lunes, 15 de marzo de 2010

"En clase de música" (Txus Molina)

Úrsula escribe sobre el muro del patio, con una cáscara de pipa en la mano. Sobre el muro hay pintadas siluetas de niños vestidos con batas a rallas, que juegan felices cogidos de la mano. Pero sus trazos no siguen el contorno de las siluetas, más bien perfilan números gigantes para que puedan verlos hasta los de la última fila. Nadie mejor que ella para entender la dificultad de percibir algunas figuras desde la distancia: es el lastre de los miopes.
Interrumpe intermitentemente su tarea, volviéndose hacia atrás para aclarar lo que está escribiendo, por si alguno de los oyentes se ha perdido entre tanta fórmula. Aclara que las mates son más fáciles de lo que parecen.
Desde el extremo opuesto del patio, Cecilia, una de las maestras, observa a Úrsula hablando sola.
Suena un silbato, la cara de Úrsula se torna agria. Hace un estudiado gesto con la nariz para colocarse bien las gafas, cuyos cristales empequeñecen el tamaño de sus ojos.
Lanza la pipa y corre hacia una de las filas.

Úrsula observa, sentada en su pupitre, los lemas que decoran las paredes del aula: “Amaos los unos a los otros como Dios os ha amado”, “No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy”…
El resto de la clase arma barullo alrededor de las mesas, aprovechando la ausencia del profesor. Unos minutos más tarde, Viçens, entra airado con las manos llenas de papeles que va perdiendo a su paso. Deja los restantes en su mesa, y vuelve a recoger los que se le han caído. Por el camino ordena a los niños que se callen, con la voz un tanto elevada, pero sin mucha autoridad. Los alumnos no se calman hasta la tercera vez que alza la voz. A pesar de que el silencio aún no es absoluto, Viçens, resignado, inicia la clase.
Meritxell, ocupa el asiento contiguo al de Úrsula. Su pupitre es un caos, su bata siempre está mugrienta y agujereada de tanto arrastrarse por el suelo. Es más: huele a cemento. Jamás está quieta. Poco después de sentarse inicia, como acostumbra un ataque de pellizcos dirigidos al brazo de Úrsula, con una sonrisa maliciosa. Úrsula ni se inmuta, su pupitre está impecable.

En el recreo, Úrsula sigue con su lección de matemáticas. Su voz se va distorsionando según a cuál de sus alumnos invisibles está interpretando.
Cecilia se acerca.
- Úrsula, ¿Con quién estás hablando?
Úrsula se sonroja y baja la mirada sin contestar a su pregunta. Cecilia se agacha y apunta con el dedo índice hacia un grupo de niñas sentadas en el suelo jugando a “cromos de picar”.
- ¿Has jugado alguna vez?
Úrsula mueve la cabeza dando una respuesta negativa. Cecilia la anima a probarlo. Úrsula se acerca al grupo de niñas.
- ¿Puedo jugar?- con la mirada baja.
- Creo que con tu corte de pelo te vas a encontrar más a gusto jugando a fútbol -le sugiere una de ellas meneando su larga trenza dorada. Las demás empiezan a reír mientras Úrsula se aleja cabizbaja.

Consuelo, madre de Úrsula, lava los platos, un tanto alterada, susurrando algo incomprensible. Sobre uno de los fogones se fríen unas patatas. Consuelo se detiene, menea la nariz y exclama un “mierda” mientras suelta el plato que estaba fregando. Toma un cucharón y remueve las patatas agarradas en la sartén. Sus brazos están aun cubiertos de jabón, unas gotas del cual han caído sobre las patatas. Úrsula aparece en el umbral de la puerta, cabizbaja. Su madre no le presta mucha atención.
- Mami… -sollozando- Hoy me han dicho que parezco un niño con el pelo tan corto…
Consuelo, demasiado sumida en sus conflictos culinarios le exclama:
- Tú no les hagas ni caso. Tu corte de pelo es de lo más moderno, al estilo “Ángela Channing”, personaje de una de las series que está más de moda. Además –prosigue- es muy práctico: así sólo tienes que ir a la peluquería una vez al año.


Úrsula camina por el patio con la cabeza bien alta. Al fin y al cabo, lleva un peinado de alguien muy famoso. Pasa por delante del muro sobre el que acostumbra a dar la lección, sin detenerse. Se dirige hacia el campo de fútbol. Encuentra a un grupo de niños formando equipos. Pau, uno de ellos, se propone como capitán de uno de los equipos. Gerard se ofrece para ser el cabeza del equipo contrario. Interviene Úrsula.
- ¿Pue… puedo jugar? -con aire tímido.
- ¡No! – exclama Pau.
Raúl, amigo de Pau, se acerca a él.
- Oye, pues no es mala idea, sólo somos nueve, Carlos se ha puesto malo. Si ella juega podremos formar dos equipos.
- Bueno, está bien –suspirando.
Gerard y Pau se juegan a “piedra, papel o tijera” quién elegirá primero. Gana Gerard. Pau arruga la frente: Úrsula tendrá que jugar en su equipo. Van eligiendo alternativamente hasta conformar los dos equipos. Como Pau ya había previsto, Úrsula jugará con ellos. La coloca en la portería.
Se inicia el partido. Úrsula se mantiene atenta al juego. Sacan desde el centro. Uno de los niños del equipo contrario se hace con el balón. Se acerca. Úrsula lo mira intimidada. Lanza a portería. Ella se queda mirando el balón con cara de pánico. Se agacha cubriéndose la cabeza con las manos. El balón entra en la portería. Se arma un barullo entre los niños de su equipo.
- ¡Mira que bien nos ha venido la nueva incorporación! –recrimina Pau a Raúl con tono irónico.
- ¡Tampoco es para ponerse así!, sólo es un juego…
Pau se acerca a Úrsula.
- No sé de qué te sirve tener cuatro ojos…
- ¡Déjala en paz! –le interrumpe Raúl.
- “Uuuhhh” ¿Ahora la vas a defender? ¡Ni que fuera tu novia!
Todos los demás se ríen a carcajadas. Raúl se sonroja, arruga la frente, y le lanza una mirada completamente sumida en ira. Se avalancha sobre él. Todos los demás los animan formando un círculo y gritando: “Pelea, pelea”. Cecilia se percata de la situación y se aproxima. Separa como puede a Raúl y Pau.
- ¡Parad de una vez! ¡Si os volvéis a pelear os quedáis todos sin recreo! –Se calma- Venga seguid jugando…
Raúl se acerca a Úrsula.
- ¡Eh! La próxima vez que veas acercarse el balón no escondas la cara. ¡Cógelo, que no te comerá!
Se reanuda el juego. Uno de los chicos del equipo contrario le quita el balón a Pau. Después de su arrogancia, tampoco es tan bueno, piensa Úrsula. El delantero se acerca a la portería. Úrsula se concentra. Lanza el balón. Ella se queda mirando fijamente su trayectoria. Ésta vez, se mantiene erguida. Observa como se aproxima hacia ella y sin tiempo a reaccionar, éste impacta contra su cara. Sus gafas caen al suelo. Se agacha tocándose la cara con una mano, un poco temblorosa, mientras palpa el suelo en busca de sus gafas con la otra. Avanza, al no encontrar nada, un paso para alante. Se oye un “creck”.

Úrsula entra en la cocina, con las gafas partidas sobre sus manos. Su madre, está batiendo unos huevos un tanto ensimismada.
- Pero… ¿Qué ha pasado?
- Pues… jugando a fútbol, me han dado un pelotazo… y… me las he pisado, mientras las buscaba.
Consuelo, deja los cacharros y lanza un fuerte suspiro. Baja la mirada, dirigiéndola hacia su hija.
- Hija… ¿cómo has podido pisarlas tu misma?
Mientras se seca las manos se queja de lo mal que van de dinero. Toma las gafas descompuestas.
- ¡Ven! vamos a hacer un apaño para que puedas aguantar con las viejas hasta final de mes.

Úrsula se detiene en el umbral de la puerta del aula. Sus gafas están unidas por un trozo de esparadrapo. Entra con un aire temeroso. Viçens todavía no ha llegado. Nadie ocupa su pupitre. Al verla entrar, un alud de carcajadas se extiende por el aula. Úrsula ocupa su asiento y ordena los libros del interior del pupitre. Llega Viçens. Pide silencio, pero como de costumbre, no lo consigue. Tras el tercer grito, los alumnos van ocupando sus asientos. Meritxell se sienta. Empieza, como acostumbra, a pellizcar a Úrsula con malicia. Úrsula no muestra ningún tipo de resistencia, sigue mirando al frente, presionando los labios con ira. Meritxell deja de pellizcar al no provocar en ella ninguna reacción. Pasa a entretenerse hurgando en su caótico pupitre. Úrsula relaja la expresión de su cara, sin llegar a mirar qué está haciendo su compañera. Gira la cabeza y se queda absorta mirando por la ventana. Sueña a menudo que Bastián, el perro volador de la Historia Interminable, aparece por la ventana para rescatarla y dar su merecido a los demás. Meritxell le toca el brazo con la punta del dedo índice para llamar su atención. Úrsula se gira. Su mirada se nubla progresivamente tras las friegas que le da Merixtell, con una barra de pegamento, sobre el cristal de sus gafas. Un estallido de risas inunda de nuevo el aula. Viçens intenta controlar la clase, con ciertos apuros. Úrsula suspira mientras piensa que es una lástima que los perros no vuelen. Se levanta, y se dirige hacia el baño para limpiarse las gafas.

Úrsula entra en la cocina. Consuelo está a punto de darle la vuelta a la tortilla de patata.
- Hija, pásame la tapa de la sartén.
- Mamá… tienes que cambiarme de colegio –mientras le pasa la tapa- ¡ya no aguanto más! Hoy en clase una niña me ha puesto pegamento sobre las gafas reparadas. Todos se reían sin parar…
Consuelo le da la vuelta a la sartén. Cuando la levanta, sólo una porción de tortilla ha quedado sobre la tapa.
- “Me cago en la mar” -en voz baja.
Deja la sartén y la tapa sobre el mármol.
- Lo que tienes que hacer es: ¡darle un buen guantazo a esa niña!
Úrsula mira a su madre con ira: seguro que cualquier otro padre la cambiaría de escuela.

Úrsula está sentada en su pupitre. Viçens reparte algunos instrumentos para que los alumnos los puedan ver. Meritxell empieza a pellizcarla como acostumbra a hacer en las clases de música. Úrsula arruga su frente. Viçens vuelve a su mesa. Explica el funcionamiento de cada instrumento, pero no se le llega a entender por el barullo que forman los alumnos. Algunos empiezan a tocar los instrumentos sin ton ni son. Meritxell pellizca más intensamente a Úrsula, excitada por el ruido, mientras le cuchichea que lo hace porque es fea. Úrsula presiona los labios con ira, sin dejar de mirar al frente. El barullo cada vez es más estridente, una mezcla de flautas desafinadas y “tamtames” golpeados bruscamente. Meritxell se levanta para coger algo del corcho. Vuelve a su sitio. Úrsula nota un pinchazo de aguja en el brazo. Se gira inmediatamente mirando a Meritxell, con los ojos sumidos en ira. Levanta su mano derecha y la golpea con todas sus fuerzas en la mejilla.
Meritxell empieza a llorar desconsoladamente, pero nadie la atiende. Todos están extasiados, sumidos en una especie de trance. Viçens se percata y se queda mirando fijamente a Úrsula, que baja la mirada esperando represalias. Viçens golpea la pizarra. Los alumnos no se calman. Se aproxima aceleradamente hacia uno de ellos: Pau, el que arma más barullo. Le retira la flauta. Pau le exclama que es un “maricón”. Viçens alza la flauta con brusquedad como si fuera a golpearle. Lo mira un instante y baja la mano. Se hace un silencio irrumpido por los sollozos de Meritxell.

Úrsula, en el patio, conduce un autocar invisible. Explica a sus alumnos imaginarios que hoy es un día muy soleado, un día perfecto para salir de excursión. Suena el silbato.
Entra al aula y toma su asiento. Meritxell se sienta a su lado. Le da los buenos días de una manera incomprensiblemente dulce. Le explica que pronto será su cumpleaños y que está invitada a su fiesta. Úrsula la mira sorprendida.
Se hace un silencio interrumpido por unos pasos firmes. Es Eulalia, la nueva profesora de música.

domingo, 14 de marzo de 2010

"Monólogos estropajiles" (Txus Molina)

Consuelo seca los platos con un trapo y los coloca en las estanterías. Desde que ha ganado unos quilos, ya no es la misma. Se agota con facilidad…
La puerta de la cocina esta entreabierta. De fondo, le llega el sonido del televisor: Julio, su marido está siguiendo el final de la copa. Consuelo grita su nombre. Como de costumbre, no recibe ninguna respuesta. Suspira y le pregunta, sin moverse de la cocina, que va a querer para cenar. Sigue sin recibir una respuesta y se dice a sí misma, en voz baja, que hará lo mismo de siempre. Empieza a cortar patatas.

