domingo, 31 de mayo de 2009

ENCIENDE LA LUZ

ENCIENDE LA LUZ

La mañana que leí la noticia no puede contener las lágrimas. Se comentaba la Inauguración en un prestigioso Centro de Arte de Madrid de la asombrosa exposición de esculturas narrativas realizadas por una joven artista llamada Alba. Entonces recordé la primera vez que la vi en el festival infantil de navidad del colegio, cantando un villancico y con las secuelas de la varicela todavía en su cara. En aquel momento nadie sospechaba que nunca olvidarían ese día. Durante los años siguientes como Directora del colegio donde estudiaba Alba, me tocó compartir la desolación de sus padres en un primer momento y facilitar un apoyo a la niña, con los medios a mi alcance, para que su desarrollo curricular estuviera al nivel de sus compañeros. Según me contaron, todo comenzó aquel día en el que recorrían el pasillo de su casa a oscuras.
Enciende la luz que no te oigo –le dijo Alba a su madre, girándose para mirarla a los labios, mientras esperaba a que se iluminara. Y sus vidas cambiaron para siempre.
El nervio auditivo resultó dañado durante la enfermedad infecciosa de meses atrás, provocando una gran pérdida de audición . La niña, muy activa, escrutaba todo lo que sucedía a su alrededor y solventó la hipoacusia con la lectura labial, subsistiendo durante meses sin que nadie percibiera que casi no oía.
El primer día con los audífonos la niña fue el centro de atención del colegio, todos querían ver “ los aparatos con los que oía la sorda “, le faltaba un mes para cumplir cuatro años y sólo percibía que el resto de los niños eran diferentes a ella.
- Mamá, ¿cuando lo voy a oír todo para poder quitarme los aparatitos.?-preguntaba Alba inocentemente a medida que crecía y se convertían en un obstáculo para cosas tan cotidianas como hablar por teléfono con sus amigas o ir al cine. Creía que los sonidos se coleccionarian en sus audifonos hasta completarse y ya no los necesitaría más. En ese momento un nudo agrio en la garganta impedía contestar a su madre y se le estrangulaban las entrañas.
- Ya veremos -le decía con desazón, y le explicaba la importancia de llevar los audífonos para poder oír todo bien. Le quedaban muchas cosas por escuchar en la vida.
Ante la amenaza de la sordera profunda, se propuso que Alba conociera la mayoría de los sonidos hermosos del universo: las olas del mar al romper en la orilla, el viento al pasar entre las ramas de los árboles, los acordes de una guitarra, las risas de los niños, el llanto del bebe, el canto del gallo al amanecer, los maullidos del gato en celo, el cri cri del grillo en la noche, el trueno de la tormenta, el agua al golpear la roca, el zapateado de un tacón flamenco... Tantos y tantos sonidos que su hija desconocería si se cumplían los inciertos presagios. Alimentaba la esperanza de que se produjera el avance científico que la rescatara del abismo, viviendo todos los días entre la incertidumbre y la confianza, temerosos de encontrar el silencio absoluto por sorpresa en cualquier esquina
Alba, hacía tiempo ya que sabía de lo afortunada que era de conservar los restos auditivos aunque necesitara de los audífonos y tomaba conciencia en la adolescencia de que su discapacidad importaba mucho a los chicos y ninguno se le acercaba a decirle palabras de amor entre susurros. En las largas noches de insomnio cuando los terribles pensamientos de perder la audición rondaban galopantes por su cabeza y una sensación de ahogo no la dejaba dormir, Alba se levantaba sigilosamente y se metía en la cama de su madre para llorar en silencio entre sus brazos.
Recuerdo una conversación con la madre superada ya la etapa escolar, en la que se lamentaba de su incomprensible reacción desde la desesperación: la felicidad de los demás la martirizaba. Ella se encerró en su caparazón y se fue hundiendo poco a poco en una oscuridad profunda, en algún momento tocaría fondo para volver a la superficie y aceptar el problema que la mantenía ciega de amargura. No conseguía encender la luz que guiara a su hija. Con los años Alba encontró una luminaria en su interior y se dejó guiar por el corazón, aprendió a descifrar en las expresiones lo que no oía, logró completar las frases con sus sentidos agudizados, resolvió cada momento de su vida moldeándose con la fuerza del cariño, al amor no correspondido lo hundió en el barro dejándolo sin forma y ante la crueldad respondió a golpe de cincel.
Apoyándose en sus figuras como medio plástico, Alba creó un mundo particular a través del que contaba sus historias tal y como ella las había percibido desde su silencio durante más de cuatro lustros. Personajes llenos de magia y vitalidad que parecían querer relatarnos con la mirada y la expresión del rostro la difícil e incesante lucha, las miserias y las esperanzas del hombre, entendiendo su manifiesto sin necesidad de pronunciar palabra alguna, consiguiendo finalmente el gratificante placer del que goza con todos los sentidos.
La crítica cultural se descubría ante la evidente capacidad de la artista para reproducir en sus obras los gestos escrutados día a día en el rostro de su interlocutor, y resaltando la conmoción de todos los asistentes al confesar Alba en su breve alocución inaugural, que el secreto de sus obras no estaba en sus manos con las que daba forma a esas maravillosas expresiones sino en su corazón en el que guardaba, como preciado tesoro, los sonidos más maravillosos de la creación conservados con esmero desde su infancia.
Entonces lloré emocionada por aquella niña indefensa y desconcertada a la que señalaban el resto de niños en el patio del colegio y que coleccionaba sonidos, convertida ahora en la mujer valiente que mostraba el resultado de su silenciosa lucha, de sus amores frustrados, de su ilusión latente, de su orgullo conquistado y de la superación personal alcanzada, exponiéndose sola y deslumbrante ante el mundo. La eterna candela de la victoria iluminaría siempre su vida. Ya no era necesario encender la luz.

Marien

sábado, 30 de mayo de 2009

AGUILA CAIDA

-Y si nos quedáramos así para toda la vida, Nosotros, Todos,
Sería horrible, un mundo todo de ciegos, No quiero ni imaginarlo.-
Ensayo sobre la ceguera, José Saramago.

Lo último que escucho es un fuerte estallido de aplausos.
Después nadie lo ve, yo no lo escucho, sólo lo siento.
Una ráfaga de plomo, violenta y furiosa, choca contra mi sien izquierda.
Entra en mi cabeza. Destroza mi cerebro. No mis ideas. Tampoco mis ideales:
estos son a prueba de balas. Instantáneamente sale por el lado derecho.
Una cantidad obscena de materia gris y sangre salpican y chorrean mi ropa, el piso, mi suelo: mi tierra.
Mi esposa grita aterrada, mi pequeña bañada en lágrimas no entiende nada, mis amigos palidecen. La gente corre despavorida.
Caigo, no de rodillas; jamás de rodillas, sino de bruces sobre el suelo; mi suelo: mi tierra.
Mi esposa me toma en su regazo. Llora histérica. Dice algo que yo ya no escucho. Mi pequeña sigue sin entender, no cesa de llorar. Mis amigos, todos, me rodean.
Yo les digo que mi sangre no ha sido derramada en vano.
Yo les digo que hará germinar en este suelo, en esta tierra, la fecunda semilla de la justicia, la verdad y la inconformidad.
Yo les digo que han acabado con mi vida, no con mis ideas; tampoco con mis ideales: estos son a prueba de balas.
Incorruptibles.
Inmortales.
* * *
Así es como muere uno más.
Uno de tantos y tantos héroes a lo largo de la historia. Unos descuartizados, otros decapitados, algunos más; fusilados. Otros traicionados. Así, o más o menos así.
Pero los tiempos han cambiado, o mejor dicho, los tiempos siguen como estaban. Los que cambiamos fuimos nosotros, todos.
Hoy en día no hay regadero de sangre,
porque no hay semilla que regar.
Hoy en día todo es más fácil. Aunque lo fácil no siempre sea lo correcto.
Como en cualquier sociedad civilizada, basta actuar conforme a la ley para evitarse problemas con la autoridad.
Sólo basta apegarse a la ley.
No hay cosa más simple.
En nuestros días, siendo la corrupción la única ley existente, imperante y por demás vigente:
¡hay que apegarse a la ley!
Así que los idealistas siempre sí tienen un precio.
Y las ideas y los ideales, resulta, que siempre no son a prueba de balas.

Héroes, ¿se equivocaron?...

Laynet Miguel Palafox Gelover.
28/mayo/2009
México, DF

EL ACCIDENTE

El día del accidente, Jerónimo Villalba abrió los ojos media hora antes de que sonara el despertador. No era extraño en él despertarse antes de haber descansado lo suficiente. Como cada mañana, permaneció en silencio observando la lámpara de cristal colgando del techo. La había escogido Silvia, su mujer, especialmente para el dormitorio hacía ya más de diez años. Jerónimo contemplaba todas y cada una de las piedras de cristal moviéndose ligeramente sin vida. Le parecía siempre que estaba a punto de caérsele encima.
Sus ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad de la habitación. Sin luz, todos los recuerdos resultaban tétricos: los cuadros de la pared de rostros monstruosos; las muñecas de porcelana de Silvia con sus rasgos angulosos; el retrato de bodas en el que Silvia y Jerónimo parecían advertir que la plenitud de una sonrisa puede resultar una maldición irónica. Incluso las arrugas de las sábanas a los pies de la cama eran rostros deformados frunciendo sus rasgos con asco. Frente a él, todo eran caras observándole. Por eso, Jerónimo prefería mirar la lámpara del techo que tanto le había gustado hacía ya más de diez años. Aunque también tétrica, la lámpara se dejaba mirar en vez de juzgarle. Sin luz, tan bella y sin embargo, apagada, fría, sin vida. Tal cual su mujer, que dormía a su lado ajena a sus pensamientos.

El día en que su vida cambió, Jerónimo Villalba se levantó cinco minutos antes de que sonara el despertador. Se lavó la cara con violencia. Se afeitó con destreza aunque irritándose la piel. Dedicó unos segundos a contemplar la cicatriz de su frente. Se puso el traje de los martes y salió de casa sin decir adiós a Silvia, como acostumbraba últimamente. Un taxi esperaba en la puerta. Jerónimo odiaba el transporte público y no tenía carnet de conducir. Aparte de la dirección de su oficina, Jerónimo le dijo al taxista:
- Ponga la radio, por favor.
Y eso fue toda la conversación que hubo en el trayecto.
Siempre que iba en coche, Jerónimo recordaba el día en que conoció a Silvia. Un día cualquiera en el que cruzó la calle sin mirar y Silvia le atropelló con su utilitario blanco. Jerónimo se abrió la cabeza contra el suelo. La mala conciencia de Silvia, o quizá su ética estricta, la obligó a acompañar a Jerónimo al hospital y estar con él hasta que se recuperara. La compasión o quizá el destino hizo que se enamoraran.
Así la cicatriz de la frente de Jerónimo le hacía tener siempre presente a Silvia. Cuando se miraba al espejo. Cuando le dolía la cabeza. Incluso cuando Beatriz, su secretaria, lamía sus labios infieles pasando su mano por el pelo, cerca de la cicatriz. Se podría decir que aquella cicatriz pertenecía más a Silvia que al propio Jerónimo. Todo en la vida de Jerónimo parecía pertenecer a Silvia, todo lo que desde su cama observaba en la habitación; de alguna manera, su propia vida.
Silvia y Jerónimo no tenían hijos. Jerónimo nunca había querido, muy a pesar de Silvia. Era como si para él, ese “no” fuera lo único que de verdad le pertenecía. Ni siquiera su amante la sentía como suya.

El día que supuso una inflexión en su vida, Jerónimo entró a su despacho gris de muebles grises sin haber saludado a Beatriz, como de costumbre. Tenía preparado un montón de informes, trabajo acumulado del día anterior. Así como el sol recorrió el cielo de este a oeste, los informes de Jerónimo, como cada día, pasaron de la bandeja de entrada a la de salida a esa misma velocidad. Despacio pero al fin, concluyó la jornada.
- Jerónimo, tenemos que hablar- irrumpió Beatriz en el despacho. Cerró la puerta con sigilo. Se colocó la falda y se sentó sobre la mesa.
- Voy a dejar a Silvia. No hace falta que hablemos más- mintió Jerónimo.
- Estoy harta de tus mentiras. No he venido a hablar de eso. He venido a decirte que se acabó. Ya me has hecho bastante daño. Ahora he encontrado a otra persona. Alguien que me valora y me cuida. Un hombre divorciado que cumple sus promesas. Lo siento, Jerónimo. Pero ya me he cansado.

El taxi de vuelta tenía puesta una emisora de música clásica. Jerónimo subió las escaleras de casa arrastrando los pies; golpeando el maletín contra la barandilla. Abrió con desgana y dejó caer las llaves y lo demás encima de la mesa. Entró al dormitorio y se derrumbó sobre la cama.
- Jerónimo, tenemos que hablar- irrumpió Silvia en la habitación. Jerónimo se sentó.
- ¿Qué pasa?
- Quítate los zapatos para estar en la cama.
- ¿Es eso lo que has venido a decirme?
- No te reconozco, Jerónimo. ¿Qué nos ha pasado? Esto no puede seguir así. ¿Qué va a pasar con nosotros?
En ese mismo instante, por una de esas casualidades que tanto celebran los románticos, la lámpara de cristal del techo se descolgó y cayó sobre la cabeza de Jerónimo golpeándole como la pregunta de Silvia; dejándolo inconsciente.

