jueves, 16 de octubre de 2014
SÓLO VENGO PARA AVISAR
ESMERALDA
METAMORFOSIS
sábado, 9 de junio de 2012
Observó el reloj mudo y comprendió que su tiempo había acabado.
sábado, 19 de mayo de 2012
miércoles, 25 de abril de 2012
Cabezones por Javier Montes de Oca Rodríguez
martes, 17 de abril de 2012
El Principito en Guantánamo por Javier Montes de Oca Rodríguez
jueves, 15 de marzo de 2012
MAESTRO CHUNG, ¡VEO A LOS YAKS CUANDO VUELO! por Javier Montes de Oca Rodríguez
jueves, 16 de febrero de 2012
ESAS PEQUITAS ROJIZAS por Javier Montes de Oca Rodríguez
lunes, 23 de enero de 2012
¡UNA ASPIRINA, POR FAVOR! por Javier Montes de Oca Rodríguez
Aquella tarde estival, Farruco debió moverse a la capital, lo cual era ya mucho decir para él. Nunca había estado inmerso en ese caos andante. Todo se movía a gran velocidad. No recordaba que Camila, su borrica, lo hiciera a tamaña velocidad. Una vez le había mezclado un poco de café recién colado con su agua y había estado más activa que de costumbre. Pero hasta ahí.
Cornetas por aquí, estruendos por allá. ¡No! Todo era tan diferente de su apacible llanura, de su verdor eterno que se difumina en la lejanía.
Sin embargo allí estaba. Había tenido que venir por un asunto mundano, un mero trámite burocrático. A Farruco que nunca sufría de ningún mal, le estaba doliendo la cabeza. Una vez, hacía años, se había tenido que tomar una aspirina, porque la practicante del caserío, que iba a visitarlos una vez al mes, así se lo había ordenado. Pues esta vez y bien lejos de su plantío de caña de azúcar, estaba sintiéndose igual de mareado que en aquella rara ocasión.
Pensó que probablemente si entraba y se pedía un café negro, bien cargado, podía pasársele esa desagradable y agobiante sensación. El joven de la barra lo atendió.
- ¡Ay mi Don, está usted cómo pálido! ¿Se me siente bien? – le espetó a la par que le servía el negrito bien cargado como este sereno señor, presumiblemente llegado de las llanuras se lo había pedido.
- Sí, claro, mi hijo. ¿Pues y porqué no? – le había dicho con el típico acento de la gente venida de por allá.
Mientras Farruco se despachaba su cafecito, empezó a sentir como lo rodeaban tantos sonidos molestos que empezaba a acrecentarse su malestar. Un chillido cómo el de un pajarito en agonía y una chica que dice socarronamente:
- ¡Aló Juan Fernando! Séme sincero…¿te gustaron las bragas que me puse ayer para ti?
Y luego, un no sé qué de sonido infernal como de gata en celo y el gordo de la esquina, que se le ve que no ha trabajado un día en su vida por la barriga que ostenta, que dice con su voz gutural:
- Pero bueno mamita, tú sabes que eso no se hace así. Haz las vainas bien.
Luego otro ring ring y otro teléfono más y más. Farruco no se lo puede creer. Él, que apenas utiliza el teléfono público del caserío una vez a la cuaresma, y aquí en la capital al parecer nadie puede vivir sin sus alóes, ni sus ring-rings.
Pensó rápidamente sobre lo que opinaría Clementina, su mujer, de esas muchachitas que hablan de tangas por teléfono móvil.
Apuró su café y salió del lugar. La concurrida plaza llena de gente, de colores, de vendedores ambulantes, de predicadores del evangelio, de pregoneros con sus periodicuchos y de partisanos políticos exigiendo una revolución ya, le pintaban un panorama demasiado confuso en su cabeza habituada a muchos metros cuadrados de caña que cortar y de caña que recoger. Pero claro, su pueblo era tan pequeño que una vez, un antiguo patrón que había tenido, le había dicho que a menudo ni siquiera salía en los mapas de carretera. ¿Cómo carajo entonces iba a tener una delegación gubernamental para efectuar el laborioso papeleo que había venido a hacer?
Gente camina por aquí y por allá, por las aceras y en plena avenida, porque hay tantos vendedores ambulantes que se han adueñado del camino, que la gente debe de saltar y caminar peligrosamente de la mano de los carros. El semáforo, ¡qué fastidio!, ¿se cruzaba era con el rojo o con el fulano verde? Mejor esperaba a ver qué hacía la gente a su alrededor. Tenían que estar habituados a esa amarga tricromía. Digo “tri”, porque también hay un amarillo en el medio de ambos. ¡Verde! Okey, era el verde, cruza en medio de sus pensamientos e intenta entrelazar los suyos con sus vecinos del rayado que con el paso del tiempo y del fuerte sol reclama ya una nueva mano de pintura. No lo consigue, cada quién anda en lo suyo, aunque sí observa la furtiva mirada que el chico moreno le echa al abombado trasero de la chica que cruza enfrente de él. De nuevo, ¿qué pensaría Clementina de esto?
