viernes, 19 de junio de 2009
"D" de Derrota
miércoles, 13 de mayo de 2009
La nota de don Celestino (2)
- Habrá que poner una máquina repartidora de turnos - apuntó don Ernesto para gozo de todos los presentes.
Después, en cuanto las risas fueron decayendo y el repertorio de ocurrencias ya no daba más de sí, cada cual se marchó a lo suyo y la portería recobró su habitual tranquilidad de todos los días.
Y lástima que se fueron. Porque la aparición de aquella joven, pocos minutos después, hubiese sido para ellos como el segundo acto de aquel espectacular día. !Vaya personaje!Con sólo ver cómo iba vestida se hubiesen partido de risa. Llevaba una falda hasta los pies, de una tela que parecía recortada de una cortina, de aquellas que combinaban con esos papeles de pared de grandes motivos geométricos y colores anaranjados que se pusieron de moda en las casas de los años 70. Una falda como esa, no se encontraba ni en los mejores puestos del Rastro madrileño. !Y la blusa! Si les hubiese dicho a los vecinos que más que una blusa era un mantelito de punto de cruz, con el dibujo de un osito y dos tirantitos que la mantenían a duras penas sobre sus hombros, no se lo hubiesen creído. Pero así era.
- Buenos días. ¿Celis Mor, vive aquí? - me preguntó con voz aguda. Pronunció las palabras tan de prisa, como de corrido, que no pude entender ni una. Parecía nerviosa.
- ¿Perdón señorita, cómo dice?
- Celis Mor, el famoso cantante de boleros. Me han dicho que vive aquí - me dijo, esta vez más despacio, mientras se apartaba un mechón de su negro cabello que se balanceaba indómito por su frente.
¿Celis Mor? Si me hubiese preguntado por ese nombre antes de la sorprendente aparición de Don Celestino, la hubiese enviado a tomar viento fresco. Pero el nombre de Celis, todavía resonaba en mis oídos. Y eso me hizo suponer que la joven estaba preguntando por Don Celestino. Lo del apellido Mor me resultó del todo inexplicable. Que yo recordase, y su buzón me lo certificaba cada vez que depositaba la correspondencia, Martínez Esponja eran sus apellidos. Y lo de famoso cantante de boleros me intrigó de tal forma que pensé en preguntarle al señor Uriza tan pronto como lo viese. Nuestro presidente sabía más que nadie sobre las actividades pasadas y presentes del vecindario. Algo así, tenía que saberlo. Y si no, no le costaría nada averiguarlo.
- Verá, aquí vive un tal Celestino Martínez, pero no creo que sea quien está buscando - le dije.
- Pues en el teatro me han dicho que es aquí - insistió la joven.
De su bolsito de tela a juego con la falda extrajo un papel y me lo mostró. Era un gastado pasquín en el que con grandes letras modernistas aparecía el nombre de Celis Mor y la fotografía de un Don Celestino de apenas veinticinco años, en una bailarina pose, con el tallo de una rosa entre sus labios y vestido con uno de esos planchados trajes que hasta el día de hoy siempre había llevado. A pie de foto, ponía “Los mas románticos boleros, la voz más aterciopelada”.
No había duda, Celis Mor, el seductor cantante de boleros de la fotografía, era Don Celestino.
- ¿Vive aquí o no vive aquí? - dijo la joven, y repitió la frase dos o tres veces en apenas dos segundos.
No me dio tiempo a responder porque en ese momento, el portal se abrió y apareció él.
- Esta joven pregunta por un tal Celis Mor, ya le he dicho que... - le dije, pero me interrumpió.
- ¿Y qué desea una joven tan guapa y elegante? - dijo don Celestino, para mi sorpresa y estupor. Miró y sonrió amablemente a la joven. Esta se había quedado muda, con la cabeza hacia arriba, mirándolo con ojos tan grandes como los del osito de la blusa. Temí que el mantelito de punto de cruz se cayese de sus hombros, de tan encogida que estaba.
- Pero no nos quedemos aquí. Vamos a sentarnos y me explicas qué te ha traído por aquí - dijo don Celestino, dándole tiempo a la joven para que se sobrepusiese a la impresión. Muy caballerosamente, la cogió de un brazo y la acompañó hasta el sillón de dos plazas que había junto a la escalera. Ahí tomaron asiento.
