domingo, 28 de noviembre de 2010

Toda una vida al teléfono

Título: Toda una vida al teléfono
-¡No puede haber estado 15 horas colgado del teléfono sin pausa!- exclamó el sargento asombrado.
-Algunos días estuvo más, hasta 20 horas seguidas- le corrigió al alza su subordinado.
-¿Pero y su familia? ¿Esa gente en que pensaban? ¿No lo tenían vigilado? – El sargento siempre se manifestaba como un campeón de la vida familiar, una auténtica gallina clueca con los suyos, y no concebía, pese a los muchos años de policía que llevaba a cuestas, que pudiera ser de otra manera.
-En cierta manera estaban aliviados con el cambio que había dado, como lo veían más apaciguado en su habitación hasta pensaban que había mejorado, y que las últimas pastillas que les recetó el curalocos de turno estaban funcionando… con los malos tragos que llevaban les parecía una bendición que su hijito se estuviera tranquilito.
-Hasta que llegó la factura, claro.
-Sí, claro.

Arturo les juró estar arrepentido y no volver a hacerlo nunca más. “Y no volver a creer lo que te diga ningún extraño, hijo, pregúntanos antes”. Y Arturo dijo que sí, que les consultaría, aunque se le veía confuso. Sin embargo, pensaba que menos mal que había acabado por contarle todo a su hermana; porque estaba agotado de tantas horas colgado del auricular. Sus padres optaron por dejarlo solo un minuto. Al fin y al cabo la pesadilla ya había terminado, por lo menos hasta que los llamaran a juicio, quizá pudieran recuperar algo de su dinero.

-¿Y qué hacía todas esas horas cuando tenía ganas de mear, por ejemplo? –El sargento exasperado seguía dándole vueltas al expediente.
Su subordinado lo miró con algo de compasión.
-Cada media hora la llamada se cortaba, porque había llegado al máximo. Pero si el chaval no remarcaba inmediatamente, a los pocos minutos le llamaba algún cómplice, para decirle que había causado un daño irreparable. Y entonces él se cagaba en los pantalones y volvía al teléfono.
-¡Cómo se puede ser tan idiota!
-Estaba enfermo, no regía- El subordinado sentía cierta compasión.
El sargento no. A él sólo de pensar lo que aquella familia iba a tener que pagar de sus ahorros (si los tenían) se le revolvían las tripas.

Madame Soraya había justo repuesto la cerradura de su piso hacía una semana y le dolió en el alma que los agentes la forzaran, tan nuevecita que estaba. Una pena, ahora que empezaba a ganar buen dinero, particularmente con aquel cliente tan especial que le había salido últimamente. Más de 6.000 euros en tres semanas le había sacado a él solito.
-Vaya, vaya –dijo un poli, reconociéndola, porque había estado destinado en su barrio nata- Volvemos a las andadas, ¿eh, Luisa?
-Y que ha ampliado el negocio –completó su compañero con ironía. –Ahora ya toda tu familia y amigos se mueren si cuelgas su llamada. Huy, que miedo, ni El Exorcista.
-¡Yo no hice nada!, aulló ella. Y siguió aullando conforme le registraban el piso, y empaquetaban todo para llevárselo. Pero al ver que se la llevaban a rastras, supo que estaba todo perdido.
……………………………………………………………………………..


En el auricular la voz sigue desgranando mi futuro. Hay esperanza, podría dejar por fin las pastillas, que me hacen sentir somnoliento y estúpido todo el día. Es casi la una de la madrugada, pero el embotamiento ha dejado paso a una especie de paz interior. Todo se va a arreglar. De pronto, un pitido intermitente me anuncia que he vuelto a sobrepasar el límite de media hora al teléfono.

Necesito ir al baño con urgencia, y luego volveré a marcar. Se cumplen las 15 horas de llamadas y aún podré estar alguna más hoy, queda tiempo. ¡Mi familia va a vivir gracias a mí! Soy un héroe, igual que Superman. Le debo tanto a Madame Soraya, que me ha enseñado cómo ser útil y no el trasto inútil en que me había convertido en los últimos años.

Quizá no debí haberle hablado de ella a Elisa, pero realmente ahora que mi vida vuelve a tener sentido no pude contenerme. Le conté todo. Mi hermana algo había sospechado antes, es verdad, al verme estas semanas tan cansado siempre. Lo que no entiendo bien es su reacción, pareció… horrorizada. Quizá no me expliqué bien. Y eso que también la informé de lo genial que le iba a ir a ella en la vida. Madame Soraya me lo había confirmado con las cartas del tarot.

Un ruido en la entrada del piso. Llega gente, ¿quién puede ser? Murmullos de conversaciones y a continuación entran dos personas en mi cuarto. Con uniforme. Me hacen preguntas sobre el teléfono, sobre Madame Soraya. Veo a mis padres detrás de ellos, y a mi hermana. Mi madre llora, ¡qué raro! Elisa parece muy enfadada, y también mi padre.

-¡ES una estafa, hijo, una estafa!, me grita apenas termino de contarles. ¿De qué habla? Los policías apuntaron todo lo que les dije y se volvieron hacia mis padres. Les dijeron que no se preocuparan, que todo iba a arreglarse.

Mi padre también se enfada entonces con ellos.
-Si ustedes tuvieran que pagar 6.000 euros de cuenta de teléfono veríamos si se enfadaban o no- gruñe.

Suena en ese momento el aparato. ¡Vaya por Dios, con todo este jaleo se me había olvidado volver a marcar! Y la vida de mi familia corre peligro si no lo hago, ya me lo ha avisado Madame Soraya muchas veces. Pero antes de que pueda descolgar el auricular, se me adelanta un policía.
-¿Sí, diga? – Y escucha atentamente a la persona del otro lado del hilo. -¿De veras?- y mientras hace señas al compañero.
Instalaron entonces un aparatito súper raro conectado a la terminal. La llamada sigue un buen rato. Mis padres tiemblan y parecen enfermos.

Yo me voy preocupando, ¡otra vez había hecho algo malo sin darme cuenta, seguro!

El policía acaba de escuchar, y cuelga. Se vuelve con cara de satisfacción

-¡La tenemos! –anuncia triunfante.

Mis padres me han sermoneado todo el día, mañana y tarde. No les he entendido todo, pero dijeron que Madame Soraya me había engañado, que sólo me había tenido al teléfono para sacarme dinero, que tuviera cuidado la próxima vez, y les consultara antes… Por fin se han ido y me dejan un poco en paz. Bueno, por lo menos ahora podré dormir. Hasta que vuelva a sonar el teléfono. Un héroe nunca descansa mucho tiempo.

Firmado: María Rosario López

El cenicero y el elefante

EL CENICERO Y EL ELEFANTE

AUTOR:Ferran Villergas

Estaba en el porche de mi bungalow en Kenia,fumando, mientras observaba una puesta de sol espectacular , de las que sólo se dan en África.

De repente todo se oscureció en mi campo visual.Un elefante embravecido venía hacia mí con aviesas intenciones.

No me lo pensé dos veces.Agarré el cenicero y se lo lancé al elefante,justo entre los ojos.

El elefante se detuvo un instante,sorprendido , desconcertado.

Después agarró el cenicero con la trompa y me lo lanzó con gran acierto.Menudo chichón!!!

El elefante siguió su camino miestras se reía y yo me quedé en el suelo contemplando la puesta de sol ,de nuevo,mientras acariciaba mi cabeza dolorida.

martes, 23 de noviembre de 2010

REALIDAD O FICCIÓN - Rosa Llauradó

No pudo evitarlo. Allí estaba de nuevo Eric, delante de la puerta de casa de Marga, debatiéndose entre el deseo y la moral, entre el instinto y la lógica. Sus manos húmedas de sudor nervioso, sujetaban el último cigarrillo que le quedaba.

- Mejor será que vuelva, ¡no sé qué coño hago aquí, éste no es mi lugar!- Se dijo a sí mismo en un último suspiro de resignación auto infringida. Lanzó el cigarrillo al suelo y lo pisoteó como si de su orgullo se tratara.

