Es un pelín largo, pido disculpas
AL ANOCHECER
Cuando dejaron libre la mesa de billar, que no era otra cosa que un mueblucho negruzco con un tapiz desgastado por años incontables de uso, apenas si quedaban un par de clientes en aquel antro. Ellos eran dos, el uno, un hombre de mediana edad, con unos gastados tejanos, una camisa negra arremangada por debajo de los codos y unas camperas muy gastadas, corpulento, cabello muy corto peinado a cepillo y facciones duras acentuadas por una barba de tres días. El otro, un hombre bastante más mayor que el primero, larguirucho y flaco, que vestía unos devencijados tejanos manchados de grasa, una camiseta blanca de tirantes llena de mugre, una bambas y tenía el cabello muy canoso y largo, recogido en una coleta, poco favorecido por la corta barba cana. Estaba lleno de tatuajes. El más joven de ellos se movía con decisión y soltura, y tenía una mirada directa y franca, de esas que uno sabe que no ocultan nada. Transparente como el cristal, decía exactamente lo que se veía en ella. El otro cojeaba ligeramente con la pierna derecha, y aunque no eludía un cruce de miradas, se mostraba cauto y su expresión permanentemente neutra, como curtida por años de poker, no dejaba adivinar sus intenciones.
Tan solo se veían, al fondo del local, y camuflados entre la espesa humareda del tabaco, una pareja de jóvenes bajo la luz de una desvencijada lámpara de mesa, y, cerca de la entrada, aquel tipo de la cicatriz en la ceja, que no cesaba de mirarles descaradamente desde que habían entrado un par de horas atrás. Por la pareja no había que preocuparse, eran a todas luces una profesional del ramo del placer rápido y un casado en busca de una satisfacción rápida, pero el de la cicatriz podía suponer un problema. Se le veía bregado en la vida, resabiado, llevaba escritas en la mirada miles de trifulcas y detenciones, tatuado en el brazo algo ininteligible, obra de un alfiler y un tintero barato, y sobre todo, tenía una hilera de vasos de bourbon vacíos delante de su mugrienta y ajada barba. A través de su camiseta caqui sin mangas se evidenciaban sus recios hombros y una incipiente barriga. Años atrás, seguramente le habrían tomado por un borracho mas, pero todo este tiempo dedicado a la delincuencia, saltando de penal en penal, haciéndose conocer por todos y cada uno de los funcionarios de las instituciones penitenciarias, les habían enseñado a analizar hasta el ultimo detalle de cuanto les rodeaba, a distinguir entre el fondo y la forma de las cosas. Más listos que el hambre, no pasaban nada por alto. Así habían sobrevivido desde hacia mucho. Afortunadamente, sabían lidiar con elementos de su misma calaña, y tratar con machos- alfa como aquel.
Se acomodaron en la barra, aunque hablar de comodidad en referencia al par de taburetes que maltrataban sus posaderas era ser muy optimista. Ya con un par de cervezas en la mano, entrechocaron los cuellos de las botellas en un gesto característico en ellos.
Por un futuro -, susurró el mayor de ellos, como si tuviera mucho respeto a lo que decía.
Por un futuro.... mejor -, matizó con voz grave el otro.
Aun crees que eso es posible - se sorprendió irónico el primero – a pesar de todo este tiempo...
Si, lo creo – le respondió con seriedad el segundo -. Si no, que diablos hacemos aquí? En la cárcel vivíamos como reyes. Si luchamos para salir, si no nos escapamos como las últimas veces, ha sido para no tener que pasar la vida huyendo, escondidos, para poder llevar una vida normal. Al menos ese es mi motivo, y creía que el tuyo también...
Joder, el filósofo con traje de rayas – acentuó su ironía -. Míranos tío, somos ex presidiarios, tenemos antecedentes para escribir una novela...
Tal vez deberías – interrumpió con humor el corpulento – igual descubrías tu verdadera vocación.
-No me jodas, sabes cuantos años tengo?-
-Venga hombre, he leído verdaderos poemas tuyos en las letrinas!-
Los dos se miraron un segundo directamente a los ojos, y estallaron en carcajadas, que poco a poco se fueron apagando.
