EL DIENTE Y EL
ESPEJO
Lisa era una de esas niñas que creen que
el monstruo se esconde bajo su cama. Como solían recordarle, era algo parecido
a un saco repleto de huesos y miedos. Muchos miedos.
—Aquí tampoco hay nada —pensó Lisa
después de mirar debajo de la cama.
Cada noche comprobaba la inexistencia de
los peligrosos seres con grandes dientes y afiladas garras que, como todos los
niños deberían saber, pueden esconderse bajo la cama o entre los calcetines de
algún oscuro cajón del armario. Solo así podía conciliar el sueño a pesar de
que su madre la considerara ya mayor para ese tipo de cosas. También miraba en
el fondo de su viejo baúl de madera, entre el polvo de los viejos juguetes que
descansaban sedientos de historias. A su lado, permanecía impasible ante el
olvido su caballito rosa de cartón con el que tantas veces había jugado.
Lisa intentaba dar sentido a los ruidos y
misterios que acompañan a la noche. Cuando todo está en silencio, si se presta
atención, se puede llegar a escuchar, sobre las sábanas, un dulce e inquietante
revoloteo de viejas historias susurradas al oído.
A lo lejos, el suelo de madera comenzó a
crujir. Alguien se acercaba a la habitación. Unos nudillos golpearon suavemente
la puerta. Era su madre. Se acercó hasta el rincón en el que se encontraba
ella.
—Lisa, ya sabes que no deberías estar
despierta a estas horas —le advirtió su madre.
—Ahora mismo me iba a acostar —contestó—.
Mamá, hace días que el diente me duele pero nunca se me llega a caer y me
molesta mucho.
—Se te caerá pronto. Ya sabes que si lo
dejas debajo de la almohada y te portas bien, a la mañana siguiente encontrarás
un caramelo.
—Pensaba que era una moneda… Anna se
encontró una moneda.
—Eso es sólo para las niñas que ya son
mayores —contestó—.
—Entonces la abuela debe tener una
fortuna —pensó Lisa. Sabía que era mejor no decirlo si quería que su madre no
se enfadara.
—Y tú —continuó su madre— todavía te
comportas como si tuvieras tres años, lloriqueando por un simple diente de
leche.
—Es que me duele mucho… —aseguró Lisa
intentando no llorar.
—Déjame ver —ordenó su madre. Lisa sabía
que cuando su madre decía eso, lo que en realidad quería decir era: ‘Déjame que
toque dónde dices que te duele a ver si es verdad’.
—¡Mamá, me duele mucho! —se quejó Lisa a
la vez que apartaba la mano de su madre.
—Siempre tienes que quejarte por todo —dijo
con seriedad su madre.
—Es hora de que dejes de lloriquear como si fueras
una niña pequeña. Deberías empezar a comportarte. A ver si aprendes algo de tus
hermanos. No deberíamos haberte malcriado tanto y consentirte todas estas
tonterías. Espero que cambies pronto. Buenas noches Lisa —se despidió dando un
portazo y el silencio se apodero de la habitación.
Aunque aquella noche Lisa no tardó en
acostarse, sus miedos no se hicieron esperar. Todos los temores acechaban al
borde de la cama, dispuestos a morder a su inocencia en la garganta. Escuchó un
chasquido. Temblaba. Se escondió bajo la sábana y se tapó los ojos esperando que
todo desapareciera. Cuando consiguió dominar el miedo, asomó sobre la sábana
sus pequeños y brillantes ojos de los que su abuela siempre decía que le
recordaban al color miel de una tarde de mayo.
Lisa se levantó y encendió la luz que
había junto a la cómoda. Estaba confusa y asustada. Su mirada se clavó en el
espejo. En la fría superficie de cristal pudo ver el reflejo de algo que le
resultaba desconocido. Allí, junto a su cepillo del pelo y la caja de música,
encontró una manzana tan brillante que parecía estar recubierta de caramelo. Un
desconocido sentimiento de delicioso horror se apoderó de ella. Al coger la
manzana, se dibujó en su cara una media sonrisa algo traviesa. Lo cierto es que
le daba un aire encantador. Con el primer mordisco, el diente se quedó clavado
en la manzana y un leve escalofrío recorrió su cuerpo.
La manzana cayó sobre la cómoda con un
golpe seco. Lisa se miró al espejo y vio el hueco que había dejado el diente.
No se reconocía en el reflejo. Ya no había rastro de aquella media sonrisa de
niña traviesa. Los ojos del espejo le recordaron a la más fría y oscura noche
de noviembre. Había algo en su mirada que no conseguía reconocer. Aquella noche,
desaparecieron de su memoria los cuentos de su abuela y el caballito rosa de
cartón se esfumó sin dejar rastro. La ventana se abrió de golpe y la luz se
apagó.
Bajo la almohada, una brillante moneda
plateada esperaba el amanecer.
1 comentario:
Hola Javier,
La idea del relato y la sensibilidad para entender cuando un niño empieza a madurar está ahí.
Quizás lo peor es el enfoque, por perder un diente un niño no madura,pones pensamientos de adulto a la niña y el relato pierde credibilidad. La madurez se produce cuando el niño empieza a preguntarse cosas. Quizás te hubiera quedado mejor si lo hubieras enfocado así la niña ha llegado a tal madurez que al perder el diente se pregunta cómo llega el ratoncito Pérez a su habitación, si es grande o pequeño y decide ponerle trampas para pillarlo in fraganti, la niña sorprende a la madre poniendo la moneda y ambas disimulan que no saben lo que ha pasado pero la niña comprende que no existe el ratoncito Pérez.
Un saludo
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