Minutos después del accidente, Jerónimo Villalba abría los ojos encontrando frente a él a Silvia explicándole lo sucedido. La imagen le resultaba familiar. Su mujer sentada a los pies de la cama cuidándole. Ella siempre había estado ahí. Le parecía tan hermosa de repente. Sin la lámpara, la habitación parecía mucho más luminosa. La bombilla desnuda, radiante, alumbraba sin artificio los cuadros de la pared. Y la sonrisa del retrato de bodas parecía sincera. Las muñecas de Silvia eran sólo un simpático adorno. Las sábanas, lisas, blancas y puras.
La única mirada que sentía entonces, tras el accidente doméstico, era la de Silvia, cálida y cercana, limpiándole la sangre de la nueva cicatriz. La misma mirada que cuando cuidó de él tras el viejo accidente de coche. Dos cicatrices. Dos nuevos comienzos.
- Tengamos un hijo, Silvia. Vamos a intentarlo.
Silvia sonrió.
- Parece que te has dado bastante fuerte- le dijo ella.
Lo que Jerónimo no sabía es que en aquel momento, Silvia ya estaba embarazada.
IVAN F. MULA

viernes, 29 de mayo de 2009

OLIVIER

Es mediodía en el pueblo de Coubardot y aún así la noche no se ha ido.
Espesas nubes marrones permanecen estáticas sobre el pueblo cuando los ecos de tormenta se hacen presentes. Los Coubardotianos ya están acostumbrados a caminar durante el día con faroles de aceite para iluminar sus pasos, pero les siguen asustando los sonidos que bajan de las nubes cada vez que comienza a llover tierra. En lugar de truenos, terremotos inmensos sacuden las arenosas nubes del cielo.

Comienza a llover. Diminutos terrones de arena caen en cascada, repiqueteando contra tejados y calvas de pueblerinos despistados.
-¡Mierda! Ya me estoy secando otra vez. –Exclama Marcel “el gruñón” corriendo a refugiarse bajo el toldo de la panadería.
Ésta es la desdicha del pueblo de Coubardot desde que decidieran ocultarse de la inminente guerra que los acechaba: nubes de tierra y apenas unos pocos rayos de luz durante el día.
El pueblo de Coubardot nunca había sido famoso por su festival de la patata, ni por sus amables parroquianos (que en realidad eran bastante ariscos), ni por sus bellos paisajes (que eran más bien feos). Y así querían seguir siendo, un pueblo eludido por la historia. Marcel “el esquivo” expuso un plan para evitar la guerra durante la reunión de emergencia.
“El enemigo no hace más que cavar zanjas y trincheras desde las que disparar…”
Todos los parroquianos se estremecieron. Algunos ante la amenaza de los disparos, pero la mayoría ante la agotadora perspectiva de cavar zanjas.
“…pues nosotros haremos lo contrario. ¡Levantaremos montañas tras las que ocultarnos!”
Los lugareños comenzaron a protestar pensando que igual sería mejor recibir un balazo en lugar de levantar enormes montañas de tierra alrededor del pueblo, pero como Marcel “el de las ideas estúpidas” además era Marcel “el alcalde” hubo que hacerle caso.
De este modo Coubardot quedó sepultado en las sombras a medida que toneladas de tierra eran removidas del suelo y titánicas bolsas de polvo ascendían hacia los cielos. Bolsas muy poco creyentes en la teoría de la gravedad y que en lugar de bajar como todo lo que sube, decidieron seguir subiendo y subiendo hasta alcanzar un lugar mullidito entre las nubes donde quedarse. Desde entonces del cielo sólo caía tierra y la lluvia no mojaba sino que secaba.

Es en este punto donde encontramos a Olivier. Vestido de marinero, caminando con la cabeza gacha bajo la lluvia de terroncitos de arena.
-¡Olivier! ¡Marinero de agua dulce! ¿No ves que te vas a secar todo? –Le grita Marcel “el que ya podía haberse callado” desde su refugio de la panadería.
-¡Madre dice que tengo que secarme y pensar en lo que he hecho!
Aunque Olivier no ve muy claro qué ha hecho de malo.
“Madre me pidió que vistiera a Padre” pensó para sus adentros, levantando la cabeza en dirección a una casucha destartalada. Bajo el diminuto porche el padre de Olivier mira al infinito sentado en su silla de ruedas y vestido de pirata. El traje le va perfecto, incluso el garfio, el parche y la pata de palo le van de maravilla. Si antes se vestía de piloto porque pilotaba un avión, ahora a su regreso de la guerra sin una pierna, una mano y un ojo, lo lógico era vestirlo de pirata. Y eso había hecho, así que el enfado de Madre debía ser por lo del azúcar.
En vista de que ahora su padre era un pirata, él había decidido ser su grumete, con uniforme y todo. Pero al verlo de marinero, los del pueblo se mofaban de él llamándole “marinero de agua dulce”. No entendía el porqué de las risas, pero supuso que le faltaba algo. Así que vació el último paquete de azúcar en los últimos litros de agua limpia que quedaban y se bañó en ella con su traje para ser un auténtico marinero de agua dulce.
Al verlo de esta guisa, su madre sólo atinó a decir “Bien, ahora no sólo moriremos de hambre sino de sed. Olivier, sécate y piensa en lo que has hecho”.
-¡Madre hace mucho que dice cosas que no entiendo!
-Ya lo sé pequeño. Esta hambruna y sequía nos pasa factura a todos. –Le contesta Marcel “el repentinamente anciano sin brillo en los ojos”.

Es cierto que últimamente pasan más hambre y sed que antes de la guerra. Todos se han vuelto más pálidos desde que el sol no sale a través de las nubes y de la tierra ya sólo brota mal humor y desdicha.
Olivier mira a su padre, antaño piloto con todos sus miembros, ahora pirata por derecho propio. Alza la cabeza hacia la tierra, la baja hacia la otra tierra y se le ocurre una idea.
Se dirige bajo la lluvia terrosa hacia la tienda de empeños de Monsieur Leclerc donde tiempo atrás habían vendido el aeroplano de Padre para comprar las últimas patatas del mercado.
-Necesito el aeroplano de Padre.
-Y yo volver a ver el sol. –Le contesta un cadavérico M. Leclerc- ¿Tienes un sol a mano, chaval?
Olivier pestañea un par de veces, se tantea los bolsillos.
-¿Dónde le puedo conseguir uno, M. Leclerc?
-¿Tú no tienes muchas luces, verdad? –Le suelta el viejo desganado.
Olivier vuelve a tantearse los bolsillos, pestañea un par de veces y sale corriendo a la lluvia pedregosa. Al poco rato vuelve y deposita ante él dos velas medio gastadas, una lámpara de aceite oxidada y una bombilla rota.
-¿Son suficientes a cambio del aeroplano de Padre? –Pregunta un Olivier reposado.
M. Leclerc deja que dos lágrimas hagan patinaje artístico sobre su cadavérico rostro y le tiende la llave del aeroplano sin decir palabra.

Los terroncitos arrecian pero Olivier avanza decidido empujando el aeroplano, tratando de recordar todas las lecciones que su Padre le había dado antes de irse a la guerra.
“El que surca los cielos, hijo mío, comprenderá mejor que nadie la belleza de la tierra que nos da de comer”.
Aeroplano y Olivier corren, empujan y por fin se elevan en dirección a las nubes arenosas.
“El que surca los cielos”. Eso le había dicho su padre. Olivier se eleva todo cuanto puede, alcanza el techo marrón de las nubes y tras unas cuantas vueltas consigue pasar por un leve resquicio entre dos montículos de tierra caliza.
El primer destello de sol al salir disparado hacia el cielo azul casi lo ciega. No puede evitar pensar en que ahora sí que es un grumete por completo. Su padre le había enseñado a volar pero Olivier había aprendido a navegar.
“El que surca los cielos”, se repite. Y eso hizo, comenzó a surcar los cielos, o mejor dicho, a hacer surcos en ellos.
El arado de acero que ha enganchado a la cola del aeroplano aguanta muy bien y con un vuelo rasante se está convirtiendo en el primer agricultor celeste de la historia.
Tras varias pasadas de arado, todas las nubes marrones que cubren Coubardot se convierten en gigantescos campos de cultivo llenos de surcos.

Meses después, la enfermería del pequeño pueblo de Coubardot se llenó repentinamente de vecinos llenos de moratones.
-¿Pero ya han perdido Uds. el poco juicio que les quedaba? ¿Ahora se dedican a tirarse piedras los unos a los otros? -les recrimina la enfermera Luciaan.
-No querida, es que ha comenzado a llover. -Marcel “el magullado” señala sonriente a través de la ventana.
Afuera, en la plaza del pueblo cientos de enormes y sabrosas patatas caen sobre Coubardot mientras sus habitantes salen corriendo a las calles con sacos, recogiéndolas y aguantando estoicamente los golpes en la cabeza.
Y arriba, muy arriba, un aeroplano pintado con una calavera y dos tibias, se eleva cargando con un enorme tonel mientras el marinero que lo tripula se pregunta qué pasará si rocía las patatas con un buen montón de aceite hirviendo.

