No podía dejar de fumar. En el Circo Máximo lo habían intentado de veinte maneras distintas, pero siempre él reclamaba sus cigarrillos al día siguiente. Hasta que no echaba la primera calada del día no era tratable, sino que gruñón y pendenciero repelía a todo el que se le acercaba. Hasta al mismo Juan el Triquiñuelas, que lo había criado con mimo desde que nació.
El Triquiñuelas sólo había tenido un remordimiento en su larga relación. Fue aquel día hacía dos años en que, encaprichado con una muchacha de un pueblo de Tarragona donde paraba el espectáculo circense una semana, se escapó unas horas para estar con ella. Cuando volvió, el mal ya estaba hecho y su adorado Lucas echaba humo como una locomotora de las antiguas. Era una visión espantosa, pensó Juan, aquella trompa cual larga chimenea a todo vapor. En la boca, un cigarrillo a medio consumir que apenas se veía, pero allí estaba. Cuando lo acabó, el elefante pidió inmediatamente otro.
Indagando y reclamando, finalmente Juan se enteró de la atroz verdad por el equilibrista, que había visto a una panda de chicos de los contornos merodeando por el campo circense. No parecían estar haciendo nada malo, le contó, y al poco tiempo desaparecieron. “Seguro que se marcharon riéndose de la broma”, pensó furioso el dueño del elefante, “y a mí me dejan un problemón, así les parta un rayo a los muy desgraciados”.
La adicción de Lucas siguió en aumento conforme pasaban las semanas, y los meses. El domador Rodríguez, un chusco irredento de grandes bigotes que nunca desaprovechaba ocasión de sacarle punta a la vida, fue y le regaló un cenicero. Era un cenicero realmente llamativo, grande y pesado, de color rosa palo y motas negras, circular. Prácticamente imposible de volcar y donde cabían varios cientos de colillas. Lucas lo adoró desde el momento en que lo vio y desde entonces no se separó de él más que para entrar en escena. Con el cenicero entre sus patas delanteras dormía cada noche y era a su lado donde se refugiaba después de cada función.
Al Triquiñuelas se le ensombreció aún más el gesto al ver el obsequio malintencionado del domador. De un tiempo a esta parte Lucas estaba cada vez más ingobernable, siempre a merced de los embates de la nicotina. Cuando dejaba de tomar su dosis, barritaba de una manera que partía el corazón. Hasta que su dueño se apiadaba e iba corriendo a aporrear la puerta del bar más cercano a buscarle una cajetilla con que saciar sus ansias.
El dueño del circo, el señor Raimundo, consideró el vicio del elefante de otra manera. Es decir, desde una perspectiva económica, como él siempre encaraba las cosas. Y decidió que allí podía haber ganancia.
-Triquiñuelas, tenemos que hablar –le espetó un día por sorpresa.
-¿Uh?
-Es hora de que Lucas renueve su número, que ya se está quedando caduco.
Juan tembló por dentro. Desde que empezó a fumar, su elefante había perdido parte de su empuje. Bastante era haberle mantenido actuando noche tras noche de manera aparentemente normal, como para exigirle ahora que aprendiese trucos nuevos.
-Pero señor… -empezó.
El empresario se apresuró a calmarle.
-Si no se trata de nada anormal, hombre. Sólo con que fume en escena, el público se quedará alucinado. ¿Dónde se ha visto tal cosa en un circo? Será un bombazo.
El Triquiñuelas también alucinó con la idea, pero se recuperó pronto. Era un hombre inteligente, y de pronto había visto la salida al final del túnel.
-Mire que fumar está mal visto de un tiempo a esta parte. Los padres no querrán traer a sus hijos a un circo donde un elefante se dedica a este vicio.
Pero también el señor Raimundo era zorro viejo y ya había considerado la opción.
-En la publicidad pondremos que el elefante sólo toma hierbas medicinales por la boca y las convierte en humo. La tetera viviente o algo así. Anímate, hombre, multiplicarás tu comisión con esta idea, ya lo verás –agregó al ver la cara atormentada de Juan.
