jueves, 25 de febrero de 2010

DOS AMORES (II) Conrado Sanchez

Tumbados en la cama, con las últimas olas de un orgasmo furtivo, se abrazaron, él le susurró un “te quiero” al oído, ella le miró con la dulzura que desprenden los ojos enamorados hasta el alma.
—No te marches Lidia
—Carlos, no me lo pidas de nuevo por favor, sabes que es imposible —contestó ella acariciándole la mejilla.
Lidia le besó dulcemente, se incorporó y fue recogiendo aquel reguero de ropa que con tanta efusividad había ido perdiendo camino de la cama. Pausadamente se vistió, como si no quisiera poner fin a aquella escena. Mientras, él la miraba absolutamente embelesado.
No se puede amar más —pensó Carlos— mientras ella acababa de arreglar aquellos rizos rubios por los que él la llamaba “mi sirena”.
—Cuídate amor —dijo ella, después de besarle de nuevo. A continuación se dirigió hacia la puerta de la habitación de aquel pequeño nido de amor junto a la playa.
—Te quiero tanto Lidia… cualquier día haré una locura.
Ella le miró lanzándole un beso, como si no le hubiese oído, después desapareció tras la puerta hacia el pasillo. El sonido al cerrarse la puerta de la entrada devolvió a Carlos a su soledad. Tumbado en la cama, observó como el sol de la tarde aún se colaba por la ventana y se posaba caprichosamente sobre aquella fotografía de Lidia junto al espejo. Se giró hacia la mesa de mimbre de su izquierda, cogió el teléfono y marcó un número.
—¿ Carlos? ¿Cómo está el soltero de oro?
—Hola Rosa, tú si que eres la soltera de oro…
—¿Dónde estás?
—En mi apartamento, necesito hablar contigo.
—Tú dirás.
—Prefiero no hablar por teléfono, mejor quedamos en mi despacho.
—¿No puedes hablar por teléfono?¿A qué viene tanto misterio?
—Es un tema delicado Rosa, prefiero hablar contigo personalmente, hay temas de trabajo y puede que la línea esté pinchada.
—¿Temas de trabajo?¿Tienes algún problema con tu socio, con Juan?
—Te juro que no puedo decirte nada más, y no cites nombres te lo pido por favor.
—¡Me estás poniendo histérica Carlos! Está bien, ¿cómo quedamos?

De vuelta a casa, mientras conducía, Lidia pensaba en la difícil situación en que se encontraba. Locamente enamorada de dos hombres a la vez y con tan pocas posibilidades de que eso fuera posible mantenerlo en el tiempo. Por si eso fuera poco, ahora además…




Aquella fría mañana de invierno, el cielo había escogido su mejor azul para decorar aquel cementerio junto al mar. Lidia y Juan —su marido— se acercaron a Rosa, como ellos, una de las mejores amigas de Carlos. Los tres se fundieron en un efusivo abrazo.
—Juan necesito sentarme, me estoy mareando de nuevo —dijo Lidia dirigiéndose a su marido.
—No te preocupes Juan, yo la acompaño —–comentó Rosa.
Ambas se dirigieron hacia un banco, mientras Juan atendía a familiares y amigos.
—No lo podré soportar Rosa
—Tienes que ser fuerte Lidia, ya sé que es terrible pero…
—¿Cómo pudo precipitarse al mar en una carretera que conocía perfectamente?
—La policía tampoco se lo explica Lidia, ni siquiera hay huellas de frenada, más bien parece…en fin, creo que ahora deberías serenarte. Habla con Juan, todos queríamos a Carlos, pero a él le puede extrañar tu estado; es obvio que tú dolor es más el de una viuda enamorada que el de una gran amiga.
—No tiene porque saber nada. Ahora menos que nunca. Yo amo a Juan tanto o más de lo que he amado a Carlos. Durante todo este tiempo les he amado a los dos y eso Juan no lo entendería, así que lo mejor será dejar las cosas como están. Además hay algo que deberías saber…
—¿Qué sucede?
—Estoy embarazada.
—¡Maldita seas!
—Cálmate Rosa. Cualquiera de ellos podría ser el padre, necesito no saberlo con certeza. Siento que es mejor así.
—¿Se lo has dicho a Juan?
—Eres la primera persona que lo sabe. Cuando pase todo esto se lo diré, seguro que lo hará muy feliz.
—Sinceramente no sé donde te llevará tu forma de hacer las cosas… hay algo importante que debo decirte pero no es el lugar ni el momento adecuado, llámame luego y te lo explicaré. Y por favor medita bien tus decisiones, en esta vida podemos llegar a hacer verdaderas locuras por un amor.

Una vez finalizado el sepelio Juan y Lidia acompañaron a Rosa hasta su casa. Durante el trayecto, Rosa dejó discretamente un sobre bajo el asiento de Lidia mientras ésta fijaba la vista perdida en el horizonte; a su lado Juan conducía sin mediar palabra. Al llegar a casa Lidia marcó un número de teléfono.
—¿Diga?
—Rosa, soy Lidia, me has comentado durante el entierro que tenías algo importante que contarme.
—Así es. El martes, después de marcharte del apartamento Carlos me llamó…
—¿Cómo sabes que el martes estuve allí?
—El mismo me lo dijo, pero eso no tiene más importancia. Me citó en su despacho. Estuvimos solos. Según me dijo había acordado con tu marido hacer una visita a la delegación de Roma y se marchaba el miércoles muy temprano. Me entregó un sobre y me pidió que te lo entregara si algo grave le sucedía. Según me dijo, le seguían desde hacía semanas, temía que se tratase de un grupo relacionado con el blanqueo de dinero a los que había perjudicado en unos negocios. Sospechaba que Juan tenía algún turbio asunto que le ocultaba sobre ese tema y me insinuó que en ese sobre había información que sólo tú debías tener.

—¿Un sobre? ¿asuntos ocultos de Juan y blanqueo de dinero? ¡el propio Juan me comentó, hace unos días, que irían juntos a Roma a una importante reunión por la buena marcha de la delegación! ¿Dónde está ese maldito sobre?
—Lo dejé en tu coche mientras volvíamos del cementerio, bajo tu asiento.
—¿Bajo mi asiento, pero estás loca? ¿Y si lo ve Juan?
—Lo dudo, lo coloqué entre la alfombra y el suelo. Sólo alguien que supiese que está allí lo podría localizar.
Lidia colgó inmediatamente, sin siquiera despedirse. Al llegar, Juan la había dejado en casa y se había marchado a –—según dijo— revisar los documentos que Carlos habría dejado pendientes en el despacho. Ahora, él debía ver como resolvía todo tras la ausencia de Carlos. Así las cosas, sólo le quedaba la opción de esperar a que Juan volviera y ver como localizar el sobre sin levantar sospechas. Por unos instantes, pensó que lo mejor sería ir al despacho de Juan y acceder al parking, pero la idea le pareció tan descabellada que la descartó de inmediato. El tiempo que tardase en volver Juan se le iba a hacer eterno. Pasadas las diez de la noche, Juan llegó por fin.
—¿Cómo estás cariño?
—Bien…¿y tú?
—Bien. ¿Te has vuelto a marear?
—No, no… estoy mucho mejor, ¿qué tal por el despacho?
—Bien. Carlos era el tipo más organizado del mundo y todos los expedientes están en orden. Estos días pensaré en quien delegar todas sus funciones. Al final me tocará ir a mi solo a Roma. En fin…sigo sin creerme todo esto. Me voy directamente a dormir.
—¿Por cierto Juan, has visto una pequeña carpeta que tenía en el asiento trasero del coche?
—No me he fijado cariño.
—Bajaré un momento a buscarla, juraría que la dejé allí. No son más que cuatro notas de un corresponsal de la radio, pero debería echarles un vistazo antes de la reunión de mañana.
Lidia bajó hasta el garaje con el corazón en la boca. Juan no sabía nada del sobre, ella le conocía bien y su forma de actuar lo corroboraba. Abrió la puerta del copiloto como un rayo, golpeándose la pierna violentamente. Ni siquiera sintió dolor, con desespero comenzó a buscar bajo el asiento. Por fin, entre la alfombra, localizó su tesoro. En su interior encontró primero una breve nota: “La carta cerrada que encontrarás junto a esta nota me la entregó Carlos para ti. Rosa”. Hacía apenas unas horas del entierro de Carlos y ahora recibía a través de su mejor amiga una carta de él mismo… destrozó literalmente el sobre que acompañaba a la nota mientras el corazón latía con violencia, con la única esperanza de encontrar en su interior una respuesta coherente a tanta locura.

“Amor mío, si esta carta llega a tus manos es porque algo muy grave ha sucedido. Hace días que me siguen, ya sabes que a través del negocio tanto Juan como yo nos hemos creado enemigos capaces de todo, aunque tampoco descarto que sea el propio Juan quien esté detrás de todo esto, he descubierto unas cuentas en Suiza a nombre de una sociedad de las que él forma parte. También es posible que lo sepa todo de nosotros dos. En cualquier caso créeme si te juro, que durante todo este tiempo he luchado por intentar convencerme de que no eras una maldita egoísta. En realidad, no sé que nos hace pensar que no se pueda amar a más de una persona a la vez, aunque yo no he logrado entenderlo. Esté donde esté te amaré siempre “mi sirena”. Carlos.”

Lidia no podía creer lo que estaba leyendo. ¿Juan siguiendo a Carlos? ¿Ocultándole negocios? ¡Era todo una absoluta locura! Lloró desconsoladamente, con rabia.. En su interior, el dolor se mezclaba con un incontenido sentimiento de rabia hacia la vida, hacia lo establecido, hacia las normas. Un sentimiento de culpa la invadía, mientras ella misma trataba de justificarse, pidiendo al cielo que le explicase porqué maldita razón nadie podía entender el modo de amar que ella sentía. ¿Y cómo preguntar a Juan sobre sus “negocios en Suiza”? La más mínima insinuación a Juan por su parte supondría destapar su propio secreto. ¿Acaso lo sabía todo ya?

Unos días más tarde, mientras volvía de la emisora, sonó el móvil de Lidia.

—¡Juan!
—Cariño ¿cómo estás?
—Bien acabo de salir de la emisora, voy para casa.
—¿Porqué no cenamos fuera? Tengo que contarte algo importante.
—¿Algo importante?
—No te preocupes cariño son buenas noticias. ¿Quedamos a las nueve en el “Guesarde”?, así podrás cenar pescado como a ti te gusta.
—De acuerdo quedamos allí. Un beso.
—Hasta luego amor. Un beso.

Las ideas se amontonaban en la cabeza de Lidia. ¿Qué diablos sería lo que tenía Juan que contarle? ¿Tendría ella la oportunidad de averiguar algo sobre sus movimientos “mafiosos”? ¿Cuánto tiempo más podría esperar para decirle lo del embarazo?

Después de la cena el mundo se tornó mucho más dulce para ambos. Juan explicó a Lidia que un grupo suizo había mantenido contactos con él meses atrás interesándose por el negocio y que, siguiendo normas de la institución, habían solicitado todo tipo de informes contables nacionales e internacionales y —lo más revelador— habían hecho un seguimiento personal a Carlos y a él mismo durante varias semanas. El presidente del grupo desde Zürich le había informado del interés real por comprar y le había pedido “excusas” por el procedimiento y los seguimientos alegando que formaban parte de la política de compras.

Lidia empezaba a entenderlo todo. Y el estúpido de Carlos sospechando de Juan, que había sido para él prácticamente como un hermano, pero…¿no sabía nada Carlos del grupo suizo? ¿Cómo preguntarle a Juan sin levantar sospechas?

—¿Y qué pensaba Carlos de todo este asunto con los suizos?
—La verdad es que no estaba muy contento con el tema. Sabes lo duro que ha sido levantar esta industria durante todos estos años y él no parecía demasiado dispuesto a ceder el negocio a unos “oportunistas” según sus propias palabras. En cualquier caso no hablamos más que una tarde sobre el tema y en realidad yo tampoco pensé que pudieran tener un interés real así que no insistí, después el accidente…
Lidia quedó pensativa un instante, imaginando su vida hace sólo unas semanas, sus sentimientos, sus pensamientos…
—¿Dónde estás Lidia?
Lidia tardó unos segundos en reaccionar. Por fin despertó de su momentáneo letargo reflexivo y concluyó que era el momento de…
—Yo también tengo algo importante que decirte Juan…
Juan la miró profundamente, acercándose todo lo que le permitían aquellas copas altas. Entonces ella alargando el brazo cogió su mano y le devolvió una mirada dulce.
—Juan, estoy embarazada.
—¡Gracias al cielo Lidia! ¡Camarero, champagne por favor!