MUTANTES

Me llamo Josué y no tengo boca. No es algún tipo de metáfora. Simplemente, nací sin ella. No tengo labios, ni lengua, ni dientes. Nada. Bajo la nariz, todo es piel y hueso. Es como tener otra frente. Tampoco tengo cuerdas vocales. No hablo. De manera que la voz que escuchas en tu mente en este momento en realidad no existe. No suelo contar todo este tipo de detalles cuando me describo. Soy algo más que un chico sin boca, según me han enseñado, pero es necesario que lo tengas claro para que entiendas cómo fueron las cosas entre Dámaris y yo.
En mi pueblo nadie me considera un bicho raro. Mi amigo Efrén solía decirme que todos somos criaturas del mismo Dios. Efrén había nacido con un tercer brazo en la cabeza. Le salía justo del cogote y crecía según Efrén se iba haciendo mayor. Recuerdo que en la época en que Dámaris llegó al instituto, ya casi se le veía el codo. No podía moverlo mucho, así que no le era demasiado útil en realidad, a diferencia de los brazos extra de otros jóvenes del pueblo. Sin embargo, a Efrén su tercer brazo le hacía sentir una conexión especial con Dios; como si fuera una antena que tenía línea directa con el cielo.
- No importa que seamos diferentes. Dios nos ama a todos por igual- me decía.
A mí me gustaba estar con Efrén porque no le molestaba el silencio. Pasábamos las tardes sentados en un tronco en la parte de atrás de la antigua central nuclear donde los demás chicos del instituto se reunían para jugar a fútbol. Les mirábamos jugar en silencio. Era muy divertido ver a Moisés, un chico de tercero que tenía manos en vez de pies, haciendo de portero. Era muy bueno parando penaltis.
A veces Efrén me hablaba del amor. Me decía que el verdadero amor es sufrimiento, pero que a la vez es algo bonito.
- Es el sentimiento más bello del mundo. Un calor interior que todo lo puede, todo lo cree, todo lo espera. Un día lo sentiremos, Josué- me contaba.
Yo le escribía en la libreta que usaba para comunicarme: “¿Cuándo?”.
- Cuando lo sientas, lo sabrás.
Yo me moría de ganas de sentirlo. Lo buscaba por todas partes. Pero en mi vida de entonces no encontraba nada parecido a lo que Efrén describía. Pero él, cada día me hablaba más del tema. Como una rutina. Como si tuviera el presentimiento de que algo iba a suceder. Fue entonces cuando conocimos a Dámaris.
Era un día lluvioso. Recuerdo que no salimos al patio a la hora del recreo. Nos quedamos todos aburridos en el comedor del instituto desayunando. Recuerdo bien el panorama. Tenía sentada delante a Benedicta terminándose su bocadillo de chorizo con las bocas de su mano. A su derecha, su novio Jesús que no paraba de sacarse mocos de la oreja. Efrén, a mi lado. No comía nada esa mañana. Mi sonda ya casi había succionado por completo la papilla de mi bolsa ileoanal. Recuerdo que miraba a Jesús y Benedicta besarse con sus bocas, entre bocados y bocados al chorizo, y me parecía lo más lejano al amor que pudiera imaginar.
Entonces apareció Dámaris, precedida por un relámpago que pareció anunciar su entrada. Estaba empapada. Tenía todo el pelo mojado tapándole la cara. Todos nos la quedamos mirando. Era muy raro ver nuevos alumnos en nuestro instituto. Sentí mi corazón palpitar muy fuerte. Era la chica más hermosa que había visto nunca. Detrás de ella, la acompañaba la chismosa Jezabel con sus cuatro ojos en la frente y sus oídos en los codos. Todo lo que ocurría en el instituto pasaba de inmediato por los ojos y los oídos de Jezabel.
- Y esto es el comedor. En este momento, un montón de chicos desagradables no paran de mirarnos. Mejor nos vamos, Dámaris.
Cuando Jezabel la cogió por el brazo y la guió otra vez hacia la puerta, me percaté. Dámaris no tenía ojos. Se apartó el pelo mojado de la cara. Su rostro era pálido. Una nariz pequeña y una diminuta boca. Eso era todo. ¡Pero qué hermosa! Mi corazón siguió palpitando intensamente incluso después de que se fueran.
Desde el momento en que la vi, quise que Dámaris supiera que yo existía. Pero no sabía cómo hacerlo. Yo no podía hablar y ella no podía verme.
- Es una prueba –decía Efrén-. Tienes que tratar de encontrar la manera. Siempre te has comunicado a través de tu libreta. Pero ya no te sirve. Tienes que aprender nuevas formas de expresarte. Aprende a comunicarte sin palabras.
“¿Cómo?”, escribí.
¿Cómo? Parecía imposible. Durante semanas observaba impotente a Dámaris relacionarse con todo el mundo. Moisés, con sus cuatro manos, no paraba de rondarla y tocarla, e invitarla a verle jugar a fútbol. Por primera vez en mi vida envidié las bocas. Deseaba con todas mis fuerzas acercarme y decirle “hola”.
- Olvídate de ella. Lo vuestro es imposible- opinaba Benedicta.
- Esa chica nueva no tiene nada de especial. Mejor búscate algo a tu medida- añadía Jesús, como descanso entre sus babosos morreos.
Solamente hablar de ella me aceleraba el corazón. Era fantástico.
Una mañana me armé de valor. La vi de lejos en el pasillo. Estaba con Jezabel, como siempre. Me acerqué directamente. Sin pensarlo. Sin ningún plan concreto. Y me quedé parado delante de ella. Sin hacer nada. Bastante cerca.
- Hola- dijo Jezabel con cara de asco. Algunos de sus ojos pestañeaban raro. Dámaris tenía una actitud bastante neutra. A los pocos segundos, me sentí ridículo. No tenía ni idea de lo que hacer. Decidí marcharme tras hacer un gesto con la cabeza.
- ¿Quién era?- la escuché preguntar. El corazón estaba a punto de salirse de mi pecho. No sería el primer caso en el pueblo.
- Josué. Un chico sin boca de la clase de al lado. Es un poco tonto.
Aunque había conseguido que Dámaris supiera mi nombre, me sentía un fracasado. La había tenido tan cerca y no se me había ocurrido nada que hacer. Me quería morir.
“No puedo”, le escribí a Efrén.
- No te rindas, Josué. Estás más cerca de lo que crees. Confía en lo que sientes. Házselo sentir. Háblale con el corazón.
En esos momentos, yo era un mar de dudas e inseguridades. Quizá no era yo lo que Dámaris necesitaba. Quizá era realmente imposible. Pero a la vez sentía que no podía rendirme. Lo que mi corazón me decía es que nunca había latido con tanta fuerza por nada, ni por nadie.
- ¿Vendrás a ver el partido de fútbol esta tarde?- me preguntó Benedicta-. Estará todo el mundo.
¿Sería esa mi oportunidad?
Me acerqué bastante tarde, con el partido ya comenzado. Estaba muy nervioso. Y, efectivamente, allí estaban todos. Moisés se pavoneaba con piruetas en su portería. ¿No se daba cuenta de que Dámaris no podía verlo? Pero allí estaba Jezabel encargándose de narrarle con todo detalle las monerías de Moisés. Era el típico caso de la amiga a la que le gusta más el pretendiente que a la propia interesada.
Pero de pronto, surgió la oportunidad. Dámaris se quedó sola un momento porque la chismosa Jezabel se había ido a contrastar un nuevo cotilleo con sus fuentes de información. Siempre aprovechaba las reuniones con mucha gente para eso. Sin dudarlo, sin pensarlo, otra vez, me acerqué y me senté a su lado. Durante unos segundos no pasó nada. Entonces ella dijo:
- Hola, Josué. He reconocido tu olor. Es un olor muy especial. Me llamó mucho la atención cuando te conocí. No puedes hablar, ¿verdad? ¿Me dejas que te toque la cara? Es algo que hacemos mucho las chicas como yo.
Dámaris pasó sus manos por mi cara. Todo mi cuerpo latía. Me temblaban las rodillas. Su piel era suave. Sus dedos se deslizaban por mi rostro como plumas sobre el mar.
- Eres un chico muy especial. Se nota. Y muy sensible, ¿verdad?
Era el momento que había esperado siempre. Antes de que Efrén me hablara del amor. Antes de conocer a Dámaris. Antes de saber lo que esperaba de la vida, mis sueños ya anhelaban un sentimiento como ése. Ese palpitar. Recordé todos y cada uno de los consejos de Efrén. Cogí suavemente las manos de Dámaris y las conduje hasta mi pecho. Hice que sintiera los latidos de mi corazón. Rotundos, llenos de significados. Acelerados. Profundos. Y Dámaris lo entendió. Cambió la expresión de su rostro. Sentí que me veía. Y le dije, no sé cómo, de alguna manera que soy incapaz de explicar, pero sé que entenderéis: “Eres la mujer de mi vida”.
Dámaris y yo nos fundimos en un abrazo. Mis manos en su espalda. Sus manos en mi cuello. Unimos nuestras mejillas. Fue intensamente más sincero que cualquier beso. Y hoy, todavía, después de tantos años juntos, siento que seguimos abrazos. Tenía razón Efrén. Era amor y lo supe desde el principio.

Iván F. Mula

Premoniciones

Premoniciones
Esta noche le iban a robar, o al menos eso es lo que pensó Laura mucho antes de quedar con Marta para ir a tomar unos mojitos en la rambla del Raval.
―Que sí Marta, tu no me crees —insistía Laura eufórica después del primer mojito— pero tengo la certeza de que esta noche me roban.
―Se te va la olla ―afirmaba su amiga―, ni que lo hubieras soñado, y aun así...
―Calla, calla Marta; ahora que sacas lo del sueño me he dado cuenta de que sí, lo he soñado.
―Ostras Laura, qué pasada, ¿te das cuenta?
―¿De qué? ¿Te mola que me roben?
―No. Del ladrón, si lo has soñado ya sabes como es, ¿está bueno?
―Joder Marta, tu siempre pensando en tíos, hasta cuando te hablo de un tragedia. Los sueños no son como piensas, son como símbolos, metáforas de la vida, yo que sé si esta bueno.
―Mira Laura, no lo estropees ahora que empiezo a tener interés con el robo y hasta he empezado a creérmelo. Si lo has soñado es porque será un robo que tendrá que ver con tu destino, ¿o te piensas que no sé nada de sueños?
―Si, por eso estoy un poco asustada, porque yo también me he dado cuenta de que no será un robo cualquiera. Me temo que tendrá que ver con mi destino y me da miedo.
— ¡Qué envidia! ¿Y dices que te da miedo? Es como una película de “Thelma & Loise”, mira que si te roba un Brad Pitt.
Estaba Marta aun soñando con el ladrón cuando interrumpió la conversación un tipo flaco y no muy agraciado.
―¿Una rosa? Muy bonitas, un euro. ―Las dos amigas miraron al paquistaní perplejas y luego se miraron entre ellas al tiempo que no pudieron aguantar una risa de complicidad.―Un euro y una gratis, muy bonitas ―continuaba el paquistaní acostumbrado con su discurso e impasible a las reacciones.
―Hacemos un pacto, ¿vale? ―Dijo Laura aun sonriente― Yo te compro una rosa y tu, tu., tu...
―Tu no le robas ―Concluyó Marta.
―Si. Una rosa un euro, cinco rosas cuatro euros. Yo no robar, yo vender rosas para chicas guapas, tu muy guapa.
―Dame una.
―Cinco rosas cuatro euros, yo regalo dos, dos regalo porque tu muy guapa.
―Una rosa y no me robas.
―Yo bueno, yo no robar. Toma seis rosas cuatro euros, solo para tu.
―No tengo cuatro euros. Una rosa y tu no robar o nada.
―Vale, vale. Toma una rosa pero yo no comer esta noche. Un euro ¿Tu amiga no querer rosas?
El bar se fue llenando. La música pasaba rápida como la noche, de reggae a rock de los setenta, hip hop y músicas étnicas. Se oía hablar animadamente bajo la tenue luz. No había horas, un reloj antiguo de pared marcaba el sin tiempo con su péndulo inamovible, los muebles rústicos abrían juego a las grietas de las paredes mientras las coloradas vestimentas de los clientes se entremezclaban con las rojas miradas de los mojitos. Laura y Marta acababan de pedir uno más.
―Chicas, tener cuidado con vuestras pertenencias. ―Advertía el camarero al tiempo que depositaba los mojitos en la mesa― Acaban de entrar dos tipos en el bar que son carteristas. ―Concluyó bajando su tono de voz y poco antes de continuar mesa por mesa a advertirlo al resto de los clientes.
Laura empezó a mirar alrededor, primero con la satisfacción que le confería ya saberlo, tras pocos segundos con pánico de saberse víctima de un robo que le iba a cambiar la vida.
―¡Joder tía! No sé qué decir ―fue lo único que pudo decir Marta después de un corto momento de silencio que se hizo largo.
Tras unos apurados sorbos más de mojito ambas empezaron a hablar, a mostrar su desconfianza.
―Ten cuidado con estos de la mesa de al lado Laura ―le susurraba su amiga―, creo que son ellos, ¿no has visto como miraban nuestros bolsos?
―No sé Marta, yo también me he fijado y no me gustan mucho, pero luego, no sé, ¿tú crees? Luego me he fijado en los tipos de la barra y esos de allí detrás de ti y, qué más da. Haga lo que haga me van a robar esta noche, lo soñé, ¿no te acuerdas?
Marta se quedó un instante pensativa. Hubo silencio. Luego una risa estridente, casi histérica como el que descubre que no pasa nada y se lo toma a burla. Laura la miraba y se calcaban los rostros. El mojito hacía su efecto, la noche continuaba y Marta decidió que era más alegre encontrar a un ladrón guaperas.
―Claro que me acuerdo de que lo has soñado, quien no se acuerda eres tu. Vamos a ver, ¿cómo es el ladrón? ¿Está bueno o no?
―Yo qué sé, ojalá lo esté.
―Tu cuéntame tu sueño que yo me ocupo de encontrar al ladrón.
―Como quieras, pero no te servirá de nada.
Para avivar la inspiración de Laura, Marta decidió pedir un par de mojitos más. Aprovechó la espera para ir al lavabo. Cuando volvió los mojitos ya estaban en la mesa y Marta traía consigo una pícara sonrisa difícil de ocultar. Bastó una simple mirada de su amiga para que ella empezara a hablar.
―Laura, no lo creerás, pero acabo de descubrir al ladrón y, la verdad, es muy guapo.
―¿Quién es? ¿Dónde está?
―Primero el sueño. El sueño a cambio del ladrón.
Laura encendió un cigarrillo y se cepillo la melena sabiéndose importante mientras las pupilas de Marta esperaban impaciente la historia. Se bebió un sorbo más de mojito, otra calada y, más bien por intimidación que por contar, empezó a hablar sabiendo que no podía tener a su amiga permaneciendo por más tiempo a la expectativa.
―Vi el mar. ―tras una pausa Marta seguía interrogándola, así que ella supo que tenía que dar más detalles, y lentamente, prosiguió― Un mar revuelto, muy bravo.
―¿Te robarán en la playa? ―Preguntó su amiga un poco harta del mar y esperando que la historia se avivara.
―Puede ser, no lo he pensado.
―Bueno, ¿y qué más? Continúa el sueño que ya se me empieza a poner piel de gallina.
―Eran unas aguas verde azuladas, muy profundas. ―De nuevo se vio Laura obligada a seguir― Muy profundas y con mucha espuma, feroz, como si hubiera un tornado.
―Ya, la imagen del mar ya me la hago, pero, ¿y qué más? Cuéntame Laura, ¿qué paso?
―Eso es todo. Bueno, no todo. Cuando me desperté lo hice con la certeza de que esta noche me robarían y reparé en el sueño cuando me preguntaste si lo había soñado. Vamos, no pongas esta cara de decepción ¿es que no te das cuenta? Vi en un libro de interpretación de sueños que si sueñas con un mar tempestuoso es señal de que te va a pasar algo malo, y la sensación que tuve al despertar. Está muy claro, todo liga.
―Ligar, no liga nada y, lo peor, nosotras tampoco. Déjame a mí que te enseñe al ladrón que he visto, se te va a caer la baba.
― ¿Cómo sabes que es mi ladrón?
―Porque no te quita ojo de encima, está más claro que tu rollo del mar.
Laura sabía que había frustrado la expectativa de su amiga con la historia del mar. No la creía, “poco me importa” pensó, al fin y al cabo la noche pasaba divertida entre misterios y lo que es inevitable poco remedio tiene. Decidió hacer punto y aparte a la historia del robo y se interesó más por el ladrón, ahora ya había entrado en el juego, el alcohol hacía su efecto y la noche debía seguir joven.
―A ver, ¿cómo es mi ladrón?
―Es guapísimo. Tiene un rostro que enamora, sus ojos son muy vivos y lleva algo de melena muy rubia con una perilla que le hace irresistible, ¡dios! Cuando lo veas, qué rostro. Es delgado pero no anémico, tiene algo de músculo y un culito que no he visto porque está sentado.
― ¿Dónde está? Y tú si tienes tanto interés en él ¿por qué no te lo ligas?
―Porque va muy bien acompañado de un morenazo de ojos grandes y cuerpo de... el cuerpo ya te lo cuento mañana cuando lo halla probado. ¿Vamos?
Mientras la impaciente Marta intentaba conquistar a Laura para que fueran a ligar con esos tipos, el camarero informó que era hora de cerrar. Para el que quería había vasos de plástico. Hacia la puerta se dirigían los dos tipos seguidos apresuradamente por Marta y resignadamente por Laura.
― ¿Sabéis de algún local por aquí? ¿Adónde vais vosotros? ―Preguntó Marta.
Los cuatro llevaban horas bailando. Marta se arrimaba a Freddy y Andrés intentaba ligar con Laura; Laura se sentía cansada y algo aburrida con Andrés que nada tenía que ver con la descripción que le hizo su amiga.
―Chicos, tengo que irme, lo siento. Acabo de recordar que mañana tengo que hacer unas cosas y no puedo quedarme más tiempo. Te llamo mañana Marta, nos vemos.
― ¿Ya te vas? Déjame acompañarte, tengo la moto aparcada muy cerca.
Cuando salieron Andrés logró conquistarla para ver juntos el amanecer en la barceloneta.
―Prometido, de verdad. Vemos salir el sol y te dejo delante mismo la puerta tu casa. No me digas que no, si estamos al lado y además vamos con la moto.
El mar estaba tranquilo. Un sol anaranjado salía para reflejar sus rayos en las aguas azules. Andrés había sabido escoger un rincón que parecía mágico, estaban solos.
― ¿Has visto? Es bonito. ―Dijo Andrés al tiempo que quiso robar un beso no correspondido. ―Bañémonos, bañémonos desnudos, quiero verte.
―Es bonito, pero de verdad, quiero irme a casa, estoy muy cansada.
―No lo estropees. ¡Desnúdate!
Laura sintió pánico. Se levantó para irse pero Andrés la cogió y cayeron en la arena.
La mañana amaneció con un cielo raso y un mar sereno contemplado por los llantos de una chica sola y desnuda. Alrededor suyo en la arena había un reloj, un bolso, un vestido roto y manchas de sangre.