- ¡Espera!- Se oyó detrás de él. Era ella. Con su habitual mirada de cómplice, y la sonrisa radiante que la mantenía inalterable. Se apoyó en la puerta, sólo la cubría un camisón blanco de seda. Su pelo caía desordenadamente por su bella cara blanquecina.

- ¿Piensas quedarte ahí fuera?- Le preguntó retóricamente Marga. Eric no necesitó nada más, sus piernas se movieron sin orden expresa de su cerebro. Ella, no mostró resistencia. Cuando la proximidad con su polo opuesto fue suficiente, la atracción surgió sin que nada ni nadie pudiese evitarlo. Sus labios se fundieron en uno solo.

- ¿Dónde dejaste los modales, Eric? Ahora ya ni me saludas- Dijo Marga en tono burlesco, mientras le mordía la oreja. Eric no podía ni hablar, el olor del perfume corporal de Marga, le había hecho perder la capacidad de razonar. Tan solo podía guiarse por su instinto. Ella empezó a sacarle la ropa mientras caminaban enredados, dejando cada prenda como migas de pan por el camino. Y llegaron a su destino. Él la cogió por el muslo desnudo y apretó su cuerpo contra el de ella mientras deslizaba la mano por debajo del camisón con la intención de sacárselo. La estiró lentamente en la cama. Su cuerpo era el de una mujer madura, con pechos firmes, que seguían manteniendo una textura suave y blanda, como detenidos en el tiempo. Eric acarició con sus manos cada rincón inexplorado, buscando las zonas privilegiadas que le convertían en dueño de su objeto de placer mundano. Luego, penetró lentamente su intimidad, aprovechando cada instante que estaba ahí dentro para sentir de forma parcial su cuerpo, enredando sus piernas, entrelazando sus dedos, acariciando sus labios con los de ella. Marga empezó a jadear. Era una melodía morbosa para los oídos de Eric que incrementaba su excitación. El cosquilleo delatador aumentaba con demasiada intensidad. Finalmente, ella gritó en la cumbre de su placer y arrastró con ello a Eric, que se rindió al orgasmo sincronizado. Eric apoyó su cuerpo sobre el de ella, como una reacción de alivio tras expulsar el éxtasis contenido. Luego se echó a un lado. Como todo lo bueno, fue breve. Eric sabía que tenía poco tiempo y quería aprovechar cada instante a su lado. Tras un corto descanso se puso cara a ella, apoyando su pecho al costado de Marga, mirándola fijamente a los ojos.

- Ayer me prometí que nunca volvería verte, que nunca volvería a conectarme. Tardé menos de 24 horas en incumplir mi palabra. Sé que no debería hacerlo. Pero cuando me levanto de cada inmersión de consciencia, siento que no pertenezco a ese mundo. Tú eres mi mundo, tú eres la razón de mi existencia.-

- Eric, ya sabes cómo funciona todo esto. Tú eres el cread…- Empezó Marga, con voz rotunda y seca mientras se incorporaba recostando la espalda en el cojín.

- Sí, ya sé lo que vas a decir, tu sólo eres un programa informático instalado a todas mis funciones vitales, lo sé.- Eric ya sabía que estaban en su cabeza, en sus recuerdos, en su fantasía. Aunque Eric le había dado inteligencia propia y le había dado la forma más cercana a su prototipo ideal, no era real. Ella nunca podría existir fuera de su mente.

- He estado trabajando en ello, pronto podré encontrar la manera de sacarte de aquí, de hacerte realidad.- Los ojos de Eric tomaron un color rojo cristalino pues, como científico, conocía las limitaciones de sus experimentos. Agarró con sus manos la sábana y la retorció entre sus dedos. Marga, le recordó las consecuencias de cada inmersión. Eric parecía no importarle que cada vez que se conectaba a Marga estuviera perdiendo parte de sus capacidades motoras y que pudiese quedarse en estado vegetal toda su vida.

- Ya hemos tenido esta discusión muchas veces, Eric. Ahora, todavía estás a tiempo, debes hacer tu vida en la realidad, ese es tu sitio. Aquí sólo convivirías contigo mismo, con las limitaciones de tu mente, de tus recuerdos. No conocerías a gente nueva, no vivirías experiencias nuevas. Tan solo la soledad de tu propio ser individual y la compañía de un programa que limita tu imaginación innata.

- Yo soy tu creador, eso lo decidiré yo mismo. Se me acaba el tiempo. Volveré mañana, como siempre. Adiós Marga.- Terminó Eric escapando de su autocontrol.

Y despertó. Eric empezó a sacarse todas las conexiones biomecánicas mientras seguía obsesionado con la incógnita. Aquella fórmula dimensional que llevaba varios años desencriptando en el laboratorio clandestino que tenía en el sótano de su casa. De repente, se quedó absorto observando el cuadro de “Alicia en el país de las maravillas” que tenía colgado en la pared. Ideas abstractas empezaron a renacer de su inconsciente.

- La abstracción del sueño, ¡claro!, la conversión del plano subconsciente al plano consciente. Un programa informático que altere los sentidos en mi estado activo. Ella podría existir en mi realidad. Pero eso me convertiría en una especie de esquizofrénico. Pues sólo yo podría verla, sentirla, amarla. Sería lo más parecido a una alucinación.- Se dijo para sí mismo. Y entonces, sonó el timbre de su casa. No esperaba a nadie, así que tuvo que ponerse una bata. Pasó por delante del espejo que tenía en el salón para ponerse bien los cuatro pelos mal colocados. Cuando por fin abrió la puerta, la sorpresa fue abrumadora. Era ella, era Marga. Eric empezó a sudar, no lograba entender cómo podía haberlo conseguido sin aplicar la fórmula, sin empezar el experimento. Pero su sorpresa se tornó rápidamente en alegría desbordada.

-¿¡Marga!? Dios mío, ¿lo ves? ¡Te lo dije! ¡Te lo dije! Lo he conseguido, ahora podremos estar juntos, ¡podremos estar en la misma realidad!- Y sin poder contener la ilusión, se abalanzó sobre ella mientras dejaba escapar un par de lágrimas. Pero Marga no reaccionó precisamente como él esperaba.

-¿Disculpe? ¿Cómo sabe mi nombre? ¿Se encuentra usted bien? Soy su nueva vecina de enfrente. Sólo venía a presentarme pero creo que ha habido un malentendido. Me ha confundido, yo no le conozco de nada. Y mi esposo llegará en breve, así que apártese, por favor.- Le respondió Marga gesticulando una mueca de asco, mientras le apartaba de un empujón.

Eric la intentó coger de la mano pero ella rehuyó de toda insistencia. ¿Era real, y lo había sido siempre? Un temblor de mal presentimiento recorrió su espalda. Bajó corriendo a su laboratorio para analizar que todo funcionaba correctamente, que su programa y su Marga continuaban allí, pero ya no había nada. Todo el trabajo gestado durante años, no estaba. La mezcla de desconcierto y miedo, sumieron a Eric en un estado de shock profundo. Su vista se nubló durante un instante, y entonces, oyó su voz:

- Eric, ¿dónde estás? - Cuando su visión ganó nitidez, pudo reconocer ese lugar, era el escenario beta de casa de Marga, lo que significaba que aún estaba dentro del programa. Pero había una niña delante de la puerta haciendo botar una pelota a un ritmo muy lento. La niña se giró y le miró directamente a los ojos.

- Eric, soy Marga. Creo que ha entrado un virus en el sistema, no podrás volver, pues ha cerrado todas las salidas. Te veo muy alto o ¿estoy yo muy baja?-

- ¿Como que un virus? Marga, no puedo combatirlo desde aquí, así que voy a necesitar tu ayuda. Busca los datos que instalé en tu gadget de seguridad.-

- Lo siento Eric, lo están manipulando desde fuera. Hay alguien en tu casa, no puedo acceder a los datos.- Le dijo Marga pequeña, bajando la mirada. Eric cerró los ojos intentando buscar soluciones, empezó a caminar arriba y abajo, de un lado a otro. Y entonces, recordó.

- ¡Lo tengo! – Dijo Eric mientras su expresión pasó de la cumbre a la decepción. Y añadió:

- Pero para salir debo destruirte.- El silencio se hizo espeso durante un instante.

