Suena el despertador y da comienzo un día más de tristeza infinita. Pasar del calor de las sábanas y del sosiego de un sueño hermoso, donde todo es posible, donde todos están... a la realidad de la ausencia.
Lo primero entreabrir los ojos y comprobar que no hay nadie al lado y, por si la vista engaña, acariciar con las manos el frío del vacío en la cama. Y sintiendo una punzada que atraviesa tu corazón y desgarra tu alma, ser consciente de que la soledad es ahora tu compañera.
Asirla de la mano y levantarte, sintiendo que la carne parece plomo, y cada paso y cada movimiento son ahora un esfuerzo agotador.
Lavarte la cara y ver en el espejo que alguien te mira y es el vivo reflejo de la pena más honda.
Y abrir la persiana para que la luz inunde las tinieblas que te acompañan, sin conseguir que desaparezcan los grises que colorean tu vida ahora.
Sacar la ropa del armario y ver sus trajes, que todavía desprenden su aroma, y aferrarse a ellos como último reducto de su presencia. Envolverse en ellos, dejar que te arropen y estallar en sollozos, porque los ojos ya están secos por las lágrimas vertidas.
Preparar el desayuno con el movimiento automático e involuntario de coger dos tazas y al echar el café, darse cuenta de que sólo uno tomará café hoy, y mañana y al otro... Y guardar la taza de nuevo en la vitrina, como han quedado guardadas tantas otras cosas: la felicidad, la alegría, las sonrisas, los besos...
En un intento inútil de vencer el mutismo de la soledad encender la televisión y mirar sin ser visto, oír sin ser escuchado. Y sentir que esa caja cuadrada parlante será quien llene los silencios de la casa a partir de ahora.
Mirar el reloj y, en lo que parece que ha sido una eternidad, comprobar que sólo han pasado unos minutos, y que el tiempo se ha transmutado haciendo que lo que ha sido toda una vida parezca apenas unos instantes, y en cambio cada segundo ahora se alargue, aumentando el calvario de la espera.
Escuchar sonidos familiares, de rutinas vividas, que traen recuerdos de momentos felices que se esfuman apenas antes de poder saborearlos.
Y sentarse a mirar las fotos que dejan constancia de que existió lo que ahora parece una fantasía, y permitir que el ojo vea lo que la memoria se esfuerza en esconder porque no soporta la tristeza de su pérdida.
Acariciar en el papel la piel sentida y ver esos ojos que tanto te han dicho sin necesidad de palabras, con el misterio de la complicidad creada a base de tanto cariño compartido.
Y tener la certeza de no poder vivir así, anclada en la pena de la pérdida, en la tristeza de la ausencia, en la angustia de la soledad.
Sin amor en el corazón, sin calor en el alma...
Coger papel y escribir: Suena el despertador y da comienzo un día más de tristeza infinita...mientras una fina línea rasgada en la muñeca deja escapar esa sangre que te retiene y que va tiñendo de rojo el gris que en ti se había instalado.
Lo primero entreabrir los ojos y comprobar que no hay nadie al lado y, por si la vista engaña, acariciar con las manos el frío del vacío en la cama. Y sintiendo una punzada que atraviesa tu corazón y desgarra tu alma, ser consciente de que la soledad es ahora tu compañera.
Asirla de la mano y levantarte, sintiendo que la carne parece plomo, y cada paso y cada movimiento son ahora un esfuerzo agotador.
Lavarte la cara y ver en el espejo que alguien te mira y es el vivo reflejo de la pena más honda.
Y abrir la persiana para que la luz inunde las tinieblas que te acompañan, sin conseguir que desaparezcan los grises que colorean tu vida ahora.
Sacar la ropa del armario y ver sus trajes, que todavía desprenden su aroma, y aferrarse a ellos como último reducto de su presencia. Envolverse en ellos, dejar que te arropen y estallar en sollozos, porque los ojos ya están secos por las lágrimas vertidas.
Preparar el desayuno con el movimiento automático e involuntario de coger dos tazas y al echar el café, darse cuenta de que sólo uno tomará café hoy, y mañana y al otro... Y guardar la taza de nuevo en la vitrina, como han quedado guardadas tantas otras cosas: la felicidad, la alegría, las sonrisas, los besos...
En un intento inútil de vencer el mutismo de la soledad encender la televisión y mirar sin ser visto, oír sin ser escuchado. Y sentir que esa caja cuadrada parlante será quien llene los silencios de la casa a partir de ahora.
Mirar el reloj y, en lo que parece que ha sido una eternidad, comprobar que sólo han pasado unos minutos, y que el tiempo se ha transmutado haciendo que lo que ha sido toda una vida parezca apenas unos instantes, y en cambio cada segundo ahora se alargue, aumentando el calvario de la espera.
Escuchar sonidos familiares, de rutinas vividas, que traen recuerdos de momentos felices que se esfuman apenas antes de poder saborearlos.
Y sentarse a mirar las fotos que dejan constancia de que existió lo que ahora parece una fantasía, y permitir que el ojo vea lo que la memoria se esfuerza en esconder porque no soporta la tristeza de su pérdida.
Acariciar en el papel la piel sentida y ver esos ojos que tanto te han dicho sin necesidad de palabras, con el misterio de la complicidad creada a base de tanto cariño compartido.
Y tener la certeza de no poder vivir así, anclada en la pena de la pérdida, en la tristeza de la ausencia, en la angustia de la soledad.
Sin amor en el corazón, sin calor en el alma...
Coger papel y escribir: Suena el despertador y da comienzo un día más de tristeza infinita...mientras una fina línea rasgada en la muñeca deja escapar esa sangre que te retiene y que va tiñendo de rojo el gris que en ti se había instalado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario