De ésta no pasaba: iba a suicidarse. El director del banco le había mandado la última carta conminatoria a casa, su crédito ya no daba para más y había otros cientos de miles de euros pendientes que sumar a la lista de deudas. Rebuscó en los cajones de la cocina, pero aquello era una labor imposible, porque estaban llenos de cuchillos tailandeses sin desempaquetar -de los que “cortan todo lo que se les ponga por delante”, según la publicidad- y de otras varias chucherías a las que no se había podido resistir en la teletienda. Pero cortarse las venas con los cuchillos tailandeses no le parecía, le daba muchísima grima sin saber por qué, así que ni intentó quitarles el envoltorio. El resto de objetos acumulados en los armarios tampoco presentaba condiciones para su propósito.
La mesa de la comida, pegada a una pared, aún parecía más inservible que lo anterior. En el borde mostraba una docena de copas de cristal de Bohemia envueltas en plástico. Las había comprado durante su última visita al centro comercial lejano. Un gran paquete envuelto en papel de regalo ocupaba otro tercio de la tabla. Se lo habían regalado hacía unos días por Navidad unos amigos, había echado un vistazo sin mucho interés, y lo había dejado a medio abrir. Parecía una cubitera, y él ya tenía dos.
Pese a todos los problemas su fabuloso piso de soltero lo enorgullecía. Lo había hecho remodelar apenas llegó, e instaló un jacuzzi en el baño. De hecho, tuvo que unir los dos baños en uno para poder construirlo y lo mismo hizo con las dos habitaciones. Una vez acabadas las obras se hizo un gran vestidor a lo largo de toda la pared, con dispositivos giratorios que le permitían ver todos sus zapatos como en una exposición. Era su orgullo, aquel vestidor. Quizá conviniese que lo encontrasen allí, enfrente, mirando con sus ojos ya sin vida hacia el guardarropa, que estaría abierto mostrando todas sus maravillas.
Buscó pastillas en la cómoda de la habitación. O quizá estuvieran en el pasillo, donde se amontonaban varias maletas Samsonite grandes que obstaculizaban el paso. Las había traído hacía cinco meses de una expedición a Venecia, con suntuosos ‘souvenirs’ italianos, y aún no había podido deshacerlas. Pagó una elevada tasa por sobrepeso en el aeropuerto, compensada por el inefable placer de saber que las bellezas que acarreaban esas maletas ya eran suyas.
No tenía pastillas. Su invariable salud de hierro las había hecho innecesarias. Y dormía usualmente como un lirón, que se dice. Recordó entonces que en su mesa de la oficina guardaba Valium, cortesía de su secretaría, que de siempre había estado enamorada de él. Como en los clásicos folletines. Corrió al garaje. Su BMW arrancó con la suavidad de siempre. Tampoco había acabado de pagarlo, al igual que su chalé en la sierra, o que tantas otras cosas. No importaba, ya que iba a suicidarse.
De camino a la oficina, la radio se encendió automáticamente, y saltaron los números de la lotería Primitiva. Uno, siete, nueve, diecinueve, treinta y uno, cuarenta y cuatro. Bonita combinación. ¿Las pastillas de Valium, estarían caducadas? Se rió de su propia estupidez, ¿Qué importaba que hubieran caducado o no, si lo importante era que lo matasen cuanto antes? Su jefe iba a echarle de menos, lo apreciaba como a su mejor esclavo, siempre dispuesto a cerrar un nuevo trato. Cierto que le había recompensado bien. Su despacho era lujoso, las vacaciones frecuentes y las bonificaciones, numerosas. Ambos habían comentado entre risas su manía común de llenar todo su espacio de papeles obsoletos. En sus respectivos despachos habían tenido que añadir una segunda mesa, y luego una tercera, y todas las habían llenado.
Uno, siete, nueve, diecinueve, treinta y uno, cuarenta y cuatro. La radio reiteró la combinación de la Primitiva y él de pronto se llevó la mano al bolsillo. Todos los meses de forma compulsiva gastaba varios cientos en los juegos de azar. Eso, sin contar el casino. Y le sonaban esas cifras. El uno, el siete y el nueve componían su fecha de nacimiento: Enero de 1979. ¡Y el diecinueve era el día en que había visto la primera luz! 19 de enero de 1979. Treinta y uno eran sus años, ¡y cuarenta y cuatro los de su jefe! Parecía una señal, y así era. Allí estaban, marcados en uno de los boletos. Con una mano conducía y con la otra contemplaba, atónito, la combinación ganadora. ¡Dos millones de euros! ¡Y eran suyos!
Lo primero que se le vino a la cabeza fue el Rolex última generación que le habían ofrecido el lunes pasado y que él, por una vez en su vida, había rechazado porque el medio millón que pedían sobrepasaba todas sus posibilidades, presentes y futuras. ¡Pero qué maravilla de reloj!
María Rosario López
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