Llegó a la plaza y se sentó en el banquito verde, de esos que les deja a los incautos viandantes pequeños trozos de pintura descorchada en la camisa. Pensó Farruco, que al menos la diligencia de aquella mañana le había salido bien. A él no le importaban los madrugonazos. Más bien era raro el día que no lo hiciera. Y a las 4.30 de la mañana ya había tenido que estar en la larga cola que se hacía afuera de la delegación. Hacía un poco de frío, más del que estaba acostumbrado el buen viejo llanero, para quien una noche y una madrugada es sinónimo de intenso calor, tanto como lo puede ser el mediodía de aquella vasta soledad infinita de sus sabanas. Eso no le había importado. Pero el ver que los chicos de la cola, se entretenían a esas horas y sin siquiera un cafecito, con sus teléfonos móviles dale que dale a las teclas. Con sus soniditos fastidiosos en un vaivén intenso de rápidas movidas dactilares, eso sí lo tenía perturbado. ¿Qué tanto podían hacer esos chicos con esos pedazo de teléfonos del carajo?
Farruco no necesitaba comunicarse con nadie para realizar su labor cotidiana. Él se montaba en su burrita y dale que te pego, llegaba prontamente a su cañaveral, cortaba durante horas las mejores, las organizaba, las montaba en una carretilla, y luego venía a fin de tarde el capataz en su Jeep y se las llevaba. Al final de la semana, Farruco tenía su sueldito que le alcanzaba perfectamente para tener su pequeño terruño junto a Clementina en su llanura. No hacía falta nada más.
Esos condenados teléfonos que tanto sonaban en la capital y esos alóes sinceros e insinceros que podían escucharse a cada instante lo superaban. No deseaba consumir más aspirinas, ni mucho menos saber qué diablos le pareció al tal Juan Fernando las bragas que la chica de la cafetería se había comprado para quién sabe cuáles menesteres o artes antiguas.
Descansó un rato en el banquito verde, hinchiendo sus pulmones del más puro y tóxico smog capitalino y Farruco emprendió con paso cansado su regreso al terminal de bus que lo llevaría de nuevo a su llano. Bien lejos de los teléfonos móviles y de los predicadores del evangelio.
lunes, 16 de enero de 2012
LO QUE OCULTAN UNAS GAFAS DE SOL - Oleguer Solsona
Aquella playa le recordaba los muchos veranos que había estado en un sitio como éste. Recuerda las primeras discusiones de sus padres que acabaron en divorcio cuando apenas iba a la guardería.
Después, el divorcio, y poco más tarde, no volver a ver a su padre, que se fugó buscando su propio mar en calma. Desde entonces, todos los tormentosos veranos de niñez, yendo de la mano de su madre, esbelta y jovial, saliendo a comer un helado. Cada Agosto tenía un padre distinto que le pagaba esos helados. Y las entradas al circo, y las horchatas refrescantes, y las excursiones en barca con su madre y los menús infantiles en restaurantes caros. Con sus ojos de niño,
podía ver como ella, sin pudor, acostada cada verano en arenas de distintas texturas, les metía descaradamente la mano bajo el bañador.
La pelotita del niño, rebota contra sus pies. Le pide amablemente que se la devuelva, sin pedirle perdón. Tiene la misma mirada inocente como la que tenía él a su edad. Esboza una pequeña
sonrisa, educada. La primera del día, quizás de la semana o del mes. El niño se gira, con la pelotita en las manos, sin darle las gracias.
Pasó la adolescencia entre historias románticas sin final feliz y sinsabores, siempre mas agrios que dulces. No podía enamorarse, el tiempo era escaso, y con absoluta probabilidad, al verano siguiente no repetiría el lugar de veraneo. No importaban más que los momentos, los únicos cálidos de Agosto, bajo el muelle y la luna veraniega. Se volvían helados cuando comprobaba que, cuando más se acercaba al final, las caras de las chicas más se parecían a ella.
Da un paseo de unos minutos por la orilla. Un par de chicas paseando en dirección contraria se paran en cuando lo ven. Le preguntan si tiene un cigarro. Niega con la cabeza. Se miran
sonrientes. Le invitan a tomar una copa esta noche. Apuntan sus números de móvil en un papelito. “No te olvides de llamar” le recuerdan antes de despedirse.
“¿Ya has ligado otra vez?” le pregunta su madre al volver a la toalla “No paras ¿eh?” Como si todo el mundo fuera como ella, reniega con voz imperceptible… Rompe sus pensamientos,
abruptamente, el niño de antes que pasa corriendo a su lado, llenándole de arena.
