jueves, 4 de diciembre de 2008

AL ROJO VIVO

El Elefante más fuerte y corpulento, jefe de la manada del circo ambulante, reunió a sus congéneres para darles una de mostración de gracia y diversión con un objeto que había robado al pasar por el bar del gran hotel donde hicieron su ultima presentación. De su moco desenrolló un gran Cenicero de vidrio , lo puso en el piso, pidió silencio a todos, apoyó una de sus patas delanteras en la vasija y con un gesto protagónico de sobrada burla lo aplastó con fuerza para que se oyera como se estallaba en pedacitos…… pero… nada pasó….. Levantó la otra pata delantera y tomando impulso lo descargó contra el piso y … nada pasó…Luego levantó tres patas hasta quedar apoyado sólo en la que tenía el Cenicero debajo, seguro de que con todo su peso lograría que …. pero nada pasó. Por el contrario, un corrientazo doloroso le subió hasta las orejas y le estremeció todo su cuerpo cuando el Cenicero pisado se hundía entre sus dedos y caía una mancha roja en el piso. Sudoroso y cojo sacudió la pata herida sin lograr desprenderse de él, en cambio empezó a sentir un calor de brazas ardientes por su extremidad. El Cenicero enfurecido por la humillación causada decidió liberar de sus entrañas y su memoria todos los calores acumulados de todas las colillas y cerillas que contra su cuerpo habían apagado en interminables tertulias toda clase de fumadores extraños y le sumó a esto la rabia contenida por su vida sometida y pasiva de oír prolongadas, repetidas y sosas historias de los cansones borrachos o soportar las babas y vómitos de los más vulgares. Conforme calentaba su vítreo cuerpo la pata donde estaba clavado olía a cuero quemado. El paquidermo adolorido y desesperado gritaba: ¡Qué miran animales! Ayúdenme! Apunten sus mocos a mi pata y lancen sus chorros con fuerza! O me van a dejar incendiar aquí parado!


Todos como un cuerpo de bomberos luchaban por extinguir el fuego inagotable que continuaba creciendo con fuerza desde el vidrio refractario traga fuegos salvado de su propia destrucción y convertido en el personaje incendiario de un doloroso espectáculo inesperado. Una nube de humo invadió la atmosfera de la carpa nublando la visión de los elefantes y los chorros de agua que salían por sus narizotas terminaron disparados por todas partes menos a la pata en cuestión. -¡A mi pata estúpidos! ¡A mi pobre pata! – les gritaba a las desordenadas mangueras -¡por algo los tienen encerrados en este circo trabajando como payasos! ¡No pueden ni con la trompa!
Con tanto humo no hacían más que estornudar y ya no botaban agua sino una escasa baba mocosa. Así las cosas el gran Elefante tuvo otra idea, colocó un balde al centro y ordenó: -descarguen todos sus orines aquí -y metió la pata con el terco vidrio fulgurante lo que sólo sirvió para escuchar el ruido que causa el hierro forjado al rojo entrando en el agua pero con olor a chicharrón quemado.


El Cenicero ofendido por su parte adquiría más templanza en su carácter y resistencia. En medio de tanta algarabía y jaleo recordó que para esa noche estaba incluido en la lista de artículos seleccionados para el banquete de Aniversario de los Socios del Circo, era hora de marcharse, aflojó su cuerpo y su temperatura y cayó de la pata rodando por el piso rumbo al bar del hotel, pensando por el camino -esta noche me sirve para recuperar la energía perdida hoy si es que no decido otra cosa.


El Elefante por su lado debió permanecer tres semanas en cuidados y curaciones con emplastos de yerbabuena, caléndula y lodo con la pata levantada por una polea, hasta que un veterinario artesano le tomó la impresión y le construyó una prótesis de marfil que le permitiera continuarse presentando en las funciones. Una semana más tardó en ajustársela, probarla y darle el acabado final. La noche anterior a la muy anunciada reaparición terminó su ensayo frente a un gran espejo. Tan pronto levantó sus patas para saludar al público un furioso enrojecimiento invadió su cuerpo, por el espejo pudo ver como aquel fabricante había decidido darle una mayor originalidad artística a su obra tallándole en la superficie de la prótesis un gran Cenicero.


Melqui Barrero G.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

El Elefante

El comisario Castro esperó unos segundos a que sus hombres guardaran silencio.

–Chicos, ha habido una denuncia por robo en una tienda de antigüedades en la zona del centro. Iros para allá y hablad con el propietario a ver qué sacamos en claro. ––explicó mientras entregaba a su subordinado una delgada carpeta con los detalles de la denuncia.