En serio, que piensas hacer ahora?- se interesó el mayor tras arreglarse la coleta.
Hay alguien a quien quiero encontrar – respondió el más joven, con tanta sinceridad que casi abruma a su contertulio.
Cuentas pendientes? – arqueó una ceja y sonrió de medio lado, dejando ver la falta de una muela, cosa que todavía lo afeaba más – Creí que hace un momento hablabas de empezar de cero, de cambiar de vida – Hizo una breve pausa - Deja que te cuente algo. Hace unos años conocí a un tipo en la penitenciería de Tucson. Levantaba coches en los barrios ricos. Le rebajaron la condena por buen comportamiento. Me lo encontré un año más tarde en el bloque C de Heavendoor – y le dio un tono severo pero divertido, mientras le miraba como incrédulo - llevaba fuera dos días cuando trató de hacerse con un mustang en el parking de un centro comercial. – Negó con el gesto, como remarcando lo evidente - Hazme caso, chaval, la cabra tira al monte.
Nada de cuentas pendientes. Eso se acabó – Su expresión se volvió sombría, triste – Recuerdas que te dije que no tenía a nadie fuera? – Le sostuvo la mirada - Te mentí. – confesó mientras miraba algo avergonzado, esperando la reacción del otro - Todos estos años, hay alguien que no ha dejado de escribirme todos los meses, preocupándose por mi, dándome ánimos, esperando.
Vaya, me alegro por ti – apuntó con sorpresa, y su tono se tornó algo irritado cuando le preguntó: - Por qué cojones nunca me has dicho nada? Es que no hay confi, chaval? Por qué motivo me has ocultado algo así?
No podía decirte nada ahí dentro – contestó llanamente, con la vana esperanza de zanjar el tema ahí.
No “podías”, o no querías? – interpeló su compañero más irritado.
No podía revelarte eso, no tenía idea de cual sería tu reacción – el hombretón se mostraba algo nervioso.
Después de años de compartir celda? Eso me ofende, chaval – espetó el viejo ya visiblemente enfadado.
-No, no podía saberlo. No era prudente revelarte todo esto, porque... – Detuvo ahí la explicación. Lo que venía a continuación era lo bastante delicado como para no revelarlo, salvo en caso de extrema necesidad. Pero ese viejo y él habían sido un buen equipo mientras estuvieron encerrados, y aunque por un lado nunca confiaba del todo en nadie, por el otro comenzaba a sentir que, ya fuera de la cárcel, podía hablar con más libertad. Ya nadie podía tenderle una trampa en los lavabos o en el gimnasio, ni debía prepararse para que su vida fuera aún peor de lo que ya era.
-Porque me hubiera alegrado por ti, imbécil?-
Midió las palabras antes de responder, tratando de hallar una forma de dar la explicación sin darla, o tal vez de hacerlo de una forma discreta, o que no le sonara mal a su viejo compañero, un modo de hacerle comprender sin dejar recodos oscuros, ni cabida a los malos entendidos, a interpretaciones alternativas de hechos pasados. Pero su personalidad no le permitía andarse por las ramas. Era como su mirada: cristalina y sincera. Que sí, era que sí; que no, era que no. Esto le había traído muchas complicaciones, y algunos de sus ingresos en los penales fueron motivados por hechos que partían de esa maldita premisa suya. Así, decidió contestar simple y llanamente con la verdad:
-Porque hubieras acabado por descubrir que se trataba de un hombre – Clavó en su compañero una mirada seria y expectante, a la espera de su reacción.
Vete a la mierda, Montana – replicó agriamente – ¿Tu crees que a estas alturas...
Jamás se llamaban por el nombre, era una regla fundamental entre los presos. Era poco discreto y más aún cuando podían estar escuchando hasta las paredes. Eso incluía sobrenombres, alias, apodos y en general, cualquier referencia personalizada que se hiciera de alguien. Había fórmulas mucho más discretas para referirse a alguien, desde un gesto con la cabeza, o un simple “oye, tú”. Escuchar su apodo de labios de su compañero lo ofendió tanto que su gesto se crispó en una mueca desafiante. Entrecerrando los ojos, se levantó despacio del taburete. Sin embargo, un leve ademán con la mirada que hizo el otro lo retuvo en el acto, apagó las llamaradas en sus retinas, que casi quemaban de verdad, y disipó la disputa como si nunca hubiera pasado nada.