!Cuánto me hubiese gustado tomar asiento con ellos para poder escuchar lo que ahí se estaba hablando! !Había tantas cosas que descubrir de don Celestino! En una sola mañana, se me habían revelado unos pocos trazos sueltos de una curiosa biografía. !Y quién no quisiera saber más? Indudablemente, por discreción y respeto, me mantuve alejado y me dediqué a mis habituales quehaceres en la portería. Sin embargo, no pude evitar escuchar algunos fragmentos de conversación. La joven habló de cuánto le gustaban sus boleros, que en el teatro en que trabajaba todavía conservaban sus pósters y que para ella era un sueño estar con él. Don Celestino parecía rejuvenecer por momentos, cuando recordó sus glorias pasadas, sus actuaciones en fiestas, güateques y pequeños teatros de Madrid. Y creo que al final la joven le preguntó si podría darle clases de canto, ya que quería convertirse en una gran estrella.
- Tendré que pensarlo. Aquí, en esta portería, no es el lugar más apropiado - dijo don Celestino, paseando su mirada por el espacio de la portería.
- Podría venir yo a su casa - sugirió la joven.
- Eso no es posible - dijo secamente don Celestino poniéndose de pie. De repente, todo su entusiasmo y su jovialidad se trastocaron. En su rostro, ahí arriba, apareció su habitual expresión seria y distante. Se alisó el flequillo, intentó plancharse con las palmas de la mano la americana de alpaca y acompañó a la joven hasta el portal. Esta salió a la calle, como expulsada por una invisible oleada de rabia. “Podría venir usted a mi teatro. Pregunte por mí, me llamo Patricia Ramirez”, fue lo último que alcancé a oír.
Don Celestino despegó de un tirón la nota del cristal del portal y subió silencioso y apesadumbrado las escaleras y se encerró en su piso.
Ignasi Raventos
Curso de Narrativa
Ejercicio de personajes que buscan, espían, ocultan
martes, 24 de marzo de 2009
El secreto de Howard Carter
Aquella noche, acurruqué mi cuerpo bajo las sábanas, agradeciendo la frialdad de mi almohada, ya que la cabeza me ardía con los datos sobre la maldición de “la imagen viva de Amón” que había estado recopilado para hacer un relato corto.
Desperté sobre una gruesa alfombra, sabiéndome dormido. Estaba en una tienda de campaña, cuya entrada era ligeramente azotada por el frío viento nocturno del Sahara; a través de ella, vi como una figura se aproximaba desde una negrura abismal. Di un paso atrás, ya que por su avance vacilante bien podría haber sido una pesadilla de putrefacción que reclamara mi carne; pero lo que entró fue un niño aterrido de frío, cojeando con dificultad apoyado en una muleta de madera. Tenía la cabeza gacha, rapada. No tendría ni diez años. Me miró con unos ojos cargados de tristeza, blanquísimos, perfilados de un negro casi igual al de sus pupilas.
—“Ven” —dijo, con una voz poderosa y regia, mientras me ofrecía su mano. Avance hacia él y, al tomarla, me encontré en otro lugar: Putney Vale, en el extrarradio de Londres; un cementerio gótico, digno de la pluma del irlandés Bram Stoker. Estaba al lado de una lápida negra con una inscripción de reminiscencias egipcias: “Pueda tu espíritu vivir, durar millones de años, tú que amas Tebas, sentado con la cara al viento del norte, los ojos llenos de felicidad” era 1939; el final del camino para Howard Carter, el descubridor de la tumba del joven faraón. ¡Que escaso séquito le había acompañado hasta aquí! Entre ellos destacaba una mujer morena vestida de luto, con un elegante abrigo de visón, un gran sombrero y cargada de joyas. Se agachó y depositó una figura en la tumba: un corazón de piedra.
—Nunca me fallaste. —murmuró. Miró por última vez la lápida y se giró para irse, soltando un casi imperceptible suspiro. Sé su nombre. Pero no lo puedo recordar.