Los meses posteriores transcurrieron lentamente, del dolor inicial por la ausencia de Carlos, tanto Lidia como Juan, pasaron a un estado de ilusión por el pequeño que estaba en camino. En ocasiones, Lidia sentía que Juan estaba como ausente, dubitativo, frío quizás; de repente, entendía que esas sensaciones no eran más que una mala pasada de su mente ante ese atroz sentimiento de culpa que día y noche la acompañaba. Tras un embarazo difícil, nació Olver. Lidia y Juan estaban radiantes de felicidad. Lidia sentía que aquel pequeño parecía haber llegado a iluminar alguna ausencia. Aquella tarde de verano, cuando Olver contaba con apenas un mes de vida, Lidia salió para hacer unas compras junto a Rosa, sólo serían un par de horas en las que Juan se encargaría del pequeño. No se marchaba muy tranquila, Juan no tenía mucha práctica con el bebé y además, en los últimos días, lo había notado especialmente nervioso con el cierre definitivo de la venta del negocio al grupo suizo. Finalmente se marchó, no sin antes hacer que Juan le prometiese que si tenía algún problema la llamaría. Las dos horas de compras se le estaban haciendo eternas, así que decidió llamar para ver como iba todo.

Cogiendo a Olver, Juan observó con detenimiento aquella pequeña manchita rosácea con forma de flor junto a su pequeño pié. Volvió a mirarse su propio pié comprobando, como con el paso de los años, aquella mancha seguía allí, rosácea, junto al tobillo.

—Rosa, Juan no contesta.
—No te preocupes por Dios, estará haciendo algo y no podrá atender la llamada.
No habían transcurrido ni dos minutos cuando decidió intentarlo de nuevo.
—No insistas Lidia, él verá que le has llamado y te llamará.
—Sigue sin contestar Rosa, creo que algo no va bien…
—¡Por Dios Lidia!
—Rosa, ahora mismo me vuelvo para casa.
—Pero Lidia por favor…
De repente sonó el teléfono de Lidia.
—¡Juan!
—¡Lidia, debes venir enseguida, acaban de llamarme del despacho, unos encapuchados han entrado directamente a la oficina de Claudia, mi secretaria, y sin mediar palabra le han disparado varias veces, estaba oyendo tu llamada al otro móvil cuando hablaba con la policía!
—¡No! ¿Un atraco?
—Según me ha dicho la policía no se han llevado absolutamente nada…apresúrate por favor me han pedido que vaya lo antes posible.
—¿Por Dios Lidia que pasa? —preguntó angustiada Rosa.
—¡Calla Rosa!
—Lidia pídele a Rosa que vaya para allí, ella conoce bien a Claudia y a su familia y quizás pueda hablar con ellos.
— Esta bien Juan, ahora mismo voy para casa.
—Unos encapuchados han entrado en el despacho y han disparado a Claudia varias veces…
—¿A Claudia?¿Un atraco?
—No se sabe nada pero debe estar muy grave. Vete para la oficina de Juan para localizar a su familia, yo voy para casa con Olver, Juan me espera para poder marcharse.
Lidia paró el primer taxi que vió y se dispuso a ir para casa. Rosa se quedó esperando para coger igualmente un taxi y dirigirse a la oficina de Juan.
—Nada más llegar a casa, Lidia, en una primera visión del salón, comprobó varios cajones abiertos y tremendamente revueltos.
—¡Juan!
—¡Juan!
Sin apenas aliento, Lidia se dirigió hacia su dormitorio, y una vez allí a la cuna de Olver temiéndose lo peor. Primero Carlos, después Claudia…¿Qué estaba sucediendo? ¿Ahora Juan y Olver? Horrorizada, comprobó como en la cuna sólo quedaba aquel pequeño pijamita con el nombre de su bebé. Y algo más. Allí estaba, en la cuna de Olver, un sobre gris, exactamente igual al que Rosa le dejó en el coche el día del entierro de Carlos. A diferencia del suyo, éste ya estaba abierto, con el corazón en un puño cogió la carta de su interior y empezó a leer:

“Querido Juan, si lees esta carta querrá decir que algo muy grave me ha sucedido y que Rosa, nuestra común “amiga”, ha cumplido el encargo con total discreción, le pedí personalmente que te la entregase sólo en un caso extremo. Supe hace unos días, gracias a tu “fiel” secretaria Claudia, que eras tú el responsable de mi seguimiento. Según me confirmó, tú habías contratado a alguien porque sospechabas de mi integridad y temías que realizase negocios a tus espaldas; evidentemente debías pensar que actuaría tal y como tú has hecho con el tema de las cuentas de Suiza…. Ya ves, tu querida y “fiel” Claudia”, informándome a mi de tus actuaciones…seguimientos, cuentas en Suiza… como ves todo el mundo tiene un precio. . Habrás podido comprobar que a diferencia de ti, soy un socio fiel, pero supongo que habrás podido comprobar también que en lo que se refiere a cuestiones de amores, ni yo, ni tu querida esposa lo hemos sido. Aunque Carlos tú…, ¿has contado algo sobre ti y Claudia a tu querida esposa?, es probable que te entienda, ella sabe perfectamente lo que es “jugar a dos bandas”. Como ves todos tenemos puntos oscuros. Os deseo “toda la felicidad del mundo”. Carlos.”

En una línea inferior, manuscrita, una pequeña nota en tinta roja, que se veía claramente añadida con posterioridad a la carta:

“Después de haber leído esta carta, no llames a la policía, no nos obligues a derramar más sangre. Nuestro pequeño estará bien si tu te olvidas para siempre de los tres”. JUAN.

De rodillas ante la cuna, mirando obsesivamente aquel pijamita, absolutamente ida, extenuada, al borde la histeria, Lidia gritó:
—¿Los tres?
Instintivamente se llevó la mano al bolsillo y cogió su móvil. Buscó en la agenda y marcó ayudándose con ambas manos para que el temblor no ganara su batalla y poder llamar de una maldita vez. Al otro lado de la línea alguien contestó:

—Muy bien Lidia. Acertaste de pleno, Juan, Olver y yo misma “los tres”.
—¡Nooooooo! ¡Hija de puta! ¡Devuélveme a mi hijo! —gritó de una forma absolutamente desgarrada.
—¡Escúchame bien tú a mi! ¡Tanto Juan como yo tuvimos conocimiento de lo que decían las dos cartas de Carlos desde el mismo día de su entierro! ¡Tú eras la primera que tenía intención de engañar a todos! ¡ Olvídate de tu hijo, de Juan y de mi! Y te lo advierto muy seriamente… si no nos olvidas y nos buscas problemas no tendré ninguna duda en hacer que ocurra algún “accidente” como el que sufrió Carlos o un “atraco” como el de “Claudia”. ¡Hasta nunca Lidia!
—¿Rosa por Dios cómo puedes hacerme esto? —gritó Lidia entre sollozos —Rosa por favor…por favor…

martes, 23 de febrero de 2010

Miradas inocentes

El alba gris se alzaba perezosamente sobre la tierra dormida. Era pronto, tan pronto que posiblemente ni el tiempo había despertado. A través de la ventanilla del tranvía que me llevaría a la estación de autobuses y de allí, al aeropuerto, podía ver cómo el viento helado sacudía las hojas caídas de los árboles, arremolinándolas, dándoles vueltas, alzándolas y dejándolas caer, como si estuvieran escenificando una especie de danza fantasma. Súbitamente, los relámpagos comenzaron a destellar en un cielo progresivamente más oscuro, mientras el sol, que apenas había salido aún, se hundía de nuevo como una canica de oro tras las nubes grises. Yo cada vez me sentía más triste. Y el frío se colaba dentro de mí y corría por mis venas hasta llegar a mi corazón. Y sentí que mi tristeza estaba congelando el mundo.

Era el día de Año nuevo, y ahí estaba yo, una española perdida en Hannover, regresando a mi casa de Barcelona después de una estúpida pelea con mi novio, que era alemán. En realidad, no había sido sólo una pelea estúpida. Habíamos roto. Definitivamente. Para siempre. Y ya no había esperanza ni manera de coser con el hilo dorado de mis sueños los pedazos de nuestra historia, que habían quedado bañados, asfixiados, por el gris metálico y mediocre de todas las cosas, ese gris invernal que parecía proyectar cada amanecer sobre nuestras siluetas. Nunca había sido demasiado optimista. En realidad, nunca había sido más que una escéptica, una persona extraña, alguien que ilusamente creyó que podría obtener el material necesario entre sus propios delirios para maquillar la suciedad que cubría el mundo, esa suciedad que indefectiblemente terminaba por cubrirlo todo y eliminar toda la pureza, la hermosura y la esperanza del amor, de los sueños, de la vida en sí. Y ahora, esa vida estaba vacía, y se me había acabado la esperanza que había ido guardando en una cajita para esos casos especiales.

El sonido de unas voces infantiles me distrajo de mis lamentables pensamientos. Alcé la mirada, curiosa, cuando tres niños de unos 6 años entraron ruidosamente en el compartimento -hasta entonces, sólo ocupado por mí- y se acomodaron en los asientos que había enfrente del mío, apretujándose entre grititos de alborozo. Eran dos niñas y un niño, los tres con esos adorables mofletes infantiles enrojecidos por el frío. El niño tenía los cabellos de un rubio casi blanco que le hacía parecer albino y las dos niñas lo tenían de un tono castaño muy claro, casi dorado. Una de ellas, que sujetaba la mano del niño como si temiera que se le escapara, llevaba la cabeza cubierta por una gorra rosa que hacía juego con su abrigo y con la mochila que, tras sacarse apresuradamente, había apoyado entre sus diminutas piernas. La otra niña, que aparentaba ser un poco más pequeña que sus compañeros de viaje, parecía divertida por todo el entorno y sus ojillos azules curioseaban el vagón ávidamente, mientras los otros dos se miraban y se reían alborozados como si acabaran de oír el mejor chiste del mundo. Carraspeé para llamar su atención:

-Hola -De inmediato, el niño y la niña más mayores me miraron, mientras que la pequeña seguía absorbiéndolo todo con los ojos, moviéndolos a un lado y a otro como si fueran peonzas-. ¿Qué viajáis solos?

-Nuestros padres están en otro compartimento -contestó el niño al punto, con una seriedad insólita, tan graciosa al ser balbuceada por aquella voz tremendamente infantil.

-No es cierto -exclamó la niña más pequeña entre risitas, que súbitamente pareció despertar de su hipnótica fascinación y giró la cabeza súbitamente hacía mí-. ¡Van a casarse!

-¡Anna Bell! -exclamaron furibundos los dos niños, mirándola con reproche.

-¿Qué pasa? -replicó la pequeña, saltando sobre sus pies y mirándoles con los brazos en jarras-. Si no me dejáis decir lo que quiera, no pienso ser tostiga de vuestra boda.

-Se dice testigo -la corrigió pacientemente la otra niña, que se parecía mucho a ella, ahora que la miraba bien. Tal vez fueran hermanas. Alzó la mirada, desafiante, y me perforó con sus brillantes ojos azules-: Sí. Mika y yo nos vamos a África, a casarnos -Dicho esto, tanto Mika como ella alzaron la cabeza orgullosamente, y se miraron, destilando tanto amor a través de aquellos ojos inocentes que se me habrían saltado las lágrimas de no estar tan estupefacta.

-¿Q-qué os vais a… África… a casaros? -balbuceé, absolutamente atónita-. ¿Y cómo pensáis llegar hasta allí?

Pacientemente, Mika y Anna Lena (que así se llamaba la supuesta "novia") me explicaron sus planes punto por punto. Se habían escapado muy temprano de la casa familiar, en la que vivían los tres, pues sus padres eran pareja y ellos eran hijos de matrimonios anteriores de cada uno, las dos niñas de la madre y Mika, del padre. Habían llenado una mochila con provisiones, algo de ropa y juguetes de playa, y habían decidido poner rumbo a África "porque allí hacía calor, y estaban cansados del frío". Lo mejor de la historia es que habían sido capaces de coger el tranvía, planeaban coger otro autobús hasta el aeropuerto y pese a todo, nadie parecía haberles informado de que no se podía volar sin billetes. Estaba intentando explicarles esto último cuando apareció de la nada un policía, acompañado de un revisor de aspecto bobalicón. Ambos nos miraron expectantes. En aquel momento me di cuenta de que nos habíamos detenido pues ya habíamos llegado a nuestro destino.

-Hola, niños -saludó el policía tratando de hablar con voz cariñosa y tranquilizadora, si bien los niños le miraron temerosamente-. Me han contado que viajáis solos. ¿Podéis venir conmigo un momento?

Los tres niños se levantaron resignados, y ya iban a seguir al policía cuando yo detuve a Mika, que iba el último de la cola.

-¡Un momento! -susurré, cogiéndole por el diminuto brazo-. ¿Por qué queréis casaros? Sois muy jóvenes todavía.

-Porque nos queremos -contestó éste sorprendentemente, tan convencido, con tal ardor impreso en sus ojos azules que me dejó de piedra. Tal fue mi estupor que sin darme cuenta dejé que su brazo se escurriera de entre mis dedos, y para cuando reaccioné ya habían abandonado los tres el vagón en pos del policía.

