La cámara de fotos digital le llegó a Amapola después de ocho años de matrimonio. Vino, o así le pareció a ella, como un regalo de consolación. Su marido se la dio justo después de que empezaran las visitas al psiquiatra. Las habían acordado tras mantener una larga conversación, en la que él se quejó de sus muchas ausencias, de sus frecuentes salidas con sus amigas para ir de juerga; de su abandono práctico en una palabra, aunque su cuerpo siguiera levantándose cada día en el dormitorio común.
La cámara ofreció fascinantes posibilidades a su propietaria desde el principio, para su propio asombro. Se leyó las instrucciones de cabo a rabo, algo inusitado en una persona que ni siquiera era capaz de centrarse para leer un folleto publicitario hasta el final. Se lo había reprochado su flamante psiquiatra y era verdad. El aparato fotográfico se lo llevó a la consulta un día, aunque cuando intentó explicarle al especialista cómo la hacía sentir, como una florecilla en primavera, vio en sus ojos la incomprensión. Entonces arrinconó el estuche cuidadosamente a un lado de su sofá, casi ocultándolo a su espalda, y rápidamente cambió de tema y le expuso todas las tristezas y soledades de la semana, como él quería. Un campo cómodo para los dos.
Mario en cambio un día vio el paquete desecho encima de la mesa, con la funda sobresaliendo por un lado, y en seguida se entusiasmó, tanto o más que ella. El hombre gozaba de una energía vital y una ilusión infantil que Amapola había perdido con los años, o quizá nunca había tenido a fin de cuentas. Ahora sólo le quedaba la plomiza tristeza de lo cotidiano. Mario insistió en probarla en la cama, y en el baño, y ella, más que nada por complacerlo, hizo fotos. Fotos relucientes, y divertidas, e incluso eróticas en una forma extraña. Porque la barriga de Mario era lo que más destacaba el aparato en cada toma que producía. Y aún así Mario se reía, y parecía encantado, y pedía más, y poco a poco se fueron enzarzando en el juego, y acabaron ellos tres en el lecho: con el dispositivo en el centro, en modo manual, y ellos dos mirándose con deseo en los extremos, hasta que cedieron al deseo y todo se volvió sobreexpuesto y difuso, nubes y manchas, ruido y sensación bruta.
Pero al día siguiente ella volvió a su pozo negro y entonces decidió huir. La cámara que aguardaba en una mesa fue el primer objeto que cupo en la maleta. Con cuidado, y bien protegida en su envoltorio, a salvo de golpes. Sólo salió cuando llegaron al pueblo, y entonces recorrió las veredas, las montañas y los altos, y las fotografías se volvieron alegres, a medida que Amapola renacía alejada de la gran ciudad.
Su marido acudió a visitarla al cabo de una semana. Entró en la casa y ella no estaba. En la mesa reposaba su regalo y decidió echarle un vistazo. Nunca hasta entonces se había dado cuenta de lo dotada que estaba Amapola para la fotografía. Pasó alegres paisajes en el visor, y luego caballos pastando en un prado, más vistas y… se quedó clavado en el sitio, paralizado en la instantánea de su vida. Porque allí estaba el barrigón de Mario, su animado amigo, tendido desnudo sobre SU cama matrimonial, mientras hacía señas obscenas a la dueña de la cámara. Tres fotos más adelante, cambiaba el encuadre y era entonces Mario duchándose en SU ducha. Oyó entonces un ruido y se volvió. SU esposa estaba en el umbral de la casa del pueblo, con una mirada de horror. Y él sentía que se hundía y que no respiraba, la escena se congeló. Sólo tras unos minutos recobró algo de la consciencia perdida. Y un fuerte estruendo retumbó en la vivienda, al estrellarse la cámara contra el suelo y esparcirse todos sus componentes, mientras se apagaba para siempre la luz verde de encendido.
Autor: María Rosario López
No hay comentarios:
Publicar un comentario