-Creo que va a haber baile de graduación – susurró con aspereza y cautela mientras su huesuda mano asía disimuladamente el botellín de cerveza.
-¿Qué esta haciendo? – Interrogó Montana con una sencilla mueca apenas perceptible, mucho más evidente que cualquier palabra, en clara referencia al tipo de la cicatriz. Estaba de espaldas a él y no podía verle.
-Nada aún. Pero ha pedido otra copa – Bajó todavía más el tono de voz – he podido verle el otro brazo – y, mientras se giraba hacia la pareja de la mesa e instaba al otro a hacer lo mismo, concluyó: - y está muy pinchado por ahí – haciendo referencia a la cantidad de tatuajes que tenía el otro.
-Arte carcelario? – pregunto Montana, ahora si con un ronco susurro.
-Para nada. Un trabajo muy fino. Definido, minucioso, y esas formas, ese estilo...Solo conozco una persona que trabaja así, y no suele pinchar a cualquiera – dijo mientras se enroscaba hábilmente la coleta en un esperpéntico moño, cosa que solía hacer para evitar que lo sujetaran por el pelo en las peleas.
-Bandas?
-Eso creo. Un aspirante.
Ambos sabían cómo alteraba eso las cosas. Dejando aparte toda la experiencia que pudiera tener, tanto alcohol y su status dentro de una banda convertía el riesgo que habían calculado en certeza, puesto que la prioridad de cualquier aspirante a ser miembro de pleno derecho tenía como objetivo hacer méritos. En un mundo donde gobernaban los más inteligentes, pero donde uno de los principales requisitos para todos era conseguir ser respetado basando ese respeto en el miedo y el temor, la violencia era el recurso más habitual.
-Y si alguno de la banda anda cerca, la cosa va a ponerse fea de verdad con rapidez – sentenció el viejo apretando más fuerte la mano en torno al cuello del botellín.
-Deberíamos largarnos de aquí ahora mismo – propuso con sensatez.
-Sabes una cosa, chaval? Creo que tienes razón – le respondió, enfatizando el comentario con un fugaz gesto de las cejas.
Dejando algunas monedas sobre la gastada y pegajosa madera que llevaba media vida siendo un piojoso mostrador, se dispusieron a marcharse. Como si todo estuviera minuciosamente planeado, no apuraron sus cervezas, dejándose deliberadamente un último trago, excusa que utilizaron para llevar en la mano los botellines hasta el otro extremo de la barra, al lado de la puerta. Para entonces, el detalle no había pasado desapercibido. El barman, haciendo gala de unas magníficas aptitudes de escapismo, dignas del mejor profesional, se esfumó misteriosamente, y el de la cicatriz hizo como que iba a lo suyo mientras se acercaban. Ambos percibieron el gesto y calaron el engaño inmediatamente.
-Mierda! – escupió Montana como para sí, girando la cabeza a la derecha.
Su compañero caminaba con calma, pasando distraídamente la mano izquierda sobre la barra, acercándola con cada paso a un cenicero metálico que había un poco más adelante. El de la cicatriz mantuvo la pantomima unos segundos más, mientras dejaba caer despacio su brazo derecho, que un momento antes estaba apoyado delante de los vasos vacíos.
-Oh mierda, ha cogido alguno? – se preguntó Montana, a quien ese detalle se le había pasado por alto.
Giró con presteza la mirada a la derecha. Toda esa pared era un panel de espejo. A pesar de que estaba sucio, medio comido por la humedad, y de la multitud de objetos supuestamente decorativos que había colgados a lo largo de la superficie, llegó a ver la imagen del tipo duro de espaldas, y una forma abultada en el bolsillo trasero de sus jeans, el de la derecha.
-Eh, viejo, tienes unas monedas? – espetó el de la cicatriz. Su voz sonó pastosa y vacilante, tomada al asalto por la cantidad de bourbon que llevaba en el cuerpo. Se había girado hacia ellos.