"Porque se quieren", repitió una voz en mi mente. "Apenas deben de tener 6 años y planeaban irse a África para casarse… porque se quieren."

De repente, el mundo pareció cobrar un nuevo significado, visto a través de aquel nuevo prisma, puro, transparente, profundo, resplandeciente, el prisma de los ojos de un niño. Una visión exenta de malicia, exenta de suciedad, exenta de la podredumbre gris que cubría el mundo y lo envenenaba todo.

-Perdone, señorita, tiene que abandonar el tren.

Alcé la mirada: otro revisor me miraba sorprendido desde la puerta.

-Sí, ahora mismo -respondí distraídamente, mientras me ponía en pie y recogía mi escueto equipaje.

Con una sonrisa en los labios, salí rápidamente del vagón y en cuanto hube puesto un pie fuera de la estación, sumergiéndome en la fría mañana de enero, saqué el móvil de mi bolsillo. Con el pulso tembloroso pero decidido, seleccioné aquel nombre que conocía tanto de mi agenda de contactos y le di al botoncito verde de llamada.

-¿Sí?
-Georg, soy yo… -Hice una pausa y respiré hondo. Una sonrisa iluminó mi rostro, y con ella, la luz gris del amanecer pareció fundirse y convertirse en fuego, en un fuego ardiente e irisado que lo cubrió todo, incluso a mí misma, dándome fuerzas para pronunciar las palabras que hasta entonces no había sido capaz de pronunciar, y de sentir lo que nunca antes había creído ser capaz de sentir, gracias a tres niños completamente desconocidos que habían querido cumplir sus sueños más descabellados.



Myriam Oliveras.

lunes, 22 de febrero de 2010

Fantasías

Cierro los ojos y allí estoy.

Lejos, muy lejos.

Columpiándome lentamente en un rayo de luna mientras la oscuridad danza a mi alrededor.

Seguro que no sabéis qué tacto tiene un rayo de luna, porque nunca os habéis balanceado en uno. Es frío, suave y resbaladizo, como el satén, y siempre tengo miedo de deslizarme por uno de sus extremos y precipitarme al vacío, pero nunca sucede. Sobre mí la Luna sonríe. No me dejará caer.

Así que me columpio cada vez más y más alto, hasta que el viento huracanado hace revolotear mi delicado camisón de seda blanca, arremolinándolo en torno a mi cintura. Me balanceo tan rápido y tan alto que salgo volando. No es que el rayo de luna me haya soltado, es que yo he saltado... a demasiada velocidad.

Y ahora caigo por el aire puro y transparente, mejor dicho, levito sobre él, y me veo atrapada por la caída de un crepúsculo surgido de la nada, que posa un delicioso beso sobre mis labios.

Mmh... ¿Alguna vez habéis probado el sabor del crepúsculo?

Sabe a oro líquido mezclado con fresa y nubes, y es muy cálido. No hay otra expresión que lo defina mejor.

Los rayos tenues del sol, de purpurina rosa y dorada, se disuelven lentamente en el aire, como una cortina que cae a mi alrededor, dejando una estela centelleante y danzarina. Se oye un sonido como de campanillas y xilófonos mientras los rayos terminan de desaparecer. Pero yo ya no veo el crepúsculo.

Estoy en un escenario, en una obra de ballet. Los focos me deslumbran y siento el roce de las plumas contra mi piel. Voy de cisne, de cisne blanco y puro, con un delicioso maillot blanco y un tutú a juego con plumas cosidas. Mis zapatillas de punta también son blancas, de un blanco reluciente, de satén nuevo. Las llevo firmemente atadas a los tobillos y no me hacen daño. Por una vez no siento ningún dolor, ni miedo, ni cansancio. Sé que no voy a perder el equilibrio. Lo sé porque es un sueño, MI sueño, y nada estropeará este baile. Así que comienzo a ejecutar pirouettes de una perfección asombrosa. Voy poco a poco incrementando la velocidad, utilizando fouettés para darme impulso. ¡Zas! ¡Zas! Giro tan y tan rápido que dejo de ver los rostros de los espectadores. Ahora el mundo ya sólo es una mancha borrosa ante mis ojos. Ya ni siquiera oigo la dulce y desgarradora música de Tchaikovsky.

Abro los ojos. Hace rato que ya no giro. Una imponente mansión de oscura madera bruñida se cierne ante mí, cálida y silenciosa. Bajo poco a poco las escaleras, cubiertas por una alfombra rojo sangre que hace juego con mi vestido granate de terciopelo. Todo es sobrio y antiguo, de estilo victoriano. Cuando termino de bajar las escaleras, llego a un gigantesco comedor. Una mesa de varios metros de largo me aguarda, con copas y platos de pura plata con incrustaciones de piedras preciosas.

¿Estoy sola en este paraíso antiguo perdido?

¿O hay alguien allí conmigo?

Veo una figura lejana, apoyada en la chimenea.

Está de espaldas, y viste un precioso traje negro de época, con chaleco, levita, pantalones muy elegantes y guantes blancos. Un sombrero y un bastón reposan a su lado, apoyados en la repisa.

Una y otra vez consulta un reloj de bolsillo dorado, sujetándolo por la larga cadenilla con sus manos enguantadas; luego vuelve a cerrarlo y lo introduce en su bolsillo.

Tal vez está esperándome.

Tal vez he tenido que atravesar todas estas fantasías para encontrarle.

Pero cuando corro hacia él, sintiendo como el corazón me late apresuradamente, desaparece. Se deshace en pequeños átomos que flotan suspendidos en el aire como destellos de oro y luego se va para siempre.

Me pregunto si aparecerá en mi próximo sueño.


Myriam Oliveras.

PASION AUTOR CONRADO SANCHEZ

No debía haber venido —se dijo a sí misma. En ese instante Carlos se levantó de la mesa y se dirigió hacia la cocina brindándole una confidente mirada.
¡Por Dios Encarna! ¡Levántate de la mesa y márchate antes de que sea demasiado tarde! —repetía en su interior. Pero sus piernas no obedecían a la razón, eran presa de quién sabe si el corazón o la pasión. No era propio de una cuarentona casada y con niños estar sentada en la mesa del apartamento de un compañero de trabajo, pero, ¿qué había de malo en ello?
Probablemente todo eran fantasías suyas. Carlos era un tipo especial. Un hombre de treinta y muchos, digamos que…del montón, con una media melena morena y muy, muy delgado. Pero lo importante no era su aspecto, lo importante eran su sencillez, su sensibilidad. Eso era lo que lo hacía especial. Sus conversaciones con él eran distintas. Eran casi como …“de mujer a mujer” —pensó. La entendía, la comprendía, la animaba, le hacía reir y nunca había tenido con él la sensación de que la acorralaba. Había visto en sus ojos, o había querido ver, como él la deseaba. ¿O era su deseo la que le hacía ver todo eso?
Su vida era una vida…feliz. Su marido era una estupenda persona al que sin duda quería con el alma; un tipo guapo, exitoso profesionalmente, y al que más de cuatro mujeres quisieran tener junto a ellas. Entregado por completo a su esposa y sus pequeños y sin embargo…Sin embargo Encarna se sentía sola. No sola de compañía, sola de atención, de comprensión, de…Muchos días, recordaba con nostalgia, como él la había hecho sentir una princesa y ahora…
Encarna, a sus cuarenta y…había empezado a sentir, casi de forma obsesiva, la necesidad de aprovechar la vida, de vivir la vida, de sentir la vida. Quizás, aquel episodio en que —aunque él lo negase—, Javier, su marido, tuviese aquel lío de faldas durante un viaje a Madrid, la había llevado a esta convicción, quizás...
Sin ser una top model, resultaba aún muy atractiva. Las continuas insinuaciones y alabanzas de amigos y compañeros de trabajo no hacían más que corroborarlo. De altura media, su melena rubia, sus acaramelados ojos y unos pechos desafiantes, no dejaban indiferente a casi nadie. Y su sonrisa, Encarna siempre sonreía.
—¿Te gusta el chocolate verdad? —preguntó Carlos desde la cocina.
—¿Cómo…? Sí, si ..claro! —respondió Encarna, como despertando de sus pensamientos. —No pasa nada Encarna —se dijo a sí misma. —Un compañero de trabajo, con el que tienes una relación cordial, te invita a comer a su casa un viernes porque tú le has dicho que no tenías tiempo de ir a tu casa y volver al centro después a hacer unos encargos…lo más inocente del mundo. Carlos vive cerca del despacho y “sólo” has venido a comer y después te marcharás tranquilamente… Sirviéndose una copa de aquel buenísimo vino blanco intentó relajarse.
Carlos apareció de nuevo con una bandeja en el que se adivinaba una especie de bizcocho regado con chocolate caliente. El olor del chocolate inundó las sensaciones de Encarna.
—La magia de este postre viene ahora —afirmó Carlos mirándola fijamente a los ojos.
—¿Magia? —preguntó Encarna, entre curiosa e inquieta.
—Ja, ja, ja —rió Carlos. —Verás —dijo descorchando una botella que había traído junto al postre. —Se trata de una receta muy antigua, del norte, el bizcocho regado con el chocolate tiene una textura más bien seca, así que de lo que se trata es de tomarlo a la vez con este compuesto de hierbas que le da un toque especial.
—¿Pero…tendrá mucho alcohol, no? —preguntó Encarna mientras lo miraba y sentía un irrefrenable deseo de abalanzarse sobre aquel tipo que siempre la hacía sentir como una reina. “Sentir” claro, esa era la palabra, durante toda la comida ella le había hablado de mil cosas y “sentía” que a él le importaban, “sentir”…
—¡Que va! —afirmó Carlos. De una forma casi instintiva, Carlos puso su dedo índice en el vasito en que había depositado el líquido y alzando la mano a la altura de la boca de Encarna le dijo: —Toma prueba, ¿no me crees? Ja, ja, ja, ¿piensas que quiero emborracharte o qué?
Debo estar volviéndome loca —se dijo. Casi sin pensar Encarna acercó su húmeda lengua al dedo de Carlos y probó tímidamente.
—Tenías razón, está bueno. ¿Así que no quieres emborracharme, no?
En ese instante Carlos la miró fijamente a los ojos, se levantó, se dirigió hacia ella y poniéndose a su espalda la cogió por los hombros. Ella notó como su aliento se acercaba a su cuello…La besó suavemente justo por debajo del lóbulo de su oreja, mientras sus manos acariciaban sus hombros y su cuello. Ella gritó hacia su interior. Un escalofrío le recorrió de abajo arriba la espalda cuando Carlos empezó a dar leves mordiscos alrededor de su cuello. Notó como sus pezones se endurecían como nunca lo habían hecho. Mientras seguía recorriendo su cuello con labios, dientes y lengua, Carlos deslizó una de sus manos entre sus pechos. El corazón le latía deprisa. Notó como aquella mano le acariciaba suavemente como una pluma primero, con energía después. Sin dejar de acariciarla Carlos hizo que se levantase y girándola hacia él la besó suavemente abrazándola fuertemente. En segundos sus labios y sus lenguas iniciaron un armonioso ritual que fue convirtiéndose en salvaje. Encarna recorrió con sus manos la espalda de Carlos, con fuerza; sintió en el chocar de sus cuerpos toda la encendida virilidad de Carlos. Sin dejar de acariciarse, besarse, lamerse…se desnudaron, muy lentamente, eternamente. Encarna se dejó caer suavemente en el amplio sofá tras la mesa. Carlos la siguió. Los rayos del sol de media tarde dibujaban la silueta de Carlos haciéndolo aún mas deseado. Situándose sobre ella, Carlos comenzó a lamer el cuerpo de Encarna, mientras sus manos le sujetaban con fuerza por detrás de sus muslos. Poco a poco Carlos fue recorriendo con miles de pequeños besos primero los pechos, después el ombligo…Encarna sentía como aquella boca la hacía estallar en mil pedazos, en millones de pedazos. Durante unos segundos se mantuvo absolutamente inmóvil, extasiada, sin necesidad alguna de bajar a la realidad. Carlos se tumbó junto a ella y empezó a acariciar suavemente su cabellera rubia, ella le miró sin verle… Fueron segundos, minutos o horas quizás las que Encarna sintió esa sensación, no estaba sola… “sentía”. Se giró hacia Carlos, llevó con suma delicadeza una de sus manos hacia abajo y empezó a acariciar con suavidad el miembro que se le ofrecía arrogante, Carlos suspiró con fuerza apretándola contra él; Encarna sintió como un torrente se apoderaba de ella, de nuevo su respiración se aceleraba, apartó su mano y manteniendo sus pechos deliberadamente a la altura de los labios de Carlos, se sentó literalmente sobre “él”. Ambos volaron apenas unos segundos, gritaron, sus cuerpos formaron un tenso arco justo antes de una explosión inenarrable, breve, apocalíptica…

lunes, 15 de febrero de 2010

La Pena

Se acercó, con la mirada clavada en el horizonte, hasta la orilla del precipicio, aún en pijama y zapatillas. La brisa removía su larga cabellera castaña y le ocultaba su blanco y joven rostro.