jueves, 28 de mayo de 2009

BESTIA

“El hombre debe tratar a los animales de la tierra como hermanos,
pues cualquier cosa que les sucede a los animales…
Pronto le sucede al hombre”
Jefe Sealth, indio nativo norteamericano, 1854


-Hijo, ya es hora.

…Y yo pude sentir como las llantas del auto pasaban por encima de él.
Le rogué que se detuviera.- Papito- le dije –cuidado con el perrito.
-¡Cállate cabrón, es sólo un pinche perro!- me dijo.
-No papi, mataste al perrito, ¿Por qué lo mataste? ¿Por qué lo mataste? ¡Lo mataste! Y comencé a llorar.
El pinche viejo estacionó el coche y zarandeándome: Deja de llorar pinche maricón de cagada. Es sólo un pinche perro.
Y cacheteándome: Los pinches animales no sienten, ¡pendejo!
Sólo es un pinche perro, me dijo…

Pero eso fue cuando yo era muy chamaco…

Una tarde cuando fui al parque con el Chuy y el Pepe, -esos eran buenos valedores. Yo era el de en medio y el Pepe era el más chico de los tres. El Chuy fue el que nos enseñó a hacer esas resorteras con tan solo una taparrosca de refresco de dos litros y un globo- cómo nos divertíamos tirándoles de pedradas a los pájaros con esas madres.
Ese día nos topó un hijo de puta mamarracho con colita de caballo, recogida con una liguita de vieja, pero eso si, mostachudo hasta la madre el muy puto. No se veía tan grande, habrá tenido unos doce años más que yo; era como de unos veintisiete. El Pepe había encontrado un nidito pocamadre con hartos pajaritos y apenas el Chuy me señaló en dónde y que le tiro la primera piedra. Nomás vi venir al muy culero maricón mostachudo ese, abalanzadoce hacía mí a mentadas de madre:
-¿Qué estás pendejo o qué? Me dijo.
Me saqué de pedo. No supe ni que hacer. Ese cabrón estaba re-endiablado.
-¿Qué tienes en esa pinche cabezota por cerebro, eh? No piensas o estás pendejo.
Ni el Chuy ni el Pepe dijeron nada. Par de putos.
-¿No ves que los animales también sienten?
-Ya, está bien.- Le dije yo cagado de miedo. ¡Que se vaya a la puta mierda ese ogete!
-¡Está bien tu puta madre pendejo! Vuelvo a verte haciendo esas mamadas y te quiebro los huevos en pedacitos, ¿me entendiste?
Ya lo había visto antes paseando a su pinche perro, pero no volví a verlo otra vez. Antes de que yo pudiera decir que sí, una ruca que salió de sepa el diablo de dónde, le dijo al maricón ese que dejara de hablarme así.
Luego se hicieron de palabras.
El puto ese dijo que por eso el mundo estaba deshumanizado. Que por eso tanta violencia, tantos secuestros, tantas violaciones, tantos asesinatos.
Que por eso el mundo estaba como estaba. Que por eso había tanta chingadera hoy en día. Y yo pensaba: Pinche mamarracho, ¿tanto pedo por un pinche pájaro?

El muy puto se largó como vino: mentando madres.
La ruca esa nos tranquilizó. El Chuy estaba blanco y el Pepe…
Jajaja… el muy pendejo del Pepe hasta se meó.
Nos dijo que el güey ese estaba loco, que no le hiciéramos caso. Nos dijo: Está mal lo que hacen, pero todavía están chicos. Cuando crezcan lo van a entender y van a dejar de hacerlo. Sigan divirtiéndose niños. Al fin y al cabo, sólo son animalitos. Pero no maten muchos, eh.
La pinche ruca tenía razón. Al cabo de un tiempo nos aburrieron los pinches pajaritos y los dejamos de chingar.
Después a los gatos.
Luego fuimos por los perros.

Cuando quemamos a ese pinche Negro… ¡me asusté de a madres!
Era un perrazo enorme, negro, de raza. Uno de esos pinches machos bravos, hechos y derechos. No como el puto perrito que paseaba el mamarracho bigotudo ese que me cagó. No, este si era un perro.
Andaba muy tranquilo paseando por el parque cuando lo vimos.
El Chuy empezó a tirarle piedras como solíamos hacerlo y nosotros lo seguimos muy entretenidos. Yo pensaba en lo que iría a pensar Doña Flor cuando no viera a su perro regresar de su caminata por el parque: y le tiraba más piedras. Y la cara de Doña Flor al ver que su perro no había regresado en toda la noche: y le tiraba más piedras.
El pinche Negro empezó a correr pero el Chuy le soltó una piedrota en la cabeza que el Negro quedó tendido en el suelo. Y casi me cago de risa al imaginar la carota de Doña Flor si viera al negro tirado así y chorreando de sangre.
El Chuy sacó como era costumbre un mecate para amarrar al pinche perro. Yo pensé que sólo le íbamos a romper las patas una por una como era costumbre pero después de hacerlo y de burlarnos del puto animal hasta el cansancio el Chuy sacó una botella de su pantalón y me la aventó y me dijo: ¡Échaselo! Yo no vi que era. Ya estaba oscuro, era de noche. Sabía que mi jefa me iba a cagar por andar vagueando sin haber hecho la tarea, pero bien valía la pena. Me le quedé mirando a los ojos y el Chuy me dijo: Es sólo un pinche perro. Y yo le vacié la botella entera de alcohol que me dio. Él sacó una caja de cerillos de su otra bolsa, sacó uno y lo encendió y lo dejó caer sobre el Negro.
El pinche animal se desapendejó y comenzó a aullar y el muy ogete, retorciéndose como gusano, nos lanzo unas cuantas mordidas. Nosotros nos cagamos de risa al verlo tratar de correr del fuego que traía en todo el cuerpo.
Se retorcía y se arrastraba.
El muy pendejo aúlle y aúlle y nosotros risa que risa.
Entonces me lanzó una mordida y me alcanzó a agarrar el pantalón. Yo me asusté y grité no se que madres.
El Chuy le reventó la cabezota nomás con la misma piedra con la que lo había tumbado.
Otra vez nos cagamos de risa, y yo más, nomás de imaginar la carota de Doña Flor al ver al día siguiente a su Negro, todo chamuscado en el parque.
Después nos aburrieron los perros.
Luego violé a Lupita en su casa mientras su mamá había ido a comprar la despensa.

Vivíamos en la misma calle y yo iba a diario a su casa dizque a hacer la tarea.
Esa tarde, mientas ella me explicaba no se que mamada de química yo no podía dejar de verle las tetas. Así que fui a su cocina y con una cacerola le di de lleno en la cabeza para tratar de desmayarla como veía que el Chuy lo hacía con todos los animales que matábamos.
Pero yo no lo logré.
La muy perra de Lupita, comenzó a llorar a grito pelado. Yo le desgarré la ropa como pude y empecé a chuparla por todos lados. Ella ruegue y ruegue y yo pegue que pegue. Ella llore y llore y yo cagado de risa de acordarme del pinche Negro en llamas.
Yo coge que coge y los putos policías que entran a madrearme.

A los ocho años me dejaron salir.
Sólo pasé unos meses en la correccional. Al cumplir la puta mayoría de edad luego-luego me mandaron derechito al tanque los muy culeros.
Y ese cuento de que a uno se le quita lo malhora estando allá adentro ¡son puras mamadas! y que chingue su madre el que diga lo contrario.
Ahí conocí al Pantera Roldán. Era todo un hijo de puta, hecho y derecho.
Del Chuy y el Pepe… jamás volví a saber de esos valedores.
El Pantera Roldán salió meses antes que yo. Y fue ese valedor quien me acogió cuando quedé libre.
Entonces nos dedicamos a asaltar.
Primero a transeúntes. Pero eso no dejaba luz.
Un día, atracamos a un pobre cabrón que acababa de cobrar su quincena. Lo seguimos desde que salió del banco, y en un descuido, ¡zaz! lo agarramos y lo encajuelamos al güey. Ya en un parque le quitamos hasta el último peso, pero el muy pendejo traía todas sus tarjetas de crédito en la cartera. Entonces el Pantera Roldán le dijo: Vamos a ir a retirar hasta el último centavo de cada una de ellas, ¿entendido?
El muy puto dijo que por favor lo dejáramos, que ya le habíamos quitado todo.
Entonces el Pantera Roldán le reventó su puto hocico de un cachazo y le dijo: Me vas a dar tus putas tarjetas de crédito y también me vas a dar las claves secretas de cada una de ellas y hasta entonces te puedes ir.
Como respuesta el muy pendejo, el muy hijo de puta tan pendejo le escupió en la cara al Pantera Roldán y le dijo: ¡Vete a chingar a tu puta madre!
Entonces lo arrastró de los pelos hasta un rincón y sacó su arma. Se limpió el escupitajo de la cara y me dijo: Mátalo.
Yo lo miré a los ojos y él me dijo: Mátalo. Sólo es un pinche perro. Y encendió un cigarro.
El muy puto maricón, con el hocico floreado, se arrastró y rogó por él y por sus hijos. Imploró en nombre de Dios y de la Virgen y de mi madre.
Y yo, en mi cabeza:
Sólo es un pinche perro. Y tiro que tiro.
El Pantera Roldán: -Sólo es un pinche perro-. Y tiro que tiro.
El Chuy: -Sólo es un pinche perro-. Y tiro que tiro.
Mi viejo: -Sólo es un pinche perro-. Y tiro que tiro.
La ruca de mi infancia en aquel parque: -Son sólo animalitos-. Y tiro.
Tiro tras tiro, le metí nueve balas en la cabeza al pobre bastardo hijo de puta.

Ahora me pregunto padre, si no habría sido mejor matar así al último niño que secuestramos. Esa fue nuestra última chamba. La última que hicimos juntos el Pantera Roldán y yo. La última antes de que lo agarraran y se lo chingaran. Con esa nueva putita ley de pena de muerte que aprobó el congreso el sexenio pasado se lo jodieron. ¡Bola de putos! ¡Que se vayan a la mierda todos!
En fin, los viejos del niño nos dieron la luz por su rescate. Todo había salido a pedir de boca como de costumbre. Pero yo no se que tienen estos pinches chamacos de hoy en día que el muy pendejo se quitó la venda de los ojos tan bien apretada que le puse y el chamaco nos vio a todos y cada uno de nosotros.
El Pantera Roldán, que en paz descanse, estaba encabronado. Me dijo que cómo había sido yo tan pendejo para dejar que el pinche escuincle se quitara esa mamada de los ojos cuándo se suponía que estaba bajo mi vigilancia.
Me dijo: Ahora encárgate tú de él.
Y así lo hice.
Lo golpeé en la cabeza con una cacerola como lo hice con la perra de Lupita. El pinche escuincle cayó desmayado de inmediato. Hasta le saqué sangre de lo fuerte que le di y me acordé del pinche Negro de Doña Flor. ¡La cara que ha de haber puesto la cabrona!
Até bien al niño de pies y de manos. Luego le quité los calcetines.
El pinche chamaquito se medio desapendejó, como el Negro cuando le eché encima toda la botella de alcohol.
El desgraciado perro medio vomitándose, medio ahogándose. Y yo: Atásquele que atásquele los calcetines en la boca.
El niño llore que llore. Y yo: Véndele que véndele el hocico con cinta adhesiva al pinche perro.
El puto perro implorando misericordia con sus ojitos hinchados. Y yo: Empújele que empújele los calcetines hasta el fondo.
El pobre bastardo con los ojos en blanco. Y yo: Poniéndole una bolsa para basura en la cabeza al pinche perro…

Y el pinche perro, dejándose de mover poco a poco.
Poco a poco.
Poco a poco…

-Hijo, ya es hora.
Los guardias te están esperando.
-Sí, padre.
-Antes de abandonar ésta celda y entregar el espíritu, ¿no te gustaría confesarte y que te absolviera de tus culpas? No quieres arrepentirte, reivindicarte de todos los crímenes y asesinatos que cometiste en esta vida antes de…
-Pero, ¿de que chingados está hablando padre?
Yo no le hice daño a nadie. Yo no asesiné a nadie.