“Empieza la fiesta”, pensó el mayor de ellos sin detenerse, y tratando de disimular su cojera; absurdo gesto, dado que a estas alturas un personaje experimentado como aquel, haría rato que se había fijado, y le respondió: - No amigo, esta noche ya no. – Sonó sereno y casi amigable. El ambiente empezaba a poder ser cortado a cuchillo, denso como una gelatina acre de sabor amargo y olor a sudor y tensión.
-Tu no eres mi amigo – respondió ceñudo y espeso el otro, mientras se levantaba del taburete despacio.
Iniciada la primera fase de la trifulca, y consciente de que, debido a la proximidad entre todos ellos, la transición a la segunda iba a ser muy veloz, Montana trató de apartarse un poco a la derecha, para llegar hasta la puerta y poder colocarse a la espalda del tipo. Pero este tiró como sin querer el taburete al acabar de levantarse, entorpeciendo la sutil maniobra, y sin apartar los ojos de la mirada inexpresiva del más mayor, le dijo:
-A donde crees que vas, hijo? – Su voz sonó ahora nítida, profunda, pero sobretodo limpia de trabas y serena como la de un locuaz presentador de radio.
Los tres desviaron una fracción de segundo la mirada hacia la barra. Montana y su compañero se dieron cuenta tarde de la trampa. Habían allí expuestos sobre una docena de vasos, pero solo unos pocos tenían manchado el fondo. El hombre de la cicatriz sonrió maliciosamente y los otros dos, dejados en evidencia, apretaron los dientes. Ahora era probable que tuvieran que tener presente también al camarero desaparecido. Se ciñeron a la derecha, para separarse de la barra y evitar un golpe por sorpresa.
-Aparta, gordito, antes de que te dé por el culo – amenazó Montana con su vozarrón grave y profundo, tratando de atraer la atención del pandillero, ya que su compinche estaba más a la izquierda, y por tanto, pendiente de lo que pasara en la barra.
-Mi culo es un garaje donde no vas a aparcar tu Crysler Salchicha, chico duro – le respondió sarcásticamente este, mientras sacaba la navaja del bolsillo y la abría con inusitada maestría. Era un arma oriental tipo mariposa, de esas que se voltean en la mano varias veces, cambiándola de ángulo para poder abrirla sin cortarse.
Dejó de olerse a ceniza y tabaco, a alcohol y a sudor, y por un momento que pareció una eternidad, el silencio más absoluto se adueñó del entorno, y todo salvo los tres contendientes pareció quedarse a oscuras, como si estuvieran suspendidos en un extraño vacío y no pudiesen hacer nada salvo desafiarse con miradas, gestos y bravuconadas. Luego, ese vacío se concentró en sus estómagos al tiempo que los niveles de adrenalina se disparaban, sus venas se hinchaban, sus corazones latían con fuerza en sus pechos preparándose para la acción, y sus músculos de tensaban, a punto para actuar.
Y comenzó la locura. Montana blandía la botella con la izquierda y su compañero con la derecha, ya que la zurda había aferrado el cenicero de metal. Pendiente a la vez de la barra y del sujeto armado, de mala complexión y mayor edad, era la víctima idónea, así que el primer intento de estocada fue para él. Fintó a la izquierda pivotando sobre esa pierna, ya que la cojera no le permitía hacerlo al revés, haciendo rechinar sus suelas de goma. El ímpetu de la pirueta lo arrojó contra la barra, donde se golpeó los riñones, pero evitó ser apuñalado. Montana le había arrojado al navajero la botella, que le alcanzó en pleno rostro, abriéndole una brecha en la nariz y derribándole. Más que la finta, fue esto lo que impidió el acuchillamiento de su compinche. El otro se incorporó con mucha fiereza, gruñendo, pero calmando la respiración y templando los nervios. Mientras uno rompía su botella contra la barra, el otro se hacía con un taburete. Ambos vieron al tercero a la espera, como estudiándoles. Pero no era eso lo que hacía. Esperaba algo. Esperaba al camarero. Y ellos no podían esperar. Cada segundo incrementaba la posibilidad de que aparecieran más contrincantes. Saltaron sobre él como dos panteras famélicas, y ante la imposibilidad de defenderse trató de esquivarles, pero al evitar que le rebanaran el costado con la botella rota se puso directamente en la trayectoria del taburete de Montana, que lo desarmó. Sin tiempo a recomponerse del embate, el viejo de la coleta se le echó encima y ambos rodaron por el entarimado hasta cruzar la puerta y rebotar en los escalones que bajaban a la calle. Apenas eran media docena, pero los dos recibieron impactos y brechas suficientes para dejarlos exhaustos unos cuantos segundos. Montana apareció en el marco de la puerta, con la navaja en la mano, y comenzó a bajar los escalones con decisión. Lo que su compañero podía leer en sus ojos, tan claramente como se lee una pancarta gigante, era que su intención no era la de matar, pero que le iba a dejar un recuerdo imborrable. Tras él, salió corriendo la pareja, que se esfumó entre las sombras de los callejones, cada uno por su lado.