La noche estaba a punto de despedirse y un pálido reflejo, se mostraba en el horizonte. El mar era como un vacío, oscuro, que parecía haber engullido la luz y todo aquello por lo que ella se ilusionó una vez.

Ya no tenia lágrima pues los años de pena habían acabado con ellas, aunque no solo con ellas, sino también con las ganas de vivir. Las lágrimas la habían dado consuelo y la habían hecho sentirse viva.

Ahora el vacío la llenaba.

-Hola - escuchó a su espalda.

Se giró y vio a aquel niño de cabello dorado y enormes ojos azules que la observaba con curiosidad.

-Hola – respondió ella, aún confusa por el inesperado visitante. – No debería estar aquí, es peligroso.

-Es peligroso para ti. Yo ya he visto a muchos como tu antes. Algunos estaban decididos, a otros les costó más, pero al final la pena los arrastró.

-¿A que te refieres? – pregunto sorprendida.

-Ya sabes a que me refiero, a lo que has venido a hacer aquí.

-Pequeño, tu puedes imaginar cosas, pero no puedes entenderlas, eres muy pequeño e inocente – dijo ella bajando la mirada al suelo.

La claridad de luz cada vez era mayor y el mar, en su horizonte, empezaba a mostrar algo de color. El sol no tardaría en desperezarse.

-Quizá te parezco joven en apariencia, pero soy casi tan viejo como el tiempo – replicó el niño, que en ningún momento había perdido la luminosidad e inocencia en sus gestos.

-Si sabes a que he venido, - prosiguió ella, aún con la mirando al suelo como si le hablara a las piedras - ¿Por qué sigues aquí? ¿Quieres ver el espectáculo o evitarlo?

-El motivo de mi presencia no es importante porque hace tiempo que tomaste la decisión, yo solo formo parte de ella.

El sol ya mostraba el rostro y seguía decidido a mostrarse entero. La luz ya empujaba a la oscuridad hacia el oeste y a su vez los colores llegaban con la luz. El cielo empezaba a coger un tono azul intenso y el mar ya no era un vacío, sino un espejo de múltiples tonalidades turquesa. La vida parecía llegar con la luz y las gaviotas y Charranes, empezaban a sobrevolar el mar y el peñasco, en busca del desayuno.

Los sonidos se mezclaban, los graznidos de las aves y su chapoteo en el mar, los suaves golpes del mar contra las rocas, el susurro de la brisa al rozar las rocas y plantas del precipicio. Todo aquello ponía la banda sonora perfecta al despertar de un precioso día de primavera.

-Deberías irte – dijo ella girándose bruscamente hacia el precipicio.

El niño no dijo nada, solo se le esbozó una leve sonrisa, como si aprobara el gesto de ella al girarse de nuevo hacia el precipicio.

De repente ella se dio cuenta del espectáculo de amanecer que se estaba dando ante sus ojos y un escalofrío le subió desde la punta de los dedos de los pies a la espalda, como si algo la hubiera enchufado de nuevo al mundo, aquel que en otro tiempo fue capaz de disfrutar.

-Cuanta belleza – susurró con los ojos abiertos como platos.

-Cierto – dijo el niño a su espalda – pero ya no la disfrutaras mas, hace mucho tiempo que olvidaste hacerlo.

-Quizá…quizá podría intentarlo…quizá podría volver a disfrutar de las cosas, volver a vivir – balbuceó ella, mientras las lágrimas empezaban a caer por sus mejillas, como si fuera la primera vez que presenciaba aquello.

-¡No es posible! – dijo el niño – Yo siempre seguiría a tu lado y si no es ahora, pasaría en otro momento. No podrías dejar de pensar en el accidente y como tu marido y tu hija perdieron la vida en él. Siempre te sentirías culpable, lo fueras o no. Yo soy tu pena, tu dolor, tu culpa y mi trabajo es hundirte, empujarte al vacío y acabar conmigo.

El niño se acercó a ella, puso sus delicadas manos en las nalgas de ella y, con un sutil empujón, la precipitó al vacío.


Antoni Esteve


jueves, 4 de febrero de 2010

Intro...

Dicen que los muertos no hablan y es que quizá ya soy un fantasma.
Aunque si lo fuera, ¿porque siento el estomago en la garganta, huelo el rancio de ésta habitación y noto éstas punzadas en el espinazo?
¡Por Dios, no sé cuanto mas aguantará esta puerta!

Hace apenas un par de horas que acepté el trabajo. El último, me dije para variar, sencillo y rápido, me dijeron para variar.
Ahora estoy seguro que ha sido el último.

Solo un transporte, como otras veces, llevar un paquete al lugar indicado, sin preguntas y con sigilo.
Nunca sé lo que transporto, aunque lo intuya, pero debe ser algo que a mucha gente le hace gracia poseer y que, a su propietario, no le hace ninguna extraviar. Eso implica que, desde que el bulto pasa a tus manos, debas atenderlo como si fuera tu vida. Cualquiera pensaría que es una locura, pero la necesidad y el dinero fácil, hacen que deposites muchas esperanzas en llegar al destino.

El lugar de entrega, una pequeña farmacia de barrio, no queda muy lejos del lugar de recogida, apenas una hora en transporte público. El trayecto ha sido limpio, como le llamamos nosotros al transporte perfecto, sin traspiés, sin sobresaltos, como el electrocardiograma de un cadáver.

Todo en el establecimiento parecía normal, un local repleto de estantes atiborrados de vetustos recipientes y en la que, no sin esfuerzo, caben unas 4 personas.
No había nadie, he entrado y ha aparecido, de la rebotica, esa en la que ahora estoy atrapado, un hombre en bata blanca. Demasiado joven, he pensado, para una farmacia tan anticuada, aunque a decir verdad, no conozco a muchos farmacéuticos.

Debía ser tan sencillo como intercambiar las contraseñas y entregar el paquete, pero justo en ese momento, un silbido, que se ha acercado por mi espalda, me ha sobrepasado y ha ido a impactar en la frente del farmacéutico, manchando todo de rojo.
No me ha dado tiempo a pensar en lo que sucedía, que ya estaba saltando tras el mostrador y cayendo sobre el cadáver del farmacéutico. Las defensas se me han activado de tal manera que creí estar sudando adrenalina.
Aquel hombre aún estaba caliente y las náuseas me han empezado a convulsionar, cuando he oído correr a alguien hacia mí.
De un rápido vistazo, dos opciones. La primera, salir hacia la puerta principal y enfrentarme al sujeto que se acercaba o, la segunda, encerrarme en la trastienda. La segunda me ha parecido la mejor, ese sujeto no daba la impresión de atender a negociaciones.
Por suerte, o quizá no, aún tengo el paquete en mi poder.
En cualquier momento ésta puerta cederá y aquí no hay salida posible, ¡soy fiambre!

¿Oigo sirenas?
¿Vendrán hacia aquí?
Los golpes en la puerta han cesado y oigo pasos que se alejan, alguien huye del lugar.
¡Si, las sirenas ya están aquí!
Genial, parece que, a pesar de todo, aún no me toca ser fiambre.

-¡Atención, le habla la policía, grupo operativo nuclear, biológico y químico! – se oye desde un megáfono -. No se mueva de donde esta, no manipule el paquete y siga las instrucciones que le daremos para su salida. Deje en el suelo cualquier arma que posea y no nos obligue a usar la fuerza.

-No tengo armas. ¡Déjenme salir! – grito.

-Bien, siga las instrucciones – prosiguen desde el megáfono -. Quítese toda la ropa y solo coja el paquete. Salga de la trastienda, en la farmacia le esperan dos agentes. Déles el paquete y espere instrucciones.

-¡Ya esta, salgo de la trastienda! – replico impaciente, mientras me dirijo hacia la farmacia como mi madre me trajo al mundo.

¡Pero que diablos esta pasando! El grupo nuclear y biológico de la policía, dos agentes que van vestidos de astronauta y estas luces que me ciegan…

-Señor, déme el paquete y quédese quieto mientras lo inspeccionamos – me indica uno de los dos agentes que habían entrado en la farmacia vestidos con atuendos de astronauta.

-Tenga. No sé lo que hay ni me interesa. Solo quiero salir. Me asfixio – exhalo con poco aliento, acercándole el paquete.

-¡Mierda! Aquí agente uno, el paquete no esta intacto. Repito, no esta intacto y el receptáculo esta vacío. Esperamos órdenes – indica el agente por radio, mientras inspecciona el paquete.

-Aquí agente dos. El medidor de constantes indica que el sujeto no tiene pulso, no respira y su temperatura ya ha descendido. Además – prosigue el segundo agente, vestido como el primero, pero acarreando un extraño aparato a hombros conectado a una especie de pistola estroboscópica y que en todo momento había estado dirigiendo hacia mi -, presenta un orificio en el pecho, parece la salida de una bala. En la espalda se puede observar la entrada de la bala y la inflamación de la zona espinal, típica de lo que buscamos. Jefe, este ya es otro títere movido por los hilos de nuestro querido amigo.



-¡Atención agentes, eliminen al sujeto y limpien la zona! - anuncian desde el mismo megáfono con tono grabe e implacable -. Repito, eliminen al sujeto, no podemos dejar que el parásito salga de ahí metido en su cuerpo. ¡Procedan!



-¡Agentes, informen de la acción!



-¡Agentes uno y dos, respondan!



¿Qué me sucede?
¡En un pestañeo y solo con mis manos, acabo de despedazar a dos hombres!
¿Un parasito?
¿Dentro de mí?
Me siento tan…sobrehumano.


