Consciente de que sólo se tiene una primera impresión, siempre que cojo un autobús diferente al habitual me sacudo la caspa de los hombros, me abrocho la bragueta del pantalón y me peino el flequillo con los dedos mojados en saliva para que el conductor y el resto de pasajeros vean en mí a una persona pulcra y honrada y un ejemplo a seguir.
Hoy es uno de esos días.
Cuando llega el autobús me subo con tanta clase y elegancia que las personas que tengo detrás de mí me aplauden y vitorean embravecidas. Y algunas incluso lloran de la emoción. Me sonrojo y les digo que en mis treinta años de vida jamás me había sentido tan feliz.
Saco de mi bolsillo el importe exacto del billete y se lo doy al conductor. Éste, sin mirarme siquiera, se limita a eructar sonoramente. De repente noto cómo un aroma a chorizo rancio penetra por mis fosas nasales, pero lejos de provocarme asco, me abre el apetito.
Después de perder una encarnizada batalla contra una niña de once años por el único asiento que estaba libre, me conformo con apoyarme contra una ventana y ver cómo pasan los minutos de mi reloj. Uno cada sesenta segundos, más o menos.
La hipnotizadora aguja del segundero, el rítmico movimiento del autobús y el cansancio acumulado a lo largo del día, consiguen hacer que me duerma. Cuando despierto, estoy en el suelo y me faltan dos dientes. Al menos compruebo que algún buen samaritano ha intentado ayudarme, porque también me falta la cartera.
Me levanto agitado y empiezo a correr dentro del transporte público, de punta a punta, a la vez que voy gritando el jingle de un anuncio de macarrones que he visto por la televisión el día anterior. Creo que todavía no estoy recuperado del todo.
Una mujer detiene mi frenética carrera con una solemne bofetada que me hace recobrar completamente el sentido común. Le doy las gracias. Ella sonríe y me pide una cita. Me siento halagado, pero rechazo su oferta. Aunque está de muy buen ver, la verdad es que las octogenarias nunca han sido mi tipo.
Compruebo que un asiento ha quedado vacío y me dispongo a conquistarlo sin piedad. La buena noticia es que no opone resistencia. La mala, es que la humedecida tela que lo recubre me hace pensar que al pasajero anterior se le ha derramado un vaso de agua o se ha orinado encima. El reconfortante calor que abraza mis nalgas, hace que me decante por la segunda opción.
Todavía queda un rato para llegar a mi destino, así que aprovecho para sacar un libro de mi mochila y leer un poco. Se titula Mil y una formas de llamar a la puerta. Es la tercera parte de una interesantísima trilogía, capaz de abstraerte por completo. Sin embargo, hay algo que impide que me concentre. Noto como los ojos de la anciana se clavan en mi nuca, aunque también podría ser un mosquito. No, sin duda se trata de ella. Lo sé porque empieza a piropearme de forma obscena a la vez que zapatea violentamente el suelo con la pierna izquierda. Parece estar poseída. La situación es embarazosa. Me giro y le digo que soy un hombre respetable y que no voy a ceder a sus intentos por corromper mi inocencia sexual. Me llama gallina y otras cosas más graves. Ya no lo aguanto más. Soy demasiado frágil emocionalmente y me rompo en mil pedazos como un cristal.
Mis lágrimas inundan medio autobús. A lo lejos veo como una lancha se acerca a rescatar a los náufragos. Gracias a haber hecho un curso de natación por correspondencia, consigo alcanzar la puerta de salida sin problemas.
Hoy es uno de esos días.
Cuando llega el autobús me subo con tanta clase y elegancia que las personas que tengo detrás de mí me aplauden y vitorean embravecidas. Y algunas incluso lloran de la emoción. Me sonrojo y les digo que en mis treinta años de vida jamás me había sentido tan feliz.
Saco de mi bolsillo el importe exacto del billete y se lo doy al conductor. Éste, sin mirarme siquiera, se limita a eructar sonoramente. De repente noto cómo un aroma a chorizo rancio penetra por mis fosas nasales, pero lejos de provocarme asco, me abre el apetito.
Después de perder una encarnizada batalla contra una niña de once años por el único asiento que estaba libre, me conformo con apoyarme contra una ventana y ver cómo pasan los minutos de mi reloj. Uno cada sesenta segundos, más o menos.
La hipnotizadora aguja del segundero, el rítmico movimiento del autobús y el cansancio acumulado a lo largo del día, consiguen hacer que me duerma. Cuando despierto, estoy en el suelo y me faltan dos dientes. Al menos compruebo que algún buen samaritano ha intentado ayudarme, porque también me falta la cartera.
Me levanto agitado y empiezo a correr dentro del transporte público, de punta a punta, a la vez que voy gritando el jingle de un anuncio de macarrones que he visto por la televisión el día anterior. Creo que todavía no estoy recuperado del todo.
Una mujer detiene mi frenética carrera con una solemne bofetada que me hace recobrar completamente el sentido común. Le doy las gracias. Ella sonríe y me pide una cita. Me siento halagado, pero rechazo su oferta. Aunque está de muy buen ver, la verdad es que las octogenarias nunca han sido mi tipo.
Compruebo que un asiento ha quedado vacío y me dispongo a conquistarlo sin piedad. La buena noticia es que no opone resistencia. La mala, es que la humedecida tela que lo recubre me hace pensar que al pasajero anterior se le ha derramado un vaso de agua o se ha orinado encima. El reconfortante calor que abraza mis nalgas, hace que me decante por la segunda opción.
Todavía queda un rato para llegar a mi destino, así que aprovecho para sacar un libro de mi mochila y leer un poco. Se titula Mil y una formas de llamar a la puerta. Es la tercera parte de una interesantísima trilogía, capaz de abstraerte por completo. Sin embargo, hay algo que impide que me concentre. Noto como los ojos de la anciana se clavan en mi nuca, aunque también podría ser un mosquito. No, sin duda se trata de ella. Lo sé porque empieza a piropearme de forma obscena a la vez que zapatea violentamente el suelo con la pierna izquierda. Parece estar poseída. La situación es embarazosa. Me giro y le digo que soy un hombre respetable y que no voy a ceder a sus intentos por corromper mi inocencia sexual. Me llama gallina y otras cosas más graves. Ya no lo aguanto más. Soy demasiado frágil emocionalmente y me rompo en mil pedazos como un cristal.
Mis lágrimas inundan medio autobús. A lo lejos veo como una lancha se acerca a rescatar a los náufragos. Gracias a haber hecho un curso de natación por correspondencia, consigo alcanzar la puerta de salida sin problemas.
3 comentarios:
Es extraño e interesante. De todos modos, la vida ya se me antoja algo similar a esto :D Está bien, me ha hecho gracia, jajaja xD
…Genial
Cada nueva locura te hace olvidar la anterior... me recuerda a un relato de Monzó en el que se lía con dos hermanas floristas aunque en este caso deriva más en pesadilla...o no!
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