Entrando en la mayoría de edad, siguió penetrando a marchas forzadas en los callejones oscuros de la noche. De día, trabajaba en cualquier restaurante de la zona. Sus amistades le duraban lo
mismo que el paso de los turistas. Las cervezas de después del turno de noche, con otros cocineros y camareros venidos de la España interior, le hacían no morir de asco en la tediosa y mecánica tarea de servir sangrías, paellas y calamares a la romana. Lo peor era cuando su madre iba a comer con el novio de moda. En ese turno, siempre equivocaba algún pedido o quebraba platos que se le escapaban de las manos.
“Joshua, ven aquí” oye chillar a una señora con bañador de flores a pocos metros de él. “Estate quieto”. Se asombra de la contradicción evidente de las órdenes de la señora y agradece tener un nombre de lo más común. En eso, sólo eso, ha tenido más suerte que el niño.
Guarda pocos recuerdos gratos de los Julios y Agostos vividos hasta ahora. Cada época, con su conclusión, la redacción sobre el verano del primer día de clase, los exámenes de recuperación
o el fin de contrato antes de volver a la ciudad.
A su lado, su madre hablando con un empresario divorciado de pelo canoso. Ella no disimula, poniendo en práctica su habitual rito de coqueteo. Lo ha visto demasiadas veces como para no
anticiparlo con total Moviendo suavemente la cintura hacia el, para que pueda observar lo bien que conserva su cuerpo.
—Vamos a comer, recoge las cosas. Nos invitan— le ordena su madre unos minutos después.
Él recoge la toalla, parsimonioso, siguiendo los pasos de la nueva pareja. De nuevo la dichosa pelotita de Joshua le golpea. No sabe si aguantará otro verano más. Quiere dejar de sentirse
permanentemente un niño.. Envía muy lejos, con la mirada perdida entre el chiringuito y el puesto de piraguas, de un fuerte puntapié, la dichosa pelotita azul. No sabe si podrá seguir con la tarea de conocer mujeres si la única que le importa apenas le presta atención. Rodeado de miradas incrédulas, habiendo perdido su anonimato, arrastra los pies tras la nueva pareja. “Sólo un poco de cariño, mamá” demanda mentalmente observándola, “es lo único que pido”.
Aquel día en que se aclaró la noche por Javier Montes de Oca Rodríguez
El día en que Florencio Torres haría el descubrimiento de su vida completamente por azar, se había levantado con exageradas ganas de tomar café. Quizás hubiera sido la taza de cerámica tradicional de estilo precolombino que tenía como amuleto cada vez que iba a trabajar, pero la magnífica ciudadela maya que descubriría para el mundo aquel día lo haría sentirse como un arqueólogo con suerte.
La noche anterior, muy estrellada, no había logrado dormir porque su equipo estaba de guasa. Había sido el cumpleaños de uno de sus aprendices de investigador y el aguardiente de coco había rodado bastante bien por todo el equipo. A Florencio no le molestaba en absoluto que su equipo se distendiera un rato del agobiante trabajo de excavar, recoger, limpiar e identificar los restos de aquel conocido sitio maya en la selva guatemalteca. Él mismo le había dado un par de tragos a este embriagante alcohol de la jungla. Probablemente gracias a él hubiera podido dormir tan bien en su rudimentaria tienda de campaña cerca del paso de un arroyo, omitiendo las incesantes picaduras de mosquitos y otras plagas entomológicas. Pero no, igualmente había dormido fatal.
El día del descubrimiento, bebió dos tazas del mejor café de la región y revisó los planos del sitio que ahora estaba estudiando, para complementar investigaciones previas realizadas por su mentor. Se untó pomada mentolada para aliviar las picaduras y se acicaló un poco, afeitándose ligeramente los poblados bigotes amarillentos de tanto fumar. Florencio no tenía pensado realizar algún día un hallazgo que lo catapultase al salón de la fama de los principales expertos en el mundo maya. Tan sólo tenía pensado hacer un pequeño recorrido en torno al sitio de Uaxactún con parte de su equipo y de ahí nuevamente a proseguir con el arduo trabajo de identificación de vasijas y otros enseres funerarios del período clásico maya. Nada más.
Así que cogió su mapa, sus binoculares, su mochila raída por el uso con un parche de una bandera incaica cosido y se encaminó por la trocha que se pierde desde el sur del sitio adentrándose en los verdores de la selva del Petén. Florencio fumaba como chimenea, cosa que hacía indiferentemente si se encontraba dando clases en
Sus pasos firmes en la trocha, eran seguidos con amplio respeto por su equipo que lo idolatraba por sus enormes conocimientos y su gran calidad humana. Además Florencio, amaba lo que hacía, amaba con todo su fervor el antiquísimo legado que los pueblos mesoamericanos habían dejado para que un día, él, Florencio Torres, los recogiera de
En un alto en el camino, alzó los binoculares y creyó distinguir una especie de claro en la tupida manta arbórea que se cernía sobre el equipo.