Antoni Esteve

lunes, 25 de enero de 2010

LA VIA

LA VIA

Aquella mañana de sábado Marcos se miró fijamente al espejo. La imagen que vió le pareció más la de un moribundo que la suya propia. Las terribles ojeras, esa tez blanquecina, la mirada sin luz… ¿Dónde estaba aquel Marcos feliz? ¿Dónde estaba aquel tipo de treinta y muchos que radiaba energía constantemente?
—Hoy hace un año de la marcha de Gloria. —Pensó.
Un año de drama. Días y días de melancolías y odios. Melancolía por aquellos años compartidos con su princesa. Odios e incomprensiones porque ¿cómo entender que se marchara con aquel músico dejando atrás un amor incondicional y una pequeña de apenas dos años? ¿Se había vuelto loca? Loca de amor probablemente.
Marcos se sentó al borde de la cama. —No hay alternativa —se dijo a sí mismo. En la última visita, el psicólogo le había aconsejado que se tomase unos días de descanso. Según dijo, lo veía al borde de una profunda depresión. —Hoy se acabará para siempre la depresión—
Todo estaba fríamente pensado. Como había hecho algún otro día preparó la caña de pescar, la cesta… y se dispuso a acercarse hasta las rocas. Vivía prácticamente al borde del mar. Desde la ventana podía ver como las olas rompían en la playa. El sonido de un tren le sacó de su trance. El paso del tren, paralelo al mar, le interrumpió por un momento la preciosa playa que había ante él.
En realidad pescar nunca le había entusiasmado. Lo que siempre le había maravillado era sentarse en aquellas rocas y mirar hacia el horizonte, pensando en no pensar. Invitando con la mirada, a los pasajeros de los trenes que pasaban a su espalda, a soñar con él aquel inmenso mar. Siempre había sido un romántico.
Mientras se dirigía hacia las rocas pensó en su pequeña. Laura tenía casi tres años. Todo amor y dulzura. Se estremeció. Pero ahora no podía flaquear. Tomó un camino que le llevaba hacia un cañaveral junto a la vía, debía cruzarla para llegar a las rocas. —Laura, mi pequeña…— Siguió adelante. Laura estaba hoy con los abuelos. Marcos les había pedido que se quedasen con ella para así poder hacer unas compras e ir a pescar. A pescar… Colocaría la caña, dejaría la cesta y después… Bastaría con esperar a ver un tren a lo lejos y en el momento preciso…adelante. Y el fin. La caña, la cesta…todo apuntaría a un desgraciado accidente. Un accidente que le apartaría para siempre del martirio. Su seguro de vida daría a los abuelos algún dinero que les ayudaría con Laura. Había que estar frío. Un día Laura lo entendería…Su estado mental y su más que precaria economía, no era lo que él había soñado para aquel trocito de cielo de apenas tres años. No debía pensar más.
Llegó al borde de la vía y se dispuso a cruzar para situarse del otro lado. De repente vió, a pocos metros de allí, a un pequeño sentado en medio justo de la vía, inmóvil. No a mucha distancia, un tren se acercaba a toda velocidad. En ese tramo se dibujaba una ligera curva y aunque el maquinista viese al niño sería imposible que frenase a tiempo.
Tembló. Corrió hacia el pequeño y unos instantes antes de que el tren llegase lo arrancó de allí cayendo ambos del lado del mar golpeándose con las rocas.
—¿Qué haces? —gritó el muchacho llevándose las manos a la cabeza.
Marcos no contestó. El golpe había sido tremendo. Temblaba de la cabeza a los pies. Pasados unos segundos miró al muchacho y comprobó que al menos aparentemente estaba bien. Se asustó al ver sangre en sus manos pero rápidamente se dio cuenta de que sólo era un pequeño corte que se había hecho al impactar con las rocas.
—¿Estás loco ? ¿Se puede saber que demonios hacías ahí?
El pequeño no contestó. Se había sentado en una de las rocas y mantenía la vista fija en el mar.
—¿No me has oído? —le gritó Marcos entre asustado y enfurecido.
—Quiero ir con mi madre —contestó.
—¿Con tu madre? ¿Dónde está tu madre? —pregunto Marcos acercándose a él.
—En el cielo...
—Lo siento …
El chico se llevó las manos a la frente y dijo en voz muy baja:
—Hace cuatro años…al nacer mi hermana…murieron las dos..
—Vamos chico, acércate... Lo siento de verdad… ¿Cómo te llamas?
—Oscar
Marcos lo rodeó con un brazo por los hombros y dirigió su vista hacia el cielo. Tras unos minutos Marcos preguntó:
—¿Y tu padre?
No contestó. Había dejado caer su cabeza sobre el pecho de Marcos y lloraba en silencio.
—No hace falta que me cuentes nada si no quieres, pero puede que te haga bien hablar un poco.
Oscar levantó la cabeza mientras Marcos le secaba las lágrimas con su camisa.
—Mi padre lloraba cada día después de que muriese mi madre. El no me lo decía, pero yo lo oía desde mi habitación. Se enfadaba por todo y bebía. Hace unos días lo encontraron tirado en la calle… Ahora estoy con mis abuelos…
— ¿Cuántos años tienes Oscar?
—Once… casi doce.
Marcos se sentó frente a Oscar y lo abrazó. Apartándose de él puso sus manos sobre sus hombros y le miró a los ojos. Aquellos ojos verdes, llenos aún de lágrimas le hicieron sentir escalofríos.
—Escúchame atentamente Oscar. ¿Hablas con tu madre a veces?
Oscar le miró con la inmensa ternura que desprende una mirada de once años. Marcos notó una luz especial en aquellos ojos al escuchar su pregunta.
—Si…hablo con ella muchas veces.
—¿Y qué le dices?
—Que quiero ir con ella.
—¿Y tú sabes qué quiere tu madre Oscar?
El chico le miró intrigado.
—Yo creo que tu madre lo que más desea es que te hagas un chico mayor y seas muy feliz. Mira Oscar, algo me dice que tu madre me ha traído hasta aquí para sacarte a tiempo de la vía.
El chico escuchaba como embelesado las palabras de Marcos mientras le miraba fíjamente.
—¿Cómo se llamaba tu madre?
—Alba —contestó el muchacho mientras se pasaba el puño del jersey por los ojos.
—Alba…seguro que era muy guapa.
—Si mucho —contestó el pequeño con una ligera sonrisa.
—Haremos una cosa Oscar.
—¿Qué?
—En primer lugar iremos a casa de tus abuelos que deben estar muy preocupados.
—Si…
—Si quieres, a partir de mañana tú y yo vendremos a pescar siempre que podamos.
Oscar asintió mirando a Marcos, mientras éste intentaba hablar sin que estallase el tremendo nudo que se había apoderado de su garganta.
—Un día —prosiguió—, cuando seas mayor, te demostraré que tu madre ha querido hoy, que ni tú, ni yo, nos quedásemos en mitad de la vía.

Conrado Sánchez

martes, 15 de diciembre de 2009

Aquel joven que se acercaba le recordó a alguien del pasado y tuvo un mal presentimiento.

-¿Se acuerda de mí? Soy el pequeño de los Gómez.

El viejo Sebastián levantó la vista del patatal y observó al joven que le tendía la mano.

-¿Y tu padre? -preguntó apoyando la azada en el surco y secándose la frente con un pañuelo.

-Murió hace unos meses. Tuberculosis. Vengo a arreglar el tema de la herencia. Y a cumplir su última voluntad -añadió misterioso tras una pausa.

El joven miró las hectáreas aradas.

-¿Las ha cultivado usted durante todo este tiempo?

-¡Qué otra cosa podía hacer! –se disculpó Sebastián cabizbajo-. Hemos pasado mucha necesidad. Sin trabajarlas, las tierras se hubieran echado a perder. Además –continuó-, no sabíamos cuanto tiempo iba a pasar tu padre en prisión.

-Comprendo-. El joven Gómez recogió la azada y pasó un brazo que parecía protector por los hombros del labrador.

-¿Sabe? Yo era muy pequeño cuando nos tuvimos que ir de aquí. No tengo muchos recuerdos. Pero mi padre siempre supo quién lo delató.


Ana Elorza

viernes, 4 de diciembre de 2009

En la playa
Sole deja escapar un grito de terror cuando ve la barca con la gran cabeza de tiburón varada en la playa sin nadie que la guie.

_¡Miki!

La pequeña Neus, que dormía plácidamente bajo la sombrilla, se despierta súbitamente y se pone a llorar. Pero su madre no la oye. Corre desesperada hacia la orilla.

_ ¡Miki!

Algunos bañistas miran consternados a la mujer. La playa es hoy un mosaico de toallas multicolores y sombrillas ladeadas por el viento, donde apenas se vislumbra un ápice de arena libre. En el horizonte el mar es gris y agitado. Pocos se atreven a retarlo.

_ ¡Miki!

El sonido ahora es desgarrador. Edu, sentado con el móvil en el espigón ve el rostro de desesperación de su mujer. El estómago le da un vuelco. En la orilla el hinchable se agita como una boya solitaria entre el oleaje inhóspito y violento. Deja el móvil en la roca y se lanza al agua.

_No se preocupe, señora. Verá como aparece.

Dos mujeres han sido testigos presenciales de toda la escena. Una es rubia desteñida y está embarazada. La otra es pelirroja y lleva una pamela de paja que la protege del Sol. Habla de forma pautada. Es de las que nunca se pierde detalle de todo.

_Ese rubio, el que se ha lanzado al agua, es el padre_afirma la pelirroja.

Sole intenta escrudiñar, pero el Sol la ciega. A la pequeña Neus la calma ahora la vecina de la sombrilla continúa. Tiene la piel quemada .Lleva un bikini azul y unas Rayban. Toma a la niña en brazos y se une al grupo de espectadores.
Uno de los socorristas intenta calmar a Sole.

_Mi compañero ha ido a buscar a su hijo. No se preocupe. Lo más seguro es que con este viento el mar lo haya llevado lejos de esta orilla.

_Mi marido también ha ido a buscarlo_solo le sale un hilo de voz. Uno de los bañistas coge la barca y la deja en la orilla. Sole camina encorvada, encogida sobre sí misma, y solo murmura “Miki ,Miki , Miki…”

_Pobre mujer. El marido se ha lanzado a buscar al niño. ¡ si no hubiera estado tan pendiente de ese móvil!

La embarazada acaricia su barriga, instintivamente.

_ ¿Es que no han visto que había bandera amarilla?

_La madre no lo dejaba bañarse. El pobrecito estaba entusiasmado con su barca. Ella lo ayudaba a buscar pechinas para distraerlo, pero el niño, solo quería entrar en el agua. Si hubiera estado todo el rato con ella esto no habría pasado_ la pelirroja guarda silencio , pensativa_ El padre ha venido a remplazarla, pero no vigilaba al crío.

_ ¡Y que lo diga!¡Vaya pachorra!_afirma la embarazada_ Se ha quedado aquí, plantado con el móvil, mientras el niño no hacía mas que meterse en el agua. ¡Yo estaba nerviosa! Hasta le he avisado: ¡he, señor, que el niño se va con la barca! ¿Y que creen que ha hecho? sin soltar el móvil me ha sonreído, ha cogido la cuerda de la barca y ha continuado hablando.

_Yo los he visto cuando han llegado_ intercede la mujer de las Rayban. Se dirige a la pelirroja. La pequeña Neus, en sus brazos, parece más calmada._ Y he visto como discutían.

La pelirroja abre mucho los ojos.

_ ¿Ah si?

_Ella estaba nerviosa porque ya era tarde y él parecía desganado y de mal humor. Cuando lo he visto con esa barca tan enorme, sofocado, he pensado en lo tonta que es la gente por complicarse así la vida. El niño en cambio no paraba de dar saltos de alegría. ¡Venga a tirar de las aletas del animal! A mi me ha llenado de arena, pero ¿cree usted que el padre me ha pedido disculpas? ni hablar!

_La gente ya no sabe educar a sus hijos_ sentencia la embarazada.

_ ¿Y dice usted que discutían?

_Seguro. Primero ella ha protestado porque estaban lejos de la orilla. Él ni le ha contestado. Ha plantado la sombrilla y luego ha obligado al niño a sentarse. Pero no había forma de que se estuviera quieto.

_Claro, ¡ a quién se le ocurre traer al niño con la colchoneta y luego no dejarlo bañar!

_Hoy hace mala mar.

La mujer de las RAyban continúa con la pequeña Neus, que ahora está más calmada. Su madre se ha adentrado en el mar, para observar mejor y de lejos, le hace un gesto de agradecimiento por cuidar de la pequeña.

_El niño se ha puesto rabioso. Entonces la madre le ha dicho al marido que se bañara con él .Pero el otro no quería. Esperaba una llamada.

_Una llamada, ¿aquí en la playa?

_Extraño ¿verdad? Ella entonces se ha levantado, muy airada , y se ha llevado al crío y a la barca. “cuida de Neus”, le ha dicho. Por eso sé cómo se llama esta pequeñina ¿verdad guapa?_La niña no para de meterse la mano en la boca.

_Pobre chica, menudo trajín, con dos pequeños, y ese marido que no ayuda gran cosa.

_Y no se imaginan cuando ha estado solo con la niña.

_ ¿Qué quiere decir?

_La pequeña se ha puesto a llorar, nada más irse la madre. Él se ha limitado a ponerle el chupete. Y entones ha sonado el móvil.

_Los negocios, claro-lo dice con sorna.

_Pues no sé si lo eran. Pero le ha cambiado la cara. ¡Menuda sonrisa!

_ ¿Y de qué hablaba?_inquiere la pelirroja, muy intrigada.

_ ¡Señora!_protesta

_Perdone pero es que usted parece enterarse de todo.

_Cuando una está tendida al sol, y no duerme, se aburre una mucho.

_Cuente, cuente,¿ que más ha pasado? _inquiere la embarazada.

_Nada, que esta chiquitina no paraba de llorar. Debe estar con lo de los dientes. Y el otro, dale que te pego con la conversación.¡No se puede hablar tanto con un bebé llorando de esa manera!.En fin, la mujer ha aparecido por sorpresa. Entonces él ha apagado el móvil. Ella ha hablado con voz muy alta. Decía que ya estaba harta, que dejara de una vez los negocios, que si la familia es más importante. Que el niño quería bañarse con su padre. Él se ha levantado, muy seco, malhumorado, se ha dirigido a la orilla, sin soltar el móvil. Ella le ha gritado ¿por qué te vas con el móvil? Y él le ha chillado ¡estoy esperando una llamada de los socios! ¡ no me cabrees más !

_ ¡Menudo lenguaje!

_Si. Seguro que son negocios_Al decir esto tuerce un poco la boca _¿un socio que llama a la playa?

–Debe ser un socio muy trabajador_ ríe con doblez la pelirroja _ La verdad es que con lo bueno que está no me extrañaría nada que…

_¡Vaya, sí que se fija usted !_afirma la embarazada.

_No sería nada raro que , ya sabe…Es un chico muy guapo, no le hago más de treinta, es alto, bien formado y el pelo rubio rizado. El niño se parece mucho a él.

_La madre, en cambio, está peor conservada _observa la embarazada_Este bikini que lleva no le sienta muy bien.

Las mujeres observan a Sole, que ha salido del mar y no deja de hablar con el socorrista, que intenta calmarla. Su vientre, blanco y abultado, refleja las huellas del reciente embarazo en la cintura y los muslos .Su rostro parece demacrado. El cabello rubio, mojado, atado de cualquier forma con una coleta, le da un aspecto descuidado.
Mientras, en el horizonte ya no se ven bañistas. El mar turbulento los expulsa. Al fondo sigue ondeando la bandera amarilla. El grupo de espectadores continúa en la orilla sin atreverse a entrar. Las madres recogen a sus hijos y algunos doblan las toallas, dispuestos a partir.
Sole camina ahora hacia el espigón y se agacha para recoger algo. Observa el objeto en su mano y pulsa una tecla. Se ilumina una pantalla. Arroja el objeto con furia al mar y se sienta en la roca .Las manos cubren la cara. No para de murmurar :”cabrón, cabrón, cabrón”.

_ ¡Qué desolación!

_ ¡Pobre mujer!

_Con este mar, una se teme lo peor.