Consuelo, espera en correos, para recoger una carta certificada. El calor en la sala es insoportable, lo que hace la espera aún, si cabe, más larga. Por fin es su turno. El hombre de la ventanilla le da la carta. Su expresión se torna agria: es de hacienda. Sale del edificio y se sienta en un banco. Abre la carta lentamente. La lee. Sus ojos se nublan al saber que ha sido multada, y tendrá que pagar en un periodo de un mes, sin la posibilidad de fraccionamiento. Consuelo rompe la carta. Piensa porqué siempre pillan los del pueblo raso. Se apoya en el banco. Decide que será mejor no comentar nada a Julio, no vaya a ser que pierda los nervios. Hace tiempo que no le pasa, pero será mejor no tentar la suerte.

Consuelo, en la cocina, lava los platos un tanto alterada. Susurra algo indescifrable. Levanta el estropajo mirándolo fijamente.
- ¿Cómo me lo voy a hacer para reunir tanto dinero? -le dice- Tendré que pedir ayuda… Pero… ¿a quién?
Espera unos segundos como si estuviera recibiendo una respuesta.
-Si claro… -prosigue- ya sé que lo lógico sería comentárselo a Julio, pero es que siempre que le he hablado de dinero se ha puesto hecho una furia. Si… -continua como si alguien la estuviera interrumpiendo- ya sé que tendría que ser más valiente, pero temo una discusión que acabe con todo, ¿a dónde podría ir con mis hijas teniendo un sueldo tan bajo?
Se hace un silencio. Le cuesta un poco rascar los restos de comida. Ya no es el mismo, está un poco viejo, pero le da pena cambiarlo. Se ha encariñado, ya que es el único de la casa con el que se puede desahogar. Sobre un fogón se fríen unas patatas. Consuelo se detiene, menea la nariz y exclama un “mierda” mientras suelta el plato que estaba fregando. Toma un cucharón y remueve las patatas agarradas en la sartén. Sus brazos están aún cubiertos de jabón, unas gotas del cual han caído sobre las patatas. Úrsula, hija mediana de Consuelo, entra en la cocina.
- Mami… -sollozando- Hoy me han dicho que parezco un niño con el pelo tan corto…
Consuelo, demasiado sumida en sus conflictos culinarios le exclama:
- Tú no les hagas ni caso. Tu corte de pelo es de lo más moderno, al estilo “Ángela Channing”, personaje de una de las series que está más de moda. Además –prosigue- es muy práctico: así sólo tienes que ir a la peluquería una vez al año.
Úrsula se toca el pelo y se va hacia su habitación más tranquila.

Consuelo marca un número en el teléfono. El señor Álvaro contesta al otro lado de la línea. Ella le pide si podrían concertar una cita. Él le propone un encuentro al día siguiente. Cuelga el teléfono. Consuelo casca unos huevos y los bate. Mira las patatas, pero aún les quedan algunos minutos. Coge el estropajo y friega los cacharros que ha ensuciado. Se detiene, y levanta el estropajo hasta la altura de sus ojos:
- Si -en voz baja- ya sé que es muy humillante pedir dinero al Sr. Álvaro, pero la verdad es que me voy a dejar de tantas tonterías, porque de qué sirve la dignidad cuando hay necesidad.
Está inmersa en sus pensamientos cuando entra su hija con las gafas partidas sobre sus manos.
- Pero… ¿Qué ha pasado?
- Pues… jugando a fútbol, me han dado un pelotazo… y… me las he pisado, mientras las buscaba.
- Hija… ¿cómo has podido pisarlas tu misma? –suspirando.
Mientras se seca las manos se queja de lo mal que van de dinero. Mira a su hija, mientras piensa que le gustaría que las cosas fuesen de otra manera, pero que se le va a hacer: ¡son así!
- Ven Úrsula, vamos a hacer un apaño para que puedas aguantar con las viejas hasta final de mes.
Le coge las gafas. Entra en el baño, abre un botiquín y saca el esparadrapo.

Consuelo está limpiando el polvo de la habitación de Julio. Hace ya unos cuantos años que duermen separados. Todo está intacto, nada ha cambiado de sitio. Pero parece que precisamente lo que provoque tanto polvo sea eso: el desuso. Deja el plumero y se sienta un momento en la cama. Cinco minutos, piensa. Pero no descansa ni un minuto. Aprovecha que está sentada para poner un poco de orden. Vacía el cajón de los calzoncillos, que está un tanto desordenado. Los saca todos. Mira uno a uno, como si hiciera mucho tiempo que no ve un calzoncillo. La mayoría están agujereados, otros amarillos del color del “ajo frito”. Piensa que ese hombre es un desastre, tendrá que ir a comprarle unos nuevos. Mete la mano para sacar los últimos, ya que el cajón está un poco atascado. Palpa algo extraño. Saca el objeto. Es un monedero. Lo observa como si nunca lo hubiera visto. Finalmente lo abre. En su interior sólo hay billetes. Completamente atónita, se pregunta por qué tendrá su marido setecientos euros escondidos en el cajón de los calzoncillos.

Consuelo, en la cocina, está a punto de darle la vuelta a la tortilla de patata. Úrsula entra.
- Hija, pásame la tapa de la sartén.
- Mamá… tienes que cambiarme de colegio –mientras le pasa la tapa- ¡ya no aguanto más! Hoy en clase una niña me ha puesto pegamento sobre las gafas reparadas. Todos se reían sin parar.
Consuelo le da la vuelta a la sartén. Cuando la levanta, sólo una porción de tortilla ha quedado sobre la tapa.
- “Me cago en la mar” -en voz baja.
Deja la sartén y la tapa sobre el mármol.
- ¡Lo que tienes que hacer es darle un buen guantazo a esa niña!
Úrsula se va. Consuelo recoge los pedazos y los intenta colocar en un plato. Coge el estropajo para limpiar el destrozo. Le susurra:
- Ojalá yo tuviera cojones para darle una buena ostia a mi marido. Yo trabajando como una mula, y él allí, ¡apoltronado en el sofá!
Espera unos segundos como si estuviera recibiendo una repuesta. Continúa:
- Ya sé que ni siquiera soy capaz de contarle que he encontrado el dinero… Pero es que tú no sabes cómo se pone Julio cuando se enfada.
Consuelo lleva la tortilla a la mesa. Úrsula y sus dos hermanas aparecen ansiosas por probarla. Consuelo gira la cabeza llamando a Julio a la mesa. En el sofá, iluminado con el reflejo de la televisión, yace un busto de mármol, con la mirada triste.

"Julio el Busto" (Txus Molina)

Un televisor un poco cubierto de polvo, sobre el que descansa un pañito que sostiene algunas figuras de porcelana, retransmite el Arsenal-Barça. El partido no está muy emocionante.
Sintoniza otro canal. Ahora es algún documental de Jack Custo.
Desde la cocina, una voz femenina pronuncia su nombre. Julio emite una especie de sonidos guturales, sin llegar a articular ninguna palabra. La misma voz vuelve a intervenir: Le pregunta qué va a querer para cenar. Julio susurra un “tttoootto…” desistiendo al final como si de un trabalenguas muy difícil se tratara.
Mira el televisor. Es como una pecera cuyos peces, amorrados al vidrio, le observan con cierta sorna. Vuelve a cambiar.
Matías Prat anuncia las consecuencias devastadoras que ha dejado a su sombra la tan hablada crisis. Por si los telespectadores aún no están suficientemente aterrados, prosigue hablando de la nueva patera que ha llegado a las costas gaditanas, de las tragedias naturales que está provocando el calentamiento global y de las epidemias que surgen entre los animales de granja. Julio ya no sabe si es mejor estar al corriente de lo que sucede en el mundo exterior. Antes le gustaba mantenerse enterado, aunque tan sólo fuese para tener algo de que hablar en el bar que frecuentaba para hacer unas cañas tras la jornada laboral. Matías termina su informativo con el postre: las caras de niños felices, tras despertar el día en que los reyes han pasado por sus casas para dejar algunos regalos, una mentira piadosa que no sólo pretende endulzar el informativo a los más pequeños. Aunque con el tiempo que lleva sin salir de casa, desde que perdió su empleo, tampoco sabe si el resto de noticias son muy rigurosas. En su opinión se podrían haber ahorrado el postre: ¡a quién le importan los regalos que puedan recibir esas criaturas tras el bombardeo de desastres!
Oye unos pasos que se precipitan hacia la cocina. Es Úrsula, su hija mediana que pasa a través del comedor si ni tan siquiera saludarlo. Instantes después empieza a oír unos susurros. Intenta concentrarse con la intención de descifrar de qué están hablando, pero es inútil. No le sirve de ayuda el extractor, o el rumoreo de la televisión, que no puede apagar: eso lo delataría. Además tampoco quiere hacerle eso a su gran compañera, su única interlocutora.
El televisor cambia de canal. Aparece un hombre de avanzada edad, con una camisa un poco arrugada, sentado sobre una silla que yace en una tarima y con un rotulo digital que lo presenta: Es Julio y hace un tiempo que ya no se habla con las mujeres de su casa. Julio mira intrigado el televisor. Patricia, la presentadora, complementa la presentación de su invitado. Explica que hace años que perdió la comunicación con su mujer y sus hijas: ahora lo único que oye en su casa son susurros. Se dirige hacia su invitado.
- Julio, ¿Cómo comenzó esta situación?- le pregunta con aire interesado.
Julio encoge los hombros y baja la mirada.
- Pues… no lo recuerdo exactamente…- con tono apagado.
Patricia se lo queda mirando fijamente cómo si esperara una explicación complementaria. Descontenta con su escueta respuesta, insiste:
- Veamos, a ver si te podemos ayudar a recordar –caminando de un lado hacia el otro- ¿cómo era tu relación con ellas en su infancia? ¿Las llevabas al parque? ¿Les contabas cuentos? ¿Y con tu mujer?
- La verdad es que siempre que llegaba a casa, las niñas estaban dormidas, siempre llegaba muy tarde del trabajo, ya sabes… empiezas con una caña al acabar tu jornada…
Patricia se gira dirigiéndose hacia el público.
- Bueno… esa no era la mejor manera de cultivar tu relación con ellas – se vuelve hacia Julio- ¿Y con tu mujer?
Julio baja la mirada.
- Bueno, en aquella época… teníamos discusiones, yo creía que ella no administraba muy bien el dinero, y que descuidaba sus tareas de la casa. Ella me echaba en cara que no estuviera nunca en casa… Además, desde que nacieron las chiquillas… usted sabe… dejamos de tener relaciones…
Patricia suspira y añade:
- Veo que no iba muy bien la cosa… bueno, si hubieras estado más presente… o la hubieras ayudado más… Y… ¿Tenías algún detalle con ella? ¿Le decías lo guapa que estaba?
- No… nunca he sido muy detallista… ni me ha gustado echar piropos…
- ¡En fin, esa no es la mejor manera de avivar la llama del amor!- con tono condescendiente.
El público aplaude. Prosigue con intención de obtener más información.
- ¿Y cuando las niñas ya estaban más creciditas? ¿Te interesabas por su vida social? ¿Estabas al día de cómo iban en el colegio?
- Pues, verá… -encogiendo los hombros otra vez- Por aquella época, cuando González…, estaba un poco deprimido después de quedarme en paro, y no tenía muchas ganas de hablar con nadie…
- Pero… ¿hablaste alguna vez con ellas del tema? ¿De cómo te sentías?
- De que serviría hablar de eso con ellas –bajando la mirada.
- Pues como mínimo sabrían qué le pasaba…
Patricia prosigue:
- Y ahora ¿qué relación mantienes con ellas?
- Pues… mi mujer me dejó hace tres años y mis hijas no viven en casa – con tono melancólico.
Patricia se acerca a él con una pose dramática.
- Julio, mírame, ¿qué les dirías si estuvieran presentes? -con un aire dramático excesivamente forzado.
Julio levanta la mirada, ahora sonríe con los ojos nublados.
- Pues, que me vengan a ver y me cuenten qué tal les va con sus maridos… y ¡qué las quiero mucho!
El público aplaude emocionado. La presentadora sonríe. Se gira dirigiéndose a la cámara.
- Pues escuchen bien desde sus casas: hoy Julio va a poder conseguir hablar con una de sus hijas, ya que hemos podido localizar su número de teléfono –levantando el dedo índice- pero señores, señoras, ¡todo esto y más después de la publicidad!
Tras mostrar el logo del canal dónde se retransmite el programa, con una música de ascensor, aparece un niño con una enorme mancha de barro. Su madre entra en escena después explicando que no sabe que sería de su vida sin su detergente favorito. Se oyen unos pasos suaves saliendo desde la cocina. Justo después, oye más susurros, hecho que le extraña ya que su mujer debe estar sola en la cocina. Se concentra con el intento de descifrarlos, pero de nuevo es imposible. Los susurros se detienen intermitentemente. Por momentos piensa que su mujer debe estar volviéndose loca. En la televisión aparece un paisaje en movimiento con una linda melodía. Se relaja. Unos instantes después, irrumpe un coche con la familia perfecta. Julio se pone tenso. Acto seguido se suceden una serie de anuncios insoportables, pero no puede cambiar de canal o se perderá el desenlace. Llega el momento esperado. Aparece, de nuevo, el logo del canal dónde se retransmite el programa, con la misma música.
Patricia hace un breve resumen de la historia de su invitado. Da la señal para que la llamada entre en directo. Se queda a la espera. Diez segundos después se coloca la mano en el oído, arruga su frente:
- ¿Carmen?
No hay respuesta.
- Carmen ¿Estás ahí?
- Sí – con tono displicente.
- Bueno, ahora es tu momento –dirigiéndose a Julio.
- “Hiiijjja…”
Carmen lo interrumpe.
- Mira papá, vivo dos pisos más abajo, y no tienes que ir a un programa para hablar conmigo –con aire indignado.
Patricia, con miedo a perder el dramatismo que mantiene su audiencia, pide una aclaración a Carmen.
- ¿Eso quiere decir que aceptas volver a hablar con tu padre?
Carmen le contesta, con tono displicente
- No, eso quiere decir un: que vivo dos pisos más abajo, y que no tiene que ir a un programa para hablar conmigo –muy solemne. Añade- No pretendas ganar ahora, y menos a través de un programa de televisión, una confianza que nunca has cultivado.
Cuelga el teléfono. Patricia se dirige a Julio.
- Bueno Julio, espero que todo salga bien, y que podáis arreglar vuestro conflicto en un espacio más íntimo –con un tono más tierno.
El público aplaude. Los ojos de Julio están nublados. La presentadora prosigue presentando a su siguiente invitado: Arnaldo, un “travesti” al que no aceptan como tal en su lecho familiar.
Se oye un ruido de platos y cubiertos que chirrían al chocar unos con otros. Sus hijas preparan la mesa para la comida, entre susurros. Consuelo, la mujer de Julio, sale de la cocina con una tortilla en la mano. La deposita en la mesa. Gira la cabeza llamando a Julio a comer. En el sofá, iluminado con el reflejo de la televisión, yace un busto de mármol, con la mirada triste.