- No lo hagas Eric, recuerda que soy tu vida, me amas.-

- Tú nunca me dirías algo así, ya no eres Marga.- Muy a su pesar, Eric utilizó la mejor cualidad que la ciencia le había proporcionado: la racionalidad. El miedo a quedarse encerrado en un programa corrompido luchaba contra sus emociones hacia Marga. Cogió a Marga pequeña entre sus brazos, le besó la mejilla y dijo las palabras.

- Iniciando autodestrucción del programa Marga.- Y la oscuridad se apoderó de su visión. Cuando empezó a recobrar conocimiento, Marga le cogía de la mano.

- Me alegro de verte, Eric.-

- ¿Marga?, ¿estoy alucinando? ¿Me he vuelto loco?-

- No cariño, te quedaste atrapado en el programa informático Marga Beta que creaste hace ya un año. Tuve que crear un virus para poderte sacar de él.-

- Pero, entonces, ¿Dónde estamos?-

- ¿No lo recuerdas? Creaste el programa Marga Beta desde Marga Alfa, ahora estás en el programa original, por fin podremos estar juntos.- Le dijo Marga gesticulando una sonrisa exagerada mientras ataba su cuerpo y le amordazaba en el sótano de su casa para impedir que pudiera destruir también el programa original. Los esfuerzos de Eric fueron inútiles, pues ahora su realidad seria virtual el resto de su existencia. Tuvo suerte, pues su vecina de enfrente encontró su cuerpo real y lo trasladaron a un hospital, donde pasó “en coma” el resto de su vida.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

AL AMPARO DE SU AMOR

Cuando vuelvo sobre mi pasado, el único punto positivo que puedo recordar de mi interminable
estancia en el infierno, es que por lo menos ahí, nunca sufrí frío. Este lugar era compuesto de un
tríptico muy preciso: De innumerables monstruos marítimos, de un océano como cárcel al aíre libre y de libros, cuyo papel servía de combustible a todas esas llamas azúl negro y saladas que de día en día me devoraban. Mi desesperacíon corría así hasta perderse de vista sobre la línea evanescente del horizonte. La ironía de las cosas hace que un hombre no pueda encontrarse más lejos de una fuente de agua potable cuando justamente esta en el medio del mar.

Por mucho que me acuerde, siempre he aborrecido a los peces, es por està razón que siempre he
experimentado un intenso placer comiendolos. Comer por odio. Un apetito insaciable de eliminarlos
uno tras otro, bocado tras bocado. De molerlos, de pulverizarlos. De todos modos, no tenía eleccíon, era la uníca cosa que se comía en mi casa. Mi padre era un pescador y aunque nunca he querido admitirlo, el hecho de ayudarlo cada mañana, hacía de mi uno también.

Nunca perdonaré a los peces de haberme robado mi inocencia. Cuando delante de la mirada severa de mi padre, deshacía las redes, y los veía caer como frutas sobre el puente de nuestro barco, no notaba en sus ojos vidriosos, ni el miedo, ni el dolor, ni tampoco la sorpresa. La muerte me parecía entonces de una tal trivialidad, constituía una fatalidad tan cercana y obvia que hubiera sido casi comico transformarla en problema. Me daba cuenta asi que lo que había siempre considerado como esencial, es decir la belleza, las emociones, la contemplación, era solo accidental. Fue un duro momento. Cuando morir no significa nada, todo en este mundo se vuelve evidencia excepto el hecho de vivir. Estos peces me repelían porque no son dignos de los secretos del mar ni de su hermosura abisal. No pueden entender que sufrir es una oportunidad, que las cosas más bellas se hacen llorando. Yo si.

Estaba aqui, en el mismísimo centro de nada, abajo de un inmenso sol negro, bañado en este olor de hioides y de sangre. El ponía su brazo sobre mis hombros, mirando mar adentro conmigo.
« Mi hijo » decía sencillamente despues de un rato.

El tiempo se paraba entonces. Cada una de mis sensacíones equivalía a una revelación. Formaba
parte de un todo, el mundo era solo una prolungacíon de mi espiritú. Estaba feliz y fiero de mi
melancolia. La mía.

Lo más extraño en todo esto es que son los mismos peces que me han dado la oportunidad de
menospreciarlos. Un viejo loco vivía en una cabaña sobre la playa. No disponía de nada, solo de
libros y de historias fabulosas. Contro una dorada o dos, me daba un texto o me contaba sus
aventuras. Su tugurio estaba tan lleno de libros que la primera vez que entré, me sentí asfixiado.
Cada día, al final de la tarde, cuando había acabado con el mar, pasaba todo el tiempo que tenía
libre con él. Recorría su biblioteca y elegía una obra. Despues hablabamos. Me enseño durante
todas estas largas conversaciones que el corazón tiene varias vidas.

Todo esto ha durado solo un tiempo. Muy rapidamente, mi padre se enteró de lo que estaba
haciendo. Nunca me había pegado tan duro como esa noche. La mañana siguiente mientrás ponía el barco al agua, ví la cabaña del viejo reducida a cenizas. Había todavía algunas llamas acabando de consumirla.

« O serás pescador como yo, o acabarás como él. »

Se equivocaba. En cuanto me fue posible, tuve el valor de huir para volverme lo que soy. Pero
nunca me he olvidado del mar ni del olor de los peces. De mi padre si.
Diez años despues, cuando mi madre se puso en contacto conmigo para comunicarme que él había
muerto, recordé entonces de que había vivido. Volví una última vez a aquel lugar de mi infancia. No lloré, pero cuando entré timidamente en la habitación de mi padre, una grande estantería, al lado de su cama, llamó mi atención. Me acerqué. Aqui estaban dispuestos todos los libros del viejo.

martes, 16 de noviembre de 2010

NO SIN MI CENICERO

A Manolo el elefante se la traía al fresco que el hotel fuese de lujo y pudiera proporcionarle todo lo que pidiera con un golpe de pata en el suelo: el quería su desconchado, roído y viejo cenicero de cristal ahumado. Su asistenta personal, una mujer rechoncha y con unos mofletes que a Manolo le hacían pensar en un tierno y jugoso pastel de arándanos, no paraba de gritar por teléfono a los responsables del hotel, exigiendo una explicación ante tal atropello.
Pero el gerente del hotel solo sabía decir que no entendía lo que podía haber pasado, que las limpiadoras juraban no haber tocado nada, que ni siquiera lo habían visto, por que de haberlo hecho probablemente lo habrían tirado y reemplazado por uno nuevo. Manolo gritó de pura ira, y su trompa se elevó despeinando a su asistenta. No quería ceniceros nuevos, quería el suyo, a Cenicitas.

Cenicitas había estado ahí la primera vez que se fumó un puro habano, en la cena posterior a una entrega de premios cinematográficos importantes; fue su primer reconocimiento y se lo llevó de recuerdo. Unos meses después, cuando le vio las orejazas a su primer retoño volvió a usarlo, mientras se fumaba otro habano. Estuvo también en su divorcio, y mientras duró el bochornoso escándalo que lo relacionaba sentimentalmente con el cantante andrógino de los Tokio Hotel. Mucha gente le dio de lado entonces, pero Cenicitas siempre estaba ahí, listo para dejarse quemar gustoso cuando Manolo lo necesitaba, y últimamente, con el estrés de su nueva película, lo quemaba mucho. Pero nunca, jamás, protestaba; Manolo exhalaba humo y Cenicitas echaba humo también, como buenos compañeros. Incluso estaba presente antes, entre y después de las sesiones amatorias con alguna lagarta escamosa; aunque Manolo siempre tenía que regañarle por estar mirando sin ninguna clase de decoro la escena. Entonces Cenicitas se enfadaba y se daba un largo baño en el fregadero, pero después volvía, reían y se echaban otro habano.

- Manolo, ¿le has hecho algo que haya podido ofenderle?

Su asistenta parecía leerle siempre los pensamientos, como si un proyector los exhibiera en sus grandes orejas para ella. Manolo pensó, y le costaba, pero pensó. Últimamente no había invitado a ninguna fémina, ni siquiera a aquella lagartija del vestido verde ajustado tan sexy que lo invitó a una copa en la disco. Así que no había tenido oportunidad de enfadarlo otra vez a causa de su inoportuna mirada. Miró entonces a su asistenta y negó con la cabeza pero una sacudida le subió por su espina dorsal.

