A Manolo el elefante se la traía al fresco que el hotel fuese de lujo y pudiera proporcionarle todo lo que pidiera con un golpe de pata en el suelo: el quería su desconchado, roído y viejo cenicero de cristal ahumado. Su asistenta personal, una mujer rechoncha y con unos mofletes que a Manolo le hacían pensar en un tierno y jugoso pastel de arándanos, no paraba de gritar por teléfono a los responsables del hotel, exigiendo una explicación ante tal atropello.
Pero el gerente del hotel solo sabía decir que no entendía lo que podía haber pasado, que las limpiadoras juraban no haber tocado nada, que ni siquiera lo habían visto, por que de haberlo hecho probablemente lo habrían tirado y reemplazado por uno nuevo. Manolo gritó de pura ira, y su trompa se elevó despeinando a su asistenta. No quería ceniceros nuevos, quería el suyo, a Cenicitas.
Cenicitas había estado ahí la primera vez que se fumó un puro habano, en la cena posterior a una entrega de premios cinematográficos importantes; fue su primer reconocimiento y se lo llevó de recuerdo. Unos meses después, cuando le vio las orejazas a su primer retoño volvió a usarlo, mientras se fumaba otro habano. Estuvo también en su divorcio, y mientras duró el bochornoso escándalo que lo relacionaba sentimentalmente con el cantante andrógino de los Tokio Hotel. Mucha gente le dio de lado entonces, pero Cenicitas siempre estaba ahí, listo para dejarse quemar gustoso cuando Manolo lo necesitaba, y últimamente, con el estrés de su nueva película, lo quemaba mucho. Pero nunca, jamás, protestaba; Manolo exhalaba humo y Cenicitas echaba humo también, como buenos compañeros. Incluso estaba presente antes, entre y después de las sesiones amatorias con alguna lagarta escamosa; aunque Manolo siempre tenía que regañarle por estar mirando sin ninguna clase de decoro la escena. Entonces Cenicitas se enfadaba y se daba un largo baño en el fregadero, pero después volvía, reían y se echaban otro habano.
- Manolo, ¿le has hecho algo que haya podido ofenderle?
Su asistenta parecía leerle siempre los pensamientos, como si un proyector los exhibiera en sus grandes orejas para ella. Manolo pensó, y le costaba, pero pensó. Últimamente no había invitado a ninguna fémina, ni siquiera a aquella lagartija del vestido verde ajustado tan sexy que lo invitó a una copa en la disco. Así que no había tenido oportunidad de enfadarlo otra vez a causa de su inoportuna mirada. Miró entonces a su asistenta y negó con la cabeza pero una sacudida le subió por su espina dorsal.
- ¿Y si lo han secuestrado?
Su retorcida colita- y ya era de guasa, un tipo tan grandote como él con una cola tan minúscula- se retorció aún más sobre sí misma al imaginar que alguien, que otro pudiera hacer daño a su Cenicitas. Se puso tan nervioso que comenzó a andar de un lado para otro en la habitación, mientras la asistenta botaba en su asiento a la par de sus pasos.
-Tenemos que avisar a la policía, a la Guardia Nacional, al FBI, a los Boy Scout, cuanto más tardemos más lejos pueden estar...
Dio tres vueltas y se agotó, así que se dejó caer sobre su trasero, mientras unos pucheros lacrimosos resonaban por todo el hotel. Su cenicero era suyo, nadie podía arrebatárselo. Que estúpido se sentía ahora, debería haberlo cuidado mejor, debería haberlo tratado como se merecía; mientras había estado junto a él no se había preocupado más que de su carrera, dejando de lado al único que lo había comprendido. Entonces recordó.
La noche anterior, mientras saboreaba lenta y profundamente un habano y observaba como la hoja seca se quemaba exhalando el aroma característico, Cenicitas le había preguntado por qué no había invitado a su habitación a la lagartija sexy. Manolo, apoltronado sobre el sofá de piel, relajado y tranquilo le había dicho que lo había hecho, pero que ésta se había negado al verlo fumar puros; al parecer le molestaban los hombres que fumaban. Acto seguido, Manolo añadió que debería dejar ese vicio. Cenicitas no volvió a hablar en toda la noche.
Eso era lo que había hecho mal, decirle que debía dejar de fumar. Quizás su Cenicitas pensó que para él era más importante complacer a esa mujer que su relación con un desconchado, roído y viejo cenicero. Quizás por eso se había marchado, para evitarse la penosa situación de ser abandonado por quién más confías. Empezó a llorar, manchándolo todo de lágrimas y obligando a su asistenta a coger un paraguas.
- ¿Como he podido ser tan insensible?
La mujer de mofletes comestibles lo miró como se mira a un loco, mientras subía sus pies a la silla para no mojarse los zapatos. Entonces, como si de una señal divina se tratara, Manolo sintió la necesidad de fumarse un Habano. No había acabado de pensarlo cuando llamaron a la puerta; la asistenta, visiblemente enfadada por tener que mojarse los zapatos la abrió. Allí estaba, Cenicitas, o por lo menos alguien muy parecido a él.
Manolo lo miró de arriba a abajo y de un lado a otro. El cristal del que estaba hecho ya no tenía ese aspecto mate y envejecido, ahora brillaba como un diamante. Y su aspecto desconchado ahora era el mismo que el de un cenicero recién fabricado. Cenicitas se acercó a Manolo, lo miró con ternura al ver sus lágrimas y se colocó junto a él.
-¿Te apetece uno?
- ¿Como lo has sabido?
- Siempre sé todo lo que necesitas.
Manolo quiso arrancar a llorar de nuevo, recordándose a sí mismo lo egoísta que había sido.
- ¿Que le ha pasado a tu aspecto?
- ¿No te gusta? Hace meses que tenía visita con el mejor cirujano vidriero del mundo.
- Eres perfecto.
Cenicitas sonrió y se acurrucó junto a su grandote y sentimental elefante Manolo, mientras éste se fumaba el mejor habano de su vida. La asistenta salió de la habitación, pensando en como iba a hacer para que ese excéntrico elefante le pagara los carísimos zapatos que su inundación sensiblera por un cenicero había provocado.
Ana Muñoz
1 comentario:
¡Maravillosamente fantástico! Has ligado muy bien toda la historia y pese a la fantasía, es una historia muy real.
Mary Aranda
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