miércoles, 10 de marzo de 2010

Hojas en el viento - fragmento (Myriam Oliveras)

Paseamos unos instantes en silencio, maravillándonos de la plateada belleza de la noche, de la quietud de la playa, con el eco de las risas y la música de los chiringuitos de fondo y el suave murmullo del mar rodeándonos. Bill me cogió dulcemente la mano y yo enlacé mis dedos con los suyos. Una punzante melancolía me invadió, mientras contemplaba su rostro perfecto bañado por la luz de la luna. Nunca sería más mío que en aquel momento, simplemente estando a mi lado, paseando en una playa cualquiera, perdidos en una ciudad que él pronto abandonaría. Y yo sería como otra de esas chicas dejadas atrás, sólo que yo no quería vender mi cuerpo y mi amor por él a un precio tan alto, y sabía que él tampoco lo deseaba, por más que todos los famosos fueran iguales. Yo le creía, sabía que él era distinto, lo sentía por la sinceridad que traslucían sus palabras, dulces y melodiosas, y su mirada de ángel.

Así que no, nunca sería más mío de lo que era en aquel momento. Su mano junto a la mía y el sueño de tenerle diluyéndose a cada minuto que pasaba. El dolor en mi corazón fue incrementándose, doliéndome a cada paso que dábamos, el uno al lado del otro, a cada respiración de mis temblorosos pulmones. La luna dibujando hermosos dibujos de sueño y plata sobre su rostro de seda y la brisa cantarina jugueteando con los diamantes negros prendidos en sus cabellos de miel y pino.

—¿En qué piensas? —susurró él deteniéndose y cogiéndome para mirarme frente a frente. Me puse tensa ante su proximidad. Su rostro caliente y suave estaba tan cerca del mío…

No pude evitar que los ojos se me llenaran de lágrimas, pero parpadeé para evitarlas y miré a lo lejos, suspirando. Una brisa más fría nos rodeó, como una mano de hielo cerrándose en torno a nosotros en el fuego de un desierto eterno.

—En nada —repliqué evasivamente. Mil respuestas pugnaban por salir de mis labios, pero los había tejido con una telaraña de dolor y resignación, de sueños rotos y amor frustrado, y dentro de mí se quedarían.

—Me gustas, Virginia —dijo Bill simplemente, muy serio. Me quede atónita y no pude reaccionar. Le miré fijamente a los ojos y supe que había sido un error, pues quedé prendida de ellos, de su magia dorada y oscura, como un cálido baño de chocolate que quería hundirme en su interior—. No puedo negarlo ni fingir que no es así. Pocas veces me sucede que conecte tanto con alguien.

—Sabes, Bill, tú también me gustas, pero… —Él me puso un dedo en los labios para acallarme, y me miró con una tristeza infinita impresa en la hermosura de sus ojos de topacio y café. Sonrió con una ternura desolada que me partió el corazón. Una dulce canción de guitarra sonaba a lo lejos, y cada acorde me destrozaba todavía más por dentro.

—No digas nada. No digas “pero”. Sólo vive. Nunca más existirá esta noche, ¿te das cuenta? Nunca más será hoy, 26 de junio de 2008, Bill y Virginia en la playa de Barcelona, una noche de verano con la luna sobre nosotros y la brisa del mar rodeándonos. Nunca más.

—Sería hermoso dejarse llevar —admití con una tristeza impresa en mis palabras que incluso a mí me sorprendió. La mirada de Bill me traspasaba. Levanté la vista y me perdí en sus ojos—. Bill, si supieras lo duro que es esto para mí… Quiero dejarme llevar, pero tengo miedo. Miedo de lo que pasará mañana.

—En la última época de mi vida he estado pensando como tú, asustado de cada paso que daba, temiendo enamorarme, temiendo conocer a alguien y que me hiciera daño cuando me demostrara que sólo le importo por mi fama. ¿Sabes lo que es eso? —Negué con la cabeza, sintiendo un estremecimiento en el alma, que se había hecho un ovillo a mis pies. Mi corazón a saber dónde estaba. Bill meneó la cabeza, se mordió los labios y prosiguió—: Temiendo no poder confiar en nadie, temiendo tal vez haber olvidado cómo hacerlo. Pero estoy cansado… La vida no se construye por pensamientos ni actos racionales. El futuro está en nuestra mente y lo que tenemos no son más que pequeños fragmentos que vamos uniendo poco a poco, tejiéndolos con el hilo de nuestras experiencias. Si no nos dejamos llevar, la vida pasará ante nuestros ojos como un espectáculo al que asistiremos como espectadores, y no como protagonistas.

—A veces la vida te arrebata las riendas de las manos… —susurré dulcemente, mirándole a los ojos con infinita ternura. Me sentía tan comprendida en aquel instante, tan dentro de él, tan solos en nuestro mundo, que sentí un escalofrío—. A veces —proseguí, envalentonada—, te enamoras de quien no debes y toda tu vida cambia en un solo instante. Y entonces eres como los granos de arena que la brisa marina levanta, o como las hojas caídas de los árboles, danzando llevadas por el viento.

—¿Y si ahora ya no sólo somos esas hojas? ¿Y si nos convertimos también en el viento, en los elementos y en la esencia pura de las cosas, y decidimos adónde iremos, hacia dónde queremos bailar? —Bill me seguía el juego, sus ojos agrandados por la sorpresa de encontrar a alguien que sentía como él.

Y yo sentía lo mismo, sentía tan parecido a él que me aterraba. Era como mi alma gemela. Me sentía como si fuésemos la misma estrella, caída a la tierra, y dividida en dos, y como si en ese momento estuviésemos uniéndonos de nuevo, y nuestro propio resplandor me cegara con su estela de oro y fuego.

—Pero el viento puede tomar las riendas de nuevo… —murmuré dudosa, casi jadeando por la proximidad cada vez más evidente de Bill, el miedo temblando en mi corazón, cobarde y asustado. El último velo de mi resistencia cayó cuando Bill acercó más su rostro al mío. Nuestras frentes estaban casi apoyadas la una contra la otra y ambos respirábamos fatigosamente.

—Nunca volveremos a vivir este momento —insistió él de nuevo, enlazando sus manos con las mías y me miró fijamente a los ojos—: Y… nunca volveré a desear besarte tanto como lo deseo ahora.

Sus labios, dulces y húmedos, atraparon los míos, y ambos se unieron en un círculo de azúcar y fuego, mientras nuestras almas parecían desprenderse de nuestros cuerpos y bailar dulcemente en el aire, suspendidas sobre nosotros, cogidas de la mano. Sus labios sabían a todas las cosas dulces del mundo, a caramelo y crepúsculo de oro, a sueño danzarín, a agua caliente; mullidos y ardientes, deliciosos y adictivos. Mi alma temblaba y pugnaba por huir de los límites opresores de la carne, como el sentimiento lucha cuando lanzan sobre él la red metálica de la palabra.

Bill me estrechó contra él, dejando escapar un suspiro, y me acarició el pelo y la espalda mientras seguía besándome dulcemente, cada vez más apasionado. Sus manos eran suavísimas y el modo en que se perdían en mi nuca, levantándome el cabello, me enloquecía. Yo también hundí mis dedos en sus cabellos suaves y flexibles, que estaban tiesos por el efecto de la laca pero en absoluto pegajosos ni enredados, sino sueltos, secos y bien cuidados, y luego las deslicé lentamente por su espalda esbelta, dejando que se perdieran por la curva de sus caderas y de su trasero. Él me apretó más contra él y sentí el calor de su cuerpo, de su piel deliciosa y resbaladiza como el satén. Todo él era duro y apuesto, delgado, de líneas perfectas y elegantes, y abrazarle era como rozar la perfección.

No sé cuánto rato estuvimos besándonos, perdí por completo el sentido del tiempo y olvidé mi propio nombre y mi vida entera, mientras él absorbía mi espíritu, mi esencia y todo lo que yo era a través de mis labios, como un ladrón de vidas ajenas. En algún momento nos dejamos caer sobre la arena fría y mullida, él encima de mí, cada curva de su cuerpo encajando sobre las mías. Mis manos se perdieron bajo su camiseta y cuando rocé su piel con las yemas de los dedos, creí enloquecer. Era seda, simplemente. Seda, satén, raso, terciopelo. Era agua, de tan resbaladiza. Era como apoyar la mano en un montoncito de harina, era como acariciar la espalda de un bebé, como rozar una nube, esponjosa y tierna. Era todo eso y mucho más.

Y su olor… Jamás se me olvidaría, nunca podría borrarlo de mis recuerdos. Aquel aroma embriagador, a bosque de pinos, a leña, a fuego, a canela, mezclado con frutas silvestres y salvajes, frutas prohibidas que él me daba a morder delicadamente de su boca de labios húmedos y sensuales, como una fuente de vida, como el aire que respiraba. Sus labios… no puedo describir cómo eran sus labios. Besarle era demasiado maravilloso. La de veces que había recreado escenas parecidas en mi mente, en mis fantasías más descabelladas, y ahora eran realidad. Estaba besándole. Ese cuerpo cálido y apretado contra el mío era el de Bill. No era un sueño.

Sobre nosotros, las estrellas fueron perdiendo paulatinamente su brillo, mientras Bill y yo nos besábamos y reíamos, reíamos y nos besábamos, hablando en susurros y acariciando en ocasiones nuestros rostros fríos y mojados por la humedad del aire, mirándonos solemnemente, sabiendo que estábamos viviendo un instante que no existía, perdido en el curso del tiempo. Y el cielo poco a poco fue volviéndose malva, y luego rosa, y luego naranja, y el aire resplandecía a nuestro alrededor mientras una explosión de magia, cobre y oro líquido parecía tener lugar en el cielo.

Cuando por fin nos levantamos, entumecidos y agarrotados por las horas tumbados en la arena, sobre nuestras cabezas despuntaba el brillo ardiente del amanecer. El amanecer más hermoso que había tenido el placer de contemplar en mi vida.

El sol apareció como una bola de fuego roja en el horizonte y comenzó a teñir el cielo con su resplandor, eliminando los últimos vestigios de la noche. En ese momento supe que, con Bill o sin él, el sol ya nunca volvería a ser igual para mí. Cada amanecer de mi vida, cada uno de todos los amaneceres que me quedaban por vivir, recordaría aquella noche eterna y aquel despertar a la vida, cálido e irreal, en los brazos seguros y tiernos de la persona que más amaba en el mundo.



Myriam Oliveras

Hojas en el viento (fragmento) (Myriam Oliveras)


Es curioso lo que representan los sueños para los seres humanos. Nos pasamos la vida soñando: cuando dormimos, cuando pensamos, cuando caminamos por la calle perdidos en nuestras fantasías, cuando nos ilusionamos. Los sueños lo significan todo, y a veces, llegan a dominar nuestra propia vida. En ocasiones, deseamos algo que es imposible, pero nuestra mente se niega a aceptarlo; por algo es un sueño. Un simple sueño, irrealizable, mágico y maravilloso, precisamente porque resulta tan intangible para nosotros, tan imposible de alcanzar como la luna colgando en el cielo durante las largas noches oscuras.