Antes de que Montana llegara a bajar los últimos escalones, el navajero se lanzó de pronto sobre el otro, profiriendo un grito atronador, que retumbó en la calle como una tormenta de sonido gutural y rabioso. El de la coleta, muy acostumbrado a las acometidas de tipos más grandes y fuertes que él, simplemente se agachó e hizo un hobillo en el último momento, haciendo tropezar al pobre iluso. Con lo que nadie contaba era con la forma en que este último se estrelló contra la pared, doblando su cuello por el impulso contra los ladrillos, y adoptando con un crujido seco una posición imposible. Cayó en el acto al suelo, desparramándose como un montón de carne inconexa y membrillosa, y con un ruido sordo y apagado se quedó inmóvil.
Montana bajó los brazos lentamente mientras su cuerpo perdía la tensión, y dejó resbalar entre sus dedos la navaja. Se llevó una mano a la frente y la hizo deslizar hasta la nuca despacio, sin prisa ni consciencia, demasiado absorto en la clara idea que le estaba gritando desde el fondo de su mente.
-Joder, mierda, joder! – se lamentó rabioso el viejo, que movía renuentemente la cabeza.
-No hay nada que se pueda hacer, - dijo Montana mientras examinaba con experimentados ojos el cadáver desde lejos, - tu lo sabes, ambos lo sabemos – Su voz sonó sin expresión alguna por primera vez en su vida.
Si nos relacionan con esto, adiós a la condicional, y ves preparando el culo para que se haga viejo entre rejas.
-Ha sido un accidente... – murmuraba vacío de expresión Montana.
-Ha sido un homicidio, aunque haya sido involuntario. Venimos de donde venimos, y no hay credibilidad en este mundo para nosotros – le respondió su compañero con frialdad y un léxico técnico que pocas veces empleaba. El peso de la culpa ensombreció su mirada. – Ni testigos ni nada que pueda apoyar nuestra versión. Aunque está claro que el camarero no estaba con él, y el numerito de los vasos solo ha sido eso, no creo que testificara a nuestro favor, pero sí puede identificarnos, él y los dos tortolitos de la mesa. Estamos vendidos.
-Una puta y un casado? Ni en broma van a meterse en este embrollo.
-Sabes tan bien como yo, chaval, que esos son fáciles de acojonar. Una noche o dos a la sombra, y cantarán como pajaritos.
-Solo el camarero de los cojones puede implicarles en el asunto.
-Y qué sugieres – interpeló el viejo – que le demos matarile? Ni tu ni yo hemos pelado a nadie en nuestras jodidas vidas.
-Podemos huir – propuso sin ánimo Montana.
-No, eso no va a pasar – La expresión de su rostro cambió, se volvió más dura, más impertérrita, más severa y autoritaria. Se acercó al cadáver y rebuscó en sus bolsillos. – Juraría haber visto un chaleco colgado... Ajá! - Le lanzó algo a su compañero, y cuando este lo tomó en el aire, vio que eran unas llaves. – Coge la moto de este infeliz y lárgate. Yo me ocupo de esto.
-Tu te metes algo, no? De eso nada. O salimos de rositas los dos, o los dos a chirona.
-No es una opción discutirlo, chico – Le habló con serenidad, pero casi amenazante.
-Ni hablar, o te vienes conmigo o yo me quedo.
