Los moáis de la Isla de Pascua siempre han
soñado con el movimiento. Y si hay alguno que sepa algo de movimiento en este
mundo, son precisamente los moáis. Ellos llevan varias centurias, percatándose
de la oscilación de las nubes del cielo, de las olas, de las corrientes
marinas. Ellos han analizado con detenimiento los ciclos lunares, solares y
hasta estelares. En fin, de cualquier astro interplanetario que brille en la
bóveda. Han visto transcurrir a millones de pájaros que surcan los aires. Han
observado con indiferencia y prepotencia kilos y kilos de algas marinas que han
llegado a las costas pascuenses, así como a cientos de navíos que se han
asomado intempestivamente a los bancos de arena que se forman en la isla, para
acto seguido, desaparecer con la misma.
Han
profundizado en los movimientos migratorios de los delfines, las orcas,
ballenas y marsopas. Incluso, más modernamente se han asombrado, eso sí, sin
cambiar las facciones de su inerte rostro, de hordas de hombrecitos insignificantes,
con grandes sombreros, gafas, binoculares y hasta sandalias. ¡Ah, las sandalias!
Eso les recordaba con magnánimo dolor que existían los pies. Que existía el
movimiento. Y como hemos dicho, ellos
son los maestres del movimiento, porque todo
lo saben acerca de él.
Pero,
¡con qué monótona resignación deben de permanecer allí! Ellos lloran cuando
nadie, salvo las gaviotas y los alcatraces los ven. Salvo, cuando algún altivo
cangrejillo pasa por enfrente de ellos. Entonces es cuando lloran a borbotones,
a raudales. Ese es el único movimiento propio que pueden realizar: el
precipitarse de aquellas lágrimas grisáceas por sus inmensas mejillas hasta la
arena. Un llanto que luego ahogan, al despuntar del día y con el acercarse del
primer molesto turista.
¡Ay,
los moáis! Pero qué resignación el ser testigos eternos del vaivén del planeta
y ellos permanecer clavados en la tierra sin ninguna esperanza de algún día
desenterrar sus pesados pies del suelo y echar a caminar.
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