Una vez tuve un sueño, pequeño y brillante, delicado y prístino como las estrellas cegadoras que refulgen sobre nuestras cabezas. Sí, tuve un sueño, puro, centelleante y maravilloso, que mi corazón guardó como un pequeño tesoro en su interior, protegido por una caja de fino cristal. Y una vez, soñé que ese sueño podía cumplirse. Y ese sueño se cumplió. A veces, cuando lo que más habías deseado durante toda tu vida se cumple, te sientes desorientada, perdida, mareada, como si no supieras bien lo que está ocurriendo. Tienes miedo de perder ese sueño, que parece tan frágil, tan reluciente entre tus manos. Quieres apretarlo muy fuerte para que nunca se escape, pero tienes miedo de romperlo. Sin embargo, si lo dejas demasiado libre, tal vez salga volando como un pájaro y nunca más regrese. Es algo tan difícil de mantener, que a veces, cuando el sueño se cumple, te sorprendes pensando que todo era más sencillo cuando el sueño era simplemente un sueño, algo irrealizable. En nuestra imaginación todo sucede de un modo previsto, pero cuando la magia entra en nuestras vidas, las cosas se vuelven inestables. De golpe, ya nada es seguro ni manejable. Nuestro sueño nos controla a nosotros, y no a la inversa.

En ocasiones, nos sentimos perdidos. No sabemos qué hacer, ni en quién confiar. No sabemos cómo actuar, ni cómo retener ese inseguro sueño que destella como purpurina entre nuestros dedos, voluble y quebradiza. Y entonces, somos como hojas arrancadas salvajemente de los árboles, hojas inseguras y débiles lanzadas al viento sin que puedan escapar al control de éste, sin que sean ya capaces de guiar el curso de su recorrido. Y volamos y giramos en el aire, en una enloquecedora danza controlada por los suspiros crueles del viento. Ya no controlamos nuestros destinos y, en ocasiones, cometemos auténticas locuras. Porque ya no somos dueños de nuestras vidas.

Como hojas en el viento, giramos y bailamos en un círculo de oro y fuego durante el verano, nos deleitamos con los olores de las flores en una primavera eterna. En otoño los colores vino, ocre, dorado y cobre de la naturaleza nos maravillan, y en invierno danzamos en torno al hielo y la escarcha, planeando entre los delicados copos de nieve. Pero no sabemos cuando puede levantarse una temible ventisca que lo destruya todo, incluidos a nosotros.

Somos como hojas en el viento. Simples y frágiles hojas en el viento.


Myriam Oliveras



martes, 9 de marzo de 2010

DOLOR AUTOR CONRADO SANCHEZ

Andaba vagando por el centro de aquella gran ciudad. Eran ya casi las diez de la noche de un viernes cualquiera. La corbata que tan elegante lucía en la mañana caía absolutamente desorientada; la camisa y la elegante americana a juego con el pantalón, apestaban a tabaco; acababa de consumir el tercer whisky en un bar postmoderno donde, a sus cuarenta y algo, con aspecto de oficinista errático, le habían servido de mala gana. Justo antes de salir de aquel local tan fashion, uno de los tantos espejos que lo decoraban le había devuelto la imagen de un tipo hundido, con una barba incipiente y algunas canas. La imagen que hacia dos días hacía girarse a más de una mujer hoy escupía dolor y pena. Dolor. Pena.

El apetito había huido como despavorido. Desde hacía dos días apenas comía. Desde hacía dos días casi no dormía. Llevaba huyendo dos días. Dos malditos días. De repente sintió el timbre del móvil y casi con desesperación lo buscó en el bolsillo interior de su americana. Mentira. El maldito teléfono no había sonado, quizás si en su deseo, pero en realidad hacía dos largos días que no sonaba. Probablemente estaría una eternidad sin sonar.

Amar duele. Ese era el título de una bella canción que ahora le resonaba con amargura en su perdida mente. ¿Qué era el amor? Acaso una burla del destino. Un sentimiento capaz de dar vida y de hacer morir. Acaso una broma macabra en el camino. Amor, hasta hace dos días sol, hoy tinieblas.

Siguió caminando entre la gente sin ver, sin ser visto, sin ser nadie, sin querer ser. Exhausto, se sentó en un banco y hundió su mirada en el asfalto. Segundos después, la luz de una intensa luna de invierno, creó reflejos caprichosos con las lágrimas que se derramaron suavemente por sus mejillas hasta el suelo. Hacía dos días que lloraba.

Hacía dos días que la primavera lo había dejado huérfano, que las mariposas eran negras, que el sol abrasaba con su helor.

Hacía dos días que Gloria, su princesa Gloria, entregaba sus pétalos a otro trovador.

Fragmento capítulo 18 de mi novela "La huérfana en el cementerio"


Aquellas fueron unas Navidades extrañas para Lidwine. Mientras el avión que la llevaba a Lyon, para reunirla de nuevo con Béatrix, la única familia que nunca había tenido, surcaba los encapotados y tenebrosos cielos, miraba de reojo a la persona que tenía al lado preguntándose si la querría en realidad, si la estaría engañando. El rostro de Grégory era suave e inocente como el de un bebé; sus ojos azul celeste relucían de candidez, sus labios dulces y gruesos estaban fruncidos mientras mordisqueaba los restos de una piruleta, concentrado en el sudoku de la revista que tenía en la mano. Mechones rizados, de un cremoso rubio oscuro con mechas doradas, se enroscaban sobre su inmaculada frente, y sus mejillas estaban encendidas, como las de un adorable niño pequeño. ¿Era posible que hubiera verdad en las palabras de Ruben? ¿Podría ser realmente capaz Grégory de engañarla con tanta frialdad? Vaya, ¿cómo podría ser cierto? Le cogía la mano con cariño de vez en cuando, la besaba cada cinco minutos, le sonreía con su sonrisa traviesa de dientes perfectos que le hacía temblar las rodillas, sintiendo que nunca estaría a la altura de su belleza, y en definitiva, la hacía sentir más querida que nunca a cada instante, preocupándose por su bienestar y acariciándola como si fuera su gatita. Pero ¿por qué tenía Lidwine la sensación de que, realmente, no la escuchaba? ¿Por qué se sentía tan incómoda en ocasiones, como si no encajara en el mundo de Grégory? Era desconcertante.

“Me estoy volviendo paranoica incluso respecto a Grég”, pensó Lidwine con tristeza, mordisqueando una patata mientras estudiaba el hermoso perfil de éste, tan concentrado en la revista. Parecía tan dulce, tan inocente, con su cara de niño, de ángel celestial… Era imposible que Grégory le hiciera daño. Sólo de mirarle, su corazón temblaba de ardor y profundo enamoramiento. Qué más daba si a veces, cuando estaban con Dorine, pareciera que se entendían más entre ellos, o que a veces tomaran un refresco juntos en la cafetería. Grégory no sería capaz de engañarla.

—¿Ocurre algo, cariño? —preguntó Grégory con su cara perfecta contraída por la preocupación mientras alzaba la mirada del sudoku y la tomaba de la mano. Sus mejillas y sus labios, más dulcemente rojos que nunca, y su cabello agitado, que había crecido mucho en los últimos meses y ya le rozaba el cuello, enroscándose deliciosamente, fue más de lo que Lidwine pudo soportar, y con el corazón palpitante se lanzó a sus brazos, sintiendo que los ojos se le llenaban de lágrimas, por lo que ocultó el rostro, vigilando no mancharle de maquillaje, en el cuello de la inmaculada camisa blanca de Grégory. Ésta, combinada con unos pantalones grises de vestir y lustrosos zapatos modernos, le daba un aspecto de colegial inglés, sólo le faltaba la corbata, y estaba tan arrebatador que Lidwine no podía esperar a que estuvieran solos en su habitación. La pasión que sentía por Grégory la absorbía y a la vez, la hacía sentir siempre frustrada, incómoda, tonta y vulnerable. Era como un fuego devastador que la consumía lentamente y que sólo ella parecía sentir.
—No es nada —musitó apretando los labios contra el fragante y suavísimo cuello de Grégory, sintiendo su cuerpo de delirio apretado contra ella, haciéndola sentir ligeramente mareada. Se secó una lágrima con disimulo y deseó que realmente no ocurriera nada. Suavemente, se apartó para mirarle a los ojos, y éste le devolvió la mirada con un semblante de preocupación tan encantador y considerado que no pudo evitar lanzarse contra él de nuevo y besarle apasionadamente en los labios.
—Tú me quieres, ¿verdad? —preguntó con voz desesperada, tomándole de las manos y mirándole implorante.

Grégory la miró sorprendido.

—Por supuesto, Lidwine, ¿a qué viene eso? —Tomó su rostro asustadizo y pálido entre sus dos grandes manos y la miró con ternura—. ¿Qué te hace sospechar lo contrario?
—Oh, Dios —sollozó ella sin poder contenerse, apretándose contra él con desesperación, y cerrando los ojos—. Júrame que no me dejarás, que siempre me vas a querer.
—Vaya, por supuesto que sí, mi amor —Grégory la miró con su traviesa sonrisa despreocupada y lamió su piruleta seductoramente.

Lidwine por poco enloqueció al contemplar su perfecto rostro, rabiosa por su tranquilidad, por su aplomo y compostura, y se lanzó sobre sus labios salvajemente, casi devorándole, tomándole desprevenido.

—Te quiero, te quiero, te quiero —susurró entre beso y beso, mientras el sonriente Grégory alzaba las cejas entre gozoso y sorprendido.

Y mientras sentía latir, casi ahogándose, su corazón enamorado, deseó poder notar que Grégory sentía el mismo amor desesperado y obsesivo que ella debía soportar ardiendo en su interior, día tras día. Mientras él reía ante su pasión y la contemplaba con aquellos ojos inocentes y traviesos a la vez, que siempre la hacían sentir tímida, torpe y temblorosa, deseó poder ser como él. Deseó poder olvidar las preocupaciones y percibirle más cerca. Deseó que su amor no le causara dolor, sino felicidad. No entendía cómo un amor tan maravilloso y correspondido podía hacerla sentir tan frustrada, tan sedienta de cariño.

—Yo también te quiero —replicó él al fin, besándola con el mismo ardor pero sin su desespero y su miedo, siempre confiado y risueño.

Y en tanto que el avión surcaba rápidamente las nubes dejando una suave estela, Lidwine deseó con todo su corazón ser capaz de confiar en él ciegamente. Ser capaz de creerle. Su amor era como la sensación de miedo que tenía en el estómago cada vez que el avión descendía unos metros. Sólo esperaba que el amor entre ella y Grégory nunca se viera obligado a realizar un aterrizaje forzado.



Myriam Oliveras

jueves, 25 de febrero de 2010

DOS AMORES (II) Conrado Sanchez

Tumbados en la cama, con las últimas olas de un orgasmo furtivo, se abrazaron, él le susurró un “te quiero” al oído, ella le miró con la dulzura que desprenden los ojos enamorados hasta el alma.
—No te marches Lidia
—Carlos, no me lo pidas de nuevo por favor, sabes que es imposible —contestó ella acariciándole la mejilla.
Lidia le besó dulcemente, se incorporó y fue recogiendo aquel reguero de ropa que con tanta efusividad había ido perdiendo camino de la cama. Pausadamente se vistió, como si no quisiera poner fin a aquella escena. Mientras, él la miraba absolutamente embelesado.
No se puede amar más —pensó Carlos— mientras ella acababa de arreglar aquellos rizos rubios por los que él la llamaba “mi sirena”.
—Cuídate amor —dijo ella, después de besarle de nuevo. A continuación se dirigió hacia la puerta de la habitación de aquel pequeño nido de amor junto a la playa.
—Te quiero tanto Lidia… cualquier día haré una locura.
Ella le miró lanzándole un beso, como si no le hubiese oído, después desapareció tras la puerta hacia el pasillo. El sonido al cerrarse la puerta de la entrada devolvió a Carlos a su soledad. Tumbado en la cama, observó como el sol de la tarde aún se colaba por la ventana y se posaba caprichosamente sobre aquella fotografía de Lidia junto al espejo. Se giró hacia la mesa de mimbre de su izquierda, cogió el teléfono y marcó un número.
—¿ Carlos? ¿Cómo está el soltero de oro?
—Hola Rosa, tú si que eres la soltera de oro…
—¿Dónde estás?
—En mi apartamento, necesito hablar contigo.
—Tú dirás.
—Prefiero no hablar por teléfono, mejor quedamos en mi despacho.
—¿No puedes hablar por teléfono?¿A qué viene tanto misterio?
—Es un tema delicado Rosa, prefiero hablar contigo personalmente, hay temas de trabajo y puede que la línea esté pinchada.
—¿Temas de trabajo?¿Tienes algún problema con tu socio, con Juan?
—Te juro que no puedo decirte nada más, y no cites nombres te lo pido por favor.
—¡Me estás poniendo histérica Carlos! Está bien, ¿cómo quedamos?