Montana se sentó en los escalones del bar. El hombre de la coleta se aproximó a él.
-Tu te montas en esa moto y borras tu fea cara de aquí ahora mismo – le dijo irritado mientras trataba de asirle por el brazo para levantarle.
-Te he dicho que me quedo. O eso, o te llevo conmigo.
-Estas sordo o algo por el estilo?! Levanta el culo de ahí y no pierdas más tiempo!- le gritó iracundo y ya sin un ápice de paciencia.
-Y tu? Que es lo que vas a hacer tu? – interrogó Montana retador.
-Yo me ocupare de que todos sepan que a este pollo lo he desplumado yo, incluyendo al camarero.
-Pero eso será la perpetua, no seas absurdo... – le replicó incrédulo Montana, haciendo aspavientos.
-Oh, me partes el corazón.... – ironizó – Piensa, maldita sea! Soy el abuelo de la cárcel. Ya era el rey del penal, y volveré a serlo. No va a ser tan terrible, no podrán acusarme de asesinato.
-Pero por qué? Por qué quieres hacer algo así? – preguntó Montana sin comprender.
-Soy muy mayor para cambiar de vida. – su voz sonaba ahora abatida, carente de ilusión. - Me defiendo mejor en la cárcel que en la calle. -Además...- se interrumpió.
-Además...? – susurró Montana animándole a hablar. Se hizo el silencio, un silencio más largo de lo deseado, que empezaba a incomodarlos a ambos.
El viejo permanecía con la mirada perdida, como si buscara palabras nunca pronunciadas por sus labios, mientras que su compañero desvió la mirada hacia el cielo, un cielo oscuro, penetrante, cincelado por una miríada de estrella y una luna llena, enorme y brillante, que casi se fraguaba en destellos sobre las veletas de los tejados. Bajo su níveo resplandor, las siluetas de las casas se esculpían en tenues sombras.
Además – añadió al fin - tu tienes a alguien aquí fuera, puedes iniciar una nueva vida – concluyó con franca bondad en sus ojos, una expresividad en la mirada desconocida del todo, de la que Montana no le creía capaz, - aún eres joven – le dijo con solemnidad. – Ya es tarde para mi, - le tomó del brazo - pero para ti aún hay aquí un mundo que te espera. Para ti, todavía hay camino para andar, y debes hacerlo sin barrotes - sentenció con un gesto afirmativo del mentón.
En ese momento se dieron cuenta de que eran más que simples compañeros de celda, que simples convictos unidos por un interés común, más que veteranos delincuentes cuyas vidas se habían cruzado tras unos barrotes por cosas del destino. En ese momento una realidad cobró forma en torno a ellos, envolviéndolos y haciéndolos más grandes de espíritu, más fuertes de corazón, en ese instante crecieron como personas. Eran amigos. Amigos. En la marginalidad en la que habían crecido, donde todo el mundo se movía por interés puro y duro, donde cada cual se guardaba sus propias espaldas o esperaba, y en muchas ocasiones tomaba por la fuerza, algo a cambio, la amistad era un concepto totalmente ajeno y foráneo, de lo que solo se tenía noticia por las películas, algo parecido a un sorteo cuyo premio se quedaba siempre lejos de casa, un bien ideado por otros, en un vano intento de evitar que los hombre y mujeres de las zonas deprimidas cayeran en la desesperanza. Los convencionalismos mundanos se vinieron abajo, las reglas de los bajos fondos dejaron de valer, y sus vidas, aunque de modos distintos, cobraron sentido en su interior por primera vez.
-Big-Chief, yo... yo no se qué decir – susurró Montana con la mente confundida, sintiendo una terrible lucha en su interior – Por una parte me largaría de aquí sin contemplaciones y pasaría de todo esto, pero por otra siento que si hiciera eso, aunque seas tu mismo quien me lo ofrece, te estaría traicionando.