Sólo era un pinche perro…

Laynet Miguel Palafox Gelover

miércoles, 27 de mayo de 2009

SIN TI, PODRÉ SER YO...

Amanecía y el sol despuntaba por la ventana de aquella habitación de hospital. Jaime yacía sobre la cama, se encontraba a oscuras y abstraído en sus pensamientos, por eso no escuchó entrar a Sonia, la enfermera del turno de mañana. Al verla se sobresaltó y ella le preguntó:
- ¿Qué tal Jaime? ¿Otra vez has pasado la noche despierto? El doctor te indicó, que si no podías dormir avisaras a la enfermera, que te administraría un sedante para ayudarte a descansar.
- Sí, ya lo sé, la próxima vez lo haré… -musitó con pocas ganas de entablar conversación.
- El doctor Pérez pasará por la tarde a verte –le dijo mientras le ponía el termómetro bajo la axila. ¿Sabes una cosa? creo que hoy es el gran día…- comentó Sonia sonriendo con intención de animarlo.
- Ah, vale… -contestó con aire distraído.
La enfermera se despidió, cerró la puerta y Jaime se quedó de nuevo solo, sumergido en aquellas imágenes de su vida que tanto le atormentaban y que deseaba fervientemente desaparecieran de su memoria. El causante de todo era Mario, su hermano gemelo, que lo había estado importunando y mortificando durante toda su vida.
Su madre les contó, que cuando estaba embarazada de ellos, las patadas en su vientre eran constantes y que cuando nacieron, el doctor le dijo perplejo que el pequeño Jaime, presentaba una costilla rota y varios hematomas en la espalda, producidos al parecer por los incesantes golpes de Mario, su hermano gemelo.
La vida en común se convirtió en un auténtico calvario.
Jaime se pasaba el día leyendo libros e imaginándose ser el protagonista de aquellas historias fantásticas, mientras que para Mario la única distracción era cómo lograr fastidiarle.
Cuando tenían que hacer algo juntos, como por ejemplo poner la mesa a la hora de comer, Mario dejaba caer algún plato o vaso y se las ingeniaba para que la reprimenda se la llevara siempre Jaime.
La similitud de su aspecto físico era asombrosa. Nadie era capaz de distinguirlos, no tenían una sola marca o lunar que les hiciera ser distintos. Precisamente por esa razón, Jaime fue tan desdichado.
Mario exprimió la particularidad de ser gemelo hasta el límite.
En el colegio, se peleaba con los compañeros haciéndose pasar por Jaime y poco a poco fue enemistándolo con casi toda la clase. Ya estaba cansado de esa situación pero era incapaz de hacer algo, era sólo un niño.
Se encontraba desamparado e indefenso, por mucho que se esforzara en demostrar su inocencia, nadie le creía porque Mario lo calculaba todo al detalle y siempre tenía una buena coartada para desviar sospechas.
Recordó cuando en el Instituto comenzó a flirtear con una compañera de clase y su hermano abortó cualquier intento de Jaime por salir con ella.
Ante tantos intentos fallidos por mantener algún vinculo de amistad con alguien durante tantos años, lo convirtieron en una persona triste y desolada.
Mario al cumplir los 25, lo contrataron como administrador en una Multinacional dedicada entre otras cosas a la construcción de edificios. El ingenio y las artimañas que había estado utilizando contra su hermano todos aquellos años, le habían hecho ir superándose a sí mismo, evolucionando hasta llegar a ser un experto en el engaño y el fraude.
Una de las funciones que tenía como administrador, era adquirir el material utilizado en la construcción de edificios. Lo compró de baja calidad y se quedó con dinero de la empresa. A los pocos meses de que uno de los edificios fuera habitado, se derrumbó como un castillo de naipes. Hubo numerosos heridos, algunos de ellos muy graves. Aquel hecho hizo correr ríos de tinta, todos los medios de comunicación se hicieron eco del suceso, se destapó la estafa de Mario y su foto apareció en los periódicos y telediarios de todas las televisiones.
Jaime se enteró de aquello por unos que le increparon por la calle diciéndole “asesino, estafador…”, él sin poder comprender lo que estaba ocurriendo, se marchó a casa corriendo muerto de miedo, ya que todo aquel que se encontraba con él, le insultaba.
Cuando llegó a casa, encontró a su madre llorando, Mario estaba en la cárcel.
Debido a la gran difusión de la noticia, Jaime no podía salir a la calle. El último día que se atrevió a hacerlo, unos jóvenes le estaban esperando en el portal de casa.
-¡Tú eres el desgraciado de la constructora! –le decía uno, mientras le clavaba un golpe de puño justo en el hígado.
-Por tu culpa, mi hermana está muy grave en el hospital… -dijo otro, golpeándole con un bate de beisbol en las costillas.
Jaime cayó violentamente contra el suelo, retorciéndose de dolor; ellos seguían aplastándolo como una cucaracha y él suplicando que dejaran de apalearle, era terrible, todos creían que él era Mario.
Después de aquello y tras recapacitar durante mucho tiempo, al final se decidió, era lo mejor para él. Había sufrido tanto por culpa de su hermano, que había llegado el día de poder liberarse de esa carga.
Eran las cinco de la tarde y unos golpecitos dados contra la puerta de la habitación, hicieron que Jaime regresara a la realidad. Se trataba del doctor Pérez que venía a visitarlo:
-Hola Jaime… ¿cómo te encuentras? ¿te sigue doliendo la cabeza? – le preguntó el doctor.
-Sí, aunque ya me encuentro mejor, gracias.
-Pues si te parece, procederemos a quitarte todo este vendaje, ¡espero no asustarme…! –apuntó el doctor bromeando, para quitarle importancia al asunto.
Poco a poco le fue retirando el vendaje de la cabeza.
Una vez finalizó, la enfermera le acercó un espejo a Jaime, que cogió con gran nerviosismo.
Se miró y no se reconoció. Era otra persona, totalmente distinto, por fin no se parecía a su hermano.
Lloró desesperadamente, lloró por sentirse liberado, por sentirse por primera vez único, por pensar que ya no recordaría a su hermano cada vez que se miraba al espejo, por dejar de ver esas facciones a las que tanto había llegado a odiar.
Cuando le dieron el alta en el hospital y salió, miró temeroso a ambos lados de la calle por si hubiera alguien acechando, pero lo único que encontró fue una leve brisa que acarició su rostro, cerró los ojos aliviado y protegido quizá por ese anonimato, pensó que la idea de hacerse la cirugía estética había salido como esperaba. Y satisfecho se encaminó a dar ese paseo que durante tanto tiempo deseó realizar.
-Ahora por fin podré ser yo y comenzar de nuevo… -murmuró para sí, ilusionado.


ROSA GARCÍA CALLEJA
Alumna relato I

Los elefantes

Me gusta cuando mi madre me baña y hace un montón de espuma en mi pelo, y me rasca por detrás de las orejas, y después tengo que cerrar los ojos fuerte, porque viene el chorro de agua, y si no los cierro bien después me pican y me escuecen, una vez no los cerré bien y un ojo estuvo como con sangre por dentro un montón de rato.

También me gusta cuando mi madre me hace cosquillas en los pies, porque dice que mis pies parecen plátanos, porque son largos y estrechos, y yo le digo que no son amarillos ni se comen, y ella se ríe y me dice que sí se comen y se los lleva a la boca y me hace cosquillas, pero no se los come de verdad, porque no se pueden comer, los pies no se comen, además que algunos huelen mal, los de mi primo Alberto que ya es grande huelen pestosos, como a queso y mi tía Luisa le regaña y le dice que se cambie de zapatillas, pero él no dice nada y se mete en su cuarto a jugar con la play y conmigo nunca juega, además tiene la cara llena de granos con cosas blancas dentro que me dan asco, y a mí no me gusta nada ir a casa de mi tía Luisa, pero muchas veces voy, sobretodo los sábados y los domingos, y una vez estuve un montón de días, no me acuerdo ya ni cuantos, porque era pequeña.

A mí me gusta un montón dibujar, a mi madre también, a ella le gusta más dibujar elefantes y a veces también me cuenta historias de elefantes, me las cuenta por la noche. Hay una de un elefante que quería volar alto para irse muy lejos pero le pesaba demasiado la panza y no podía, pero al final el elefante se hizo unas alas de madera y se fue volando para siempre.

Yo de mayor quiero ser tan guapa como mi madre. Me gusta un montón cuando se pinta las pestañas con la boca abierta y los labios también y se pone un vestido muy bonito y huele muy bien, a flan de vainilla. Yo una vez me probé sus zapatos pero no podía caminar porque había que ir de puntillas y se salían todo el rato, y a mi madre le hizo mucha risa verme, y me dijo que de mayor iba a ser muy guapa y muy libre, y me dio muchos besos, pero entonces llamaron por teléfono y me dijo que me fuera a dibujar a mi cuarto.
A mi madre le gusta un montonazo hablar por teléfono, sobretodo cuando mi padre no está, se ríe todo el rato y a veces empieza a hablar muy flojito que casi ni se escucha, y se cierra la puerta de la habitación y se enfada mucho si entro. A veces está un montón de rato y yo tengo ganas ya de que salga porque tengo hambre.

A mí me gusta más cuando mi padre no está, porque así no dice palabrotas. No me gustan las palabrotas, además que cuando mi padre está, mi madre está muy rara, y casi siempre me explica la historia del elefante, que ya me la sé y no me gusta tanto. A mi me gusta más la del otro elefante que no volaba, que estaba contento en su casa con su elefantito y lo cuidaba muy bien, pero esa historia no me la cuenta tantas veces, una vez me la contó muy contenta dándome besos todo el rato, pero después se puso a llorar, porque le gusta más la del otro elefante, el de las alas de madera. Pero yo creo que no se puede volar con unas alas de madera, porque pesan mucho, las alas tienen que ser de papel o de plástico como las cometas, las de madera no sirven. Pero eso no se lo digo yo a mi madre porque me gusta más cuando está contenta y me hace cosquillas en los pies, y me hace reír porque dice que parecen plátanos de canarias y hace ver que se los come.

Mi padre nunca me dice que mis pies parecen plátanos, porque siempre viene enfadado, y se va a dormir porque llega muy cansado del camión, y no le gusta nada que mi madre no haya fregado los platos y dice que parece una fulana y después gritan y se pelean, y mi padre le dice que es una mala madre porque me abandona con la tía Luisa para irse a tirar a cualquier pelagatos como una fulana. Yo no sé que es tirar a un pelagatos, pero a mí me gustan los gatos y a mi madre también, y ella no se iría nunca a tirar o pelar gatos, por eso mi padre dice mentiras y palabrotas y yo quiero que le salgan alas al camión para que se vaya y ya no vuelva nunca más, total para decir mentiras, porque mi madre sí me quiere y me cuida, y me lava el pelo con mucha espuma, y dibuja elefantes y me cuenta historias de elefantes, y ya nunca más me dejará sola en la casa de la tía Luisa.

Sonia Ramírez

martes, 26 de mayo de 2009

LA CAZA

Se apostó para observarla en silencio y a oscuras. Parecía frágil. Posiblemente era vieja, aunque a esa distancia no podía apreciarlo bien. Miró alrededor. No había nadie. Aunque podía acercarse más se contuvo. Siempre lo hacía. Era lo que más le gustaba: observar a las presas, sopesarlas, imaginar el calor de su tacto, relamerse en su espanto futuro... Abalanzarse sin más sobre una víctima no tenía ningún aliciente. No, se dijo. Mejor esperar. El encanto de su misión radicaba precisamente en eso, en deleitarse en cada uno de los actos hasta llegar, al fin, al clímax, al sometimiento final de la víctima.

Le gustaba aguardar hasta el atardecer. Entonces, cuando el sol ya había desaparecido en el horizonte, se desperezaba y aspiraba el aire, se llenaba los pulmones una y otra vez hasta que por fin percibía el perfume tibio de una presa indefensa. Al sentirlo la saliva le rezumaba por la boca y el cuerpo se le estremecía. Su cerebro lanzaba entonces al cuerpo toda suerte de señales espasmódicas, casi orgásmicas. Algo se le agitaba en las entrañas y le excitaba. Era la promesa de una nueva presa. El inicio de la cacería.