De vuelta a casa, mientras conducía, Lidia pensaba en la difícil situación en que se encontraba. Locamente enamorada de dos hombres a la vez y con tan pocas posibilidades de que eso fuera posible mantenerlo en el tiempo. Por si eso fuera poco, ahora además…




Aquella fría mañana de invierno, el cielo había escogido su mejor azul para decorar aquel cementerio junto al mar. Lidia y Juan —su marido— se acercaron a Rosa, como ellos, una de las mejores amigas de Carlos. Los tres se fundieron en un efusivo abrazo.
—Juan necesito sentarme, me estoy mareando de nuevo —dijo Lidia dirigiéndose a su marido.
—No te preocupes Juan, yo la acompaño —–comentó Rosa.
Ambas se dirigieron hacia un banco, mientras Juan atendía a familiares y amigos.
—No lo podré soportar Rosa
—Tienes que ser fuerte Lidia, ya sé que es terrible pero…
—¿Cómo pudo precipitarse al mar en una carretera que conocía perfectamente?
—La policía tampoco se lo explica Lidia, ni siquiera hay huellas de frenada, más bien parece…en fin, creo que ahora deberías serenarte. Habla con Juan, todos queríamos a Carlos, pero a él le puede extrañar tu estado; es obvio que tú dolor es más el de una viuda enamorada que el de una gran amiga.
—No tiene porque saber nada. Ahora menos que nunca. Yo amo a Juan tanto o más de lo que he amado a Carlos. Durante todo este tiempo les he amado a los dos y eso Juan no lo entendería, así que lo mejor será dejar las cosas como están. Además hay algo que deberías saber…
—¿Qué sucede?
—Estoy embarazada.
—¡Maldita seas!
—Cálmate Rosa. Cualquiera de ellos podría ser el padre, necesito no saberlo con certeza. Siento que es mejor así.
—¿Se lo has dicho a Juan?
—Eres la primera persona que lo sabe. Cuando pase todo esto se lo diré, seguro que lo hará muy feliz.
—Sinceramente no sé donde te llevará tu forma de hacer las cosas… hay algo importante que debo decirte pero no es el lugar ni el momento adecuado, llámame luego y te lo explicaré. Y por favor medita bien tus decisiones, en esta vida podemos llegar a hacer verdaderas locuras por un amor.

Una vez finalizado el sepelio Juan y Lidia acompañaron a Rosa hasta su casa. Durante el trayecto, Rosa dejó discretamente un sobre bajo el asiento de Lidia mientras ésta fijaba la vista perdida en el horizonte; a su lado Juan conducía sin mediar palabra. Al llegar a casa Lidia marcó un número de teléfono.
—¿Diga?
—Rosa, soy Lidia, me has comentado durante el entierro que tenías algo importante que contarme.
—Así es. El martes, después de marcharte del apartamento Carlos me llamó…
—¿Cómo sabes que el martes estuve allí?
—El mismo me lo dijo, pero eso no tiene más importancia. Me citó en su despacho. Estuvimos solos. Según me dijo había acordado con tu marido hacer una visita a la delegación de Roma y se marchaba el miércoles muy temprano. Me entregó un sobre y me pidió que te lo entregara si algo grave le sucedía. Según me dijo, le seguían desde hacía semanas, temía que se tratase de un grupo relacionado con el blanqueo de dinero a los que había perjudicado en unos negocios. Sospechaba que Juan tenía algún turbio asunto que le ocultaba sobre ese tema y me insinuó que en ese sobre había información que sólo tú debías tener.

—¿Un sobre? ¿asuntos ocultos de Juan y blanqueo de dinero? ¡el propio Juan me comentó, hace unos días, que irían juntos a Roma a una importante reunión por la buena marcha de la delegación! ¿Dónde está ese maldito sobre?
—Lo dejé en tu coche mientras volvíamos del cementerio, bajo tu asiento.
—¿Bajo mi asiento, pero estás loca? ¿Y si lo ve Juan?
—Lo dudo, lo coloqué entre la alfombra y el suelo. Sólo alguien que supiese que está allí lo podría localizar.
Lidia colgó inmediatamente, sin siquiera despedirse. Al llegar, Juan la había dejado en casa y se había marchado a –—según dijo— revisar los documentos que Carlos habría dejado pendientes en el despacho. Ahora, él debía ver como resolvía todo tras la ausencia de Carlos. Así las cosas, sólo le quedaba la opción de esperar a que Juan volviera y ver como localizar el sobre sin levantar sospechas. Por unos instantes, pensó que lo mejor sería ir al despacho de Juan y acceder al parking, pero la idea le pareció tan descabellada que la descartó de inmediato. El tiempo que tardase en volver Juan se le iba a hacer eterno. Pasadas las diez de la noche, Juan llegó por fin.
—¿Cómo estás cariño?
—Bien…¿y tú?
—Bien. ¿Te has vuelto a marear?
—No, no… estoy mucho mejor, ¿qué tal por el despacho?
—Bien. Carlos era el tipo más organizado del mundo y todos los expedientes están en orden. Estos días pensaré en quien delegar todas sus funciones. Al final me tocará ir a mi solo a Roma. En fin…sigo sin creerme todo esto. Me voy directamente a dormir.
—¿Por cierto Juan, has visto una pequeña carpeta que tenía en el asiento trasero del coche?
—No me he fijado cariño.
—Bajaré un momento a buscarla, juraría que la dejé allí. No son más que cuatro notas de un corresponsal de la radio, pero debería echarles un vistazo antes de la reunión de mañana.
Lidia bajó hasta el garaje con el corazón en la boca. Juan no sabía nada del sobre, ella le conocía bien y su forma de actuar lo corroboraba. Abrió la puerta del copiloto como un rayo, golpeándose la pierna violentamente. Ni siquiera sintió dolor, con desespero comenzó a buscar bajo el asiento. Por fin, entre la alfombra, localizó su tesoro. En su interior encontró primero una breve nota: “La carta cerrada que encontrarás junto a esta nota me la entregó Carlos para ti. Rosa”. Hacía apenas unas horas del entierro de Carlos y ahora recibía a través de su mejor amiga una carta de él mismo… destrozó literalmente el sobre que acompañaba a la nota mientras el corazón latía con violencia, con la única esperanza de encontrar en su interior una respuesta coherente a tanta locura.

“Amor mío, si esta carta llega a tus manos es porque algo muy grave ha sucedido. Hace días que me siguen, ya sabes que a través del negocio tanto Juan como yo nos hemos creado enemigos capaces de todo, aunque tampoco descarto que sea el propio Juan quien esté detrás de todo esto, he descubierto unas cuentas en Suiza a nombre de una sociedad de las que él forma parte. También es posible que lo sepa todo de nosotros dos. En cualquier caso créeme si te juro, que durante todo este tiempo he luchado por intentar convencerme de que no eras una maldita egoísta. En realidad, no sé que nos hace pensar que no se pueda amar a más de una persona a la vez, aunque yo no he logrado entenderlo. Esté donde esté te amaré siempre “mi sirena”. Carlos.”

Lidia no podía creer lo que estaba leyendo. ¿Juan siguiendo a Carlos? ¿Ocultándole negocios? ¡Era todo una absoluta locura! Lloró desconsoladamente, con rabia.. En su interior, el dolor se mezclaba con un incontenido sentimiento de rabia hacia la vida, hacia lo establecido, hacia las normas. Un sentimiento de culpa la invadía, mientras ella misma trataba de justificarse, pidiendo al cielo que le explicase porqué maldita razón nadie podía entender el modo de amar que ella sentía. ¿Y cómo preguntar a Juan sobre sus “negocios en Suiza”? La más mínima insinuación a Juan por su parte supondría destapar su propio secreto. ¿Acaso lo sabía todo ya?

Unos días más tarde, mientras volvía de la emisora, sonó el móvil de Lidia.

—¡Juan!
—Cariño ¿cómo estás?
—Bien acabo de salir de la emisora, voy para casa.
—¿Porqué no cenamos fuera? Tengo que contarte algo importante.
—¿Algo importante?
—No te preocupes cariño son buenas noticias. ¿Quedamos a las nueve en el “Guesarde”?, así podrás cenar pescado como a ti te gusta.
—De acuerdo quedamos allí. Un beso.
—Hasta luego amor. Un beso.

Las ideas se amontonaban en la cabeza de Lidia. ¿Qué diablos sería lo que tenía Juan que contarle? ¿Tendría ella la oportunidad de averiguar algo sobre sus movimientos “mafiosos”? ¿Cuánto tiempo más podría esperar para decirle lo del embarazo?

Después de la cena el mundo se tornó mucho más dulce para ambos. Juan explicó a Lidia que un grupo suizo había mantenido contactos con él meses atrás interesándose por el negocio y que, siguiendo normas de la institución, habían solicitado todo tipo de informes contables nacionales e internacionales y —lo más revelador— habían hecho un seguimiento personal a Carlos y a él mismo durante varias semanas. El presidente del grupo desde Zürich le había informado del interés real por comprar y le había pedido “excusas” por el procedimiento y los seguimientos alegando que formaban parte de la política de compras.

Lidia empezaba a entenderlo todo. Y el estúpido de Carlos sospechando de Juan, que había sido para él prácticamente como un hermano, pero…¿no sabía nada Carlos del grupo suizo? ¿Cómo preguntarle a Juan sin levantar sospechas?

—¿Y qué pensaba Carlos de todo este asunto con los suizos?
—La verdad es que no estaba muy contento con el tema. Sabes lo duro que ha sido levantar esta industria durante todos estos años y él no parecía demasiado dispuesto a ceder el negocio a unos “oportunistas” según sus propias palabras. En cualquier caso no hablamos más que una tarde sobre el tema y en realidad yo tampoco pensé que pudieran tener un interés real así que no insistí, después el accidente…
Lidia quedó pensativa un instante, imaginando su vida hace sólo unas semanas, sus sentimientos, sus pensamientos…
—¿Dónde estás Lidia?
Lidia tardó unos segundos en reaccionar. Por fin despertó de su momentáneo letargo reflexivo y concluyó que era el momento de…
—Yo también tengo algo importante que decirte Juan…
Juan la miró profundamente, acercándose todo lo que le permitían aquellas copas altas. Entonces ella alargando el brazo cogió su mano y le devolvió una mirada dulce.
—Juan, estoy embarazada.
—¡Gracias al cielo Lidia! ¡Camarero, champagne por favor!

Los meses posteriores transcurrieron lentamente, del dolor inicial por la ausencia de Carlos, tanto Lidia como Juan, pasaron a un estado de ilusión por el pequeño que estaba en camino. En ocasiones, Lidia sentía que Juan estaba como ausente, dubitativo, frío quizás; de repente, entendía que esas sensaciones no eran más que una mala pasada de su mente ante ese atroz sentimiento de culpa que día y noche la acompañaba. Tras un embarazo difícil, nació Olver. Lidia y Juan estaban radiantes de felicidad. Lidia sentía que aquel pequeño parecía haber llegado a iluminar alguna ausencia. Aquella tarde de verano, cuando Olver contaba con apenas un mes de vida, Lidia salió para hacer unas compras junto a Rosa, sólo serían un par de horas en las que Juan se encargaría del pequeño. No se marchaba muy tranquila, Juan no tenía mucha práctica con el bebé y además, en los últimos días, lo había notado especialmente nervioso con el cierre definitivo de la venta del negocio al grupo suizo. Finalmente se marchó, no sin antes hacer que Juan le prometiese que si tenía algún problema la llamaría. Las dos horas de compras se le estaban haciendo eternas, así que decidió llamar para ver como iba todo.

Cogiendo a Olver, Juan observó con detenimiento aquella pequeña manchita rosácea con forma de flor junto a su pequeño pié. Volvió a mirarse su propio pié comprobando, como con el paso de los años, aquella mancha seguía allí, rosácea, junto al tobillo.