- ¿Y si lo han secuestrado?

Su retorcida colita- y ya era de guasa, un tipo tan grandote como él con una cola tan minúscula- se retorció aún más sobre sí misma al imaginar que alguien, que otro pudiera hacer daño a su Cenicitas. Se puso tan nervioso que comenzó a andar de un lado para otro en la habitación, mientras la asistenta botaba en su asiento a la par de sus pasos.

-Tenemos que avisar a la policía, a la Guardia Nacional, al FBI, a los Boy Scout, cuanto más tardemos más lejos pueden estar...

Dio tres vueltas y se agotó, así que se dejó caer sobre su trasero, mientras unos pucheros lacrimosos resonaban por todo el hotel. Su cenicero era suyo, nadie podía arrebatárselo. Que estúpido se sentía ahora, debería haberlo cuidado mejor, debería haberlo tratado como se merecía; mientras había estado junto a él no se había preocupado más que de su carrera, dejando de lado al único que lo había comprendido. Entonces recordó.

La noche anterior, mientras saboreaba lenta y profundamente un habano y observaba como la hoja seca se quemaba exhalando el aroma característico, Cenicitas le había preguntado por qué no había invitado a su habitación a la lagartija sexy. Manolo, apoltronado sobre el sofá de piel, relajado y tranquilo le había dicho que lo había hecho, pero que ésta se había negado al verlo fumar puros; al parecer le molestaban los hombres que fumaban. Acto seguido, Manolo añadió que debería dejar ese vicio. Cenicitas no volvió a hablar en toda la noche.

Eso era lo que había hecho mal, decirle que debía dejar de fumar. Quizás su Cenicitas pensó que para él era más importante complacer a esa mujer que su relación con un desconchado, roído y viejo cenicero. Quizás por eso se había marchado, para evitarse la penosa situación de ser abandonado por quién más confías. Empezó a llorar, manchándolo todo de lágrimas y obligando a su asistenta a coger un paraguas.

- ¿Como he podido ser tan insensible?

La mujer de mofletes comestibles lo miró como se mira a un loco, mientras subía sus pies a la silla para no mojarse los zapatos. Entonces, como si de una señal divina se tratara, Manolo sintió la necesidad de fumarse un Habano. No había acabado de pensarlo cuando llamaron a la puerta; la asistenta, visiblemente enfadada por tener que mojarse los zapatos la abrió. Allí estaba, Cenicitas, o por lo menos alguien muy parecido a él.

Manolo lo miró de arriba a abajo y de un lado a otro. El cristal del que estaba hecho ya no tenía ese aspecto mate y envejecido, ahora brillaba como un diamante. Y su aspecto desconchado ahora era el mismo que el de un cenicero recién fabricado. Cenicitas se acercó a Manolo, lo miró con ternura al ver sus lágrimas y se colocó junto a él.

-¿Te apetece uno?
- ¿Como lo has sabido?
- Siempre sé todo lo que necesitas.

Manolo quiso arrancar a llorar de nuevo, recordándose a sí mismo lo egoísta que había sido.

- ¿Que le ha pasado a tu aspecto?
- ¿No te gusta? Hace meses que tenía visita con el mejor cirujano vidriero del mundo.
- Eres perfecto.

Cenicitas sonrió y se acurrucó junto a su grandote y sentimental elefante Manolo, mientras éste se fumaba el mejor habano de su vida. La asistenta salió de la habitación, pensando en como iba a hacer para que ese excéntrico elefante le pagara los carísimos zapatos que su inundación sensiblera por un cenicero había provocado.

