Cuando vuelvo sobre mi pasado, el único punto positivo que puedo recordar de mi interminable
estancia en el infierno, es que por lo menos ahí, nunca sufrí frío. Este lugar era compuesto de un
tríptico muy preciso: De innumerables monstruos marítimos, de un océano como cárcel al aíre libre y de libros, cuyo papel servía de combustible a todas esas llamas azúl negro y saladas que de día en día me devoraban. Mi desesperacíon corría así hasta perderse de vista sobre la línea evanescente del horizonte. La ironía de las cosas hace que un hombre no pueda encontrarse más lejos de una fuente de agua potable cuando justamente esta en el medio del mar.
Por mucho que me acuerde, siempre he aborrecido a los peces, es por està razón que siempre he
experimentado un intenso placer comiendolos. Comer por odio. Un apetito insaciable de eliminarlos
uno tras otro, bocado tras bocado. De molerlos, de pulverizarlos. De todos modos, no tenía eleccíon, era la uníca cosa que se comía en mi casa. Mi padre era un pescador y aunque nunca he querido admitirlo, el hecho de ayudarlo cada mañana, hacía de mi uno también.
Nunca perdonaré a los peces de haberme robado mi inocencia. Cuando delante de la mirada severa de mi padre, deshacía las redes, y los veía caer como frutas sobre el puente de nuestro barco, no notaba en sus ojos vidriosos, ni el miedo, ni el dolor, ni tampoco la sorpresa. La muerte me parecía entonces de una tal trivialidad, constituía una fatalidad tan cercana y obvia que hubiera sido casi comico transformarla en problema. Me daba cuenta asi que lo que había siempre considerado como esencial, es decir la belleza, las emociones, la contemplación, era solo accidental. Fue un duro momento. Cuando morir no significa nada, todo en este mundo se vuelve evidencia excepto el hecho de vivir. Estos peces me repelían porque no son dignos de los secretos del mar ni de su hermosura abisal. No pueden entender que sufrir es una oportunidad, que las cosas más bellas se hacen llorando. Yo si.
Estaba aqui, en el mismísimo centro de nada, abajo de un inmenso sol negro, bañado en este olor de hioides y de sangre. El ponía su brazo sobre mis hombros, mirando mar adentro conmigo.
« Mi hijo » decía sencillamente despues de un rato.
El tiempo se paraba entonces. Cada una de mis sensacíones equivalía a una revelación. Formaba
parte de un todo, el mundo era solo una prolungacíon de mi espiritú. Estaba feliz y fiero de mi
melancolia. La mía.
Lo más extraño en todo esto es que son los mismos peces que me han dado la oportunidad de
menospreciarlos. Un viejo loco vivía en una cabaña sobre la playa. No disponía de nada, solo de
libros y de historias fabulosas. Contro una dorada o dos, me daba un texto o me contaba sus
aventuras. Su tugurio estaba tan lleno de libros que la primera vez que entré, me sentí asfixiado.
Cada día, al final de la tarde, cuando había acabado con el mar, pasaba todo el tiempo que tenía
libre con él. Recorría su biblioteca y elegía una obra. Despues hablabamos. Me enseño durante
todas estas largas conversaciones que el corazón tiene varias vidas.
Todo esto ha durado solo un tiempo. Muy rapidamente, mi padre se enteró de lo que estaba
haciendo. Nunca me había pegado tan duro como esa noche. La mañana siguiente mientrás ponía el barco al agua, ví la cabaña del viejo reducida a cenizas. Había todavía algunas llamas acabando de consumirla.
« O serás pescador como yo, o acabarás como él. »
Se equivocaba. En cuanto me fue posible, tuve el valor de huir para volverme lo que soy. Pero
nunca me he olvidado del mar ni del olor de los peces. De mi padre si.
Diez años despues, cuando mi madre se puso en contacto conmigo para comunicarme que él había
muerto, recordé entonces de que había vivido. Volví una última vez a aquel lugar de mi infancia. No lloré, pero cuando entré timidamente en la habitación de mi padre, una grande estantería, al lado de su cama, llamó mi atención. Me acerqué. Aqui estaban dispuestos todos los libros del viejo.
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