-Montana, chico, ha sido un honor compartir estos últimos años contigo, y ha sido un honor también respirar contigo aire puro de nuevo – afirmó con un gesto de la cabeza, ejecutado con carácter -, pero si te quedas, si no te subes a esa moto y te marchas ahora, este lazo de sangre que acabamos de crear perderá la sustancia. – Miró al hombretón directamente a los ojos, a lo más profundo de su ser, y le habló desde el mismo lugar - Una vez te oí decirle a otro tipo que el destino baraja las cartas, pero que somos nosotros los que jugamos la partida. Te doy mis dos ases. Márcate un poker y despluma de una vez a los cabrones de los jueces y alcaides de todo el puto país. Véngate de la vida por mi.
Montana sintió como paulatinamente su voluntad cedía, pero se dio cuenta de que en absoluto era por la tentación de quitarse de encima aquel problema, sino porque de pronto fue consciente del valor real que tenía el sacrificio que su amigo iba a hacer por él.
-Big-Chief, jamás voy a olvidar lo que vas a hacer. Te juro que te sacaré de la cárcel – proclamó Montana con esa expresión suya tan característica que indicaba que sin duda alguna iba a hacerlo.
-Deja de decir chorradas sentimentales y pírate de aquí, grandísimo cabrón, antes de que me lo piense mejor y me largue yo.
Montana se dispuso a bajar el último escalón, que crujió levemente bajo su peso, pero se detuvo ante Big-Chief. Ambos se miraron a los ojos, y se fundieron en un efusivo abrazo, palmeándose la espalda con fuerza. Cuando se separaron, Montana dio un par de pasos y se giró de nuevo hacia las escaleras, por las que su amigo ya subía renqueante.
-Que tengas suerte. – le dijo. Y enfatizando deliberadamente la frase, añadió: - Hasta muy pronto.
-Adiós, chaval. Ten cuidado.
Aparcada a unos cuantos metros del bar había una vieja Chopper, de aspecto algo descuidado pero elegante en su sencillez. Era poco más que un motor Harley, un chasis, un manillar tipo cuelgamonos, y una horquilla larguísima. El asiento era fino y rígido, de cuero marrón, la rueda trasera tenía aquella característica banda blanca en el perfil de los pneumáticos antiguos. El conjunto de piezas ofrecía una imagen poderosa. Montana se montó en ella con respeto, y antes de que pudiera enderezarla, una voz se escuchó a sus espaldas:
-Eh, chaval !
El hombretón se giró a tiempo para atrapar una masa informe y aleteante que volaba hacia él. Era un chaleco de cuero negro, el chaleco del pobre imbécil que unos minutos antes se había descoyuntado el cuello contra la pared, y que, desde la puerta del bar, su amigo Big-Chief le acababa de arrojar. Asintió a modo de agradecimiento y se puso la prenda. En un lado había un paquete de tabaco y un encendedor de gasolina, y en el otro unas gafas de sol, las clásicas Rayban de espejo.
Cuando encendió el contacto, sintió todo el poder de aquella bestia con ruedas bajo él, las vibraciones lo sacudieron, y el contundente pistoneo lo ensordeció un momento. Se puso las gafas, y luchando para no mirar atrás, tiró del embrague, metió la marcha y se marchó. No vio que un tipo delgado y mugriento con una coleta grisácea lo miraba alejarse son una franca sonrisa de felicidad en los labios.
Conducía aquella moto, rápida como la pólvora, cosa que nunca hubiera dicho, mientras despertaba a todos los animales de los alrededores. Los perros ladraban, los caballos taconeaban nerviosos, y el ganado se arremolinaba en los corrales. La primera lágrima adulta que resbaló de sus ojos, lo hizo aquella noche, mientras dejaba atrás al único amigo que había tenido. Cuando la amistad es verdadera, perdura en el tiempo, aún en la distancia. Sabía bien que Montana y Big-Chief serían amigos de por vida, incluso si jamás se veían de nuevo. Fue una sensación reconfortante asumir que en la vida también había cosas buenas, cosas que valía la pena experimentar aunque su llegada se retrasara decenas de años, y su búsqueda y el camino para llegar a ellas fuera un doloroso calvario. Algo nuevo brotó en su interior, algo que calmaba su dolor, daba sentido a toda una vida de penurias, y abría los caminos del futuro ante sus ojos. Ahora había luz al final del túnel, ahora había esperanza.
Juanmi, Taller de Escritura Creativa