Ana Muñoz

lunes, 15 de noviembre de 2010

Una garra en el corazón

Caía la tarde y el sol empezaba a esconderse. Todo el mundo andaba atareado trayendo y llevando cosas de los camiones al interior de la carpa. El señor Juan lo observaba todo cómodamente sentado en una tumbona que había colocado delante de su caravana. Ésta, como siempre, estaba estacionada en un lugar privilegiado desde el cual controlaba gran parte del campamento. Fumaba un habano que de tanto en tanto dejaba reposar en un cenicero en forma de garra que mantenía en equilibrio sobre su barriga. A sus setenta y siete años se sentía más vivo que nunca y aunque la edad le impedía participar en trabajos físicos, nada se hacía en el circo sin su aprobación. No en vano era el único representante de la familia de acróbatas que cien años atrás, en mil novecientos cinco, había puesto en marcha el Circo Imperial.
Lo primero que habían hecho al llegar, fue montar la gran carpa azul bajo la cual tenía lugar el espectáculo. Al día siguiente, por la noche, sería la primera función. Quedaban sólo pequeños detalles para que todo estuviera listo y algunos aprovechaban para entrenarse antes de la cena. El señor Juan miraba el reloj con impaciencia, todavía no había aparecido Toby, el elefante, y se estaba haciendo tarde. Era muy importante ensayar con él el número que estrenarían al día siguiente. Para Toby sería su primera vez, era un elefante muy joven como joven era su entrenadora. Ambos habían llegado al circo dos meses atrás y con ellos el pasado del señor Juan. Aunque éste nunca le había abandonado. Exhaló una bocanada de humo y sujetó con fuerza el cenicero dejando caer la ceniza en él.
Un bramido resonó y al poco apareció Toby con Mariela, su cuidadora, camino de la pista. “Qué guapa es, se parece a su abuela”pensó el señor Juan acariciando el cenicero. -Ya solo quedamos tú y yo- dijo dirigiéndose a la garra cada vez más llena de ceniza.
El viejo era carne de circo. Nació, vivió y posiblemente moriría en su caravana, lo cual sin duda le haría feliz. Mucho se habían modernizado las cosas, de las antiguas carretas habían pasado a tener cómodas caravanas que no tenían nada que envidiar a un piso, y la carpa lucía esplendorosa. Lejos quedaban ya aquellos tiempos en los que utilizaban una carpa hecha con restos de telas de colores heredada de sus abuelos. Pero una cosa se mantenía inmutable desde que yo podía recordar: el señor Juan ojo avizor, con un puro en una mano y cerca de él su cenicero en forma de garra.
Fue extraña la forma en que Toby, el elefante, llegó a nosotros. Desde mil novecientos cincuenta y tantos no había animales salvajes en el Circo Imperial. Trabajábamos con caballos, perros y algunos loros ya que nunca se habían repuesto los leones, tigres y elefantes que antiguamente dieron tanta fama al circo y que fueron envejeciendo y muriendo en sus jaulas. Eso sí, rodeados de mimos y cuidados, como no podía ser de otra manera. El señor Juan había argumentado que resultaba muy costoso mantener ese tipo de animales, aunque los mantuvo hasta el final de sus días, y añadía que al público ya no le interesaba verlos. Nadie le creyó, todos sabían que se había tomado esa decisión después del terrible suceso con Damián, el domador.
Fue, a partir de ese acontecimiento, cuando se le vio fumar por primera vez y desde entonces puro y cenicero formaron parte de su imagen. De todas las posesiones que tenía el viejo, ese sencillo objeto era el más preciado. La garra estaba fabricada en hierro colado que el tiempo había vuelto negro. Nunca me gustó y no comprendía la relación casi fetichista que mantenía el viejo con él. ¡Si hasta le había sorprendido alguna vez hablándole como si de una persona se tratara! De pequeño me daba miedo, creía que por la noche la garra tomaría vida y vendría a por mi. Dejé de dormir para estar preparado por si aparecía por lo que de día era incapaz de concentrarme. Me dormía en la escuela y fallaba las rutinas con pelotas que mi padre, malabarista, trataba de enseñarme. Una noche harto de no dormir y de regañinas, decidí hacer desaparecer el cenicero maldito. Las caravanas, a diferencia de estos tiempos, no se cerraban nunca con llave. Tuve mala suerte, se me cayó nada más cogerlo. Era demasiado pesado. Sonó como un trueno al estrellarse contra el suelo y antes de que pudiera reaccionar el señor Juan me tenía cogido de un brazo y me zarandeaba violentamente. Me llamaba ladrón a gritos y amenazaba con echarme del circo. La cosa se saldó con tres meses de castigo sin poder salir del campamento, ayudando en las cuadras y un enfado monumental de mi padre, que estuvo días sin dirigirme la palabra. Aún hoy me da escalofríos ver como el viejo acaricia esa garra con dulzura, casi con amor.
Toby y Mariela llegaron al circo a mediados de mayo pero todo empezó un mes antes con la llegada de un paquete misterioso dirigido al señor Juan. A todos nos sorprendió. El viejo no recibía correspondencia y algo muy importante tenía que ser porque se paso varias semanas nervioso y distraído. El mensajero que había traído el paquete vino varías veces más, de lo que se conoce que el señor Juan mantenía un intercambio de correspondencia con alguien del que, ni siquiera mi madre que por ser la nieta mayor tenía más influencia sobre el viejo, pudo averiguar nada.
Una mañana el señor Juan nos anunció la llegada del elefante con Mariela. Todos pensamos que se había vuelto loco. En aquel momento el circo no podía permitirse un gasto así. La taquilla era más bien escasa. Pero la palabra del señor Juan era ley y nadie se atrevió a contradecirlo.
Mariela enternecía al anciano cuando la veía entrenar al animal. Toby levantaba una pata, luego otra y se aguantaba en pie. Caminaba esquivando el cuerpo de la chica tumbada en el suelo. Bella y bestia eran un tandem inseparable y el viejo estaba seguro que su debut sería un éxito. Y así él podría morir en paz, ansiada paz.
Era otro elefante y otra la mujer que en otro tiempo le había robado primero el corazón y después el seso. Aunque muchas veces dudaba de que entonces tuviera seso. Sobretodo cuando miraba ese cenicero que le recordaba a Damián, su amigo Damián.
Luisa llegó con su elefante en 1951 y encandiló a todos con su belleza pero fueron Juan y Damián los que se enamoraron de ella. Este último, adelantándose a Juan, comenzó a cortejar a la chica. Como domador la ayudaba en los entrenamientos lo que le daba ventaja pero no evitaba que Luisa hablará y coqueteara inocentemente con Juan. La rivalidad entre ambos crecía día a día sin que ella se diera cuenta. En el circo todos esperaban que la chica se decidiera pronto por uno de los dos, ya que la situación se tensaba por momentos. No tardaron en aparecer las primeras discusiones y la distancia entre los dos amigos se hacía insalvable. Al final cualquier excusa era buena para acabar a golpes en algún rincón. De nada sirvieron las advertencias del padre de Juan, director del circo por entonces. Aquella chica rubia, menuda, con rasgos exóticos había creado el caos y al final pasó lo inevitable. Ella escogió a Damián y se casó poco después. Nunca hubo novia tan hermosa sobre el lomo de un elefante, ni novio tan emocionado esperando en el altar improvisado bajo la carpa, ni dolor tan profundo como el de Juan que lloraba medio escondido tras las cortinas del fondo de la carpa.
Toby bramó contento cuando Mariela le dio una golosina mientras le acariciaba la panza. La chica saludó con la cabeza al viejo y siguió su camino seguida del paquidermo. El señor Juan agarró con fuerza el cenicero y éste le llevó a aquella fatídica noche. Luisa quiso que los amigos se reconciliaran e invitó a cenar a Juan. Parecía que todo iba bien, Juan creyó tener los celos bajo control, Luisa se mostró recatada y Damián estaba relajado pero el alcohol les jugó una mala pasada. El viejo no recordaba muy bien lo que pasó, tan solo que la pareja se besó y el mundo desapareció y poco después, Damián estaba en el suelo con una brecha en la cabeza, Luisa lloraba a su lado y en su mano aquel cenicero en forma de garra manchado de sangre. Ella no le denunció, se limitó a meter cuatro trapos en una bolsa y desapareció. Los leones y tigres se encargaron del cadáver del domador. Nadie en el circo dijo nada, la ley del silencio era sagrada y los trapos sucios se lavaban en casa. Pasó el tiempo pero no llegaba el alivio para Juan. Se quedó con el cenicero como penitencia, para no olvidar. Aquella garra de hierro le atenazaba el corazón.
El viejo agarrando el cenicero se dirigió a la pista. Recordaba la sorpresa que tuvo al ver el contenido del paquete que llegó meses atrás. Un fajo de fotografías de Damián, de Luisa y de él junto con un álbum de fotos de una chica muy joven, rubia, menuda con rasgos idénticos a los de Luisa todo ello acompañado de una carta: “Ha pasado mucho tiempo y he aprendido a perdonar. Me queda poco tiempo ya. Ella es mi nieta, Mariela. Esta sola en el mundo. Ayúdala. Por ti, por mi, por Damián. Luisa”
Mariela hacía dar vueltas a Toby por la arena. Una sonrisa surcó la cara del señor Juan, tiró el viejo cenicero a la papelera más próxima y saludó con la mano a la chica antes de salir. El elefante bramó feliz de recibir otra golosina y siguió trotando por la pista.
-Por ti Luisa- dijo el viejo mirando al cielo y regresó a su tumbona liberado de un peso que hacía años que ya no podía soportar.
Binomio fantástico


La ciudad de los muertos está rodeada de elefantes tallados en piedra, símbolo de

las antiguas supersticiones. Un cenicero repleto de puros humeantes se encuentra

anclado junto al epitafio que sigue: “Al alma inmortal que habitaba en ella”.

Cada año, en la noche de difuntos, se reúnen las ánimas que han traspasado el

umbral. Fuman Havanos y beben orujo que depositan junto a sus tumbas aquellos

creyentes que aún cumplen las tareas asignadas a sus antepasados, porque si

dejaran de cuidar de ellos, los espectros sobrepasarían su confinamiento en busca

de diversiones a los pueblos colindantes.

Este año le toca a Demiurgo limpiar los restos de la reunión, y ensimismado en sus

pensamientos, tropieza, y cae sobre toda la ceniza. Su cara gris, su boca repleta,

escupe y tose. ¿Porqué tendrán ellos una noche especial y él no? ¿Habrá de

esperar a la muerte para que le honren sus congéneres? ¡Maldita vida esclava!

Llena de decepciones, torpe y miserable, relegado a la mediocridad.

Tal vez esa sea la solución, pasar a ser espectro es la alternativa perfecta: “honrado

para toda la eternidad”.

Planea su viaje a la eternidad, este es el día. Ahorcarse es la forma más limpia e

impactante que se le ocurre, y en un lugar visible, para que no tarden en enterrarle.

Allí mismo, y cuando lleguen los familiares a visitar a sus antepasados, lo

encontrarían, llorarían su pérdida, y organizarían la parafernalia que le es propia a

la despedida.

Y se ahorca, tras unos espasmos, queda inmóvil. Cuando el resto del pueblo va

llegando, se horrorizan ante el espectáculo. Esperan al médico, para certificar la

muerte, al juez para levantar el cadáver, y al capellán, que lo excomulga de su

parroquia, ningún suicida es enterrado en la ciudad de los muertos.

Pobre Demiurgo, ni en la muerte descansa en paz.

Lúa

domingo, 14 de noviembre de 2010

SIN HUMO NO HAY CENICERO

No podía dejar de fumar. En el Circo Máximo lo habían intentado de veinte maneras distintas, pero siempre él reclamaba sus cigarrillos al día siguiente. Hasta que no echaba la primera calada del día no era tratable, sino que gruñón y pendenciero repelía a todo el que se le acercaba. Hasta al mismo Juan el Triquiñuelas, que lo había criado con mimo desde que nació.

El Triquiñuelas sólo había tenido un remordimiento en su larga relación. Fue aquel día hacía dos años en que, encaprichado con una muchacha de un pueblo de Tarragona donde paraba el espectáculo circense una semana, se escapó unas horas para estar con ella. Cuando volvió, el mal ya estaba hecho y su adorado Lucas echaba humo como una locomotora de las antiguas. Era una visión espantosa, pensó Juan, aquella trompa cual larga chimenea a todo vapor. En la boca, un cigarrillo a medio consumir que apenas se veía, pero allí estaba. Cuando lo acabó, el elefante pidió inmediatamente otro.