- ¡Tomás, César, Jacinto, Olivia, miren allí! – les indicó a sus arqueólogos y acto seguido se pasaron uno a uno los binoculares.
Ninguno de ellos, incisivos visitantes de Uaxactún, se habían percatado nunca de ese poco definido claro, como dejado expresamente por la naturaleza. Cóatl, el guía del sitio, baquiano del Petén creía haberse adentrado alguna vez por él, aunque igual era un chico bastante joven, delfín del oficio de su ya nonagenario padre. Todos descendientes directos de aquellos pueblos del Sol.
Por cierto que a las diez y media de la mañana, el sol ya había despuntado en todo su esplendor y picaba un poco en la piel de los arqueólogos. Decidieron encaminarse utilizando los machetes que el guía maya había traído en casos como éste. Tres afiladas hojas aparecieron como el conejo de un mago, en el fondo de la mochila del joven. Labrando un estrecho sendero, evitando las espinas de los árboles y las hojas que provocan urticaria al contacto de las pieles sensibles de ciudad, Florencio marchó atrás de Cóatl y en fila india el resto de la expedición que ya se estaba saliendo de los linderos históricos de Uaxactún.
Por la mente de Florencio no pasaba nada más que el posible descubrimiento de alguna pequeña muralla o de algún puesto de vigilancia adelantado. Al cabo de dos horas, a ese ritmo y con el incesante blandir de las cuchillas entremezclado con el encantador sonido de la selva guatemalteca reclamando su lugar en ese mágico mundo, hasta pensó en abandonar. Probablemente, Cóatl los había extraviado y estaban perdiendo un valioso y costoso día de investigación en el sitio. Después de un debate interno, se decidió por confiarle media hora más a su guía, al fin y al cabo, el trabajo no iba nada atrasado y podían darse ese pequeño lujo.
Sorprendido por su exactitud, Florencio puso un pie en el descampado que habían visto desde la trocha, dos horas y media después del primer machetazo al margen del camino.
A primera vista, no observaron nada más que jungla alrededor del pequeño círculo. Sin embargo, al sentarse a comer sobre unas salientes de roca las provisiones que habían traído, pudieron escuchar a lo lejos un feroz rugido.
- ¡El jaguar! – exclamó pasivamente Cóatl.
- Es raro escucharlos tan nítidamente en estos días – se sorprendió Florencio.
En un par de minutos más, escucharían ahora sí, con más vehemencia el rugido del mayor felino en tierras americanas. Esta vez se aterrorizaron. En breves segundos, el espléndido animal se detendría a unos doscientos metros de los arqueólogos y los miraría fijamente durante unos maravillosos segundos. El jaguar, después, salía del descampado a paso despreocupado.
Florencio no abandonaba su asombro y con la curiosidad característica de un investigador de campo, alcanzó en breves zancadas el lugar que hace un minuto ocupaba el bello animal. Al llegar, comprobó que se trataba de una zona ligeramente cenagosa, por lo que la fiera marca de sus cuatro huellas, se habían impreso en la milenaria tierra a fuego.
Siguiendo un instinto de furia, casi de locura ancestral, de rabia empalagosa, de devolverle a la larga noche de los 500 años, la luz que un día tuvo, extrajo un pequeño pico que traía consigo todo el tiempo cuando salía de expedición y con todas sus fuerzas empezó a cavar en ese lugar mítico marcado por las patas del jaguar. Cóatl y los demás, lo acompañaron cada quien con lo poco que tenía a mano y en un par de horas entre los seis, lograron hacer un agujero respetable que dejaba observar con sorpresa una enorme piedra rectangular, que Florencio rápidamente identificó como maya clásico.
No podían abandonar este descubrimiento a su suerte. Hoy en día, aún rondan quienes hacen negocio lucrativo de estos tesoros de
Al cabo de tres semanas de dura labor dirigida por Florencio Torres, un inmenso edificio potencialmente un templo sacerdotal, según las opiniones del grupo, emergía claramente del corazón del Petén. Todo debido a la aparición casual del jaguar en medio de un descampado olvidado por los siglos y casi tragado por el manto de árboles tropicales.
Una década después, el Dr. Florencio Torres, puede recordar con tranquilidad aquel día, en el que su aguzado instinto y su amor por la tierra sagrada de sus antepasados, al hacerle caso a las señales crípticas de la naturaleza, descubriría el templo sacerdotal, pilar y eje fundamental de toda la ciudadela maya que se descubriría tras dos intensos años de excavaciones.