La figura de Sole , en el espigón parece desolada. Sentada en el extremo esconde la cabeza entre las piernas. Ni siquiera parece pensar en la pequeña Neus.

_¡Ahí, ahí! _la pelirroja señala excitada dos puntos en el horizonte. A varios metros de distancia se acercan dos figuras. Sole también los ve. Baja atropelladamente del espigón y casi tropieza con una roca. La barca permanece varada en la orilla. Al pasar ella recula hacia atrás y se desplaza hacia el agua. Una de las figuras se acerca a gran velocidad.

_¡Mami, mami, la barca se va !

Sole corre hacia el pequeño y lo abraza con fuerza. No sonríe, pero está feliz. Parece haberse liberado de una gran carga.
La mujer de las Rayban le entrega la niña, que ya no llora. Edu, no dice nada, solo carga con la barcaza a las espaldas. Ni siquiera se miran. Sole coge con fuerza la mano del niño. En la otra sostiene a la pequeña, que está a punto de dormirse y empieza a caminar muy erguida, sin mirar atrás.Edu los sigue cabizbajo.

_A ese lo mataba yo_sentencia la embarazada.

La pelirroja observa la escena.

_¡hombres!


Maria Blanch

jueves, 29 de octubre de 2009

Perro y camello

Ha sido después de su encuentro con el perro y antes de toparse con el camello. O al menos eso cree David. El caso es que todo empieza a estar algo confuso, pero cree que ha sido entonces cuando la ha visto por primera vez. Sí, está casi seguro. Sobre todo ahora que por fin se acerca a ella como acudiendo a algo que necesariamente se tiene que producir, como un encuentro que parece estar escrito en alguna parte desde tiempos inmemoriales, a pesar de que hace tan sólo media hora hubiese sido inconcebible.

El caso es que ha estado un buen rato casi a la deriva por las callejuelas del centro, sumergido en esa mezcla indecible de vestigio medieval, estudio de diseño y olor de orines que es el Barrio Gótico. Al principio ha empezado a caminar con un itinerario vagamente prefijado; salir de casa en dirección a Las Ramblas, cruzarlas para tomar la calle Boquería, luego izquierda por Banys Nous, acaso de nuevo izquierda para demorarse un poco en la Plaça del Pi, quién sabe si después tomar Petritxol a ver qué hay hoy en la Sala Parés; a continuación, si está ya cansado, siempre puede ganar de nuevo Las Ramblas para volver a casa. Un itinerario habitual; simple rutina. Caminar por pura inercia mecánica. Últimamente David se está aficionando a estos paseos automáticos; le ayudan a alejar su atención de sí mismo. Le ayudan a olvidarse de Susana y de un mundo sin Susana, como si adentrarse en esa fiesta de luces de escaparate y de olor a comida de panadería le mantuviera en un vago estado de aturdimiento en el que simplemente se puede vivir, sin más.

Pero no ha ocurrido así. Por Banys Nous ha visto al perro. Al principio lo ha visto vagamente a lo lejos; una mancha incierta moviéndose entre la muchedumbre. Luego, ya más de cerca, le ha visto los ojos, y aquél ha sido un momento absoluto, situado fuera de todo tiempo. Probablemente sea por ello por lo que guarda su imagen con esa fijeza: unos ojos impresos a fuego en sus propios ojos, unos ojos dentro de otros ojos. El perro tenía algo de demoníaco, con ese cuerpo enjuto roído por alguna enfermedad, seguramente la sarna, y esos ojos como de otro mundo. Ojos que eran pura demencia animal; ojos de un mundo donde la vida palpita sin barreras y donde la muerte, por tanto, no es barrera de la vida sino parte indisociable de ella. Así pues, ese perro no pertenece al mundo tal como David lo conoce. Sencillamente, ese perro no debía estar ahí. Y precisamente por el hecho ineludible de que estaba ahí es por lo que él ha empezado a dudar de todo lo demás.

Luego ya no ha dejado de ver esos ojos por todas partes. O, mejor dicho, quizás ha empezado a mirar a través de unos ojos que ya no son los suyos. De repente todo ha adquirido para David el carácter de un decorado de feria: las fachadas de los edificios, los escaparates de tiendas de antigüedades, las personas con su ir y venir ensimismado, incluso los olores o el estruendo del bullicio comercial. Ha durado poco tiempo, puede que tan sólo unos minutos, pero le ha bastado para comprender. Quizás por ello ha entrado deliberadamente en uno de esos decorados con aspecto de café y le ha pedido al figurante un cortado, que éste le ha servido minutos después en una mesa gastada; y se ha demorado removiendo lentamente el café con la cucharilla mientras pensaba en cómo habría sido su vida si le hubiese tocado vivirla en otra época o en otro país, asumiendo riesgos, jugándose a menudo la propia integridad física, desgastado por la precariedad de una vida de supervivencia. David piensa que él no ha librado verdaderas batallas, a no ser que se considere batalla la época en que estuvo sumido en aquel deplorable estado de abatimiento tras la marcha de Susana. Y ni eso fue una batalla: la dejó marchar, sin más. Ni siquiera peleó después consigo mismo; se limitó a dejarse vencer, primero por la melancolía y ahora por el olvido. Una vida de cobardes merodeos y de acontecimientos situados siempre más allá de su control.

Efectivamente, ha sido entonces. Al final de la barra, al lado de la puerta, ahí es donde ha visto a aquella mujer. Pelirroja, buen tipo; leyendo algo, quizás un diario. Por segunda vez la ha sorprendido mirándole; acaso haya sido casualidad, pero entonces por qué esa última mirada como interrogándole. Un minuto después ella se ha perdido en el trajín de la calle. Luego la ha visto de nuevo en Canuda, una imagen furtiva, y entonces ha jugado a seguirla. Ella no ha tardado en percatarse de su presencia y ha ido a la izquierda hacia la plaza de la Vila de Madrid. Hay algo especial en ella, algo que la distingue de los demás transeúntes. Quizás haya sido su forma de andar sosegada, como si no fuese a ninguna parte: como él. O quizás es por haberla visto girarse para dirigirle alguna mirada fugaz. El caso es que brilla con una luz propia entre todo el gentío, como un accidente de autenticidad en un cosmos de artificio y simulacro. En eso se parece al perro sarnoso: ambos parecen provenir del mismo mundo de realidades, un lejano mundo a la vez esperanzador y amenazante. Ahora se da cuenta (ahora que está llegando a un portal donde ella por fin se ha detenido y se ha vuelto para quedárselo mirando, ya sin subterfugios) de que, en ese mundo ancestral, el perro y la mujer del pelo rojo son dos polos antagónicos y a la vez complementarios.

“¿Quién eres?”, le pregunta David, y al escueto nombre que ella responde sus ojos le añaden un universo entero: “Soy yo, cariño. Yo una vez más. Sé que has visto al perro.” Y, por más que intenta disimularlo, a los ojos de él acuden las lágrimas, y a duras penas puede verla abrir y ser engullida por la oscuridad del portal.

Suben rápido por unas escaleras angostas, él unos peldaños por detrás, mientras el tacto rugoso del camello se desdibuja lentamente en su mente: todavía aquella boca sellada, todavía aquellos falsos ojos torpemente pintados. Ha sido mientras la seguía, al toparse con el camello de fibra de vidrio que asoma de uno de los zaguanes de Portaferrissa, una figura que desde hace años sirve de reclamo a una emblemática tienda de ropa underground; a David le ha sobrecogido encontrarse de repente con esa cara inexpresiva, con ese torpe intento de imitación de un ser vivo. Ha visto algo alegórico en ese camello, como si de algún modo en él estuviese concentrado todo lo que hay de mentira en el mundo.

Un balbuceo infantil les da la bienvenida desde el otro lado del largo pasillo del piso. Durante un instante ella le mira como avergonzada, y luego avanza en dirección a aquella vocecita que ya la llama con indecisión. En el salón David ve a dos criaturas que dan lástima de tan sucias y tan tristes; incluso sus escasos juguetes tirados por el suelo tienen algo de triste. El mayor tiene el pelo rizado y les mira con ojos muy abiertos mientras mordisquea un cochecito de plástico. El pequeño, amarrado a una sillita de bebé, sonríe al ver a su mamá. Ella los besa y les dice algo cariñoso, y a David le ofrece café. Un olor que es de caca pero también de colonia barata, grasa y humedad impregna aquel rincón de la casa, y él se descubre concluyendo para sí, justo antes de que se funda con el olor de café, que aquél es el olor genuino de la miseria. Pino, el mayor, ha dejado el cochecito en el suelo y le dice a su mamá que tiene caca, y ella se excusa azorada y le cambia allí mismo, encima de la mesa. Y él observa la operación como el que ve crepitar un fuego, hipnotizado por los movimientos felinos de ella y por sus palabras, que no sólo le hablan a Pino sino también, en alguna región ignota de su ser, a él mismo. Luego se quedan mirándose el uno al otro en silencio, durante un tiempo imposible de cuantificar. En la mirada de ella no se lee más que una reposada ternura, y él cree hallar en esa mirada una verdad que habla de una vida y de una felicidad distintas, ajenas a esas calles bonitas con sus figurantes de saldo; y también halla en ella un leve poso de amargura que no le entristece sino que le cura porque le devuelve la imagen de su propia soledad.

El piso es viejo y está en un estado casi ruinoso. David repara en ello mientras deja deslizar su dedo por la pared, de camino al dormitorio adonde ella le conduce. Ahora se muere por arrancarle la ropa y sentir el tibio contacto de su cuerpo, por sentir de cerca ese olor a colonia hasta gastarlo y así poder llegar al refugio del propio olor de ella. Ahora que lo piensa, solamente han intercambiado cinco o seis palabras; ahora que lo piensa, la mirada de ella en la calle tenía algo de felina, como de un animal al acecho. O canina. Pero ella ya lo está besando y quitándole la ropa y nublándole la vista con una marea de deseo incontrolado. Y ya está liberándole todo el llanto atrasado que es un clamor de felicidad, y también está liberándole eso otro que también clamaba mientras, susurrante, le tapa la boca con suavidad: “Shhhht. Los niños…”. Y David se olvida de la animalidad de ella, anegado de la suya propia, y todo se vuelve contacto, roce, aliento; y nuevamente se acuerda de aquella boca falsa del camello, para decirse ahora que acaso no era más que el presagio de esta otra boca viva de aquí, que le busca y le rebaña con tanta impaciencia.

El dormitorio tiene un balconcito que da a la misma Portaferrissa. Mientras se abrocha los botones de la camisa, David contempla el incesante hormigueo del ir y venir de la gente y disfruta de la caricia del aire fresco en la cara. La oye moverse y canturrear detrás suyo. Él no piensa absolutamente en nada, ni en Susana -dondequiera que esté-, ni en su casa vacía, ni siquiera en esos niños del salón devorados por la mugre y la miseria. Pero el perro sarnoso, mirándole con aquellos ojos… Aquel perro es la razón por la que él está aquí ahora, en este mundo tan próximo y a la vez tan lejano al de abajo (cinco pisos, esa es la distancia entre dos mundos). Y es curioso que aquello le haya vuelto a la cabeza ahora que ella ha pronunciado esas palabras, unas palabras que David nunca debería haber oído porque son como una anomalía en este presente cargado de coherencia. Es por ello que lentamente se vuelve hacia ella y le pide que por favor, que repita lo que acaba de decir. Y cuando vuelve a escucharla pidiéndole dinero por el servicio se da cuenta de que no, de que no es ninguna anomalía sino pura realidad, aquí y ahora. Y de pronto comprende que ella está hecha del mismo material ilusorio que el camello de Portaferrissa, del mismo material que las bonitas calles de Ciutat Vella con sus balcones que ya no son palcos a una gran farsa sino, quién lo iba a decir, parte integrante del mismo decorado. Y mientras se siente desbordado por un torrente de ira que le ahoga la mente, también ve como a fragmentos al niño con caca tendido en la mesa que mira a su mamá con expresión absorta, y acierta a ver sus propias manos buscando el cuello de ella, ignominioso de tan blanco. Se ve a sí mismo acercándola al balcón y apretando, apretando con todas sus fuerzas, arrancándole chillidos como graznidos de cuervo; y la ve caer a través de esos cinco pisos que ya no separan nada, tan sólo la ve hacerse pequeñita y quedarse en el suelo en esa posición tan rara, rodeada poco a poco por los transeúntes que la miran como a un escaparate más.

Pero David no hace nada de eso, sino que busca su cartera y saca un billete de cincuenta euros que pone encima de la cama. “Gracias”, le dice, “cuida de tus niños”, mientras ya busca la puerta que de nuevo le conducirá a través de esos peldaños de mármol que, de tan gastados, un día harán que alguien se caiga y se rompa la cabeza. Y antes de salir a la calle piensa fugazmente que no deja de ser curioso que lo único verdadero en toda su vida haya sido un pobre perro de mierda, un perro solitario que le ha hecho abrir los ojos al mundo con su frenético husmear, enloquecido por la sarna y por el hambre. Incluso piensa que con un poco de suerte volverá a encontrárselo mientras, ya en la calle, sortea a ese grupo de gente que se ha agolpado a un lado del portal, concentrados en quién sabe qué. Hay tanta gente que casi no se puede pasar. Seguro que son trileros de ésos; a ver si el maldito Ayuntamiento se toma en serio el problema de una vez.