—Rosa, Juan no contesta.
—No te preocupes por Dios, estará haciendo algo y no podrá atender la llamada.
No habían transcurrido ni dos minutos cuando decidió intentarlo de nuevo.
—No insistas Lidia, él verá que le has llamado y te llamará.
—Sigue sin contestar Rosa, creo que algo no va bien…
—¡Por Dios Lidia!
—Rosa, ahora mismo me vuelvo para casa.
—Pero Lidia por favor…
De repente sonó el teléfono de Lidia.
—¡Juan!
—¡Lidia, debes venir enseguida, acaban de llamarme del despacho, unos encapuchados han entrado directamente a la oficina de Claudia, mi secretaria, y sin mediar palabra le han disparado varias veces, estaba oyendo tu llamada al otro móvil cuando hablaba con la policía!
—¡No! ¿Un atraco?
—Según me ha dicho la policía no se han llevado absolutamente nada…apresúrate por favor me han pedido que vaya lo antes posible.
—¿Por Dios Lidia que pasa? —preguntó angustiada Rosa.
—¡Calla Rosa!
—Lidia pídele a Rosa que vaya para allí, ella conoce bien a Claudia y a su familia y quizás pueda hablar con ellos.
— Esta bien Juan, ahora mismo voy para casa.
—Unos encapuchados han entrado en el despacho y han disparado a Claudia varias veces…
—¿A Claudia?¿Un atraco?
—No se sabe nada pero debe estar muy grave. Vete para la oficina de Juan para localizar a su familia, yo voy para casa con Olver, Juan me espera para poder marcharse.
Lidia paró el primer taxi que vió y se dispuso a ir para casa. Rosa se quedó esperando para coger igualmente un taxi y dirigirse a la oficina de Juan.
—Nada más llegar a casa, Lidia, en una primera visión del salón, comprobó varios cajones abiertos y tremendamente revueltos.
—¡Juan!
—¡Juan!
Sin apenas aliento, Lidia se dirigió hacia su dormitorio, y una vez allí a la cuna de Olver temiéndose lo peor. Primero Carlos, después Claudia…¿Qué estaba sucediendo? ¿Ahora Juan y Olver? Horrorizada, comprobó como en la cuna sólo quedaba aquel pequeño pijamita con el nombre de su bebé. Y algo más. Allí estaba, en la cuna de Olver, un sobre gris, exactamente igual al que Rosa le dejó en el coche el día del entierro de Carlos. A diferencia del suyo, éste ya estaba abierto, con el corazón en un puño cogió la carta de su interior y empezó a leer:

“Querido Juan, si lees esta carta querrá decir que algo muy grave me ha sucedido y que Rosa, nuestra común “amiga”, ha cumplido el encargo con total discreción, le pedí personalmente que te la entregase sólo en un caso extremo. Supe hace unos días, gracias a tu “fiel” secretaria Claudia, que eras tú el responsable de mi seguimiento. Según me confirmó, tú habías contratado a alguien porque sospechabas de mi integridad y temías que realizase negocios a tus espaldas; evidentemente debías pensar que actuaría tal y como tú has hecho con el tema de las cuentas de Suiza…. Ya ves, tu querida y “fiel” Claudia”, informándome a mi de tus actuaciones…seguimientos, cuentas en Suiza… como ves todo el mundo tiene un precio. . Habrás podido comprobar que a diferencia de ti, soy un socio fiel, pero supongo que habrás podido comprobar también que en lo que se refiere a cuestiones de amores, ni yo, ni tu querida esposa lo hemos sido. Aunque Carlos tú…, ¿has contado algo sobre ti y Claudia a tu querida esposa?, es probable que te entienda, ella sabe perfectamente lo que es “jugar a dos bandas”. Como ves todos tenemos puntos oscuros. Os deseo “toda la felicidad del mundo”. Carlos.”

En una línea inferior, manuscrita, una pequeña nota en tinta roja, que se veía claramente añadida con posterioridad a la carta:

“Después de haber leído esta carta, no llames a la policía, no nos obligues a derramar más sangre. Nuestro pequeño estará bien si tu te olvidas para siempre de los tres”. JUAN.

De rodillas ante la cuna, mirando obsesivamente aquel pijamita, absolutamente ida, extenuada, al borde la histeria, Lidia gritó:
—¿Los tres?
Instintivamente se llevó la mano al bolsillo y cogió su móvil. Buscó en la agenda y marcó ayudándose con ambas manos para que el temblor no ganara su batalla y poder llamar de una maldita vez. Al otro lado de la línea alguien contestó:

—Muy bien Lidia. Acertaste de pleno, Juan, Olver y yo misma “los tres”.
—¡Nooooooo! ¡Hija de puta! ¡Devuélveme a mi hijo! —gritó de una forma absolutamente desgarrada.
—¡Escúchame bien tú a mi! ¡Tanto Juan como yo tuvimos conocimiento de lo que decían las dos cartas de Carlos desde el mismo día de su entierro! ¡Tú eras la primera que tenía intención de engañar a todos! ¡ Olvídate de tu hijo, de Juan y de mi! Y te lo advierto muy seriamente… si no nos olvidas y nos buscas problemas no tendré ninguna duda en hacer que ocurra algún “accidente” como el que sufrió Carlos o un “atraco” como el de “Claudia”. ¡Hasta nunca Lidia!
—¿Rosa por Dios cómo puedes hacerme esto? —gritó Lidia entre sollozos —Rosa por favor…por favor…

martes, 23 de febrero de 2010

Miradas inocentes

El alba gris se alzaba perezosamente sobre la tierra dormida. Era pronto, tan pronto que posiblemente ni el tiempo había despertado. A través de la ventanilla del tranvía que me llevaría a la estación de autobuses y de allí, al aeropuerto, podía ver cómo el viento helado sacudía las hojas caídas de los árboles, arremolinándolas, dándoles vueltas, alzándolas y dejándolas caer, como si estuvieran escenificando una especie de danza fantasma. Súbitamente, los relámpagos comenzaron a destellar en un cielo progresivamente más oscuro, mientras el sol, que apenas había salido aún, se hundía de nuevo como una canica de oro tras las nubes grises. Yo cada vez me sentía más triste. Y el frío se colaba dentro de mí y corría por mis venas hasta llegar a mi corazón. Y sentí que mi tristeza estaba congelando el mundo.

Era el día de Año nuevo, y ahí estaba yo, una española perdida en Hannover, regresando a mi casa de Barcelona después de una estúpida pelea con mi novio, que era alemán. En realidad, no había sido sólo una pelea estúpida. Habíamos roto. Definitivamente. Para siempre. Y ya no había esperanza ni manera de coser con el hilo dorado de mis sueños los pedazos de nuestra historia, que habían quedado bañados, asfixiados, por el gris metálico y mediocre de todas las cosas, ese gris invernal que parecía proyectar cada amanecer sobre nuestras siluetas. Nunca había sido demasiado optimista. En realidad, nunca había sido más que una escéptica, una persona extraña, alguien que ilusamente creyó que podría obtener el material necesario entre sus propios delirios para maquillar la suciedad que cubría el mundo, esa suciedad que indefectiblemente terminaba por cubrirlo todo y eliminar toda la pureza, la hermosura y la esperanza del amor, de los sueños, de la vida en sí. Y ahora, esa vida estaba vacía, y se me había acabado la esperanza que había ido guardando en una cajita para esos casos especiales.

El sonido de unas voces infantiles me distrajo de mis lamentables pensamientos. Alcé la mirada, curiosa, cuando tres niños de unos 6 años entraron ruidosamente en el compartimento -hasta entonces, sólo ocupado por mí- y se acomodaron en los asientos que había enfrente del mío, apretujándose entre grititos de alborozo. Eran dos niñas y un niño, los tres con esos adorables mofletes infantiles enrojecidos por el frío. El niño tenía los cabellos de un rubio casi blanco que le hacía parecer albino y las dos niñas lo tenían de un tono castaño muy claro, casi dorado. Una de ellas, que sujetaba la mano del niño como si temiera que se le escapara, llevaba la cabeza cubierta por una gorra rosa que hacía juego con su abrigo y con la mochila que, tras sacarse apresuradamente, había apoyado entre sus diminutas piernas. La otra niña, que aparentaba ser un poco más pequeña que sus compañeros de viaje, parecía divertida por todo el entorno y sus ojillos azules curioseaban el vagón ávidamente, mientras los otros dos se miraban y se reían alborozados como si acabaran de oír el mejor chiste del mundo. Carraspeé para llamar su atención:

-Hola -De inmediato, el niño y la niña más mayores me miraron, mientras que la pequeña seguía absorbiéndolo todo con los ojos, moviéndolos a un lado y a otro como si fueran peonzas-. ¿Qué viajáis solos?

-Nuestros padres están en otro compartimento -contestó el niño al punto, con una seriedad insólita, tan graciosa al ser balbuceada por aquella voz tremendamente infantil.

-No es cierto -exclamó la niña más pequeña entre risitas, que súbitamente pareció despertar de su hipnótica fascinación y giró la cabeza súbitamente hacía mí-. ¡Van a casarse!

-¡Anna Bell! -exclamaron furibundos los dos niños, mirándola con reproche.

-¿Qué pasa? -replicó la pequeña, saltando sobre sus pies y mirándoles con los brazos en jarras-. Si no me dejáis decir lo que quiera, no pienso ser tostiga de vuestra boda.

-Se dice testigo -la corrigió pacientemente la otra niña, que se parecía mucho a ella, ahora que la miraba bien. Tal vez fueran hermanas. Alzó la mirada, desafiante, y me perforó con sus brillantes ojos azules-: Sí. Mika y yo nos vamos a África, a casarnos -Dicho esto, tanto Mika como ella alzaron la cabeza orgullosamente, y se miraron, destilando tanto amor a través de aquellos ojos inocentes que se me habrían saltado las lágrimas de no estar tan estupefacta.

-¿Q-qué os vais a… África… a casaros? -balbuceé, absolutamente atónita-. ¿Y cómo pensáis llegar hasta allí?

Pacientemente, Mika y Anna Lena (que así se llamaba la supuesta "novia") me explicaron sus planes punto por punto. Se habían escapado muy temprano de la casa familiar, en la que vivían los tres, pues sus padres eran pareja y ellos eran hijos de matrimonios anteriores de cada uno, las dos niñas de la madre y Mika, del padre. Habían llenado una mochila con provisiones, algo de ropa y juguetes de playa, y habían decidido poner rumbo a África "porque allí hacía calor, y estaban cansados del frío". Lo mejor de la historia es que habían sido capaces de coger el tranvía, planeaban coger otro autobús hasta el aeropuerto y pese a todo, nadie parecía haberles informado de que no se podía volar sin billetes. Estaba intentando explicarles esto último cuando apareció de la nada un policía, acompañado de un revisor de aspecto bobalicón. Ambos nos miraron expectantes. En aquel momento me di cuenta de que nos habíamos detenido pues ya habíamos llegado a nuestro destino.

-Hola, niños -saludó el policía tratando de hablar con voz cariñosa y tranquilizadora, si bien los niños le miraron temerosamente-. Me han contado que viajáis solos. ¿Podéis venir conmigo un momento?

Los tres niños se levantaron resignados, y ya iban a seguir al policía cuando yo detuve a Mika, que iba el último de la cola.

-¡Un momento! -susurré, cogiéndole por el diminuto brazo-. ¿Por qué queréis casaros? Sois muy jóvenes todavía.

-Porque nos queremos -contestó éste sorprendentemente, tan convencido, con tal ardor impreso en sus ojos azules que me dejó de piedra. Tal fue mi estupor que sin darme cuenta dejé que su brazo se escurriera de entre mis dedos, y para cuando reaccioné ya habían abandonado los tres el vagón en pos del policía.

"Porque se quieren", repitió una voz en mi mente. "Apenas deben de tener 6 años y planeaban irse a África para casarse… porque se quieren."

De repente, el mundo pareció cobrar un nuevo significado, visto a través de aquel nuevo prisma, puro, transparente, profundo, resplandeciente, el prisma de los ojos de un niño. Una visión exenta de malicia, exenta de suciedad, exenta de la podredumbre gris que cubría el mundo y lo envenenaba todo.

-Perdone, señorita, tiene que abandonar el tren.

Alcé la mirada: otro revisor me miraba sorprendido desde la puerta.

-Sí, ahora mismo -respondí distraídamente, mientras me ponía en pie y recogía mi escueto equipaje.

Con una sonrisa en los labios, salí rápidamente del vagón y en cuanto hube puesto un pie fuera de la estación, sumergiéndome en la fría mañana de enero, saqué el móvil de mi bolsillo. Con el pulso tembloroso pero decidido, seleccioné aquel nombre que conocía tanto de mi agenda de contactos y le di al botoncito verde de llamada.

-¿Sí?
-Georg, soy yo… -Hice una pausa y respiré hondo. Una sonrisa iluminó mi rostro, y con ella, la luz gris del amanecer pareció fundirse y convertirse en fuego, en un fuego ardiente e irisado que lo cubrió todo, incluso a mí misma, dándome fuerzas para pronunciar las palabras que hasta entonces no había sido capaz de pronunciar, y de sentir lo que nunca antes había creído ser capaz de sentir, gracias a tres niños completamente desconocidos que habían querido cumplir sus sueños más descabellados.



Myriam Oliveras.

lunes, 22 de febrero de 2010

Fantasías

Cierro los ojos y allí estoy.

Lejos, muy lejos.

Columpiándome lentamente en un rayo de luna mientras la oscuridad danza a mi alrededor.

Seguro que no sabéis qué tacto tiene un rayo de luna, porque nunca os habéis balanceado en uno. Es frío, suave y resbaladizo, como el satén, y siempre tengo miedo de deslizarme por uno de sus extremos y precipitarme al vacío, pero nunca sucede. Sobre mí la Luna sonríe. No me dejará caer.

Así que me columpio cada vez más y más alto, hasta que el viento huracanado hace revolotear mi delicado camisón de seda blanca, arremolinándolo en torno a mi cintura. Me balanceo tan rápido y tan alto que salgo volando. No es que el rayo de luna me haya soltado, es que yo he saltado... a demasiada velocidad.

Y ahora caigo por el aire puro y transparente, mejor dicho, levito sobre él, y me veo atrapada por la caída de un crepúsculo surgido de la nada, que posa un delicioso beso sobre mis labios.

Mmh... ¿Alguna vez habéis probado el sabor del crepúsculo?

Sabe a oro líquido mezclado con fresa y nubes, y es muy cálido. No hay otra expresión que lo defina mejor.

Los rayos tenues del sol, de purpurina rosa y dorada, se disuelven lentamente en el aire, como una cortina que cae a mi alrededor, dejando una estela centelleante y danzarina. Se oye un sonido como de campanillas y xilófonos mientras los rayos terminan de desaparecer. Pero yo ya no veo el crepúsculo.