Movida por esa sensación la sangre empezaba a correr, agónica, por las venas, y la respiración se le volvía más profunda y rápida mientras, sin apenas darse cuenta, aceleraba el paso. Notaba entonces el aire acariciándole el rostro trayéndole, cada vez con más intensidad, el perfume embriagador de la inocente. ¿Cómo sería esta vez? ¿La víctima sería joven? ¿Vieja? ¿Le ofrecería resistencia? ¿Se sometería de inmediato? ¿Y si huía? ¿Estaría acaso prevenida y en guardia? Y el corazón estaba cada vez más frenético, más ansioso, más acelerado...

Y entonces, la calma. Siempre había un momento, como ahora, en que se forzaba a detenerse y tranquilizarse. Para entonces la noche ya estaba cerrada y sólo la luna le permitía deleitarse con la escena. Era el momento de intuir la silueta de su víctima, verle las corvas, aspirar su perfume... La incauta se había detenido. El viento suave de la noche transportaba el sonido de su aliento, como un ronroneo sensual. Intuyó que aquella sería una víctima deliciosa. Tuvo ganas de ser brutal y se estremeció. Pensó en la carrera que estaba a punto de empezar, y le pareció que notaba muy cerca de la boca el calor negro de la sangre al resbalar...

Al rato, su víctima se volvió de espaldas para contemplar algo en el suelo. Sintió que se desvanecía. Las corvas, el perfume dulzón que le había conducido hasta ahí, el paso de una nube ante la luna y los susurros de otros seres nocturnos se le mezclaron en la cabeza mientras los ojos se le volvían rojos y los dientes amarillos. Atacó a su víctima por la espalda. Oyó el grito agónico, horrorizado de la presa. Notó que lloraba de emoción. Imaginó la escena de lejos, y sintió toda su belleza. Para entonces tenía ya la boca a la altura de la garganta de su presa, que se agitaba, aterrada, sometida, humillada.

Le acarició la espalda con las garras y dibujó en ella seis ríos de sangre. La presa se volvió, ajena a la belleza de su muerte. Aquello enfureció a la leona que hundió sin más los colmillos en la garganta de la cebra mientras un líquido oscuro y cálido le llenaba la boca y le teñía la piel.


Dicen que una hembra adulta de león necesita unos cinco kilos de carne al día. Pero, querido lector, desconfía, hay vegetarianos, lo sé muy bien, que necesitan mucho, mucho más...

Marta M.
Curso Creatividad, estructura y técnicas narrativas

lunes, 18 de mayo de 2009

AMOR DE MADRE

Mi abuelo siempre dijo que mamá era una nulidad. Que no servía para nada más que para barrer y llevar la casa. En su opinión, el único mérito de su hija era haberle dado un nieto. Yo. Cuando él murió mamá suspiró profundamente, se sumergió en sí misma durante un rato y esbozó luego una sonrisa discreta que sólo yo vislumbré. Se vistió de negro durante un año, pero desde aquel día me pareció que no andaba tan encorvada.
Mamá siguió barriendo y llevando la casa durante años. Yo entretanto crecí, estudié y encontré trabajo al otro lado del mundo, en Tailandia, en una cadena hotelera. Internet no existía entonces y las conexiones telefónicas eran complicadas, así que para mantener el contacto con ella le enviaba postales, algún paquete con tela de seda para Navidad y una vez al año la empresa me pagaba el viaje de vuelta a España para ir a visitarla.

En una ocasión, al llegar a casa, en lugar de encontrar a mamá en la cocina y con la escoba en ristre, me recibió arrellanada en un sofá nuevo, ante un televisor de color enorme, y vestida con ropas caras que nunca antes le había visto. El piso estaba inmaculado, como siempre, pero sospeché que si estaba así era gracias a la muchacha de gesto huraño que anteriormente me había abierto la puerta.
Al verme mamá me agarró de la manga de la americana y, sin preguntarme siquiera cómo me había ido el viaje, me llevó hasta un rincón apartado de la terraza; miró a un lado y a otro, como si temiera que alguien la oyera y ahí me confesó entre cuchicheos su secreto: «Los ciegos —me dijo alargando mucho la e—... Figúrate —Esta vez alargó la u— a mííí. Soy rica. Mucho. Pero no digas nada —me advirtió, muy seria—. He dicho a todo el mundo que eres tú quien me envía el dinero, que me cuidas como una reina. No quiero moscardones a mi alrededor.»

En ese instante no la comprendí, pero al cabo de unos días supe lo que me había querido decir. Mi madre, la nulidad, el cero a la izquierda, y, de hecho, la afortunada mamá de niño rico y soltero, se había convertido en el centro de las atenciones de la familia y de su escalera. De pronto asomaron por casa interesándose por mí primos y parientes de los que yo apenas tenía noticia, una vecina de la escalera me dio una cuenta detallada de todas las atenciones que había tenido como mi madre, me dieron a conocer a un par de chicas de mi misma edad por si quería salir un poco... Y, al final, todo el mundo acababa hablando de la crisis y de lo mal que iba todo en España mientras miraban de soslayo a mi madre. Me di cuenta de que la envidia se había adherido a las paredes de nuestro hogar.

Fue posiblemente por esto por lo que dos días antes de mi regreso a Tailandia, mamá se empezó a interesar por ese país, que si hace falta visado para ir, que si cuánto cuesta un billete, que si hacía buen tiempo... Aunque en mi mente la imagen de mamá en una habitación de hotel en Phuket era casi ciencia ficción, le sugerí sin pensarlo siquiera que se viniera conmigo una temporada, para alejarse un poco de los moscardones, le dije. Yo confiaba en que no se avendría, pero, para mi asombro, al oírme le brillaron los ojos. Dijo luego que era algo que tenía que consultar con sus muertos y se marchó de pronto a Montjuïc. Regresó al cabo de unas horas, me comunicó que vendría conmigo, y salió de nuevo para comprar una maleta y ropa adecuada.

Según decía mi padre antes de irse con una vecina de la escalera, mamá, además de ser inútil distaba mucho de ser sofisticada. En eso no le faltaba razón. A pesar del precio exorbitante de la ropa que ahora llevaba y de sus cremas y perfumes, mamá parecía adornada por una especie de costra fosforescente que delataba sus luces escasas y su modo estrecho de ver el mundo.

Tras un vuelo tranquilo sin más incidentes que sus quejas por las películas que ponían en el avión y por algunas manchas que había advertido en los asientos, llegamos a Bangkok y luego nos trasladamos en taxi al hotel de mi empresa donde se había de alojar. Le obsequié con la mejor de las suites, pero ello no impidió que se lamentara a diario de lo mal que limpiaban las camareras y de los lamparones que encontraba en las sábanas. En una ocasión, una empleada vino a mi para informar de que no podía limpiar la suite de mi madre, que la señora le había cogido los trapos para quitar el polvo y el mocho para fregar el baño y que la había dejado cuando pretendía descolgar las cortinas para limpiarlas. Quise llevarla a un restaurante excelente para agasajarla y que se olvidara de las tareas domésticas. Fue un error. Mamá se negó en redondo a probar una comida tan rara para ella. Sólo accedió a tomar arroz y, aún así, con reparos. «Si limpian la cocina como las habitaciones, seguro que pillo algo malo», aseveró. Harto de las quejas de ella y también, aunque más veladas, del personal del hotel, decidí buscarle un pequeño apartamento para que ella pudiera cocinar a su gusto. Mamá, lejos de visitar pagodas, pasear por playas paradisíacas, o asistir a alguna de las muchas excursiones que organizaba mi hotel, convirtió ese apartamento en una sucursal de nuestra casa en Barcelona y barrió y limpió cristales a diario, hizo la colada cada día, y se empleó a fondo en la exterminación contumaz de escarabajos y cuanto animal quisiera adentrarse en sus dominios. Viéndola recordé a mi abuelo y fui presa de la inquietante sensación de que tal vez él estuviera en lo cierto cuando afirmaba que mamá sólo servía para barrer, arreglar la casa y quitar manchas.

Cuando su estancia estaba a punto de tocar a su fin, la convencí de hacer juntos un crucero de siete días hasta Singapur. Ella accedió a acompañarme; yo tenía que visitar algunas instalaciones turísticas y pensé que me vendría bien su compañía y su modo, tan peculiar, de ver el mundo. Partimos de Phuket un viernes al mediodía. Al oír la sirena del buque, mamá se santiguó y musitó un Avemaria. «A mí, el agua en vaso, ¿sabes? Lo mío es la tierra», se excusó. Pasó el primer día recluida en su camarote, y sólo salió cuando supo que había tiendas de ropa de marca. «Necesito ropa de noche para la cena de gala de hoy con el capitán», me dijo, coqueta. La dejé en la zona de tiendas, absorta en los escaparates, intentando decidirse entre un vestido amarillo y otro violeta. Quedamos en reencontrarnos para cenar.

La cena se tuvo que cancelar por problemas meteorológicos. Al caer la tarde el cielo se cubrió de nubarrones espesos, las olas empezaron a cobrar unas dimensiones considerables y empezaron a zarandear el barco como si fuera una hoja. Mamá insistió en enseñarme su nuevo vestido amarillo. «Por si amaina», dijo. «No es cuestión de hacer esperar a nadie». Luego, ella vestida de gala y yo en bermudas, nos sentamos en su camarote para esperar a que la tormenta pasara. Ella no dejaba de rezar Padrenuestros y Avemarías; al final, harto de aquella letanía, la dejé sola un rato y fui a mi camarote a leer.

No sé exactamente qué ocurrió a continuación. Recuerdo la sirena de alarma del buque y las carreras de la tripulación por los pasillos del barco para iniciar el plan de evacuación. La confusión me impidió acercarme al camarote de mamá, pero supuse que la encontraría en cubierta, donde se empezaban a desarmar las barcas de salvamento, que de pronto se volvieron diminutas, escasas y pavorosamente frágiles. La vislumbré al otro lado de la cubierta: tenía la vista clavada en el chaleco salvavidas y, lejos de ponérselo, lo restregaba como posesa. Parecía obcecada en quitarle una mancha cuando, de pronto, una ola se alzó y se la llevó entre los gritos de horror de los demás pasajeros. En su lugar aparecieron unos peces boqueantes, y un par de algas oscuras.

Instantes más tarde me vi en una barca diminuta, acompañado de rostros mojados y horrorizados y rodeado de olas inmensas que acechaban con avidez nuestra minúscula embarcación, como lobos esperando el mejor momento para atacar. Me di cuenta de que no llevaba salvavidas, posiblemente olvidé ponérmelo al ver desaparecer a mi madre en el mar. Por unos instantes cerré los ojos y me despedí de la vida. Sentí entonces un golpe en la cabeza y quedé aturdido unos instantes. Cuando abrí los ojos de nuevo la luna brillaba muy tenue y me vi en alta mar rodeado de escombros, que aparecían y desaparecían de mi vista al ritmo que marcaba el oleaje. Me fui agarrando a cuanto encontré hasta que dí con un objeto mullido y cubierto con una tela amarillenta y vaporosa. Me pareció una cama y recosté la cabeza en él. Cerré de nuevo los ojos y me abandoné al cansancio y al terror, dispuesto ya a morir esa noche.

Recuperé la conciencia con el ruido de los primeros helicópteros de rescate. Amanecía y el mar ya había amainado. Quise abrir los ojos, que tenía cubiertos de sal, y noté que me escocían. Me agarré entonces a mi tabla de salvación, di gracias a Dios, al fabricante que había hecho aquello, al comercial que lo había comprado, y al destino que lo había puesto en mi camino. Agité un brazo con desesperación. Y luego tuve fuerzas para sacudir el agua con las piernas. Un helicóptero se posó sobre mi cabeza; yo, ciego aún, seguía sacudiéndome. Noté como la proximidad de las aspas levantaba remolinos de espuma a mi alrededor. Un hombre vestido de rojo me gritó en tailandés que me tranquilizara, me agarró por las axilas, me pasó un arnés por el cuerpo y me elevó por encima de las aguas. Ya en el helicóptero, me hidrataron, me humedecieron la cara y pude abrir los ojos. Volví la vista hacia abajo. El sol había empezado a colorear el mar; vi por doquier restos del barco: recuerdo dos tumbonas de madera, una planta, una tabla de surf, una cacerola...

Minutos más tarde izaron una camilla con un cadáver en el que reconocí de inmediato el nuevo vestido amarillo de mi madre. La miré detenidamente, sin asomo de horror. Parecía feliz de haber estado ahí, en silencio, hinchada, boquiabierta, moribunda, volviéndome a regalar la vida.