La mujer se paró a los pocos metros, dándome la espalda. Había cambiado; se cobijaba bajo un abrigo liso bastante menos ostentoso, casi tubular y poco favorecedor de las curvas femeninas. El enorme sombrero no mejoraba el conjunto. Ni siguiera estábamos en el cementerio: nos rodeaban las cuatro paredes de una habitación de Hotel cargada de papeles y objetos.
Una puerta se abrió a mi espalda; un hombre moreno, con algo de sobrepeso y que rondaba la cincuentena, salió del cuarto de baño en mangas de camisa y tirantes, sobresaltándose al descubrir a la intrusa. Poco tardé en reconocer el espeso bigote y la gran nariz.
—¿Cómo ha entrado aquí? —preguntó Howard Carter, con un ligero temblor en la voz.
Ella se giró, mostrando su joven rostro y su corta melena ondulada y oscura. Su mano enguantada estaba jugueteando con los objetos colocados sobre una mesa: unas figuritas de oro con la cara del niño que no me suelta de su mano.
—El dinero abre muchas puertas. Supongo que no me dirás que estos objetos están registrados y que los estás estudiando ¿verdad? no soy imbécil, Howard.
La cara del hombre enrojeció de la rabia, pero terminó por bajar la cabeza.
La chica recogió los preciados objetos; después se acercó a Carter y se los introdujo en los bolsillos.
—¿No estás harto de que te humillen por tu falta de estudios y dinero? ¿Piensas ser un criado toda tu vida? Yo podría acabar con todo eso… y olvidar estas chucherías.
Carter miró los ojos oscuros e intensos de la joven. Tras un corto silencio, por fin habló.
—¿Qué tengo que hacer?
Noté la presión de los dedos del niño-Dios en mi mano y la habitación desapareció en medio del fogonazo rojo de unos pendientes de diamantes, alcanzados por el sol del atardecer. Carter los estaba dejando caer en la mano de un joven egipcio bien vestido, en un café del Cairo.
—¡Nadie se tragará todo eso! —exclamó el joven, reticente.
—Funcionará. Tú haz tu parte, si sabes lo que te conviene —le respondió Carter.
Un timbre estalló en mis oídos: un teléfono, una conferencia, los pasos de una joven criada antes de que pudiera verla cruzar una habitación forrada de roble y coger el molesto aparato.
—¡Señorita! ¿Quiere hablar con…? ¿Conmigo? —respondió, extrañada— sí, sí. Por supuesto que lo sé. Ya le dije que le debía un favor. Recuerdo donde está la jeringa, sí.
La mujer palideció; creí que iba a decir algo, pero terminó por colgar y alejarse del teléfono, mientras se frotaba las manos en el delantal.
Mi guía me transportó al exterior; estábamos a los pies de los dieciséis escalones que bajan hasta su tumba. Carter apareció caminando entre los trabajadores, precediendo a un hombre bastante mayor, delgado y bien vestido, que caminaba ayudado por un bastón. Sin previo aviso, Carter golpeó con la mano abierta la mejilla izquierda de su mecenas.
—¡Ah! Demasiado lento, amigo mío: me ha picado —dijo Lord Carnarvon.
—Debería ponerse Yodo: este lugar es muy insalubre.
—Ya sé que no cree en estas cosas, pero… ¿Se ha fijado que el faraón también parece tener una picadura de mosquito en la mejilla? ¡Y justo en el mismo sitio!
Carter rió la ocurrencia, mientras escondía entre sus dedos una fina aguja metálica, impregnada de un líquido pestilente. Lo siguiente que vi fue a Lord Carnarvon delirando de fiebre en el que sería su lecho de muerte. A su lado estaba la joven, sentada junto a la cama, a la luz de la luna.
—¡Tanto dinero despilfarrado! ¡Estúpido, estúpido viejo! —espetó.
En la habitación contigua, un reloj daba dos campanadas.
“Es la hora”, susurró la voz de Howard Carter. Observé como el elegante joven egipcio colgaba el teléfono y, tras levantarse con disimulo de su puesto en la central eléctrica, se acercó a unos interruptores de control y los cerró. Poco tardó el sistema en sobrecargarse y estallar, creando un efecto dominó de sobretensión que dejó todo el Cairo a oscuras.