Javi Girón

domingo, 25 de octubre de 2009

55132

55132

55132. José abrió tanto la boca que la comida que estaba masticando casi se le cae al plato. Sentado en el sillón de la pequeña salita, oyó como la presentadora de las noticias de la tele anunciaba un número de lotería que aún no había encontrado ganador. La papeleta afortunada había sido la 55132. Era un número más bien feo, sin gracia. José ni siquiera lo escogió; fue la propietaria del establecimiento la que le incitó a comprarlo con un “venga señor José, ¡que algún día tiene que ser!”, y sin decir nada, José introdujo el dinero a través de la ventanilla y metió el boleto en su bolsillo.

Y ahora era multimillonario.

José pensó en sonreír, pero se contuvo. Pensó en llamar a alguien para explicarle que le había tocado un premio, que era millonario, pero no tenía ningún amigo con quien compartir la noticia. La última vez que su móvil sonó fue la semana pasada, cuando la asistenta social le llamó para preguntarle si se encontraba bien y si quería vacunarse contra la gripe. “a su edad señor José, debería ser una obligación… tenga en cuenta que con 83 años está usted dentro del grupo de riesgo”. José no entendía muy bien porqué tenía que vacunarse, pero accedió por complacer a esa joven tan amable que se preocupaba por él cada invierno desde hacía tres, así que quedó en ir al centro médico en quince días.

Ninguna llamada más. Desde que pasó los 75, José se dio cuenta de que iba dejando atrás muchas vidas. Y los que quedaban su lado, o estaban en una residencia sin billete de vuelta, o estaban viviendo en casa con sus hijos. Para el caso, era lo mismo. Ni unos ni otros llamaban por teléfono. Ni jugaban ya al dominó los domingos.

Luego pensó en su hija. María vivía en Colombia desde hacía 22 años. Se fue como cooperante de una ONG un verano, antes de cumplir la treintena. Tenía ganas de ayudar a quiénes lo necesitaban, explicó. Y de un día a otro, se embarcó en un avión rumbo a Sudamérica. Al principio, María llamaba todas las semanas, explicaba que estaba bien y que tenía mucho trabajo que hacer allí, pues había muchos niños huérfanos de las FARC que deambulaban por las calles y finalmente eran captados por redes de droga y prostitución. Ella colaboraba en una casa que les acogía y les reinsertaba en la sociedad, enseñándoles a enmarcar cuadros. Decía que “Así aprenden un oficio que les servirá para trabajar, ganar dinero y apartarlos de la calle”. Vino a verles todas las navidades durante diez años, hasta que Pilar se fue. Desde entonces las llamadas se fueron espaciando, y dejó de venir a verle. Enviaba una postal hecha por los niños de la casa de acogida cada diciembre, pero sólo llamó una vez y fue para anunciar que iba a tener un hijo. Desde entonces, José había recibido dos fotos de Raúl, la primera cuando nació y otra cuando hizo la comunión. Giró la cabeza y miró el rostro de aquel niño enmarcado sobre en una vieja estantería marrón, entre el sofá y la televisión. A Pilar le hubiera hecho ilusión conocer a su nieto. La última vez que José vio a María fue en el entierro, hacía diez años.

Estaba solo, sin nadie con quien compartir el premio que le había hecho multimillonario.

55132. Jugaba a la lotería desde que era joven y nunca le había tocado nada. Ni cuando trabajaba de maquinista en la RENFE, ni cuando se casó con Pilar, ni cuando se jubiló y planeó junto a ella viajes para cubrir el tiempo libre que les iba a quedar después de tantos años de trabajo. Nunca habían salido de España. Él trabajaba más de 10 horas, y ella cosía en casa para una conocida marca de ropa. Solo cuando llegaba el verano, José y Pilar se iban a un pequeño pueblo de Murcia, de donde eran originarios. Hicieron planes para conocer Europa. A los pocos días de jubilarse, detectaron el cáncer a su mujer, y ya no pudo planear nada más.

No se consideraba una persona afortunada, tampoco desafortunada. José nunca se paraba a pensar en esas cosas. Tampoco José afirmaría que se había conformado con la vida que le tocaba vivir, o que hubiese querido tener una mejor, simplemente andaba un día tras otro. José se levantaba, desayunaba un café con leche y galletas, y salía a dar una vuelta. Unos días compraba alguna cosa de comer y otros iba al médico a por recetas para “su cabeza”, decía él, porque José empezaba a olvidarse de las cosas. Vivía en un cuarto piso sin ascensor, así que nunca caminaba demasiado, porque después le costaba subir los pisos. Ya era mayor y se cansaba en seguida.

Después de comer veía la tele. Daba alguna cabezadita en el sofá, y ya cuando anochecía, se preparaba algo para cenar. Media hora después, se sentaba de nuevo en el sillón, y volvía a encender la tele hasta que el sueño le obligaba a irse a la cama.

Y así andaba todos los días desde hacía años.

55132. Ahora José era millonario. Podría pagar los mejores tratamientos para su mujer, podría por fin viajar fuera de España, ir a conocer a su nieto. También comprarse una casa nueva, con ascensor. Hace diez años, su vida podría haber cambiado.

José suspiró. Se levantó del sofá, sacó el boleto del bolsillo, camino hasta la cocina y lo tiró al fogón. Después volvió al salón, se sentó y cambió de canal.

estherinblau.

lunes, 19 de octubre de 2009

LAIA LA CIGARRA

LAIA LA CIGARRA

Laia llevaba varios días sin cantar. Aquella tarde, sentada en la barra de la cocktelería siguió pensando en cómo resolver aquella situación. Era absolutamente injusto y estaba dispuesta a luchar por ello.
Jordi, el camarero, la conocía bien. Pudo ver su rostro de preocupación y no pudo evitar intentar ayudarla.
—¿Estás bien?
—Estoy hasta los cojones de esa puta historia
—Laia, el otro día cuando te vi discutir con aquellas hormigas me temí algo así. Sabía que te removerían las entrañas. No hace mucho que vienen por el local. Es muy extraño ver hormigas fuera de su ambiente, estas creo que andan metidas en política, movimientos antimonárquicos o algo así. En cualquier caso creo que no deberías darle más vueltas. Al fin y al cabo tú no tienes ninguna responsabilidad.
—Es evidente que no tengo responsabilidad alguna pero, ¿cómo te sentirías tú si todos los de tu especie estuviesen mal vistos porque a un gilipollas no se le ocurre mejor idea que hacer una moraleja sirviéndose de tu familia? ¿Y la puta hormiga? ¿Quién coño era aquella puta hormiga para joder generaciones y generaciones de cigarras? Y claro, a partir del puto cuento, del puto escritor de mierda, todas las cigarras somos unas gandulas del copón y las cabronas de las hormigas unas “grandes trabajadoras”. ¡Me cago en el escritor y en su puta madre!
Jordi asintió con la cabeza mientras le servía un dry martini. Al final de la barra, una liebre que, aún sin quererlo, había escuchado la conversación, se acercó discretamente a Laia.
—Disculpe pero no he podido evitar escucharles.
—No importa.
—Mi nombre es Elsa Conej, soy abogado y me gustaría ayudarle. Como sabrá mi especie también fue el objeto de una famosa moraleja como coprotagonista, junto con una tortuga, de un relato de un escritor “iluminado”.
—La recuerdo pero, ¿cómo podría ayudarme?
—Tenga mi tarjeta, llámeme y quedaremos en mi despacho. Daremos a las hormigas y a los escritores lo que realmente se merecen.
—Pero escuche, yo no tengo dinero, no podré pagarle.
—No se preocupe, sé bien quien pagará mis honorarios.
Elsa abandonó la coctelería y disimuladamente hizo un guiño a Jordi. El camarero le devolvió el gesto asegurándose de que Laia no los podía ver.

Varias semanas más tarde, en el juzgado, el magistrado Lousen preparaba junto a su secretario el juicio de esa mañana.
—Señor Centpeus, ¿ha revisado el expediente de las doce?
—Si señoría
—Señor Centpeus le he rogado en varias ocasiones que cuando selle los expedientes no lo haga con más de diez patas, ha puesto mi portafolios perdido de tinta.
—Disculpe señoría. En cualquier caso debería agradecer que alguien como yo haga este trabajo, si lo tuviese que hacer un humano como usted se eternizaría.
—Bien, bien. ¿Puede hacerme un resumen del caso de hoy?
—Por supuesto. Laia Chicharra, de la especie de las cigarras ha interpuesto una demanda por difamación y atentado al honor contra el colectivo de las hormigas.
—¿Cómo?
—Basa su acusación en el hecho de que, por medio de la fábula de la cigarra y la hormiga, se ha difamado y atentado contra el honor de varias generaciones. Argumenta que durante años la cigarra ha quedado a los ojos de niños, adultos y del resto de especies animales, como un bicho molesto, gandul y dado única y exclusivamente a la vida bohemia.
—Señor Centpeus le diré algo sin ánimo de ofender.
—Adelante señoría.
—Los juicios con animales me ponen muy nervioso, y éste concretamente creo que me sacará de mis casillas. En fin, ¿quienes son los abogados de las defensas?
—La defensa de la cigarra la lleva aquella liebre que ya conoce Vd…
—¿Elsa Conej? ¡Por Dios! La estupenda, la esbelta, ¡la impertinente Elsa Conej!, ya veo que esto no va a ser fácil; ¿y quién defiende a las hormigas?
—Laura Queen, también conocida como “la reina”. Según he podido saber, una hormiga con una carrera brillante, con despacho en el centro de la ciudad.
—Todo esto es surrealista señor Centpeus. ¿La formación del jurado?
—Si no hay bajas de última hora el jurado está formado por tres hombres, dos mujeres, una loba, una hormiga, una cigarra y un conejo señoría.
—Bien señor Centpeus, si todo está dispuesto convoque la sesión.
—Como mande señoría.

Situada en la primera planta del Palacio de Justicia, la sala de vistas ofrecía una aspecto imponente. Sus altos techos y sus grandes ventanales, daban sin duda, un aspecto majestuoso a la estancia. El magistrado señor Lousen se dirigió al centro del estrado mientras su secretario, el señor Centpeus se situaba en un sillón a su izquierda. Abajo, a la derecha, la representante del colectivo de hormigas junto con su abogada Laura Queen. A la izquierda, algo aturdida con tanto revuelo, Laia junto a su abogada Elsa Conej. En los bancos posteriores y de forma absolutamente simétrica, cientos de cigarras cubrían la espalda de Laia, mientras que a la derecha hacían lo propio un número indeterminado de hormigas. Junto a la puerta, dos guardias custodiando el acceso; en los laterales, diseminados, los representantes de la prensa ávidos de seguir el desarrollo de un juicio que, como poco, podía calificarse de “curioso”.