Las lágrimas del asesino

Acabo de matar a mi bebe.
No sufrió. Machaqué unos cuantos somníferos de los que solía tomar antes de que él naciera y los metí en su biberón. Me dirigí a su habitación. Estaba dormido boca arriba, tapadito con la sabanita azul de coches que tanto le gustaba, el móvil seguía en marcha reflejando en el techo un montón de estrellitas blancas que bailaban al son de “Twinkle Twinkle Little Star”, su nana favorita. Se despertó y me dedicó una sonrisa tan cálida que me heló el alma. Lo cogí en brazos y lo abracé contra mi pecho intentando grabar su olor y su calor en mi memoria. Me senté en la butaca y le di el biberón. Jugaba con mi pelo y su manita empezó a volverse torpe, los ojos se le cerraban y finalmente su cabeza cayó suave hacia un lado. Lloré y lloré, mis lágrimas empaparon su carita de ángel. Lo volví a dejar en su cunita como si durmiera.
Arrastré mis pies hasta el comedor, allí en el suelo tirada seguía aquella maldita carta que había aparecido de repente en mi mesita de noche. La carta venía acompañada de mi flor favorita, el pensamiento, y de un recorte de periódico que titulaba en grandes letras “Detenido el asesino de las lágrimas” y debajo la foto de un hombre de aspecto casi angelical, delgado, rubio, ojos claros y piel blanca como la nieve. Era clavado a mí.
No pude evitarlo, cogí de nuevo la carta y la releí.
“Mamá, por favor, mátame.
No sé en qué momento recibirás esta carta, ni siquiera sé si la recibirás, mi compañero de celda, un físico loco con poca ética, está realizando experimentos con partículas capaces de viajar en el tiempo, pero hasta ahora lo único que ha conseguido es matar a varios voluntarios que se han prestado a probar su invento.
Espero que esta carta llegue a ti antes de mi nacimiento o mejor antes de mi concepción así te evitaría tener que pasar por aquella espantosa violación. Sé que sólo yo sé cómo fui concebido, siempre lo mantuviste en secreto. Me lo contaste hace apenas 3 días, cuando viniste a visitarme a la cárcel, pretendías que no me culpara por esas muertes, al fin y al cabo aquello debía ser alguna enfermedad genética, la huella que el desgraciado de mi padre dejó en mí. Pero fue en ese momento cuando comprendí que para mí no había curación, que no era dueño de mis pensamientos ni de mis acciones.
Soy un monstruo. He violado, torturado y matado a más de 20 mujeres. No puedo controlarlo, pierdo la noción del tiempo y del espacio, sólo quiero poseerlas, someterlas. He llorado sobre los maltrechos cuerpos sin vida de cada una de mis víctimas, recuerdo sus caras, su olor, su voz, sus gritos, esos gritos que no puedo sacar de mi cabeza. Les dibujé una lágrima en la mejilla para expresar mi dolor por esas muertes y pedirles disculpas, de ahí que la prensa me apodara el asesino de las lágrimas.
Ayúdame mamá, por favor, ayúdame a devolverles la vida.
Has hecho todo cuanto ha estado en tu mano para evitar que me convirtiera en el monstruo que soy ahora, te has volcado conmigo, supongo que tenías miedo de que pudiera parecerme a mi padre, me has protegido de todo cuando pudiera herirme, me has acompañado en cada una de las etapas de mi vida, me has dado la mejor educación que estaba en tu mano, me has amado a pesar de todo, a pesar de mis actos y de los actos de mi padre.
Mamá, hay vidas que no merecen la pena ser vividas.
Te quiero, como nunca he podido amar a nadie.
Tu hijo, Marcos”
La lectura de aquella carta me hizo recordar momentos de soledad y miedo. Mis padres murieron cuando yo tenía 12 años desde entonces nadie me ha querido. Y aquella violación en aquella oscura calle, aquel hombre que apestaba a sudor, tabaco y alcohol, todavía puedo sentir el peso de su cuerpo sobre mi y el miedo, no a morir que habría sido una bendición, si no a sufrir a sentir más dolor en mi alma. No se lo conté a nadie, a nadie le habría importado. Sentía vergüenza por no haber luchado más, por no haber tomado otro camino, por haberme puesto falta. Poco después descubrí que estaba embarazada y sentí que ya no estaría sola nunca más, que aquel ser que llevaba dentro de mi venía a amarme y acompañarme.
Posiblemente haya salvado muchas vidas, pero no la mía, para mí ya es tarde, la sangre brota de mis muñecas, cojo la carta, la flor y el periódico y vuelvo a la habitación para morir junto a mi bebé. Le cojo la mano y le acaricio la cara, tienes razón hijo hay vidas que no merecen la pena ser vividas. Empiezo a sentir como la muerte me coge en sus brazos y me mece, ya estoy a salvo, se acabó esta miserable vida, llena de tristeza y sin sentido.
Como en las películas de ciencia-ficción, el recorte de periódico empieza a cambiar, el titular es otro, algo referente a la economía, por lo menos todo esto ha tenido un sentido. Me dejo ir. Creo que estoy flotando. Algo me sobresalta, oigo de lejos el llanto de un bebé, me giro, es mi bebé, me aprieta la mano. Algo me llama la atención en el periódico, en un lado, veo otra vez esa cara de ángel, pero ahora está exquisitamente vestido y sonríe, debajo el titular “Entrevista con el autor del best-seller mundial ‘Las lágrimas del asesino’”. Sonrío, mi muerte ha tenido sentido.

jueves, 14 de mayo de 2009

ANTOLOGÍA DE RELATOS Y POESÍA 2009

A todos los alumnos que se les hayan escogidos relatos o poesías durante este año escolar, tienen que presentarse el día 17 de Julio a las 21:00 en Aula de Escritores para la organización, corrección y la planificación del libro y los eventos.

Si alquien no puede venir, es necesario que nos avise y se mantenga en contacto con nosotros. De otra manera, su texto no será publicado.

Muchas gracias.

Atte. Aula de Escritores

miércoles, 13 de mayo de 2009

La nota de don Celestino (2)

“Si viene alguien preguntando por mí”. Nos reímos tanto como pudimos de la frase. Que yo recordase, en todos los años que llevaba de portero de la finca, don Celestino no recibió ninguna visita. Y resultaba ridículo pensar que esa nota fuese tan persuasiva como para que de repente se formase una cola de mujeres pulcras y correctamente vestidas esperando a ser recibidas por don Celestino.
- Habrá que poner una máquina repartidora de turnos - apuntó don Ernesto para gozo de todos los presentes.
Después, en cuanto las risas fueron decayendo y el repertorio de ocurrencias ya no daba más de sí, cada cual se marchó a lo suyo y la portería recobró su habitual tranquilidad de todos los días.
Y lástima que se fueron. Porque la aparición de aquella joven, pocos minutos después, hubiese sido para ellos como el segundo acto de aquel espectacular día. !Vaya personaje!Con sólo ver cómo iba vestida se hubiesen partido de risa. Llevaba una falda hasta los pies, de una tela que parecía recortada de una cortina, de aquellas que combinaban con esos papeles de pared de grandes motivos geométricos y colores anaranjados que se pusieron de moda en las casas de los años 70. Una falda como esa, no se encontraba ni en los mejores puestos del Rastro madrileño. !Y la blusa! Si les hubiese dicho a los vecinos que más que una blusa era un mantelito de punto de cruz, con el dibujo de un osito y dos tirantitos que la mantenían a duras penas sobre sus hombros, no se lo hubiesen creído. Pero así era.
- Buenos días. ¿Celis Mor, vive aquí? - me preguntó con voz aguda. Pronunció las palabras tan de prisa, como de corrido, que no pude entender ni una. Parecía nerviosa.
- ¿Perdón señorita, cómo dice?
- Celis Mor, el famoso cantante de boleros. Me han dicho que vive aquí - me dijo, esta vez más despacio, mientras se apartaba un mechón de su negro cabello que se balanceaba indómito por su frente.
¿Celis Mor? Si me hubiese preguntado por ese nombre antes de la sorprendente aparición de Don Celestino, la hubiese enviado a tomar viento fresco. Pero el nombre de Celis, todavía resonaba en mis oídos. Y eso me hizo suponer que la joven estaba preguntando por Don Celestino. Lo del apellido Mor me resultó del todo inexplicable. Que yo recordase, y su buzón me lo certificaba cada vez que depositaba la correspondencia, Martínez Esponja eran sus apellidos. Y lo de famoso cantante de boleros me intrigó de tal forma que pensé en preguntarle al señor Uriza tan pronto como lo viese. Nuestro presidente sabía más que nadie sobre las actividades pasadas y presentes del vecindario. Algo así, tenía que saberlo. Y si no, no le costaría nada averiguarlo.
- Verá, aquí vive un tal Celestino Martínez, pero no creo que sea quien está buscando - le dije.
- Pues en el teatro me han dicho que es aquí - insistió la joven.
De su bolsito de tela a juego con la falda extrajo un papel y me lo mostró. Era un gastado pasquín en el que con grandes letras modernistas aparecía el nombre de Celis Mor y la fotografía de un Don Celestino de apenas veinticinco años, en una bailarina pose, con el tallo de una rosa entre sus labios y vestido con uno de esos planchados trajes que hasta el día de hoy siempre había llevado. A pie de foto, ponía “Los mas románticos boleros, la voz más aterciopelada”.
No había duda, Celis Mor, el seductor cantante de boleros de la fotografía, era Don Celestino.
- ¿Vive aquí o no vive aquí? - dijo la joven, y repitió la frase dos o tres veces en apenas dos segundos.
No me dio tiempo a responder porque en ese momento, el portal se abrió y apareció él.
- Esta joven pregunta por un tal Celis Mor, ya le he dicho que... - le dije, pero me interrumpió.
- ¿Y qué desea una joven tan guapa y elegante? - dijo don Celestino, para mi sorpresa y estupor. Miró y sonrió amablemente a la joven. Esta se había quedado muda, con la cabeza hacia arriba, mirándolo con ojos tan grandes como los del osito de la blusa. Temí que el mantelito de punto de cruz se cayese de sus hombros, de tan encogida que estaba.
- Pero no nos quedemos aquí. Vamos a sentarnos y me explicas qué te ha traído por aquí - dijo don Celestino, dándole tiempo a la joven para que se sobrepusiese a la impresión. Muy caballerosamente, la cogió de un brazo y la acompañó hasta el sillón de dos plazas que había junto a la escalera. Ahí tomaron asiento.
!Cuánto me hubiese gustado tomar asiento con ellos para poder escuchar lo que ahí se estaba hablando! !Había tantas cosas que descubrir de don Celestino! En una sola mañana, se me habían revelado unos pocos trazos sueltos de una curiosa biografía. !Y quién no quisiera saber más? Indudablemente, por discreción y respeto, me mantuve alejado y me dediqué a mis habituales quehaceres en la portería. Sin embargo, no pude evitar escuchar algunos fragmentos de conversación. La joven habló de cuánto le gustaban sus boleros, que en el teatro en que trabajaba todavía conservaban sus pósters y que para ella era un sueño estar con él. Don Celestino parecía rejuvenecer por momentos, cuando recordó sus glorias pasadas, sus actuaciones en fiestas, güateques y pequeños teatros de Madrid. Y creo que al final la joven le preguntó si podría darle clases de canto, ya que quería convertirse en una gran estrella.
- Tendré que pensarlo. Aquí, en esta portería, no es el lugar más apropiado - dijo don Celestino, paseando su mirada por el espacio de la portería.
- Podría venir yo a su casa - sugirió la joven.
- Eso no es posible - dijo secamente don Celestino poniéndose de pie. De repente, todo su entusiasmo y su jovialidad se trastocaron. En su rostro, ahí arriba, apareció su habitual expresión seria y distante. Se alisó el flequillo, intentó plancharse con las palmas de la mano la americana de alpaca y acompañó a la joven hasta el portal. Esta salió a la calle, como expulsada por una invisible oleada de rabia. “Podría venir usted a mi teatro. Pregunte por mí, me llamo Patricia Ramirez”, fue lo último que alcancé a oír.
Don Celestino despegó de un tirón la nota del cristal del portal y subió silencioso y apesadumbrado las escaleras y se encerró en su piso.




Ignasi Raventos
Curso de Narrativa
Ejercicio de personajes que buscan, espían, ocultan

miércoles, 6 de mayo de 2009

EL VIRUS I.P.U

Desde Barcelona, nuestro corresponsal Juan SOLO:

Barcelona sufre los efectos de un nuevo Virus que ataca toda la población de la ciudad condal. Se llama Virus IPU (Indiferencia Patológica Urbana)y se ha contagiado de forma alarmante en los últimos años. Afecta a la gente joven y adulta y se propaga de forma general. El síntoma principal es muy grave: indiferencia hacia el prójimo que provoca una inmensa sensación de soledad. El Ministerio de Sanidad teme que este sentimiento se globalice y afecte a casi todos los habitantes de la ciudad.El Virus ataca a los adolescentes que insultan a sus padres, a las madres que ignoran las necesidades de sus hijos ,a los maridos que pasan de sus parejas, a las familias que no llaman nunca a los abuelos y abuelas, a los amigos que solo se acuerdan de los amigos pasa pasárselo bien, a los compañeros de trabajo que son ajenos a la vida de sus, compañeros, a los profesores que ven y no quieren ver, a las empresas que cierran los ojos delante los medios que utilizan para enriquecerse, a los jefes de estado que organizn cumbres mientras 4 millones de parados hacen cola.

Los síntomas son la asepsia general, el desinterés individual, la distancia familiar, la indiferencia , el egoísmo emocional.El Conseller de Sanidad, reconoció ayer que en el hospital La Perdida de Fe, los médicos han comenzado a evaluar ya a personas que presentan síntomas graves del virus IPU. Algunas permanecen ingresadas y están a la espera de los resultados de los análisis que detectan la presencia del virus IPU. En caso afirmativo, las muestras emocionales se remiten al Centro Nacional de Microbiología Empática de Barcelona donde se hacen los cultivos para descartar o confirmar si el virus sigue activo.El responsable sanitario anunció que en las próximas horas "habrá más casos positivos" de Virus IPU en la Comunidad Valenciana y Andaluza así que en el resto del país, aunque pidió "serenidad" a la población, ya que la infección que produce el virus IPU -explicó-, es "grave" pero se puede atajar de forma rápida con tratamiento psicológico individual a domicilio.