“Es la hora”, dijo la voz de la joven, y volví a ver a la criada, alumbrándose con un candelabro mientras entraba en una habitación cuajada de libros. Avanzó hacia el Fox Terrier que dormía plácidamente cerca de los rescoldos aun calientes de la chimenea, empuñando en su mano derecha una primitiva jeringa de cristal llena de un líquido oscuro.
La perrita, que me recordaba mucho al Milú de Tintín, se incorporó extrañada y retrocedió cojeando sobre sus tres patas, mientras la criada depositaba el candelabro en el suelo. Después, con un rápido movimiento, la mujer atrapó el cuello del can, que empezó a ladrar como loco intentando escapar. El candelabro recibió una patada que lo hizo rodar y apagarse, dejándome a oscuras. Solo pude oír un lastimero aullido de dolor.
—Ya está, Susie. Ya está —murmuró la mujer entre sollozos.
Quedé en la oscuridad hasta que una diminuta llama tembló en el aire enrarecido. Fue suficiente para ver ante mí el perfil de madera del dios Anubis. Solo tuve que girarme para ver la caja dorada que servía de capilla a las vísceras del joven rey, protegida por las efigies de Isis y Selkis: estaba en la antecámara de la tumba. El niño se soltó mi mano, dirigiéndose al otro cuarto, hacia su sarcófago.
—¿Puede usted ver algo? —escuché.
—Si ¡Cosas maravillosas!
Me encaminé hacia el orificio del que provenían la luz y las voces y atravesé la pared.
Por primera vez vi a Callender, el egiptólogo que hacia sus propias investigaciones a algunos kilómetros de la tumba. A los demás ya los conocía: Lord Carnarvon, Carter y… la joven, que me miraba a los ojos, con cara de espanto; escapó de ella un grito agudo, que parecía no tener fin.
Desperté y de un golpe acallé al despertador. Eran las siete menos cuarto. Sobre la mesita de noche estaban las notas de mi relato, con las fotos. Tomé la superior. En ella, una chica morena me miraba descarada con sus ojos fríos. Parecía reírse de mí, sabiendo que jamás podría demostrar nada.
La gente quiere creer. Creerán la maldición que había arrebatado la vida al patrocinador de la profanación de la tumba de Tutankamón; se asombrarán al saber que al morir Lord Carnarvon toda la ciudad del Cairo quedó a oscuras, mientras su perrita moría tras emitir un quejumbroso aullido, allá en la lejana Inglaterra: con la mayor cortina de humo de la historia, Evelyn Carnarvon, la hija del Lord, había logrado el crimen perfecto.
sábado, 14 de febrero de 2009
Una partícula de luz (Microrelato)
Una partícula de luz nace de una pequeña estrella, zambulléndose llena de energía entre los océanos vacíos que separan los cuerpos celestes. Esquiva millones de restos de polvo, mil asteroides, se retuerce al bordear la enorme boca de un hambriento agujero, más que oscuro, negro; ignora los tenues y coloridos velos de diez nebulosas, adelanta a un cometa, esquiva el faro de un púlsar, no se deja deslumbrar por una supernova, evita el abrazo de algún planeta gigantesco, pero árido; por fin cruza un último mar de negrura y tiempo para, ya cansada, deslizarse sobre el hielo de los anillos de Saturno y, de la mano de la luz de la luna, alcanzar por Joan Villora Jofré Ejercicio con Subestructura del taller de Escritura Creativa 648 caracteres sin espacios; 786 caracteres con espacios
domingo, 8 de febrero de 2009
Mala hierba
Ignasi Raventós
lunes, 2 de febrero de 2009
Paraguas&volcán
En las diferentes estancias los muebles estaban perfectamente distribuidos, en el salón destacaba el sofá, Laura lo había seleccionado con todo cariño para que resultara cómodo e íntimo, en otro rincón del salón estaba situada la mesa y adosado a la pared una estantería con cajones donde todo lo que se veía estaba en perfecto orden, circunstancia que no se daba en lo que estaba dentro de los cajones generalmente mucho mas desordenado y caótico.