Y la idea fue el gran éxito que esperaba don Raimundo. El público acudió a raudales. ¿Qué digo a raudales? A mares, a océanos enteros. De un circo de provincias el espectáculo pasó a figurar en las giras de primera categoría del mundo entero. Y cuanto más triunfaba Lucas y con él, Juan el Triquiñuelas, más se le corroía el corazón a un integrante de la plantilla.
Era al domador Rodríguez, que había perdido su popularidad desde que la ganara Lucas. Sus tigres ya no impresionaban a nadie, ni sus leones. Niños y grandes sólo esperaban el momento en que apareciera el elefante fumador, y desde las gradas le apremiaban (¡a él, el gran Rodríguez!) a que terminara cuanto antes, para dar paso al número estelar. Resultaba absoluta, injustamente humillante.
Y entonces decidió dar el gran golpe. Una noche se deslizó con tiento hacia la carpa donde dormía Lucas. Entre sus enormes patas delanteras, el cenicero rosa acariciado con mimo y a medio llenar. Rodríguez se adelantó gateando. Metro a metro para que no se despertara la mole y le aplastara con su peso, al ver que intentaba robarle su más preciado tesoro. El elefante resopló en sueños cuando ya estaba muy cerca. A Rodríguez le dio un vuelco impresionante el corazón. Permaneció completamente quieto otros dos o tres minutos, recuperándose del susto. Y luego completó la hazaña. Puso sus manos en un borde del cenicero y lo arrastró, muy poco a poco, suavemente, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Lucas siguió durmiendo profundamente, embotado por los componentes tóxicos de los muchos cigarrillos que había consumido durante el día.
Una vez arrancado el cenicero del elefante, al domador le tocó dar marcha atrás con la misma cautela con la que se había acercado al paquidermo. Le costó muchísimo no levantarse y salir corriendo, pero la cadena de Lucas le permitía avanzar unos doce metros y Rodríguez no quería poner a prueba los reflejos del elefante. Estaba convencido de que lo mataría en el sitio si se daba cuenta de lo que había hecho.
Una vez al aire libre, fuera de la carpa y con el cenicero en su poder, el domador se apresuró a acercarse a una charca cercana. Allí hundió la más preciada posesión del elefante, con saña y mala idea, y su malvado corazón se regocijó. Y entonces se oyó un gran estruendo: el elefante se había despertado, y al darse cuenta del robo, tiró y tiró de la cadena que le mantenía sujeto. Su furia y su desesperación eran inmensas, su corazón se rompía en pedazos, el mundo se había vuelto un lugar negro y horrible desde que le faltara su cenicero. Y en esa rabia infinita arrancó al fin la cadena. Galopó fuera de la carpa, decidido a destruir, a matar, a destrozar, y sobre todo a encontrar su cenicero. Al aparecer completamente descontrolado, visible en el medio de las luces del campo circense, dio un susto de muerte al domador, que ya regresaba a su caravana. Lucas no lo reconoció, no hubiera reconocido ni a su propia madre en aquel momento de paroxismo que vivía. Cargó contra él. Quería cobrarse en sangre su dolor, que se le antojaba gigantesco. Lo embistió una y otra vez, y siguió cuando Rodríguez ya estaba en el suelo y gritaba como un condenado. El domador notó cómo los colmillos lo ensartaban y el dolor hacía que le nublase el juicio. La muerte estaba cerca, y rogó porque la agonía no fuese larga.
Por sorpresa entonces una pequeña llama iluminó la macabra escena. Era un mechero, que sostenía tembloroso el Triquiñuelas a poca distancia de la trompa de Lucas. Con la otra mano, su dueño le ofrecía un cigarrillo. ¡Un cigarrillo! Al elefante se le iluminaron los ojos de deseo, mientras Juan susurraba:
-¿Fuego?
Autor: María Rosario López
1 comentario:
¡Me ha encantado!
Tu si que has sabido ligar bien las palabras y hacerlas servir de eje.
Mi relato también es circense pero la verdad, ahora que he leído el tuyo... En fin, estamos para aprender.
Felicidades
Mary Aranda
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