“Horrible crimen ritual en la Noche de San Juan. Encontrados restos de piel humana junto a una muleta en la playa. Se piensa que una secta satánica pudo degollar a un hombre cuya identidad no se ha podido confirmar…”. Escuché la noticia mientras desayunaba, sonreí, qué lejos estaban de la realidad y rememoré los hechos ocurridos desde que la noche anterior me encontraba en la habitación del sanatorio donde vivía, la fría luz de los fluorescentes no ayudaba a mis cansados ojos a distinguir las letras del libro que sostenían mis temblorosas manos. Tenía calor y con cuidado cogí mi bombona de oxígeno y me levanté de la cama para abrir la ventana. El cáncer de mis pulmones ya no podía ser derrotado pero dada mi avanzada edad, tampoco era agresivo, me consumiría lentamente. Me mataría como había transcurrido mi vida en soledad, sin estridencias, sin pasión. Se escuchaban ecos de algarabía y petardos que me recordaron que esa noche era la verbena de San Juan. De pequeño me gustaba ver como se prendían hogueras, me quedaba extasiado viendo alzarse las llamas. Nunca me permití una locura, nunca luché por una idea, nunca lloré un amor y fue entonces que me vino a la cabeza la descabellada idea de salir a verlas por última vez. Estaba prohibido salir más allá de las diez de la noche, pero lejanas risas y tintineos de copas me hacían pensar que los enfermeros estaban entretenidos. Andar podía con una muleta. La bombona de oxígeno no me la podía llevar, pero a paso lento y con un ventolín en el bolsillo me apañaría.
Me puse el chándal y salí a la calle. El sanatorio estaba en la parte alta de un pueblo costero, de casas blancas y calles estrechas. Había sido construido en la ladera de una montaña que terminaba de forma abrupta en una cala, a orillas del Mediterráneo. Más allá del pueblo sólo había bosque. Conforme llegaba al centro las calles se iban abarrotando de gente. Los petardos sonaban con toda su potencia. De pronto irrumpió un tropel de tambores acompasados que hacían daño a mis oídos, era un pasacalle. Demonios disfrazados danzaban bajo las bengalas ardientes. Incluso alguno era capaz de echar fuego por la boca. El humo invadía la calle. Me ahogaba. El gentío que les acompañaba corría bramando y carcajeando. Me empujaban, las chispas me quemaban, sentí miedo. Me senté en el tranco de una puerta y cubrí mi cara con mis brazos. Empecé a llorar. ¿Qué hacía allí?, era ya tarde para demostrar el arrojo que nunca tuve. Poco a poco los tambores se fueron alejando, la calle volvía a quedarse vacía. Yo no quería moverme, quería morir ya cuando él me tocó. - Se encuentra bien - levanté la cabeza y ante mí apareció una figura espectral. Llevaba puesta una gabardina y guantes. Su cabeza estaba cubierta por un pasamontañas sólo quedaban al descubierto unos ojos hipnóticos, extraños, cautivadores, inquietantes. La figura se presentó. – Disculpe mi aspecto, tengo la piel delicada y me cubro para evitar quemaduras, mi nombre es Bartolomé, ¿me permite acompañarle? Yo tampoco soy ningún jovencito, ¿a dónde va? - No supe que decirle. –Comprendo sólo está paseando, bien yo me dirijo a la playa por un asunto, si quiere le acompaño hasta la pequeña dehesa donde los vecinos están celebrando la verbena.