Curiosamente en un rincón del recibidor destacaba en sobremanera un paraguas, de aquellos que ya no están de moda, grande, robusto y negro, Laura cuando se divorció de su marido, hace unos años, fue una de las pocas cosas que se llevó de su antigua residencia, si le preguntásemos, quizás no nos sabría decir el por qué, pero se lo llevó con ella, durante sus años de matrimonio le había protegido de muchas tormentas y desde que en un momento determinado de su vida un aguacero la pilló desprevenida y la caló hasta su ropa más intima, siempre lo llevaba con ella aunque fuera de una forma inconsciente.
En este entorno Laura se encontraba a gusto y en cierta manera protegida de todo aquello que caóticamente depositado en los cajones tanto le atraía y que prácticamente nadie conocía.
Hace unos días, Laura conoció, a través de una amistad común, a Héctor, tuvieron una corta charla, pero lo suficientemente intensa para que se intercambiaran los teléfonos y quedaran en llamarse.
Desde aquel momento Laura de una forma inconsciente esperaba la llamada, Héctor, en cierta manera, le había impactado, pero ella sabía que con su paraguas estaba protegida de cualquier tormenta que se pudiera desencadenar, así pues que decidió acabar con la espera y tomó la iniciativa, marcó el número de teléfono de Héctor y conversó con el durante unos minutos, todo arreglado, le había invitado a cenar el viernes próximo en su piso y él había aceptado encantado.
Laura tenía claro lo que aquella invitación significaba, no era la primera vez que algo así ocurría, ni seguramente fuera la última, aunque en el caos de sus cajones las ideas seguían sin estar claras.
Tenía una habilidad extraordinaria para organizar este tipo de eventos, cena ligera, poca luz (las velas ayudan mucho), ambiente íntimo, charla distendida, café en el sofá, copita de cava y después lo que se terciara.
Sonó el timbre y curiosamente Laura se sobresaltó ligeramente, pero sin darle más importancia se dirigió a la puerta y la abrió, allí apareció Héctor que también había cuidado el momento y estaba muy atractivo, se dieron dos besos y Laura le invitó a pasar, cenaron tranquilamente mientras Laura más parlanchina de lo normal le iba explicando la historia del pisito, Héctor escuchaba atentamente.
En el interior de Laura durante todo este tiempo se estaba desarrollando una importante tormenta emocional, realmente Héctor le atraía mucho.
Antes de sentarse en el sofá para tomar el café, ahora si conscientemente, Laura buscó su paraguas, estaba segura de que en pocos minutos se desencadenaría la tormenta y quería estar protegida.
Se sentaron en el sofá a tomar el café, la proximidad y la intimidad que aquel estratégico sofá representaban, dio origen a que las pasiones se desbocarán y no en forma de tormenta, sino de volcán, Laura intentó abrir el paraguas pero de nada le sirvió, la lava que expulsaba el volcán fue traspasando el paraguas hasta dejarlo prácticamente como un auténtico colador y el calor de la lava fue recorriendo todo su cuerpo sin que nada, ni nadie lo pudieran evitar.
No es objeto de este relato saber como acabó la historia, pero si es quizás interesante saber que Laura nunca más se compro un nuevo paraguas, a partir de ese día aprendió que los sentimientos deben dejarse fluir según aparecen y que ni el paraguas, ni ninguna otra protección son válidos, cuando el volcán decide expulsar la lava que contiene en su interior.
Manel Delgado
jueves, 18 de diciembre de 2008
“La inexistencia de la virginidad”. Neus Figols (octubre '08)
Allí dentro viví innumerables aventuras, crecí y engordé, aprendí a escuchar, y desarrollé mi personalidad. Un día me di cuenta que todo había sido un montaje para aprovecharse de mi capacidad, de mi predisposición y mis ganas de aprender. Me vi acorralada en un callejón sin salida dónde tuve que sacrificar gran parte de lo que era para ponerme al servicio de unos seres desagradecidos y que me utilizaron como mercancía para enriquecerse.
Fui despojada de mis principios, sometida a todo tipo de pruebas, incluso hurgaron en mis entrañas hasta sacar mi parte más animal, más primaria. Las canciones, cuentos, lecciones y enseñanzas que había recibido hasta entonces fueron sustituidos por un vacío sordo, oscuro y inquietante. Ahora estaba aparentemente incorrupta, vacía, limpia, pero no habían conseguido borrarlo absolutamente todo.
