jueves, 17 de febrero de 2011

DULCE CENICERO

Menudo problema tuvo el elefante del zoológico el día que, por más que buscara, no encontraba su querido cenicero.

En realidad era un elefante hembra tan vieja que, aunque fuera ciega, se guiaba por su muy desarrollados sentidos del olfato y del oído, y de entre todos los olores, su preferido era el de ese cenicero. La verdad es que no tenía nada de especial ya que era un simple cenicero que, inamovible, siempre estaba en el mismo ángulo en el borde de su terreno acotado; era el típico que los ayuntamientos instalan en lugares públicos, como en ese zoológico. Pero para nuestra elefante tenía otro significado ya que, como podéis imaginar, ella no fumaba con lo que no lo utilizaba con ese fin.

El caso es que a unos pasos de ese cenicero, en un pequeño alto elevado por un pretil, había un puesto de helados en el que por pura mala suerte, buena para la elefante, y poca observación de la gente, ocurrían repetitivamente accidentes tontos de caídas inesperadas de gente que absorta en la contemplación de su preciado y rico recién adquirido helado, no se percataba del ligero escalón que inesperadamente encontraban a su paso y, claro, al perder el equilibrio, en el traspiés, soltaban todo lo que sostenían en sus manos terminando el dulce, de esa manera, indefectiblemente estampado contra el suelo.

A pesar de los varios y múltiples improperios que dicha gente imprecaba, por un mínimo gesto de educación cívica, casi todos recogían el espachurrado comestible como podían y lo tiraban a ese cenicero ya que era el que más cerca se encontraba del lugar del accidente.

El heladero, un hombre mayor que llevaba muchos años contratado por ese zoológico ejerciendo tal oficio en el mismo punto de venta, sabía que el éxito de su trabajo y, por lo tanto, el seguro de su contratación a largo plazo ya que su facturación superaba a la de los demás puestos de venta de comida del centro, dependía en gran medida de ese accidentario escalón, que conseguía que vendiera el doble de lo que en principio pudiera hacer ya que los accidentados, a pesar del enfado, generalmente volvían a comprarle otro helado para posteriormente marcharse observando con cautela por dónde caminaban, y a la elefante, de la que no entendía por qué no se movía casi nunca del borde de su terreno dejando que los observadores al pasar la vieran muy de cerca e incluso pudieran llegar a tocarla, a pesar de estar prohibido según se leía en un cartel colgado de la valla.

La elefante, sin saberlo, confirmaba todos los días una y otra vez la ley científica de Paulov ya que, al ser tan vieja y experimentada, dentro de lo que pueda experimentar un elefante en cautiverio a lo largo de su vida, sabía que al poco de oír un tono elevado de palabras malsonantes, que ella por supuesto no entendía pero sí sus consecuencias, alguien le dejaba el regalo que tan ansiadamente esperaba en su lugar favorito y que con sólo alargar su trompa hallaba y, disfrutando enormemente, ingería.

Pero llegó la ley antitabaco. La dirección del zoológico decidió retirar todos los ceniceros del parque y, por supuesto, también retiraron éste sustituyéndolo por una simple papelera que colocaron más cerca del puesto de helados, por lo tanto más lejos de la elefanta que a pesar de seguir oyendo los improperios y oliendo el helado desparramado, no encontraba con su trompa el tan querido cenicero. Cada vez que oía las elevaciones tonales, la elefanta empezaba a salivar, pero no conseguía calmar su antojo y esto le sumió en un grave estado de depresión. Empezó a no querer comer ni beber, no se movía de su puesto, ni para ir a dormir con el resto de sus congéneres, y empezó a dejarse morir lentamente.

Fue el heladero el que dio parte a las autoridades del parque sobre el estado apático de la vieja elefante, ya que seguramente era el que más la conocía por su observación diaria, pero ni él sabía cuál podía ser la causa de su tristeza ya que por su avaricia nunca llegó a observarla detenidamente. Bastante tenía con realizar tramposamente el doble de sus expectativas de venta y que la dirección del centro no se diera cuenta de cuál era su secreto comercial, con lo que no se había percatado de la pequeña debilidad del animal.

Los veterinarios del zoológico empezaron a hacerle toda clase de pruebas a la vieja y triste elefante, pero no conseguían ningún resultado sobre la causa de su clara apatía. Sí observaron que presentaba un grave deterioro físico por su edad, por su absoluta falta de interés por la vida, la comida, la bebida e incluso por el resto de elefantes, sus compañeros de cautiverio, pero no hallaron evidencia alguna de enfermedad física. Tuvieron que hacerle todas estas pruebas delante de los espectadores ya que no había manera de moverla del lugar que ella había escogido para morir, pero no se quejaba ni se movía cada vez que la molestaban.

La gente se acercaba para ver lo que ocurría y algunos incluso intentaban animarla de alguna manera tentándola con zanahorias, terrones de azúcar u otros comestibles, pero ella seguía inmutable en su esquina hasta que un día se acercó un niño pequeño, con un gran helado en sus manos, que a pesar de los gritos asustados de su madre se quedó quieto en el mismo lugar donde antiguamente estaba el cenicero. La elefante, al oírla y olfatear con desgana, en un último intento de buscar su preciado cenicero, mientras empezaba a salivar como siempre, volvió a alargar su trompa y….. ¡sorpresa! ¡encontró de nuevo su regalo! En un santiamén se levantó sobre sus cuatro patas, según le permitieron las fuerzas que le restaban, y de un bocado se comió el helado que le había quitado al niño de sus manos.

El heladero, esta vez sí, observó toda la escena. Era difícil no percatarse de lo que ocurría ya que los gritos de la madre y el llanto alarmante del niño hicieron que todo el que por allí pasara al menos girara la cabeza para mirar al trío protagonista del problema. Fue en ese momento cuando el heladero supo cuál era el grave problema de la elefante. Cogió otro gran helado, se acercó con cautela al animal y se lo ofreció. Esta seguía quieta, sin inmutarse. Pero justo en ese momento se cayó otro de sus despistados clientes, el heladero giró su cabeza para mirarlo, pero sin moverse del lado de la elefante y siempre ofreciéndole el helado de su mano, y cuando el joven accidentado empezó a maldecir su suerte a voz en grito, la elefante volvió a elevar su trompa, cogió el helado de la mano del heladero y se lo comió de un bocado a la vez que movía alegremente su cola.

El heladero, feliz por su descubrimiento, cogió la papelera que estaba cerca de su puesto, la colocó en el antiguo sitio del cenicero, compró varios helados con su propio dinero, los tiró en la papelera y mientras echaba improperios malsonantes de camino a su puesto miraba con una sonrisa a la elefante que con renovadas ganas de vivir comía con ansia el regalo que su amigo le había hecho.

Ainhoa B.

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