Estoy en un escenario, en una obra de ballet. Los focos me deslumbran y siento el roce de las plumas contra mi piel. Voy de cisne, de cisne blanco y puro, con un delicioso maillot blanco y un tutú a juego con plumas cosidas. Mis zapatillas de punta también son blancas, de un blanco reluciente, de satén nuevo. Las llevo firmemente atadas a los tobillos y no me hacen daño. Por una vez no siento ningún dolor, ni miedo, ni cansancio. Sé que no voy a perder el equilibrio. Lo sé porque es un sueño, MI sueño, y nada estropeará este baile. Así que comienzo a ejecutar pirouettes de una perfección asombrosa. Voy poco a poco incrementando la velocidad, utilizando fouettés para darme impulso. ¡Zas! ¡Zas! Giro tan y tan rápido que dejo de ver los rostros de los espectadores. Ahora el mundo ya sólo es una mancha borrosa ante mis ojos. Ya ni siquiera oigo la dulce y desgarradora música de Tchaikovsky.

Abro los ojos. Hace rato que ya no giro. Una imponente mansión de oscura madera bruñida se cierne ante mí, cálida y silenciosa. Bajo poco a poco las escaleras, cubiertas por una alfombra rojo sangre que hace juego con mi vestido granate de terciopelo. Todo es sobrio y antiguo, de estilo victoriano. Cuando termino de bajar las escaleras, llego a un gigantesco comedor. Una mesa de varios metros de largo me aguarda, con copas y platos de pura plata con incrustaciones de piedras preciosas.

¿Estoy sola en este paraíso antiguo perdido?

¿O hay alguien allí conmigo?

Veo una figura lejana, apoyada en la chimenea.

Está de espaldas, y viste un precioso traje negro de época, con chaleco, levita, pantalones muy elegantes y guantes blancos. Un sombrero y un bastón reposan a su lado, apoyados en la repisa.

Una y otra vez consulta un reloj de bolsillo dorado, sujetándolo por la larga cadenilla con sus manos enguantadas; luego vuelve a cerrarlo y lo introduce en su bolsillo.

Tal vez está esperándome.

Tal vez he tenido que atravesar todas estas fantasías para encontrarle.

Pero cuando corro hacia él, sintiendo como el corazón me late apresuradamente, desaparece. Se deshace en pequeños átomos que flotan suspendidos en el aire como destellos de oro y luego se va para siempre.

Me pregunto si aparecerá en mi próximo sueño.


Myriam Oliveras.

PASION AUTOR CONRADO SANCHEZ

No debía haber venido —se dijo a sí misma. En ese instante Carlos se levantó de la mesa y se dirigió hacia la cocina brindándole una confidente mirada.
¡Por Dios Encarna! ¡Levántate de la mesa y márchate antes de que sea demasiado tarde! —repetía en su interior. Pero sus piernas no obedecían a la razón, eran presa de quién sabe si el corazón o la pasión. No era propio de una cuarentona casada y con niños estar sentada en la mesa del apartamento de un compañero de trabajo, pero, ¿qué había de malo en ello?
Probablemente todo eran fantasías suyas. Carlos era un tipo especial. Un hombre de treinta y muchos, digamos que…del montón, con una media melena morena y muy, muy delgado. Pero lo importante no era su aspecto, lo importante eran su sencillez, su sensibilidad. Eso era lo que lo hacía especial. Sus conversaciones con él eran distintas. Eran casi como …“de mujer a mujer” —pensó. La entendía, la comprendía, la animaba, le hacía reir y nunca había tenido con él la sensación de que la acorralaba. Había visto en sus ojos, o había querido ver, como él la deseaba. ¿O era su deseo la que le hacía ver todo eso?
Su vida era una vida…feliz. Su marido era una estupenda persona al que sin duda quería con el alma; un tipo guapo, exitoso profesionalmente, y al que más de cuatro mujeres quisieran tener junto a ellas. Entregado por completo a su esposa y sus pequeños y sin embargo…Sin embargo Encarna se sentía sola. No sola de compañía, sola de atención, de comprensión, de…Muchos días, recordaba con nostalgia, como él la había hecho sentir una princesa y ahora…
Encarna, a sus cuarenta y…había empezado a sentir, casi de forma obsesiva, la necesidad de aprovechar la vida, de vivir la vida, de sentir la vida. Quizás, aquel episodio en que —aunque él lo negase—, Javier, su marido, tuviese aquel lío de faldas durante un viaje a Madrid, la había llevado a esta convicción, quizás...
Sin ser una top model, resultaba aún muy atractiva. Las continuas insinuaciones y alabanzas de amigos y compañeros de trabajo no hacían más que corroborarlo. De altura media, su melena rubia, sus acaramelados ojos y unos pechos desafiantes, no dejaban indiferente a casi nadie. Y su sonrisa, Encarna siempre sonreía.
—¿Te gusta el chocolate verdad? —preguntó Carlos desde la cocina.
—¿Cómo…? Sí, si ..claro! —respondió Encarna, como despertando de sus pensamientos. —No pasa nada Encarna —se dijo a sí misma. —Un compañero de trabajo, con el que tienes una relación cordial, te invita a comer a su casa un viernes porque tú le has dicho que no tenías tiempo de ir a tu casa y volver al centro después a hacer unos encargos…lo más inocente del mundo. Carlos vive cerca del despacho y “sólo” has venido a comer y después te marcharás tranquilamente… Sirviéndose una copa de aquel buenísimo vino blanco intentó relajarse.
Carlos apareció de nuevo con una bandeja en el que se adivinaba una especie de bizcocho regado con chocolate caliente. El olor del chocolate inundó las sensaciones de Encarna.
—La magia de este postre viene ahora —afirmó Carlos mirándola fijamente a los ojos.
—¿Magia? —preguntó Encarna, entre curiosa e inquieta.
—Ja, ja, ja —rió Carlos. —Verás —dijo descorchando una botella que había traído junto al postre. —Se trata de una receta muy antigua, del norte, el bizcocho regado con el chocolate tiene una textura más bien seca, así que de lo que se trata es de tomarlo a la vez con este compuesto de hierbas que le da un toque especial.
—¿Pero…tendrá mucho alcohol, no? —preguntó Encarna mientras lo miraba y sentía un irrefrenable deseo de abalanzarse sobre aquel tipo que siempre la hacía sentir como una reina. “Sentir” claro, esa era la palabra, durante toda la comida ella le había hablado de mil cosas y “sentía” que a él le importaban, “sentir”…
—¡Que va! —afirmó Carlos. De una forma casi instintiva, Carlos puso su dedo índice en el vasito en que había depositado el líquido y alzando la mano a la altura de la boca de Encarna le dijo: —Toma prueba, ¿no me crees? Ja, ja, ja, ¿piensas que quiero emborracharte o qué?
Debo estar volviéndome loca —se dijo. Casi sin pensar Encarna acercó su húmeda lengua al dedo de Carlos y probó tímidamente.
—Tenías razón, está bueno. ¿Así que no quieres emborracharme, no?
En ese instante Carlos la miró fijamente a los ojos, se levantó, se dirigió hacia ella y poniéndose a su espalda la cogió por los hombros. Ella notó como su aliento se acercaba a su cuello…La besó suavemente justo por debajo del lóbulo de su oreja, mientras sus manos acariciaban sus hombros y su cuello. Ella gritó hacia su interior. Un escalofrío le recorrió de abajo arriba la espalda cuando Carlos empezó a dar leves mordiscos alrededor de su cuello. Notó como sus pezones se endurecían como nunca lo habían hecho. Mientras seguía recorriendo su cuello con labios, dientes y lengua, Carlos deslizó una de sus manos entre sus pechos. El corazón le latía deprisa. Notó como aquella mano le acariciaba suavemente como una pluma primero, con energía después. Sin dejar de acariciarla Carlos hizo que se levantase y girándola hacia él la besó suavemente abrazándola fuertemente. En segundos sus labios y sus lenguas iniciaron un armonioso ritual que fue convirtiéndose en salvaje. Encarna recorrió con sus manos la espalda de Carlos, con fuerza; sintió en el chocar de sus cuerpos toda la encendida virilidad de Carlos. Sin dejar de acariciarse, besarse, lamerse…se desnudaron, muy lentamente, eternamente. Encarna se dejó caer suavemente en el amplio sofá tras la mesa. Carlos la siguió. Los rayos del sol de media tarde dibujaban la silueta de Carlos haciéndolo aún mas deseado. Situándose sobre ella, Carlos comenzó a lamer el cuerpo de Encarna, mientras sus manos le sujetaban con fuerza por detrás de sus muslos. Poco a poco Carlos fue recorriendo con miles de pequeños besos primero los pechos, después el ombligo…Encarna sentía como aquella boca la hacía estallar en mil pedazos, en millones de pedazos. Durante unos segundos se mantuvo absolutamente inmóvil, extasiada, sin necesidad alguna de bajar a la realidad. Carlos se tumbó junto a ella y empezó a acariciar suavemente su cabellera rubia, ella le miró sin verle… Fueron segundos, minutos o horas quizás las que Encarna sintió esa sensación, no estaba sola… “sentía”. Se giró hacia Carlos, llevó con suma delicadeza una de sus manos hacia abajo y empezó a acariciar con suavidad el miembro que se le ofrecía arrogante, Carlos suspiró con fuerza apretándola contra él; Encarna sintió como un torrente se apoderaba de ella, de nuevo su respiración se aceleraba, apartó su mano y manteniendo sus pechos deliberadamente a la altura de los labios de Carlos, se sentó literalmente sobre “él”. Ambos volaron apenas unos segundos, gritaron, sus cuerpos formaron un tenso arco justo antes de una explosión inenarrable, breve, apocalíptica…

lunes, 15 de febrero de 2010

La Pena

Se acercó, con la mirada clavada en el horizonte, hasta la orilla del precipicio, aún en pijama y zapatillas. La brisa removía su larga cabellera castaña y le ocultaba su blanco y joven rostro.

La noche estaba a punto de despedirse y un pálido reflejo, se mostraba en el horizonte. El mar era como un vacío, oscuro, que parecía haber engullido la luz y todo aquello por lo que ella se ilusionó una vez.

Ya no tenia lágrima pues los años de pena habían acabado con ellas, aunque no solo con ellas, sino también con las ganas de vivir. Las lágrimas la habían dado consuelo y la habían hecho sentirse viva.

Ahora el vacío la llenaba.

-Hola - escuchó a su espalda.

Se giró y vio a aquel niño de cabello dorado y enormes ojos azules que la observaba con curiosidad.

-Hola – respondió ella, aún confusa por el inesperado visitante. – No debería estar aquí, es peligroso.

-Es peligroso para ti. Yo ya he visto a muchos como tu antes. Algunos estaban decididos, a otros les costó más, pero al final la pena los arrastró.

-¿A que te refieres? – pregunto sorprendida.

-Ya sabes a que me refiero, a lo que has venido a hacer aquí.

-Pequeño, tu puedes imaginar cosas, pero no puedes entenderlas, eres muy pequeño e inocente – dijo ella bajando la mirada al suelo.

La claridad de luz cada vez era mayor y el mar, en su horizonte, empezaba a mostrar algo de color. El sol no tardaría en desperezarse.

-Quizá te parezco joven en apariencia, pero soy casi tan viejo como el tiempo – replicó el niño, que en ningún momento había perdido la luminosidad e inocencia en sus gestos.

-Si sabes a que he venido, - prosiguió ella, aún con la mirando al suelo como si le hablara a las piedras - ¿Por qué sigues aquí? ¿Quieres ver el espectáculo o evitarlo?

-El motivo de mi presencia no es importante porque hace tiempo que tomaste la decisión, yo solo formo parte de ella.

El sol ya mostraba el rostro y seguía decidido a mostrarse entero. La luz ya empujaba a la oscuridad hacia el oeste y a su vez los colores llegaban con la luz. El cielo empezaba a coger un tono azul intenso y el mar ya no era un vacío, sino un espejo de múltiples tonalidades turquesa. La vida parecía llegar con la luz y las gaviotas y Charranes, empezaban a sobrevolar el mar y el peñasco, en busca del desayuno.

Los sonidos se mezclaban, los graznidos de las aves y su chapoteo en el mar, los suaves golpes del mar contra las rocas, el susurro de la brisa al rozar las rocas y plantas del precipicio. Todo aquello ponía la banda sonora perfecta al despertar de un precioso día de primavera.

-Deberías irte – dijo ella girándose bruscamente hacia el precipicio.

El niño no dijo nada, solo se le esbozó una leve sonrisa, como si aprobara el gesto de ella al girarse de nuevo hacia el precipicio.

De repente ella se dio cuenta del espectáculo de amanecer que se estaba dando ante sus ojos y un escalofrío le subió desde la punta de los dedos de los pies a la espalda, como si algo la hubiera enchufado de nuevo al mundo, aquel que en otro tiempo fue capaz de disfrutar.

-Cuanta belleza – susurró con los ojos abiertos como platos.

-Cierto – dijo el niño a su espalda – pero ya no la disfrutaras mas, hace mucho tiempo que olvidaste hacerlo.

