lugar incontestado en el mundo. Ese extraño recodo interior se le volvía a agitar, ahora con una fuerza descontrolada; se expandía dentro de él, anegando su ser de fragmentos de imágenes y de lejanas vaguedades que habían de convertirse en certezas. Sintió cómo le flaqueaban las piernas, y buscó con desesperación algún lugar donde asirse. De repente se vio recorriendo a velocidad de vértigo aquella biblioteca de su imaginación, atravesando una tras otra sus innumerables salas hexagonales, dejando atrás anaqueles y anaqueles, libros y libros, mientras en un inesperado soplo de lucidez se preguntaba por un instante cómo sería poder abarcar a la vez todos aquellos textos y retenerlos en una sola mente, y mientras su propia mente sentía acercarse, a ritmo cada vez más acelerado pero todavía a centenares de miles de anaqueles de distancia, la sala definitiva que en vez de libros contenía todas las certezas.

En efecto, aquella sala llegó, y no era hexagonal sino rectangular, porque era la sala de la librería. Y hubiese sido exactamente la misma sala si hubiesen podido negligirse algunos nuevos detalles que, bien mirado, siempre estuvieron ahí. Detalles como que la silla apoyada en la pared ya no era de ruedas sino de patas convencionales, que el librero no era un librero sino un doctor ⎯su doctor⎯, o que aquello no era una librería sino el hospital municipal. Sin embargo, en esencia la sala era la misma y, por ello, los elementos que contenía eran los mismos: dos personas, una mesa, dos sillas convencionales, una silla de ruedas. Esta última certeza se le reveló a Javi como un mazazo, y le hizo ser consciente del mecanismo de trueque de que su mente se había valido para intentar alejarle de la inquietante verdad. No habría, por tanto, sido necesario bajar la vista para tropezar con su propio cuerpo impedido reposando en la silla de ruedas. No habría hecho falta contemplar su patética inutilidad para recordarlo todo. Pero ya lo había hecho, y lo que vio le acercó a la materialidad de su propio cuerpo y, extrañamente, le sirvió para reconciliarse un poco ⎯sólo un poco⎯ con la realidad que su mente había intentado hacerle olvidar: que desde hacía un par de semanas era un paralítico, un tullido, y que lo que le quedaba de vida no sería más que un océano de soledad sin tierra a la vista. Su vida anterior, su trabajo en el aeropuerto, su Penélope; todo eran retazos muertos, jirones de una vida desgarrada, gotas de lluvia evaporadas en un cielo gris.

«Tranquilízate», le dijo el doctor, «Creo que has tenido una alucinación. A veces pasa; son los tranquilizantes». Su perilla blanca, cuidadosamente recortada, se movía bajo los vaivenes de su sonrisa amable. Le devolvió los papeles. «¡Bravo, Javi, es muy bueno!», le dijo, «Creo que es una gran idea que escribas. Te hará mucho bien».

Eso creía él. Había llegado el momento de pasar a la acción, de una vez por todas.



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