—¡Silencio en la sala! –ordenó el magistrado Lousen.
En unos instantes toda la estancia quedó sumida en un mutismo absoluto. El secretario, señor Centpeus, alargó una de sus patas y entregó todo el expediente judicial al magistrado; a continuación éste indicó que se acercaran al estrado a las dos representantes de las partes.
—Buenos días señoría.
—Buenos días señoría.
—Espero efectivamente que este sea un buen día señoritas. Como juez les exigiré que no utilicen tácticas que se aparten de la legalidad, como ciudadano les solicito respeto a la justicia. A usted. señorita Queen no la conozco, espero que después de este juicio pueda decir que “ha sido un placer”; en cuanto a Vd. señorita Conej… ya nos conocemos de otros pleitos, le recomiendo que guarde “sus genialidades” para otros públicos. Ahora vayan junto a sus clientes.
Ambas se dirigieron hacia sus asientos, no sin antes dedicarse una inquisidora mirada.
—Proceda señorita Conej –indicó el magistrado.
—Con la venia señoría. Señoras, señores, miembros del jurado, como todos ustedes saben, a través de la famosa fábula de la cigarra y la hormiga, una maldita hormiga…
—¡Protesto señoría! —gritó desde su posición Laura Queen.
—Se admite la protesta –indicó el magistrado dirigiendo su mirada encolerizada hacia aquella liebre que, con ojos burlones, miraba al jurado como preguntando qué diablos podía haber ofendido tanto a aquel “hormiguero”–. Se lo advertí con absoluta seriedad al iniciar esta sesión señorita Conej –prosiguió el magistrado Lousen.– No dejaré que convierta esta sala de vistas en su escenario particular, una nueva salida de tono y haré que su título de abogado sólo le sirva para abanicarse. Prosiga.
—Disculpe señoría. Bien, como decía, a través de la citada fábula, mi cliente, y lógicamente toda su especie, arrastra durante generaciones la lacra de una etiqueta absolutamente injusta. La cigarra es un animal eminentemente dado a la vida artística, más concretamente en su vertiente musical. A lo largo de los tiempos ha deleitado con su bello canto a todos aquellos que se han acercado hasta ella. De una forma absolutamente altruista han compuesto, generación tras generación, bellas melodías que, lejos de elevarlas a la gloria, y ¡gracias a una triste fábula!, las ha hundido como al más vil de los criminales.
–Abrevie señorita Conej –dijo el magistrado Lousen.
–¡Toda una especie calificada de gandula, molesta y holgazana! ¿Y porqué? Yo se lo diré señores y señoras, miembros del jurado, ¡por ser artistas! ¿Quieren realmente que, como ya sucedió en otros tiempos con otros artistas, no se las entierre en sagrado? Apelo a su sentido común. ¿Acaso hubiese sido justo calificar a lo largo de la historia a Mozart como un simple bohemio? Porque pueden ustedes decirme, ¿cuantos camiones descargó Mozart a lo largo de su vida?
–Le ruego que vaya finalizando su discurso –indicó el juez con cierto tono de impaciencia.
–Para finalizar esta exposición de hechos, les quiero rogar que piensen además en esa fábula con detenimiento. Una hormiga que trabaja durante todo el día sin prácticamente descanso, sin apenas derechos laborales, a las órdenes de una jerarquía superior que la domina y la utiliza para satisfacerse a sí misma; porque sepan ustedes que las hormigas, a diferencia de las cigarras, especie en que impera la libertad y la igualdad, son seres que clasifican a sus congéneres por clases sociales bien determinadas. Unas trabajan como esclavas mientras otras viven como “reinas”, y eso lo debe saber bien la señorita Queen…
–¡Protesto señoría! –gritó fuera de sí Laura Queen, clavando su mirada enrojecida en la esbelta figura de Elsa Conej, quien mirando hacia el jurado desatendía absolutamente la ira de su contrincante.
–¡Se admite la protesta!. Se lo he advertido señorita Conej. Antes de finalizar el juicio le indicaré cual es la sanción económica que “ha obtenido” por esta nueva falta de respeto ante este tribunal. ¡Retírese inmediatamente!
Elsa se apartó con sigilo del ángulo de visión del juez Lousen y se dirigió junto a su cliente. Orgullosa de su exposición miró a Laura Queen con cierto aire de desafío.
–Elsa has estado genial… pero me temo que tengo malas noticias.
–¿Qué quieres decir con malas noticias Laia?
–Mientras hacías tu brillante exposición me han hecho llegar esta nota.
–Déjame ver… ¡maldita sea!
–Habrá que dejarlo correr Elsa…
–No podemos abandonar ahora Laia, ¡de ninguna manera!
–¡Si no lo dejamos me matarán, lo dice muy clara esa nota! ¿Y si entregamos la nota al juez?
–Eso sería nuestro fin. Esas hormigas son muy listas, en especial Laura Queen, saben que si entregamos esta nota al magistrado, éste creerá automáticamente que es una estrategia montada por mi. Ya me imagino al juez : “Así que esta nota que leo literalmente –“O paras este juicio o eres cigarra muerta”- dice que se la han hecho llegar a su cliente en el transcurso del juicio. ¿Cree realmente señorita Conej que soy el juez más idiota del país?”. Créeme Laia, sería nuestro fin. Pero…cálmate, aún no está todo dicho.

–Su turno señorita Queen –indicó el juez Lousen
–Con la venia señoría. Señoras, señores, miembros del jurado…no seré yo quien entre en la dialéctica falaz y demagógica de mi colega, la señorita Conej. Su discurso demuestra a todas luces una falta de solidez manifiesta y es por ello que intenta basar su defensa en un feroz ataque al inmejorable modelo social de mi especie. Sin duda, el hecho de que sus antepasados fueran motivo de otra famosa fábula, en que por cierto no quedaron muy bien parados, genera en la señorita Conej un alto grado de animadversión hacia mi especie…
–¡Protesto señoría! –replicó Elsa desde su puesto en la sala.
–Se admite la protesta. Señorita Queen, le recuerdo que este juicio lo protagonizan dos partes bien definidas, absténgase de hacer alusión a “otras fábulas” o a cualquier antepasado no relacionado directamente con la causa que nos ocupa. Prosiga.
–Con la venia señoría. Como les decía, el modelo social de mi especie es, por su alto grado de efectividad, motivo de estudio desde tiempos inmemoriales. Una sociedad entregada a sus componentes, con una visión de equipo; cada uno de sus elementos, destinado en un módulo de producción es esencial en el perfecto engranaje de la vida de cada uno de los hormigueros. Un modelo de sociedad prácticamente único, en el que el trabajo, la solidaridad y el esfuerzo es un todo y en el que la “holgazanería” no tiene cabida.
–¡Protesto señoría! –replicó Elsa Conej–, la señorita Queen intenta confundir al jurado llamando “sutilmente” holgazana a mi representada.
–Se admite la protesta –indicó el magistrado Lousen–. Cíñase a lo estrictamente delimitado sin entrar en descalificaciones de ningún tipo. No vuelva a pisar terrenos que no debe o le aseguro que no le quedarán ganas de encontrase ante mí en el futuro. Prosiga y sea breve.
–Disculpe señoría. Para finalizar señoras y señores, miembros del jurado, me gustaría que todos y cada uno de ustedes reflexionase sobre qué tipo de sociedad sería aquella en que se venerase a quien, en nombre del “arte” llevase una vida absolutamente improductiva, y se castigase a quien trabaja incansablemente a favor de “sus hermanos”. ¿Podría esa sociedad “comer arte”? La respuesta está en ustedes y la responsabilidad en su veredicto. Es todo, muchas gracias señoría.
—Llega el momento de que llamen a declarar si lo creen oportuno señoras letradas –dijo el magistrado señor Lousen dirigiéndose a las señoritas Conej y Queen.
—No llamaré a nadie al estrado –indicó con rotundidad la abogada Queen.
—Con la venia señoría, yo llamo al estrado a la hormiga obrera señorita Kram.
De entre la multitud, una pequeña hormiga con muletas, se encaminó con dificultad hacia el estrado ante la insidiosa mirada de la representante del colectivo de las hormigas y de su inseparable abogada Laura Queen.
—Señor Centpeus proceda. –indicó el magistrado Lousen.
—Como mande señoría. Señorita Kram, ¿jura decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad? –preguntó con severidad el señor Centpeus.
—Lo juro –contestó la hormiga sin apenas levantar la vista del suelo.
—Proceda señorita Conej –indicó el magistrado
—Con la venia señoría. Dígame señorita Kram, ¿cual es su cometido en el hormiguero?
—Hasta hace unos meses mi cometido era recoger lo que mis compañeras transportaban hasta la puerta de acceso al hormiguero y distribuirlo entre los distintos almacenes.
—¿Y después de esos meses señorita Kram?
—Después me encomendaron la labor de adiestrar a otras compañeras más jóvenes para hacer esa labor, como a modo de instructora, hasta el día del accidente…
—¿Qué sucedió exactamente el día del accidente señorita Kram?
La hormiga bajó la cabeza y se llevó las manos a la frente como un gesto de sufrimiento.
—Señorita Kram conteste a la pregunta –indicó el magistrado.
Levantando la cabeza y mirando fijamente a Elsa Conej prosiguió. –Como otros muchos días, y sin que nadie lo supiese…paré unos minutos a leer un manual de música que tenía oculto en la galería.
—Aún a sabiendas de que eso está terminantemente prohibido para una hormiga obrera como usted, ¿no es cierto? –indicó con ironía la letrada señorita Conej.
—¡Protesto señoría, la abogada intenta hacer creer a este tribunal que entre nuestro pueblo se utilizan represiones de una forma totalmente infundada…
—¡Silencio señorita Queen! Se deniega la propuesta, -indicó el magistrado. –Prosiga señorita Conej.
—Como decía, usted paró a leer aquel manual sabiendo que estaba ¡prohibido!
—Así es.
—¿Y que sucedió después?
—Apenas había comenzado a hojearlo, cuando de repente oí pasos de varias compañeras que se dirigían hacia la galería en que yo estaba. Pensé que no me daría tiempo a ocultar el libro y me puse muy nerviosa, tropecé con unas cáscaras y empecé a rodar por la galería…
—Con el resultado de diversas contusiones, una pierna rota y una amonestación de por vida según consta en el parte que usted misma me entregó y que solicito que se incluya como prueba señoría.
—Que conste en acta –afirmó el juez Lousen.
—Pues ya lo ven señores y señoras del jurado –prosiguió Elsa Conej dirigiendo su mirada hacia todo el colectivo de hormigas congregado mientras la pobre hormiga Kram se derrumbaba y lloraba desconsoladamente. –esto es lo que fomenta el maravilloso mundo de las hormigas, trabajo, trabajo y más trabajo de unos pocos a los que ni siquiera se permite que lean o que dirijan su mirada hacia alguna forma de arte. Este es el resultado, infelicidad, frustración y castigo. No haré más preguntas señoría.
Mientras la señorita Kram se retiraba, Laia pudo comprobar, atónita, como las hormigas que la acompañaban eran las mismas con las que mantuvo la discusión el día de la coctelería.

—Genial Elsa —dijo Laia mirando a Elsa con cara de satisfacción —por cierto—prosiguió, —el día de la discusión de la coctelería…
—Elemental querida Laia –contestó velozmente Elsa. –Aquellas hormigas querían poner en evidencia su sistema de trabajo y sus condiciones de vida, así que pensaron que la mejor manera era que quien desenmascarase a su pueblo fuera precisamente el pueblo del que se habían reído durante décadas.
—Realmente genial. Me siento utilizada pero espero que todo esto valga la pena.
—¡Visto para sentencia! —dijo el juez Lousen dirigiéndose a la sala. —Que el jurado se retire a deliberar. A las cuatro en punto se reanudará la sesión para que nos comunique su conclusión —afirmó con contundencia.

Justo a las cuatro de la tarde el juez señor Lousen y su secretario señor Centpeus hicieron acto de presencia en la sala, seguidamente lo hizo el jurado. En la sala reinaba un silencio absoluto.

—¿Tienen ya el resultado de su deliberación?—preguntó el magistrado dirigiéndose hacia el jurado.
—Así es señoría—contestó levantándose de su asiento la loba en su calidad de portavoz.
—Proceda pues.
—Con la venia señoría. Habiendo escuchado a las partes, a los testigos y tras una larga y compleja deliberación este jurado establece: en primer lugar, ordenar al pueblo de las cigarras a no reclamar a nadie en concreto ni a la sociedad en general que les sea entregado bien alguno y se les recuerda que si no plantan trigo no pueden esperar que se les regale el pan; en segundo lugar, y respecto de la especie de las hormigas, se impone la obligación de facilitar a todas las obreras cuatro horas libres al día y a proporcionarles los medios para que adquieran una mínima cultura así como la actividad artística que cada una de ellas elija—un gran murmullo recorrió la sala mientras la abogada señorita Queen se llevaba las manos a la cabeza, desesperada.
—¡Silencio en la sala!—gritó el juez Lousen—prosiga.
—Gracias señoría—prosiguió la loba— a los escritores…que decir de un colectivo dado a la frivolidad, a la vida digamos…poco seria, amigos del alcohol, de los excesos…
—¡Protesto!
—¿Cómo?¿Quién ha dicho eso?—preguntó el juez alzando la vista al cielo
—Soy yo señoría, el escritor.
—¿Qué diablos?¿Cómo que el escritor?
—Con la venia señoría, me parece que el jurado está transmitiendo una imagen del escritor poco ajustada a la realidad.
—¡Cállese de una vez!—gritó encolerizado el magistrado.—Sepa en primer lugar que yo ¡si! estoy de acuerdo con el jurado, en segundo lugar que considero absolutamente impresentable su incursión en este juicio, tomarse la libertad de inmiscuirse en este relato lo dice todo de usted y de su colectivo. Siga escribiendo y calle si no quiere que tome medidas muy severas al respecto. ¡Inaudito! ¡Prosiga el jurado!
—Como decía señoría respecto de los escritores, y dado que nada hay que se pueda hacer con ellos, este jurado ordena a toda la población que juzgue con absoluto rigor y objetividad todo lo que lean y que analicen las consecuencias y los intereses que promueven los escritos. Es todo señoría.
—Señoras, señores, miembros del jurado, se levanta la sesión.
De vuelta a su despacho el magistrado señor Lousen dirigéndose al secretario preguntó intrigado:
—Por ciento señor Centpeus, ¿quién es el capullo que escribe y que se ha permitido el lujo de meterse en el juicio?
—Conrado Sánchez Ródenas señoría.
—Ahora me lo explico todo. Hasta mañana señor Centpeus.
—Hasta mañana señoría.






Conrado Sánchez Ródenas