sábado, 30 de octubre de 2010

FREYA

Estaba en una esquina frente a él, sentada sobre el suelo y abrazada a mis piernas como si éstas pudieran protegerme de las manos viejas y sucias de ese hombre. Pero el escuálido vikingo clavó sus ojos en otra, esbozando una sonrisa escasa y negra, mirándola como se mira un manjar a punto de ser devorado. La empujó al centro de la celda, haciéndola caer al suelo, mientras se arrancaba el broche con forma de aro que sujetaba su túnica con tanta ansia que algunos de sus cabellos rubios cayeron con ella. Una espada de doble filo sin demasiados adornos en su empuñadura colgaba de su cinto. La blandió, enseñándonosla con altivez para lanzarla lejos de la celda, y acto seguido, prestando atención de nuevo a su presa, se deshizo del roído pantalón de lana que siempre llevaba puesto con la torpeza de alguien necesitado de bastón. Miré a las demás; algunas habían cerrado los ojos; otras miraban hacía la minúscula ventana enrejada de la celda; y una, la más joven, de profundos ojos negros, apretaba contra sus orejas las dos manos, intentando en vano no oír lo que iba a pasar en unos segundos. Pero ninguna la miraba a ella, inmóvil y cabizbaja; con su cabello rojo como el fuego cayéndole en cascada junto a su rostro.

Entonces él se echó sobre ella, tensando con violencia su pelo con una mano mientras con la otra subía el vestido que la cubría. Quise no mirar por consideración como hacían las demás, pero sentía como si alguien de infinita crueldad sujetara mi rostro instigándome a no perder detalle del más injusto de los maltratos. Cuando la lengua de él recorrió su cara y comenzó a poseerla con violencia mi piel se empapó de un sudor frío. Temblé, intentando reprimir mis lágrimas, recordando mi propia experiencia; el dolor de mi cuerpo; el vómito que no pude contener al recordar sus dientes enfermos clavados en mi piel; el olor a cerveza rancia y sudor que lo cubría; su voz vieja y soez. Aquella noche perdí mi voz para siempre.

Pero ella estaba inmóvil bajo él; tan muda como lo estaba yo ahora y tan valiente como yo no lo sería jamás. Solo los gemidos lascivos y las sucias palabras de él rompían el silencio. Un movimiento en las demás me hizo mirar hacia ellas: la niña que se había tapado los oídos ahora se mecía de delante hacia atrás de forma enfermiza. Presté de nuevo a atención a la mujer, su rostro inclinado hacía atrás por la sujeción del hombre casi podía tocarlo. Su ceño fruncido, su mirada perdida; entonces descubrió la mía sobre ella. Mi primera reacción fue apartar mis ojos de los suyos, avergonzada por estar contemplando su humillación; pero la intensidad inusual de sus ojos me atrapó. No había lágrimas ni humedad en ellos, sólo el extraño brillo del que jamás se da por vencido.

Apartó sus pupilas de mí un instante hacia otro lugar y volvió a mirarme. Empecé a respirar con rapidez; cerrando mis ojos y necesitando el oxígeno cargado de aquella celda que parecía no entrar en mis pulmones, mientras rememoraba mis propios demonios al contemplar esa escena. Pero ella buscaba el contacto visual conmigo y yo no podía negárselo. Me centré en sus ojos verdes clavados en los míos; sólo otro instante los apartó para mirarme de nuevo. Fruncí el ceño y entonces dirigí mi mirada hacia donde ella lo hacía.

No entendí nada. Ahora él la besaba con rudeza apretando su cuello con fuerza, instándola a defenderse, pero ella no cerraba los ojos ni se oponía; sólo seguía con su extraña danza visual. Miré detrás de mí, con el corazón martilleándome en las sienes, rezándole a todos los dioses para que esa tortura terminara. Y comprendí. Volví a girarme, asustada, observando a mi alrededor. Muchas de las que estaban con nosotras se habían tapado el rostro, horrorizadas, pero la niña que minutos antes se mecía con violencia me miraba con sus ojos negros muy abiertos, aún con las manos en los oídos.

Entonces empezó a gritar, meciéndose y meciéndose, mientras se orinaba encima.

Él se incorporó enfadado, dispuesto a golpearla para hacerla callar, pero no llegó a tocarla. La mujer pelirroja que acababa de vejar también lo hizo, pero para golpear desde el suelo al hombre en su punto más débil. El vikingo le gritó, le insultó, le escupió saliva y sangre de su boca enferma, se contrajo sobre sí mismo, mientras la histeria se apoderaba de todas. Antes de que ella pudiera levantarse totalmente él la sujetó de nuevo por el pelo, lanzándola al suelo otra vez. Miré a las demás, ninguna se movía, solo lloraban, rezaban, imploraban la ayuda de los mismos dioses a los que yo había implorado un minuto antes; como si a ellos les importara nuestra suerte. Y entonces una daga en la mano de él buscó el cuello de ella.


El cabello rojo de Freya, dispuesto como un abanico sobre su cabeza, resaltaba aún más sobre la blanca e impoluta nieve. Su semblante, a diferencia de los nuestros, no desvelaba nada de lo que había pasado en la celda; ni siquiera los golpes, la mala alimentación o la falta de higiene hicieron mella en su apariencia elegante. Ahí, con los ojos cerrados, parecía una valkiria: fuerte y dueña de sí misma. Sobre su pecho descansaba el broche con forma de aro del vikingo. Lo miré, con indecisión acerqué mi mano a el, como si pudiera volver a aquel momento con solo tocarlo.

Algo me distrajo, una pequeña sonrisa de Freya, mirándome con sus hermosos ojos verdes. Sujetó mi mano y la apretó sobre el broche.

- ¿Aún no entiendes por qué lo llevo, verdad?

Negué con la cabeza, intentando contener las lágrimas y calmar los latidos acelerados que me provocaba recordar ese día. Aquella noche, después del grito de la niña y mientras el se disponía a cortarle el cuello a mi amiga, yo agarré el cayado con la punta de hierro que él utilizaba para sostenerse y que descuidadamente dejó apoyado en los barrotes, y lo hundí en su corazón. Ya no seríamos más sus esclavas, ya no deberíamos someternos más a él. Freya acarició mi rostro con lentitud, apartando un mechón de mi pelo mientras me sonreía.

- Ningún otro hombre volverá a someternos, Idunn. Este broche me recuerda el momento en que decidimos ser dueñas de nuestro destino. Vamos, debemos emprender la marcha, antes de que nos encuentren.

Freya se incorporó y me ofreció su mano, sonriente. La miré unos instantes, unos segundos en los que comprendí que mi destino y el de ella estaban unidos por una causa, nuestra causa. La espada de doble filo del vikingo, que descansaba a mi espalda, aseguraría eso.

ANA MUÑOZ.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me ha gustado como has narrado una escena de estrema violencia con tanta delicadeza pero sin perder la fuerza.
Mary Aranda