Indagando y reclamando, finalmente Juan se enteró de la atroz verdad por el equilibrista, que había visto a una panda de chicos de los contornos merodeando por el campo circense. No parecían estar haciendo nada malo, le contó, y al poco tiempo desaparecieron. “Seguro que se marcharon riéndose de la broma”, pensó furioso el dueño del elefante, “y a mí me dejan un problemón, así les parta un rayo a los muy desgraciados”.

La adicción de Lucas siguió en aumento conforme pasaban las semanas, y los meses. El domador Rodríguez, un chusco irredento de grandes bigotes que nunca desaprovechaba ocasión de sacarle punta a la vida, fue y le regaló un cenicero. Era un cenicero realmente llamativo, grande y pesado, de color rosa palo y motas negras, circular. Prácticamente imposible de volcar y donde cabían varios cientos de colillas. Lucas lo adoró desde el momento en que lo vio y desde entonces no se separó de él más que para entrar en escena. Con el cenicero entre sus patas delanteras dormía cada noche y era a su lado donde se refugiaba después de cada función.

Al Triquiñuelas se le ensombreció aún más el gesto al ver el obsequio malintencionado del domador. De un tiempo a esta parte Lucas estaba cada vez más ingobernable, siempre a merced de los embates de la nicotina. Cuando dejaba de tomar su dosis, barritaba de una manera que partía el corazón. Hasta que su dueño se apiadaba e iba corriendo a aporrear la puerta del bar más cercano a buscarle una cajetilla con que saciar sus ansias.

El dueño del circo, el señor Raimundo, consideró el vicio del elefante de otra manera. Es decir, desde una perspectiva económica, como él siempre encaraba las cosas. Y decidió que allí podía haber ganancia.

-Triquiñuelas, tenemos que hablar –le espetó un día por sorpresa.

-¿Uh?

-Es hora de que Lucas renueve su número, que ya se está quedando caduco.

Juan tembló por dentro. Desde que empezó a fumar, su elefante había perdido parte de su empuje. Bastante era haberle mantenido actuando noche tras noche de manera aparentemente normal, como para exigirle ahora que aprendiese trucos nuevos.

-Pero señor… -empezó.

El empresario se apresuró a calmarle.

-Si no se trata de nada anormal, hombre. Sólo con que fume en escena, el público se quedará alucinado. ¿Dónde se ha visto tal cosa en un circo? Será un bombazo.

El Triquiñuelas también alucinó con la idea, pero se recuperó pronto. Era un hombre inteligente, y de pronto había visto la salida al final del túnel.

-Mire que fumar está mal visto de un tiempo a esta parte. Los padres no querrán traer a sus hijos a un circo donde un elefante se dedica a este vicio.

Pero también el señor Raimundo era zorro viejo y ya había considerado la opción.

-En la publicidad pondremos que el elefante sólo toma hierbas medicinales por la boca y las convierte en humo. La tetera viviente o algo así. Anímate, hombre, multiplicarás tu comisión con esta idea, ya lo verás –agregó al ver la cara atormentada de Juan.

Y la idea fue el gran éxito que esperaba don Raimundo. El público acudió a raudales. ¿Qué digo a raudales? A mares, a océanos enteros. De un circo de provincias el espectáculo pasó a figurar en las giras de primera categoría del mundo entero. Y cuanto más triunfaba Lucas y con él, Juan el Triquiñuelas, más se le corroía el corazón a un integrante de la plantilla.

Era al domador Rodríguez, que había perdido su popularidad desde que la ganara Lucas. Sus tigres ya no impresionaban a nadie, ni sus leones. Niños y grandes sólo esperaban el momento en que apareciera el elefante fumador, y desde las gradas le apremiaban (¡a él, el gran Rodríguez!) a que terminara cuanto antes, para dar paso al número estelar. Resultaba absoluta, injustamente humillante.

Y entonces decidió dar el gran golpe. Una noche se deslizó con tiento hacia la carpa donde dormía Lucas. Entre sus enormes patas delanteras, el cenicero rosa acariciado con mimo y a medio llenar. Rodríguez se adelantó gateando. Metro a metro para que no se despertara la mole y le aplastara con su peso, al ver que intentaba robarle su más preciado tesoro. El elefante resopló en sueños cuando ya estaba muy cerca. A Rodríguez le dio un vuelco impresionante el corazón. Permaneció completamente quieto otros dos o tres minutos, recuperándose del susto. Y luego completó la hazaña. Puso sus manos en un borde del cenicero y lo arrastró, muy poco a poco, suavemente, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Lucas siguió durmiendo profundamente, embotado por los componentes tóxicos de los muchos cigarrillos que había consumido durante el día.

Una vez arrancado el cenicero del elefante, al domador le tocó dar marcha atrás con la misma cautela con la que se había acercado al paquidermo. Le costó muchísimo no levantarse y salir corriendo, pero la cadena de Lucas le permitía avanzar unos doce metros y Rodríguez no quería poner a prueba los reflejos del elefante. Estaba convencido de que lo mataría en el sitio si se daba cuenta de lo que había hecho.

Una vez al aire libre, fuera de la carpa y con el cenicero en su poder, el domador se apresuró a acercarse a una charca cercana. Allí hundió la más preciada posesión del elefante, con saña y mala idea, y su malvado corazón se regocijó. Y entonces se oyó un gran estruendo: el elefante se había despertado, y al darse cuenta del robo, tiró y tiró de la cadena que le mantenía sujeto. Su furia y su desesperación eran inmensas, su corazón se rompía en pedazos, el mundo se había vuelto un lugar negro y horrible desde que le faltara su cenicero. Y en esa rabia infinita arrancó al fin la cadena. Galopó fuera de la carpa, decidido a destruir, a matar, a destrozar, y sobre todo a encontrar su cenicero. Al aparecer completamente descontrolado, visible en el medio de las luces del campo circense, dio un susto de muerte al domador, que ya regresaba a su caravana. Lucas no lo reconoció, no hubiera reconocido ni a su propia madre en aquel momento de paroxismo que vivía. Cargó contra él. Quería cobrarse en sangre su dolor, que se le antojaba gigantesco. Lo embistió una y otra vez, y siguió cuando Rodríguez ya estaba en el suelo y gritaba como un condenado. El domador notó cómo los colmillos lo ensartaban y el dolor hacía que le nublase el juicio. La muerte estaba cerca, y rogó porque la agonía no fuese larga.

Por sorpresa entonces una pequeña llama iluminó la macabra escena. Era un mechero, que sostenía tembloroso el Triquiñuelas a poca distancia de la trompa de Lucas. Con la otra mano, su dueño le ofrecía un cigarrillo. ¡Un cigarrillo! Al elefante se le iluminaron los ojos de deseo, mientras Juan susurraba:

-¿Fuego?




Autor: María Rosario López

sábado, 13 de noviembre de 2010

UN AMULETO DE LA BUENA SUERTE (Maria Maymó)

Y dale, otra vez. Ni adrede. Raúl la tiene harta. Raúl y su manía de apagar las colillas en la cabeza del elefante. ¡Hay que ver!, con una colección tan variopinta de ceniceros distribuida por todo el salón, tantas posibilidades donde elegir y no hay día en que el amigo de su hermano con quien comparten piso, no tenga otra intención que ensañarse con la figurita del elefante del cenicero de mármol blanco.

- Si vuelve a aplastar uno solo de sus pitillos sobre el elefante, no me callo.

- Si quitaras de en medio tu querido elefante, no tendrías de qué preocuparte.

- ¿Por qué demonios tengo yo que quitar mi elefante del salón cada vez que él aparece? ¿por qué no puede apagar las colillas como todo el mundo?

- Apaga las colillas en un cenicero.

- Apaga las colillas en un amuleto de la buena suerte.

- Será un amuleto de la buena suerte, pero sigue siendo un cenicero.

- Da igual, o se lo dices tú o se lo digo yo, pero no pienso permitir esa falta de respeto por mis cosas.