Cuando llegamos la orquesta tocaba pasodobles y rumbas. Había largos tablones dispuestos a modo de mesas llenos de cocas y botellas de cava. Alegres farolillos y banderines colgaban de los árboles. Los niños corrían con sus petardos. No tan niños se daban sus primeros besos en lugares más escondidos. Los miraba con envidia, cuánto deseaba en ese momento haber sido partícipe, alguna vez, de una fiesta como ésa, de compartir esos rostros satisfechos con su vida. Bartolomé me susurro al oído – no te veo feliz aquí, no pareces acostumbrado a fiestas, yo tampoco disfruto con ellas, la verbena es una aberración de lo que esta noche significa, dejémosles con sus bailes, acompáñame más allá de aquel sendero-. Me ahogaba, mi cuerpo cansado me pedía quedarme allí sentado, oyendo las canciones, viendo parejas bailando, pero eso es lo que había hecho toda mi vida y por eso me sentía desgraciado. Acepté
La música y las luces quedaban atrás. La tenue luz de la luna era la única iluminación del sendero vigilado por olmos y encinas. El olor a tomillo y romero ya se podía distinguir del de la pólvora. Observé a una mujer haciendo una cruz a un árbol y a otras recogiendo helechos y hierbabuena. – Esas mujeres que ves están preparando ritos de amor, estamos llegando al lugar donde las almas sufren y se resisten a ser desgraciadas- . Bartolomé continuó – la vida es única y corta por eso los humanos quieren que sea especial, perfecta pero siempre falta algo, amor, suerte, inocencia, dime ¿qué es lo que te falta a ti?. Le respondí que una nueva vida sin todos los errores que han hecho que acabara sólo mis últimos días. Llegamos al final del sendero.
La cala quedaba justo detrás de unos matorrales. Bartolomé me contó que esa noche había tenido muchos nombres, entre ellos el de Puerta de los Hombres. Me habló de cómo el divino sol, a partir de este solsticio, iba abandonando su presencia en los cielos para penetrar en el interior de los hombres para iluminar su espíritu, purificarlo y renovarlo. Era como si el hombre penetrara en la dimensión divina. No comprendí que me estaba diciendo hasta que aparté los matorrales y vi la playa. Decenas de hogueras de fulgurante luz entre la oscuridad más perfecta. Cielo y tierra unidos por enormes columnas de fuego y humo alrededor de las cuales saltaban y danzaban hombres que ya no eran hombres sino almas atormentadas que buscaban la luz como los ahogados buscaban el aire al sacar la cabeza del agua. Me giré y vi que Bartolomé había descubierto su cara desfigurada, la piel se descolgaba tapándole su boca, los labios llegaban a su cuello, las orejas se desprendían. Grité. -¿Qué eres?-. Me respondió - Sois desdichados por naturaleza y es entonces cuando creáis símbolos que os consuelen y estos cobran vida propia por la fuerza de vuestras súplicas. Uno de ellos es la serpiente como guardiana de vuestro deseo de inmortalidad. Ese símbolo cobró vida en mí desde hace tres mil años, mi piel se muda cuando mi cuerpo envejece, volviendo a ser joven y fuerte. Este don sólo puede tenerlo una persona en el mundo-. Y fue entonces cuando me lo ofreció y yo lo acepté. Bartolomé siseo y del suelo emergió una serpiente. Con un cuchillo se hizo un corte en su muñeca y luego en la mía, después cogió a la serpiente y tras morder su herida hizo lo mismo con la mía. Empecé a respirar mejor, sentí horribles retortijones en mi cuerpo, la piel me ardía. Bartolomé se dirigió al mar. Le llamé ¿por qué has renunciado a tu don?, se giró – Para mí ya era una carga, con los años comprenderás que la vida es especial precisamente porque es corta y única-. Siguió su camino sin volver atrás hasta que las aguas iluminadas por la luna taparon su cuerpo. Me quedé en la playa retorciéndome de dolor, la piel de las manos se desgajaba pero notaba a la vez que mis músculos volvían a ser fuertes.
Amaneció y la brisa matutina me despertó. Me levanté sin dificultad, corrí y salté de alegría. Nunca me supo más dulce el aire que respiraba. Incluso volvía a tener pelo. Deje mi muleta junto a los restos de piel entre la arena. El día era largo, Bartolomé me había dado una nueva vida y esta vez no la desaprovecharía, tiempo tendría para pensar en sus últimas palabras. Tenía hambre y me fui a desayunar.
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