Parecía que estuviera en una burbuja porque tenía la cabeza embotada por la rabia y la impotencia que sentía al ver que luchar era inútil. Sentía el más profundo rechazo hacia ese sistema malvado que me había robado mi personalidad, mi memoria y mis recuerdos más íntimos para tirarlos por el retrete. Fui forzada y deshonrada, tratada con desdén y abandonada sin remordimientos. El rencor más agrio nació de mis entrañas y me ayudó a ser más fuerte ante tantas vicisitudes.
Entre tantas muchas humillaciones dónde fui una de las desgraciadas protagonistas, me quedo con la incómoda y escasa vestimenta que nos obligaban a llevar. Aunque todas parecíamos iguales ante los ojos de los que nos buscaban, la verdad es que éramos víctimas de una rígida jerarquización interna e incluso nos sometían a continuos y exigentes exámenes.
Decidí por voluntad propia volverme virgen. Eso significaba estar en el nivel de máxima exigencia dónde todo estaba permitido y nada vetado. Dónde no valía un paso en falso. Adopté su apariencia, sus gestos, incluso su olor. Decidí hacerlo de manera impecable, calculada y perfecta. Nadie, a parte de mí, sabría nunca la verdad.
¿Virgen? ¿Cómo podía yo jugar a ser virgen de nuevo? Me interrogué y me cuestioné infinidad de veces ese paso a tomar, pero lo di, no tenía otra opción. Miles de dudas me martilleaban las sienes…¿Cómo podría demostrar que a esa que iban a vender como virgen, no lo era? Y es más, ¿realmente importaba eso o valía la pena jugar a ser otra para sobrevivir?
Sabía que las vírgenes estaban más cotizadas que nunca y que se llegaban a pagar precios elevados por aquellas que más prometían. Esas vírgenes podían estar a tu entera disposición durante 45, 60, 90 o incluso 120 minutos. Todo dependía de cuánto estuvieras dispuesto a pagar por cumplir tus deseos.
Pronto me di cuenta que ser virgen no era una mala opción de vida, que no había escogido tan mal al fin y al cabo. Me convertí de repente en algo valorado y accesible para quiénes lo precisaran. Algo necesario para algunos, útil para otros, un desliz para otros muchos.
Desde siempre había deseado tener éxito y conseguir el reconocimiento de la gente, pero había resultado ser más bien mediocre, y nadie se había fijado en mí. Ahora tenía ante mí la posibilidad de lanzarme, de atreverme a sacar mi lado más oculto, de ser una yo mejorada, elevada a la enésima potencia. Ahora tenía un objetivo claro: cultivar mi imagen hacia los demás para cautivarlos.
“Será una buena forma de ganar autoestima”, pensaba. Estaba equivocada. Al cabo de un tiempo toda la ilusión del principio se desmoronó como un castillo de naipes. Allí no tenía cabida la auto-superación ni los retos personales. Allí sólo se podía sobrevivir fingiendo ser lo que no se era.
Poquito a poco, la demostración de las más hábiles artes en premeditación, engaño, distorsión y manipulación se abrió ante mis ojos. Un malvado juego de seducción con un trasfondo que se tambaleaba.
Acabé hilvanando la historia de mi vida con mentiras teñidas de aparente verosimilitud, contando cosas sobre mí que ni si quiera había vivido. Riendo con las carcajadas de otra persona y llorando con lágrimas robadas. Incluso llegué a disfrutar de hacer de la pantomima mi modo de vida, del embaucamiento un arte y de la mentira un razón de vivir.
Jamás pensé que podría llevar una vida así, pero dicen que a todo se acostumbra una, así que con valor y perseverancia me acabé convirtiendo en una de las mejores vírgenes del mercado. Mi intuición y sensibilidad, junto con mi habilidad para captar los más sutiles matices en los más insignificantes detalles, hicieron que mi cotización subiera a un ritmo constante e imparable. Nunca pude dejar de llorar por las noches, culpándome y responsabilizándome de la burla a mis principios. Me condené a vivir en una mentira y ahora los límites de mi realidad se desmoronaban.
Ahora estoy cansada, vacía y sola recostada en un frío mostrador de cristal, en un lugar con un hilo musical patético y que apesta a ambientador, esperando con mi mejor cara a que alguien necesite una cinta virgen y me escoja a mí.