- No vas a llamarle la atención por una tontería, la próxima vez quitas el elefante y nos ahorramos un problema.

Álvaro se pierde y Laura terca como una mula, se mantiene en sus trece de no quitar del salón su elefante de la buena suerte.

Raúl ajeno a la conversación aparece de nuevo con un cigarrillo en la mano y Laura atenta, le acerca un cenicero.

- ¿Qué mosca te ha picado hoy, tan servicial? De todas formas gracias, pero prefiero el del elefante.

- El del elefante no puede ser.

- ¿Ah no?

- No. El del elefante es un amuleto de la buena suerte.

- ¿Un amuleto de la buena suerte? ¿Quién lo dice?

- Todos los elefantes con la trompa doblada hacia arriba traen buena suerte y si encima son blancos cómo éste, mejor.

- Primera noticia.

- Es una tradición hindú.

Raúl agarra el cenicero y examina al elefante. Laura se lo quita de las manos y lo coloca en la mesilla del salón.

- Además, no debes andar toqueteándolo. Para proporcionarte fortuna debe estar en un lugar visible y de espaldas a la puerta de entrada.

- No me hagas reír. Tú, toda una científica creyendo en supersticiones. Todo eso son bobadas. Además un elefante pegado a un cenicero es de cajón que muy buena fortuna no va a proporcionarte, sobre todo si se refiere al tema de la salud. ¿No te parece?

Y Raúl con cinismo aplasta el cigarro contra la cabeza del elefante. A Laura se le agota la paciencia y lo obsequia con un empujón.

- ¿Tú eres sordo o bobo?

- A mí no me empujes. ¿Pero que te has creído niñata?

Y la agarra de las muñecas.

- ¡Suéltame!

- Te soltaré cuando me dé la gana. Si piensa s que vas a darme órdenes andas lista.

El sofoco y la impotencia hacen mella en el rostro de Laura.

- ¡Suéltame que me haces daño!

- ¡Cállate y atiéndeme primero! Si crees que voy a consentirte por ser una chica, está claro que no me conoces. Y ya puedes ir guardándote tus supercherías, porque a mí me importan un comino tus tonterías y que sepas que pienso apagar mis cigarros donde me dé la real gana. ¿Lo entendiste bien?

Raúl amenazante, le retiene las muñecas alzadas ante su cara unos segundos más…, las suelta, se aleja y justo cuando llega a la puerta se da la vuelta con un dedo levantado.

- Y que sepas…

Algo pesado y contundente se estrella contra su rostro y lo noquea.

- ¿Y que sepas qué pedazo de alcornoque? ¡Matón de medio pelo! ¿Trae o no trae buena suerte un elefante blanco de trompa levantada? ¿Hay mejor suerte que librarse de un energúmeno como tú?

Laura recoge del suelo el cenicero con el elefante. Lo examina, no tiene ningún desperfecto, solo lo afean unas gotas de sangre que se apresura a limpiar y acto seguido deposita de nuevo el elefante sagrado en la mesilla del salón.

viernes, 12 de noviembre de 2010

La memoria de los peces de colores

Paris. Un jueves a mediodía como tantos otros en un famoso restaurante del sexto distrito.