Sanidad informó que en las últimas horas se ha citado a unas 300.000 personas que habían sido dadas de alta a principios de semana para volver a estudiarlas, tras la decisión de la Organización Mundial de las Emociones (OME) de rebajar los criterios que definen lo que es un caso real de IPU.Durante la jornada de ayer, el número de sospechosos aumentó de 55.000 a 125.000.Veintiocho mil de ellos han sido atendidos en el hospital La perdida de Fe. Además hay otros once mil pacientes ingresados y en estudio que están a la espera de los primeros resultados para ver si han estado en contacto con el virus y en ese caso pedir el análisis definitivo del cultivo emocional al laboratorio de Barcelona. El Conseller informó ayer que la Conselleria ha proporcionado tratamiento antiviral a los pacientes, con ayuda psicológica y deberes diarios (atender a los demás, preocuparse del prójimo, ayudar a los necesitados, prestar atención, practicar la escucha activa, tener empatía con los demás, amar a los niños, pasar mucho tiempo hablando con las personas, producir feedback, etc…)

De hecho, el miércoles por la tarde, técnicos de Salud Pública hicieron una relación de todos los allegados de los pacientes que estaban ingresados para notificarles que tenían que ponerse en tratamiento con psicólogos y coach emocionales de manera obligatoria y durante un plazo de entre dos y cinco años.La Conselleria ha puesto en marcha el nuevo protocolo de aislamiento domiciliario que permite remitir a los enfermos sospechosos a su domicilio, donde deben permanecer en estricto aislamiento, medirse la temperatura emocional dos veces al día, hasta que suba a un nivel aceptable, vigilar la aparición de síntomas como: indiferencia, pasotismo, egoísmo, falta de empatía, negación de los demás, no responder a mails y sms de petición de ayuda, negligencia hacía el prójimo, etc…

La pandemia se extenderá fuera de Cataluña si no ponemos remedio urgente a este drama. Desde Barcelona, para TV3, Joan SOLO.

Irène

La nota de Don Celestino

“Viudo serio y honesto busca señora de compañía. Se ruega pulcritud y corrección en el vestir.”
La nota apareció enganchada con dos tiras de celo en la cara interior del cristal del portal de la portería, de forma que sólo se podía leer desde la calle.
“Llamar al segundo primera” , concluía.
No sé qué me asombró más, si el anacronismo del mensaje, escrito a mano, con una retorcida caligrafía que en otros tiempos hubiese maravillado por su romántica laboriosidad, o saber que esa nota la había escrito Don Celestino, el vecino del segundo primera.
!Don Celestino! !Qué poco sabíamos de ese hombre! Metro noventa y pico de humanidad que bajaban cada mañana por la escalera y me saludaba con un “Ciaooooooo”, tan largo como él mismo. Ciaoooo por la mañana. Ciaooo por la noche cuando regresaba con una bolsa del supermercado en una mano y los periódicos del día en la otra. Nada más sabíamos.
Esa nota nos revelaba mucho aspectos nuevos de él. Un don Celestino que con delicado y sereno pulso anunciaba al mundo su condición de viudo - nadie en la vecindad lo había visto vestir de negro -, su ejemplar conducta - jamás había dado motivo para pensar lo contrario - y su más imperiosa necesidad: compañía femenina. No había nada en el texto del que extraer sospechosas intenciones que, por otra parte, no cuadrarían en un hombre a punto de entrar en la tercera edad y cuya compostura, pulcritud en el vestir y ademanes no dejaban entrever conductas interesadas o malintencionadas. No, por Dios, no era de esa clase de personas. Aunque era trabajo suyo demostrarlo si se diera el poco probable caso de que alguna pulcra y correctísima señora se interesase por el mensaje.
Todo eso y aún más nos decía en su nota. Esa nota que más pronto de lo que yo hubiese deseado se convirtió en el tema del día entre todos los vecinos de la escalera.
- Anda que no pide nada - dijo con sorna el señor Uriza, el presidente de la comunidad. Y después de unos segundos de dudas, añadió - no es este lugar para guarrerías de este tipo. 
- Ja, con la pinta que tiene, ese no se va a comer una rosca - apuntó con desdén y falta de consideración, don Luis. Aunque hay que reconocer que su observación no iba del todo mal encaminada. Y es que Don Celestino parecía un galán salido de una película de Hollywood de los años cuarenta. Uno podía recorrer con la mirada sus trajes sin tropezar con ninguna arruga. Y cuando llegase a los pantalones, la vista se precipitaría hacia abajo, encarrilada por dos rectísimas rayas en cada pernera, hasta llegar a los dobladillos que montaban sobre unos zapatos acharolados que milagrosamente nunca perdían el brillo. Don Celestino era el hombre mejor planchado que he visto jamás. 
- Hasta el flequillo se plancha, qué hombre más estirado - remató doña Emilia. 
- Alguien debería poner al día a ese hombre - sugirió don Ernesto.
- O buscar en los museos, a ver si encontramos una reliquia para él - se jactó Pablo, el joven del quinto segunda.
- No hay mujer que esté a su altura - apuntó otro.
Se formó ahí mismo, frente a la nota de don Celestino, un corrillo de vecinos que competían por el comentario más ocurrente y disparatado. Debo confesar que alguna risa se me escapó. 
Y en esas estábamos cuando apareció en el portal una señora que parecía salida de una película todavía más antigua. Un “Huuuuyyyy” generalizado salió de boca de todos cuando la señora pulsó el botón del cuarto primera y no el del segundo primera, el de don Celestino. La pobre señora no entendió a qué venían tantas risas. A mí me supo mal, puesto que la señora encajaba muy bien en el perfil que demandaba en la nota.
La señora se marchó correctísima y digna y nos dejó a todos atacados por una hilaridad desenfrenada. Hasta que el sonido de unos pasos, en la escalera, nos hizo enmudecer a todos. Eran los inconfundibles pasos de don Celestino. Nos miramos todos extrañados en cuanto vimos que el don Celestino que esperábamos ver, no era tal. Era un don Celestino puesto al día, elegante, vestido con un traje claro de arrugada alpaca y unas nike de diseño. Lucía rostro bronceado y su largo flequillo canoso volaba de un lado a otro en cuanto giraba la cabeza. 
- !Don Celestino!, parece usted otra persona! - dijo alguien.
- Celis, por favor, llámenme Celis - dijo a la concurrencia y luego se dirigió hacia mí - y si viene alguien preguntando por mí, dígale que vuelvo en media hora. Ciaoooo.



Ignasi Raventos
Curso de Narrativa
Ejercicio de personaje enigmático

martes, 5 de mayo de 2009

El Campo del Moro

Juan II de Castilla, padre de Isabel La Católica, nació en 1405 en Toro, Zamora, con 14 años fue declarado mayor de edad, se educó por tanto como Rey, como tal se comportaba y entre sus aficiones destacaba la caza mayor, que es una afición de obligado cumplimiento si eres Rey y tal era el gusto por derramar la sangre de los pobres animales que hasta Madrid se desplazaba con toda su cohorte de vasallos, damas, nobles, armas y todo lo necesario para la caza del oso en los alrededores de la ciudad y por supuesto la ciudad correspondía a su visita tanto como la humilde condición de los madrileños les permitía. En cierta ocasión, el pueblo de Madrid sabedor del gusto del monarca por los osos y con motivo de su ascensión al trono, le obsequió con un osezno en una jaula encerrado, no en vano el oso era ya el símbolo de la ciudad al menos desde el siglo XIII. Sin embargo, el obsequio no fue del agrado del Rey que abandonó al oso y a su cruel domador húngaro en el Campo del Moro, espacio anexo al actual Palacio Real y así conocido porque en ese lugar acampó Alí-ben-Yusuf en 1109 para reconquistar Madrid.

El domador húngaro enseñó al oso algunos ejercicios con los que ganaba lo justo para comer, el día que lo ganaba y tanto si el oso hacía su trabajo como si no, el húngaro castigaba al animal, bien usando la cadena y la argolla que atravesaba brutalmente el tabique nasal del animal, bien abusando del látigo que tan hábilmente manejaba el domador. Así transcurrió algún tiempo y el oso creció a pesar de la mala alimentación que recibía, pero también crecieron sus cicatrices, su ansia de libertad y su necesidad de romper la cadena que le condenaba a la esclavitud. Por fin, una noche de luna llena consiguió escapar y desapareció sin dejar huellas ni rastro alguno. El domador, desconcertado, inició su búsqueda por los alrededores pero incomprensiblemente también él desapareció. Nunca más se volvió a ver al oso ni al domador húngaro por las calles de Madrid.

Hoy día el Campo del Moro es un parque por el que acostumbro a pasear, disfrutando de las sequoias, pinos, tejos y vistas del Palacio Real, pero solo hasta las seis de la tarde, hora en la que cierran las puertas. Siempre me pregunté porqué un espacio tan maravilloso se cierra tan temprano, justo antes del anochecer. Una tarde de primavera de mi ya lejana y siempre arrogante juventud decidí quedarme escondido entre unos matorrales y aprovechar la tarde e incluso la noche, a fin de cuentas aunque los guardas cierran con llave las puertas del parque, hay otras salidas alternativas.

El atardecer era fantástico, el sol se reflejaba en el Palacio que resplandecía como dueño de los rayos de luz. Los pavos reales, los patos y los faisanes correteaban de un lado a otro buscando donde dormir. La oscuridad iba apagando la luz del Palacio, que ahora aparecía sombrío. A mi alrededor, los setos y las piedras se tornaban en claros-oscuros y los árboles formaban figuras chinescas bajo la luz de la luna llena. Ahora el parque estaba en silencio, el olor de la noche se hacía sitio invadiendo mis sentidos, la humedad iba creciendo, atravesaba mi piel, invadía mi cuerpo. Me sentía como si mis pies hubieran echado raíces y mis sentidos se confundían con la noche como si abandonaran mi cuerpo.

Desconozco el tiempo que llevaba en esta especie de trance cuando oí el primer sonido, como de cadenas. De nuevo lo escuché, ahora el sonido es más pronunciado y estoy seguro, son cadenas que se arrastran por el suelo, lo escucho por la izquierda, justo por el camino de pálidas piedras, pero no veo más que sombras inertes. Un golpe seco acompaña a las cadenas, otro más, ahora reconozco el sonido de un látigo. Un rugido es la respuesta al látigo, mi corazón se acelera aún más, mi pecho se encoge, no me muevo, no puedo hacerlo. De nuevo las cadenas, justo a mi lado, el látigo silba en mi oído, giro la cabeza y les veo muy cerca, me llega un aliento cálido y húmedo, están casi encima de mí: un oso y su domador. Pasan a mi lado, despacio, es imposible que no me vean pero ni siquiera me miran. Los latidos de mi corazón han alcanzado mi cabeza, todo mi cuerpo palpita, se estremece, cada latigazo me duele, con cada rugido tiembla todo mi cuerpo. El oso se estremece bajo el látigo, se revuelve contra el domador una y otra vez. Las cadenas ya no se oyen, no se mueven, el oso ya está libre. El látigo chilla desesperado, el domador también. Pálidos a la luz de la luna se entremezclan las figuras del oso y del domador. Estoy paralizado, solo mi corazón es capaz de moverse y lo hace con tanta fuerza que parece que me romperá el pecho. Veo alejarse a las dos figuras, se desvanecen, ya no se oyen los rugidos, ni el látigo, ni sus pisadas. Todo vuelve a ser silencio, a mis oídos sólo llegan los pálpitos de mis sienes. Despacio, muy despacio empiezo a recuperarme, estoy encogido en posición fetal y aún no me muevo, me iría corriendo pero el miedo me lo impide, hace frío pero estoy empapado en sudor.

Una mano sobre mi hombro me sobresalta y me giro a la izquierda, instintivamente me echo hacia atrás y golpeo dolorosamente mi espalda contra el árbol que tenía a mi lado. Mi camisa sobre mi pecho se mueve empujada por los latidos de mi corazón. El guarda de seguridad me mira sorprendido bajo la luz de su linterna que me deslumbra totalmente y cierro los ojos. "Y tú ¿qué haces aquí?, te acabas de meter en un buen lío, chaval", me espetó. Como puedo, le cuento lo ocurrido durante la noche, aún a riesgo de que piense que estoy loco o drogado.”¿No has oído nunca la leyenda del Campo del Moro?”, me pregunta con acento de algún país del este y continúa contándome que mucho tiempo atrás un oso y su domador húngaro desaparecieron en ese lugar y que según la leyenda, se aparecen en el Campo del Moro cada noche de luna llena.

Me tranquiliza diciéndome que no llamará a la policía y me ofrece ir con él a la caseta en la que pasan la noche los guardas. Voy recuperando la calma mientras camino detrás de él, mis piernas empiezan a obedecerme y mi cuerpo va dejando de temblar, llegamos a la caseta donde me tomaré algo caliente, el guarda entra delante de mí toma una taza de café con leche y me la ofrece. Mis piernas vuelven a temblar, mi pecho se encoge y mis sentidos me abandonan cuando bajo la luz de la caseta reconozco en el guarda al domador húngaro.


Pedro.