Gloria aparta la vista de la pantalla de ordenador y suspira. Dirige su mirada a la estantería repleta de libros que tiene a su derecha y la posa sobre el busto de Beethoven que Marina, su jefa, le regaló las Navidades pasadas (seguro que antes pertenecía a su ex marido). Se levanta, los cinco pasos que da hasta colocarse delante de la figura resuenan en el despacho y, tras unos segundos de indecisión, estira el brazo para alcanzarla. Una vez la tiene en la mano, la sopesa. «Contundente, sí... pero quizás demasiado, tampoco quiero pasarme», medita mientras vuelve a colocarla en su sitio. «Tiene que ser algo limpio, parecer un accidente», piensa cuando ya sus tacones anuncian que se dirige de nuevo a la mesa de trabajo. Se sienta con cuidado para no arrugar el vestido que estrena. Lo compró especialmente para esta noche, su primera cita con Andrés, que por fin se atrevió a invitarla al teatro. ¿Cuánto hace que no sale con un hombre? Ya casi ni lo recuerda. ¿Sabrá cómo actuar? ¿Habrán cambiado las reglas desde su última vez? Hoy en día todo va tan rápido...
Suena el teléfono. «Gloria, ven un segundo», se oye decir a Marina desde el otro lado de la línea. Es la tercera vez que la llama esta mañana. La primera fue para quejarse de que no le hubiera recordado que la próxima semana debían entregar el plan de marketing para los próximos seis meses (pero si lo dejamos cerrado la semana pasada, ese jueves que estuvimos aquí hasta las diez de la noche); y la segunda para pedirle que le pasara la última versión del plan, porque no tenía claro si los productos y los efectos deseados de las diferentes actividades estaban bien definidos. Desde que se divorció de su marido un mes atrás, no había habido día que no se hubieran tenido que quedar hasta tarde para preparar la reunión del próximo mes con los japoneses (nunca se está demasiado preparado con esa gente), revisar los informes de evaluación de la campaña del mes pasado (¡por cuarta vez!) o pensar en una nueva disposición para los muebles del despacho (es un espacio tan pequeño que tenemos que despejarlo, si no, el día menos pensado nos encontrarán enterradas bajo montañas de informes, post-its y libros). Todo urgentísimo, por supuesto.
Gloria se levanta con desgana, seguro que ahora le dirá que deben quedarse para hacer los retoques finales al plan de marketing. Con cada uno de los seis golpes de tacón que la llevan a la puerta del despacho, se dice que esta vez le dirá que no, que, sintiéndolo mucho, no puede quedarse, esta noche especialmente, pero tampoco la siguiente, ni la otra, ni la de más allá. Sus pulseras suenan al ritmo de los tres golpes que da a la puerta antes de entrar, y se escuchan sus seis pasos hasta la mesa. Marina levanta la vista por encima de sus gafas y, lo que se temía, le anuncia que tendrán que quedarse esta noche hasta que todo cuadre a la perfección. Precisamente esta noche...
Mientras su jefa habla, la mente de Gloria se dispara buscando vías de escape. Quizás podría disolver un poco de laxante en el café que, como todos los días, le pedirá a media tarde. O dejar inadvertidamente una de las canicas que ha comprado para su sobrino ante la puerta del despacho; con suerte, al salir, Marina se resbalará, se romperá un pie y deberá pasar la tarde en urgencias. Otra opción podría ser provocar un pequeño incendio en la oficina, quizás dejando alguna colilla mal apagada en la papelera; con el caos de los bomberos seguro que los mandarán a todos a casa y se acabará el trabajo por hoy.
Absorta en sus pensamientos, Gloria no se ha dado cuenta de que Marina ha terminado de hablar y se ha quedado observándola. «¡Qué guapa te veo hoy! ¿Cuál es la ocasión?». A Gloria le empiezan a sudar las manos, ahora es el momento de contárselo. Traga saliva, carraspea, toma aire y se sorprende a si misma diciendo: «No, nada, un vestido nuevo que me compré el sábado, me apetecía estrenarlo». Marina apenas puede escuchar las últimas palabras de Gloria, que quedan mitigadas por el sonido apresurado de sus tacones, mientras la acompañan de vuelta a su mesa. Clá-clá clá-clá clá.
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