-Quizá…quizá podría intentarlo…quizá podría volver a disfrutar de las cosas, volver a vivir – balbuceó ella, mientras las lágrimas empezaban a caer por sus mejillas, como si fuera la primera vez que presenciaba aquello.

-¡No es posible! – dijo el niño – Yo siempre seguiría a tu lado y si no es ahora, pasaría en otro momento. No podrías dejar de pensar en el accidente y como tu marido y tu hija perdieron la vida en él. Siempre te sentirías culpable, lo fueras o no. Yo soy tu pena, tu dolor, tu culpa y mi trabajo es hundirte, empujarte al vacío y acabar conmigo.

El niño se acercó a ella, puso sus delicadas manos en las nalgas de ella y, con un sutil empujón, la precipitó al vacío.


Antoni Esteve


jueves, 4 de febrero de 2010

Intro...

Dicen que los muertos no hablan y es que quizá ya soy un fantasma.
Aunque si lo fuera, ¿porque siento el estomago en la garganta, huelo el rancio de ésta habitación y noto éstas punzadas en el espinazo?
¡Por Dios, no sé cuanto mas aguantará esta puerta!

Hace apenas un par de horas que acepté el trabajo. El último, me dije para variar, sencillo y rápido, me dijeron para variar.
Ahora estoy seguro que ha sido el último.

Solo un transporte, como otras veces, llevar un paquete al lugar indicado, sin preguntas y con sigilo.
Nunca sé lo que transporto, aunque lo intuya, pero debe ser algo que a mucha gente le hace gracia poseer y que, a su propietario, no le hace ninguna extraviar. Eso implica que, desde que el bulto pasa a tus manos, debas atenderlo como si fuera tu vida. Cualquiera pensaría que es una locura, pero la necesidad y el dinero fácil, hacen que deposites muchas esperanzas en llegar al destino.

El lugar de entrega, una pequeña farmacia de barrio, no queda muy lejos del lugar de recogida, apenas una hora en transporte público. El trayecto ha sido limpio, como le llamamos nosotros al transporte perfecto, sin traspiés, sin sobresaltos, como el electrocardiograma de un cadáver.

Todo en el establecimiento parecía normal, un local repleto de estantes atiborrados de vetustos recipientes y en la que, no sin esfuerzo, caben unas 4 personas.
No había nadie, he entrado y ha aparecido, de la rebotica, esa en la que ahora estoy atrapado, un hombre en bata blanca. Demasiado joven, he pensado, para una farmacia tan anticuada, aunque a decir verdad, no conozco a muchos farmacéuticos.

Debía ser tan sencillo como intercambiar las contraseñas y entregar el paquete, pero justo en ese momento, un silbido, que se ha acercado por mi espalda, me ha sobrepasado y ha ido a impactar en la frente del farmacéutico, manchando todo de rojo.
No me ha dado tiempo a pensar en lo que sucedía, que ya estaba saltando tras el mostrador y cayendo sobre el cadáver del farmacéutico. Las defensas se me han activado de tal manera que creí estar sudando adrenalina.
Aquel hombre aún estaba caliente y las náuseas me han empezado a convulsionar, cuando he oído correr a alguien hacia mí.
De un rápido vistazo, dos opciones. La primera, salir hacia la puerta principal y enfrentarme al sujeto que se acercaba o, la segunda, encerrarme en la trastienda. La segunda me ha parecido la mejor, ese sujeto no daba la impresión de atender a negociaciones.
Por suerte, o quizá no, aún tengo el paquete en mi poder.
En cualquier momento ésta puerta cederá y aquí no hay salida posible, ¡soy fiambre!

¿Oigo sirenas?
¿Vendrán hacia aquí?
Los golpes en la puerta han cesado y oigo pasos que se alejan, alguien huye del lugar.
¡Si, las sirenas ya están aquí!
Genial, parece que, a pesar de todo, aún no me toca ser fiambre.

-¡Atención, le habla la policía, grupo operativo nuclear, biológico y químico! – se oye desde un megáfono -. No se mueva de donde esta, no manipule el paquete y siga las instrucciones que le daremos para su salida. Deje en el suelo cualquier arma que posea y no nos obligue a usar la fuerza.

-No tengo armas. ¡Déjenme salir! – grito.

-Bien, siga las instrucciones – prosiguen desde el megáfono -. Quítese toda la ropa y solo coja el paquete. Salga de la trastienda, en la farmacia le esperan dos agentes. Déles el paquete y espere instrucciones.

-¡Ya esta, salgo de la trastienda! – replico impaciente, mientras me dirijo hacia la farmacia como mi madre me trajo al mundo.

¡Pero que diablos esta pasando! El grupo nuclear y biológico de la policía, dos agentes que van vestidos de astronauta y estas luces que me ciegan…

-Señor, déme el paquete y quédese quieto mientras lo inspeccionamos – me indica uno de los dos agentes que habían entrado en la farmacia vestidos con atuendos de astronauta.

-Tenga. No sé lo que hay ni me interesa. Solo quiero salir. Me asfixio – exhalo con poco aliento, acercándole el paquete.

-¡Mierda! Aquí agente uno, el paquete no esta intacto. Repito, no esta intacto y el receptáculo esta vacío. Esperamos órdenes – indica el agente por radio, mientras inspecciona el paquete.

-Aquí agente dos. El medidor de constantes indica que el sujeto no tiene pulso, no respira y su temperatura ya ha descendido. Además – prosigue el segundo agente, vestido como el primero, pero acarreando un extraño aparato a hombros conectado a una especie de pistola estroboscópica y que en todo momento había estado dirigiendo hacia mi -, presenta un orificio en el pecho, parece la salida de una bala. En la espalda se puede observar la entrada de la bala y la inflamación de la zona espinal, típica de lo que buscamos. Jefe, este ya es otro títere movido por los hilos de nuestro querido amigo.



-¡Atención agentes, eliminen al sujeto y limpien la zona! - anuncian desde el mismo megáfono con tono grabe e implacable -. Repito, eliminen al sujeto, no podemos dejar que el parásito salga de ahí metido en su cuerpo. ¡Procedan!



-¡Agentes, informen de la acción!



-¡Agentes uno y dos, respondan!



¿Qué me sucede?
¡En un pestañeo y solo con mis manos, acabo de despedazar a dos hombres!
¿Un parasito?
¿Dentro de mí?
Me siento tan…sobrehumano.


Antoni Esteve

lunes, 25 de enero de 2010

LA VIA

LA VIA

Aquella mañana de sábado Marcos se miró fijamente al espejo. La imagen que vió le pareció más la de un moribundo que la suya propia. Las terribles ojeras, esa tez blanquecina, la mirada sin luz… ¿Dónde estaba aquel Marcos feliz? ¿Dónde estaba aquel tipo de treinta y muchos que radiaba energía constantemente?
—Hoy hace un año de la marcha de Gloria. —Pensó.
Un año de drama. Días y días de melancolías y odios. Melancolía por aquellos años compartidos con su princesa. Odios e incomprensiones porque ¿cómo entender que se marchara con aquel músico dejando atrás un amor incondicional y una pequeña de apenas dos años? ¿Se había vuelto loca? Loca de amor probablemente.
Marcos se sentó al borde de la cama. —No hay alternativa —se dijo a sí mismo. En la última visita, el psicólogo le había aconsejado que se tomase unos días de descanso. Según dijo, lo veía al borde de una profunda depresión. —Hoy se acabará para siempre la depresión—
Todo estaba fríamente pensado. Como había hecho algún otro día preparó la caña de pescar, la cesta… y se dispuso a acercarse hasta las rocas. Vivía prácticamente al borde del mar. Desde la ventana podía ver como las olas rompían en la playa. El sonido de un tren le sacó de su trance. El paso del tren, paralelo al mar, le interrumpió por un momento la preciosa playa que había ante él.
En realidad pescar nunca le había entusiasmado. Lo que siempre le había maravillado era sentarse en aquellas rocas y mirar hacia el horizonte, pensando en no pensar. Invitando con la mirada, a los pasajeros de los trenes que pasaban a su espalda, a soñar con él aquel inmenso mar. Siempre había sido un romántico.
Mientras se dirigía hacia las rocas pensó en su pequeña. Laura tenía casi tres años. Todo amor y dulzura. Se estremeció. Pero ahora no podía flaquear. Tomó un camino que le llevaba hacia un cañaveral junto a la vía, debía cruzarla para llegar a las rocas. —Laura, mi pequeña…— Siguió adelante. Laura estaba hoy con los abuelos. Marcos les había pedido que se quedasen con ella para así poder hacer unas compras e ir a pescar. A pescar… Colocaría la caña, dejaría la cesta y después… Bastaría con esperar a ver un tren a lo lejos y en el momento preciso…adelante. Y el fin. La caña, la cesta…todo apuntaría a un desgraciado accidente. Un accidente que le apartaría para siempre del martirio. Su seguro de vida daría a los abuelos algún dinero que les ayudaría con Laura. Había que estar frío. Un día Laura lo entendería…Su estado mental y su más que precaria economía, no era lo que él había soñado para aquel trocito de cielo de apenas tres años. No debía pensar más.
Llegó al borde de la vía y se dispuso a cruzar para situarse del otro lado. De repente vió, a pocos metros de allí, a un pequeño sentado en medio justo de la vía, inmóvil. No a mucha distancia, un tren se acercaba a toda velocidad. En ese tramo se dibujaba una ligera curva y aunque el maquinista viese al niño sería imposible que frenase a tiempo.
Tembló. Corrió hacia el pequeño y unos instantes antes de que el tren llegase lo arrancó de allí cayendo ambos del lado del mar golpeándose con las rocas.
—¿Qué haces? —gritó el muchacho llevándose las manos a la cabeza.
Marcos no contestó. El golpe había sido tremendo. Temblaba de la cabeza a los pies. Pasados unos segundos miró al muchacho y comprobó que al menos aparentemente estaba bien. Se asustó al ver sangre en sus manos pero rápidamente se dio cuenta de que sólo era un pequeño corte que se había hecho al impactar con las rocas.
—¿Estás loco ? ¿Se puede saber que demonios hacías ahí?
El pequeño no contestó. Se había sentado en una de las rocas y mantenía la vista fija en el mar.
—¿No me has oído? —le gritó Marcos entre asustado y enfurecido.
—Quiero ir con mi madre —contestó.
—¿Con tu madre? ¿Dónde está tu madre? —pregunto Marcos acercándose a él.
—En el cielo...
—Lo siento …
El chico se llevó las manos a la frente y dijo en voz muy baja:
—Hace cuatro años…al nacer mi hermana…murieron las dos..
—Vamos chico, acércate... Lo siento de verdad… ¿Cómo te llamas?
—Oscar
Marcos lo rodeó con un brazo por los hombros y dirigió su vista hacia el cielo. Tras unos minutos Marcos preguntó:
—¿Y tu padre?
No contestó. Había dejado caer su cabeza sobre el pecho de Marcos y lloraba en silencio.
—No hace falta que me cuentes nada si no quieres, pero puede que te haga bien hablar un poco.
Oscar levantó la cabeza mientras Marcos le secaba las lágrimas con su camisa.
—Mi padre lloraba cada día después de que muriese mi madre. El no me lo decía, pero yo lo oía desde mi habitación. Se enfadaba por todo y bebía. Hace unos días lo encontraron tirado en la calle… Ahora estoy con mis abuelos…
— ¿Cuántos años tienes Oscar?
—Once… casi doce.
Marcos se sentó frente a Oscar y lo abrazó. Apartándose de él puso sus manos sobre sus hombros y le miró a los ojos. Aquellos ojos verdes, llenos aún de lágrimas le hicieron sentir escalofríos.
—Escúchame atentamente Oscar. ¿Hablas con tu madre a veces?
Oscar le miró con la inmensa ternura que desprende una mirada de once años. Marcos notó una luz especial en aquellos ojos al escuchar su pregunta.
—Si…hablo con ella muchas veces.
—¿Y qué le dices?
—Que quiero ir con ella.
—¿Y tú sabes qué quiere tu madre Oscar?
El chico le miró intrigado.
—Yo creo que tu madre lo que más desea es que te hagas un chico mayor y seas muy feliz. Mira Oscar, algo me dice que tu madre me ha traído hasta aquí para sacarte a tiempo de la vía.
El chico escuchaba como embelesado las palabras de Marcos mientras le miraba fíjamente.
—¿Cómo se llamaba tu madre?
—Alba —contestó el muchacho mientras se pasaba el puño del jersey por los ojos.
—Alba…seguro que era muy guapa.
—Si mucho —contestó el pequeño con una ligera sonrisa.
—Haremos una cosa Oscar.
—¿Qué?
—En primer lugar iremos a casa de tus abuelos que deben estar muy preocupados.
—Si…
—Si quieres, a partir de mañana tú y yo vendremos a pescar siempre que podamos.
Oscar asintió mirando a Marcos, mientras éste intentaba hablar sin que estallase el tremendo nudo que se había apoderado de su garganta.
—Un día —prosiguió—, cuando seas mayor, te demostraré que tu madre ha querido hoy, que ni tú, ni yo, nos quedásemos en mitad de la vía.

Conrado Sánchez