Este dia, hacía particularmente buen tiempo y la luz del sol atravesaba el gran ventanal que hacia frente a la calle para echarse sobre los radiantes rostros de los clientes habituales. La edad media rozaba los cincuenta años pero no eran por eso menos alegre: Se sonreía mucho, exhibiendo fieramente sus nuevos puentes y liftings. El vino espumoso estaba colocado en cada mesa. Las botellas de San pelligrini burbujeaban. Un murmullo de risas, palabras y de cubiertos pegando la porcelana de los platos acompañaba la coreografìa de los camareros que moviendose con mucha agilidad de una mesa a la otra cumplian verdaderas hazañas para ser tanto rapido como eficaz.
Eran tiempo de crisis pero esta gente era rica y feliz. No se les puede echar la culpa si se lo pasaban tan bien. Es muy difícil filosofar sobre las desgracias humanas cuando uno tiene el estómago lleno.
Sin embargo, en el medio de toda esta efervescencia, el Señor Rochas situado en el fondo del restaurante, no participaba de esta alegria. Era en effecto el unico de todo el establecimiento a ser incapaz de relajar sus mandibulàs.
Nada podía remediar a su pésimo estado de animo: Ni los infortunios que le contaba su mujer sobre el « cahier littéraire », un periódico competidor que no conseguía a hacer despegar sus ventas, ni el suminisitro de nuevos muebles por el recién piso que habian comprado Quai Voltaire. Nada.
El camarero que se adelantò hacia la mesa puso fin al pesado silencio que se habia inexorablemente apoderado de la pareja.
« Señor y Señora Rochas como están ustedes? estaràn muy felices, hoy tenemos de la dorada llegada esta misma mañana de Bretagne! »
« ¡Ah no! » se exclamó el Señor Rochas « ¡Hoy no quiero pescado! »
« ¿Pero que te pasa? ¡Te gusta tanto el pescado normalmente! »
« No sé, es que hoy me gustaria yo que sé.... ¡Carne! ¿qué tienen de llamativo hoy joven? »
« Hoy Tenemos Pollo de la valle d'Auge, lo recomiendo particularmente. Si no tenemos un excellente cordero de sisteron.»
« El coredero me parece muy bien. »
« ¿como lo quiere? »
« al punto. »
« ¿Y para usted Señora? »
« Yo voy a dejarme tentar por la Daurade. »
« No.No.No. » se interpuso nuevamente el Señor Rochas agarrando la mano de su mujer. « ¡ por dios hoy pescado no! ¡Prueba como yo el cordero, escúchame! »
« Pero es que... »
« ¡Por favor! »
« Vale. Vale. Camarero, ¡nos pone dos corderos al punto! »
« Muy bien. ¿Para Beber? »
« Una botella de Sauvairgne. » contestó el Señor Rochas con la mirada ya muy lejana.
« ¿Estas bien cariño? »
No. La verdad es que el Señor Rochas no estaba bien. Para nada. Y eso duraba desde casí una semana. Era aún mas sorprendente pues que justamente estos dias se suponia que gozaba de un gran momento de su vida. Un recien artículo que habia publicado en el periodico del cual estaba cofundador, estaba haciendo mucho ruido y todo Paris estaba hablando de ésto. Hacía mucho tiempo que el Señor Rochas estaba considerado como un importante periodista del país y cada semana el público se deleitaba con su pluma ácìda y destructora, pero su último trabajo venia a consagrar todo lo que había hecho antes, permitiéndole así de entrar por fin en el pantéon de los grandes literatos. No es necesario precisar que el Señor Rochas no solo tenía amigos pero los pocos que estaban a su alrededor estaban muy felices por él. Su móvil no paraba de sonar. Su cuenta gmail era llena de mensajes de felicitaciones..
¿En que consistía entonces este artículo que acaparaba la atención de toda una ciudad? Nada muy diferente de lo habitual en realidad: El Señor Rochas había solamente hecho lo que sabia hacer mejor, es decir pulverizar el trabajo de los demás con estilo. Esta vez, habia elegido como víctima a un joven escritor del nombre de Jean Luc Fexa y su novela « la memoria de los peces de colores ». El articulo era claramente una joya literaria. Sin embargo, mas allá del habitual labor de destrucción, eran esta vez las desgarradoras confidencias sobre su trabajo de critico, lo que habian particularmente emocionado el público.
Trozos ecogidos:
« Personajes sin sabor, la historia triste pero muy banal de un joven de un barrio pobre probando a empezar otra vez su vida (...) si el objetivo del libro es explicarnos que la vida es triste el autor habria podido ahorarse el esfuerzo de haberlo hecho en 300 paginas. »
« Un trabajo inútil (...) no solo porque nos saca a colación la filosofia ya mas que establecida desde Nietzsche y Cioran sobre la importancia de superar el pasado sino también porque lo que afirma es scientificamente erròneo: parece muy tentador de considerar en efecto que los peces de colores disponen de una memoria de solamente tres segundos. Imaginandolos pegar la pared de sus bocales para en seguida olvidarselo y creer todavia que viven en un inmenso oceano. Sin embargo, recientes estudios llevados a cabo por las universidades de Plymouth y de Belfast desmuestran lo contrario. Este tipo de pez puede acordarse del dolor durante veinticuatro horas y se le puede entrenar a recordar también acontecimientos hasta tres meses en un aquarium a donde recibe descargas eléctricas. »
« Si sería sin duda alguna muy agradable por el pez de color de disponer de dicho poder, tengo que admitir que yo tambien después de la lectura de este churro me gustaria tener esta capacidad. »
« Al final, la única virtud que estaría dispuesto a dar a todas estas páginas envenenadas, es que me ha hecho reflexionar sobre mi trabajo de critico literario: La metáfora del pez ha en effecto llamado de manera considerable mi atención. Es lamentablemente mi destino de ser pescador porque no tengo las calidades necesarias para volverme pez. Es un hecho que no puedo ocultar y si un día tuviese la elecciòn, no hay duda que favorecería la primera posibilidad. Por esta rázon, se critica mucho mi trabajo, se dice que porque nosotros los críticos literarios no podemos producir arte, revertimos nuestra frustración sobre las obras de los demás. Se dice también que no deberíamos estar autorizados a comentar algo que no podemos alcanzar. Todo esto es verdad. Pero no es sólo eso. ¿Algien se ha ya preguntado hasta que punto podemos sufrir y sentirnos sólos frente a la imensidad del mar? ¿Ser consciente de sus infinitos recursos, imaginar todas clases de criaturas acquáticas, de todos sus colores, con múltiples formas y tamaños para al final solo pescar miserables peces de colores? Trabajo hace casi veinte años y he hecho por lo menos la crítica de tres mil obras, de todo esto sólo retengo veinte que se merezcan esta calificación. No cabe precisar que parami la pesca no ha sido buena o por lo menos no buena como me la esperaba. Sin embargo, es la suerte pero también el drama de mi trabajo de ser incapaz de sondear el mar infinito. De esta manera todo puede ocurir todavía, un formidable pez podría un día picar a mi anzuelo y el milagro finalmente cumplirse, dando todo el sentido que considero necesario a mi existencia. Pero del mismo modo podría esperar toda mi vida en vano. Me consuelo como puedo diciéndome que por lo menos hoy habrá un pez de color de menos en el agua. »
Desde el momento de su publicación, el articulo fue un gran éxito y muy rápidamente, se agotaron las existencias de la edicion semanal de la « revue des deux mondes ». Después de haber pedido una nueva entrega, Plenell, socio del Señor Rochas, con quien mantenía habitualmente relaciones conflictivas, le invitó a su despacho para felicitarlo. Habrió una nueva botella de Moet y le aconsejó que cogiera unos días para descansar. El Señor Rochas tenía mucho trabajo pero aceptó. Se las merecia estas vacaciones. Justamente, esta misma noche se estrenaba en el opera national de France su obra preferida, « La Bohème » de Puccini. Se dijo que era la ocasion de disfrutar de un poco de tiempo libre. Realizó unas llamadas para conseguir un buen sitio y invitó su mujer a celebrar allí su triunfo.
Durante la representacion, la emoción que normalmente le hacía tener un nudo en la garganta y a veces le hacia llorar se transfomó en algo mucho mas trascendental. Es que se sentía fuerte y valoroso, teniendo la sensacion del deber cumplido. No compartiba como tantas otras veces las desdichas de los personajes de este opera porque se encontraba encima de ellos y de tan alto no habia sitio por el pathos.
Cuando salieron, la pareja cogío un taxi y mientràs el coche subia el quai Voltaire, pasando delante de las Tuileries, el Señor Rochas no pudo evitar de pensar que a lo mejor por la primera vez en su vida era feliz. Pidió entonces al taxi de continuar su camino cruzando la Assemblea Nacional y la plaza de la Concorde y que volvíera del otro lado de las Tuileries hasta su residencia.
En el ascensor, el ardor de los besos de la Señora Rochas le confirmó en la idea de que esta noche su suerte se iba a prolungar. Entraron. El se apresuró a ir al baño para cepillarse las dientes y agarar su Viagra. Cuando salió, sintió sin embargo decepcion al veer que su mujer se habia dormido en la cama. Estaba allí acostada, el vientre sobre el colchón, la manta cubriéndole todo el cuerpo y la cara. Se lanzó entonces sobre ella y poniendose encima, empezó a cubrirle la espalda de besos, esperando así reanimar el fuego inicial. Uno a uno, estaba lentamente subiendo, pero despues de esos multiples segnos de afeccion, cuando finalmente llego a la cabeza de su querida y tiró la cobertura para tambien depositar aqui un beso, ¡oh Dios mio! en lugar de su mujer encontró un gigante palangre de al menos dos metros! El Señor Rochas saltó con estupefacción. Su mujer entró al mismo tiempo en la habitacion y se puso a gridar de espanto a la vista de este monstruo maritimo. En un instante se desmayo, cayendo al suelo.
Una vez que se reanimó, El Señor Rochas la llevó al hotel de las Tuileries. Obviamente, no podia pasar la noche en casa. La dejó entonces diciendole que iba a solucionar todo esto y volvió luego en su piso, pero esta vez lentamente, subiendo por la escalera, esperando en segreto que todo esto fuera solamente una pesadilla y que entrando en su casa este maldito pez hubiera desaparecido. Desgraciadamente, no era el caso. El palangre lo esperaba todavía en su cama, la boca abierta con sus numerosas dientes aguzadas y brillantes. ¡Sus ojos parecían tan vivos! uno habría dicho que estaba partiendo de risa. A menos que queria revelarle un segreto que la muerte había impedido que cumpliera.
Después de haberlo bien mirado, el Señor Rochas lo levantó con dificultad. ¡Estaba tan pesado y su piel era tan viscosa! Lo echó sobre la mesa de la cocina y en seguida se limpió las manos con asco. Que hacer de ésto ahora? Se abrió una nueva botella de vino y empezó a reflexionar. ¿Llamar a la policia? y que iba a decir la gente de todo esto? Seguro, le hubieran tomado por el pelo durante días y días, hubiera sido la risotada de todo Paris. No, mejor mantener segreto todo esto. Pero poner este pez en la basura iba a ser también muy complicado. Se decidió por fin a tirarlo en la Sena, al final era la mejor solucion y la más poetica, o mejor dicho la mas absurda. Acabó de un trago su vaso de vino y sollevando otra vez con horror este pez, salió del piso. Cruzando la calle encontró un coche de policia.
« ¿Señor que esta haciendo? »
« Es un regalo de un amigo. Lo...lo llevo a casa. »
« ¿Tiene licencia por esto? »
«¿ Necesito una? no lo sabia... »
« En Paris si Señor... Bueno lo vamos a dejar que se vaya tranquillo esta vez, pero no se olvide que le estamos vigilando de cerca. »
« Gracias. Buenas noches. »
El Señor Rochas esperó un momentito y bajó hasta la muelle. Entonces, tiró el pez en el rio que hundiéndose de manera muy teatral boca arriba se llevó sus segretos en el fondo de la Seina. Para siempre. El se quedo un ratito allí, sin pensar en nada, mojandose los pies en el río.
« ¡Oye cariño! ¿estas aquí ? »
« ¿Como? ¿como? »
« ¿Que haces? hace casi diez minutos que no dices nada y no tocas tampoco a tu plato. Es muy embarazoso, ¡la gente nos mira! »
« ¡Aie lo siento, es que no me encuentro bien! »
« ¿Todavia con esta historia he? ¡vete a ver un psicologo por dios! »
« Te voy a dejar, necesito descansar en casa. »
El Señor Rochas se levantó y se dirigió rapidamente hasta la salida. Tenía prisa, sobre todo queria evitar a cualquier persona que lo conocia. Pero no ha tenido esta suerte. Es que delante de la puerta, estaba un colega del « cahier littéraire » y una vez que sus miradas se encontraron era muy complicado pretender que no lo habia visto.
« ¡Rochas! »
« ¡Soulier! »
« Otra vez, ¡felicidades por su articulo! De verdad un ejemplo de elegancia. Pero no se preocupe, un dia seguro que llega el pez de sus sueños. »