lunes, 25 de enero de 2010

LA VIA

LA VIA

Aquella mañana de sábado Marcos se miró fijamente al espejo. La imagen que vió le pareció más la de un moribundo que la suya propia. Las terribles ojeras, esa tez blanquecina, la mirada sin luz… ¿Dónde estaba aquel Marcos feliz? ¿Dónde estaba aquel tipo de treinta y muchos que radiaba energía constantemente?
—Hoy hace un año de la marcha de Gloria. —Pensó.
Un año de drama. Días y días de melancolías y odios. Melancolía por aquellos años compartidos con su princesa. Odios e incomprensiones porque ¿cómo entender que se marchara con aquel músico dejando atrás un amor incondicional y una pequeña de apenas dos años? ¿Se había vuelto loca? Loca de amor probablemente.
Marcos se sentó al borde de la cama. —No hay alternativa —se dijo a sí mismo. En la última visita, el psicólogo le había aconsejado que se tomase unos días de descanso. Según dijo, lo veía al borde de una profunda depresión. —Hoy se acabará para siempre la depresión—
Todo estaba fríamente pensado. Como había hecho algún otro día preparó la caña de pescar, la cesta… y se dispuso a acercarse hasta las rocas. Vivía prácticamente al borde del mar. Desde la ventana podía ver como las olas rompían en la playa. El sonido de un tren le sacó de su trance. El paso del tren, paralelo al mar, le interrumpió por un momento la preciosa playa que había ante él.
En realidad pescar nunca le había entusiasmado. Lo que siempre le había maravillado era sentarse en aquellas rocas y mirar hacia el horizonte, pensando en no pensar. Invitando con la mirada, a los pasajeros de los trenes que pasaban a su espalda, a soñar con él aquel inmenso mar. Siempre había sido un romántico.
Mientras se dirigía hacia las rocas pensó en su pequeña. Laura tenía casi tres años. Todo amor y dulzura. Se estremeció. Pero ahora no podía flaquear. Tomó un camino que le llevaba hacia un cañaveral junto a la vía, debía cruzarla para llegar a las rocas. —Laura, mi pequeña…— Siguió adelante. Laura estaba hoy con los abuelos. Marcos les había pedido que se quedasen con ella para así poder hacer unas compras e ir a pescar. A pescar… Colocaría la caña, dejaría la cesta y después… Bastaría con esperar a ver un tren a lo lejos y en el momento preciso…adelante. Y el fin. La caña, la cesta…todo apuntaría a un desgraciado accidente. Un accidente que le apartaría para siempre del martirio. Su seguro de vida daría a los abuelos algún dinero que les ayudaría con Laura. Había que estar frío. Un día Laura lo entendería…Su estado mental y su más que precaria economía, no era lo que él había soñado para aquel trocito de cielo de apenas tres años. No debía pensar más.
Llegó al borde de la vía y se dispuso a cruzar para situarse del otro lado. De repente vió, a pocos metros de allí, a un pequeño sentado en medio justo de la vía, inmóvil. No a mucha distancia, un tren se acercaba a toda velocidad. En ese tramo se dibujaba una ligera curva y aunque el maquinista viese al niño sería imposible que frenase a tiempo.
Tembló. Corrió hacia el pequeño y unos instantes antes de que el tren llegase lo arrancó de allí cayendo ambos del lado del mar golpeándose con las rocas.
—¿Qué haces? —gritó el muchacho llevándose las manos a la cabeza.
Marcos no contestó. El golpe había sido tremendo. Temblaba de la cabeza a los pies. Pasados unos segundos miró al muchacho y comprobó que al menos aparentemente estaba bien. Se asustó al ver sangre en sus manos pero rápidamente se dio cuenta de que sólo era un pequeño corte que se había hecho al impactar con las rocas.
—¿Estás loco ? ¿Se puede saber que demonios hacías ahí?
El pequeño no contestó. Se había sentado en una de las rocas y mantenía la vista fija en el mar.
—¿No me has oído? —le gritó Marcos entre asustado y enfurecido.
—Quiero ir con mi madre —contestó.
—¿Con tu madre? ¿Dónde está tu madre? —pregunto Marcos acercándose a él.
—En el cielo...
—Lo siento …
El chico se llevó las manos a la frente y dijo en voz muy baja:
—Hace cuatro años…al nacer mi hermana…murieron las dos..
—Vamos chico, acércate... Lo siento de verdad… ¿Cómo te llamas?
—Oscar
Marcos lo rodeó con un brazo por los hombros y dirigió su vista hacia el cielo. Tras unos minutos Marcos preguntó:
—¿Y tu padre?
No contestó. Había dejado caer su cabeza sobre el pecho de Marcos y lloraba en silencio.
—No hace falta que me cuentes nada si no quieres, pero puede que te haga bien hablar un poco.
Oscar levantó la cabeza mientras Marcos le secaba las lágrimas con su camisa.
—Mi padre lloraba cada día después de que muriese mi madre. El no me lo decía, pero yo lo oía desde mi habitación. Se enfadaba por todo y bebía. Hace unos días lo encontraron tirado en la calle… Ahora estoy con mis abuelos…
— ¿Cuántos años tienes Oscar?
—Once… casi doce.
Marcos se sentó frente a Oscar y lo abrazó. Apartándose de él puso sus manos sobre sus hombros y le miró a los ojos. Aquellos ojos verdes, llenos aún de lágrimas le hicieron sentir escalofríos.
—Escúchame atentamente Oscar. ¿Hablas con tu madre a veces?
Oscar le miró con la inmensa ternura que desprende una mirada de once años. Marcos notó una luz especial en aquellos ojos al escuchar su pregunta.
—Si…hablo con ella muchas veces.
—¿Y qué le dices?
—Que quiero ir con ella.
—¿Y tú sabes qué quiere tu madre Oscar?
El chico le miró intrigado.
—Yo creo que tu madre lo que más desea es que te hagas un chico mayor y seas muy feliz. Mira Oscar, algo me dice que tu madre me ha traído hasta aquí para sacarte a tiempo de la vía.
El chico escuchaba como embelesado las palabras de Marcos mientras le miraba fíjamente.
—¿Cómo se llamaba tu madre?
—Alba —contestó el muchacho mientras se pasaba el puño del jersey por los ojos.
—Alba…seguro que era muy guapa.
—Si mucho —contestó el pequeño con una ligera sonrisa.
—Haremos una cosa Oscar.
—¿Qué?
—En primer lugar iremos a casa de tus abuelos que deben estar muy preocupados.
—Si…
—Si quieres, a partir de mañana tú y yo vendremos a pescar siempre que podamos.
Oscar asintió mirando a Marcos, mientras éste intentaba hablar sin que estallase el tremendo nudo que se había apoderado de su garganta.
—Un día —prosiguió—, cuando seas mayor, te demostraré que tu madre ha querido hoy, que ni tú, ni yo, nos quedásemos en mitad de la vía.

Conrado Sánchez