–A sus órdenes, don Lorenzo –Contestó Miranda, poniéndose en pie.

Paco y sus hombres se dirigieron hacia el pequeño establecimiento. Al abrir la puerta se oyó el típico sonido de unas campanillas que colgaban del techo y que anunciaban al dueño que tenía visita.

–Buenas tardes. Inspector Francisco Miranda. –Paco mostró su placa y pasó a presentar a sus compañeros. –Estos son los subinspectores Moreno y Fernández. ¿Es usted el señor Olivares?

–El mismo. Adelante agentes.

El propietario era un hombre bastante mayor. Tenía la apariencia de sobrepasar de largo los setenta años. De aspecto enjuto, en su nariz sostenía unas diminutas gafas.

–Venimos ha realizarle algunas preguntas relacionadas con el robo que usted mismo ha denunciado.

–Así es. Esta mañana entraron unos jóvenes que estuvieron mirando algunas piezas, no compraron nada pero, por desgracia, cuando se marcharon comprobé que faltaban objetos de enorme valor cultural y personal.

– ¿Nos puede facilitar una lista con esos objetos, caballero? –preguntó Lucas.

–Un cenicero en forma de elefante –Respondió el hombre en seguida, de manera un tanto precipitada.

– ¿Cómo es esa pieza?

–Bueno, es especial para mí, por el significado personal que tiene. Se trata de un cenicero de cobre que imita a un elefante con la trompa hacia arriba.

–Eso da buena suerte, Lucas, que lo leí en la revista Más Allá.

Paco puso los ojos en blanco.

–Mariano, leche, ¿eso qué más da? Céntrate en lo que estamos, hombre.

Lucas continuó con las preguntas.

– ¿Alguna otra cosa que añadir a la lista?

–Bueno, sí, creo que un par de cajitas y otros tantos ceniceros.

–Pues muchas gracias señor Olivares, ya le llamaremos –resolvió Lucas, enfilando sus pasos hacia la puerta de salida.

Mariano y Paco se miraron incrédulos, luego siguieron a su compañero hasta la calle.

–A ver, Lucas, ¿se puede saber qué puñetas estás haciendo? –Preguntó Paco – ¿Cómo que ya le llamaremos?

Mariano intervino también.

–Le llamarás tú, so listo, si no le has preguntao ná, que estás tarao, a ver ¿por dónde vas a empezar a tirar del hilo? ¿Eh? Que no sabes ni cómo son los ladrones ni cuántos eran ni ná… al menos podíamos haber tomao las huellas, que eso es de manual.

–A callarse tol mundo. Mira Paco, yo a este robo le veo lagunas –contestó Lucas muy seguro.

–Ya estamos, Paco. Tú no le hagas ni caso al descerebrao este, ¿eh? Que empezamos con las lagunas y acabamos en el pantano –dijo Mariano llevándose la mano a la frente.

Paco miró a Moreno con complicidad y se dirigió a su yerno utilizando un tono sereno.

–Amos a ver, Lucas, tú estás obsesionao, porque ya me contarás a santo de qué le ves lagunillas al robo. ¿Qué pasa? ¿Que como son cuatro piezas exclusivas de decoración no es importante?

–Claro, Paco, este se ha acostumbrao al robo del siglo y ahora cualquiera lo hace investigar un robo normal. Del tres al cuarto sí, pero es un robo y tiene el mismo derecho a ser investigado.

–Callate ya Mariano, no vayas por ahí, ¿vale? –Lucas intentaba defenderse.

–Venga ya Mariano, leches, que la grandeza del robo es irrelevante, se trata de salvaguardar los derechos y libertades de los españoles sea cual sea la magnitud del delito pertrechado, ¿estamos?

–Estamos Paco, pero entonces que diga Lucas por qué cojones ha salío escopeteao de la tienda.

–Mira Paco yo he mirado a los ojos al anticuario y ese tío miente.

– ¿Cómo que miente?

–Bueno, yo sólo sé que su reacción ha sido un poco sospechosa.

– ¿Sospechosa por qué? ¿Eh? Porque te recuerdo que tú ves gigantes donde sólo hay molinos, que cuando te encriptas… no hay quien te saque de ahí.

–Si no queréis confiar en mí no lo hagáis, me da igual, pero a mí me ha parecido que mostraba un interés desmesurado por una mierda de cenicero de lata.

–De lata no, Lucas, que ha dicho de cobre y con la trompa del elefante parriba.

–Como coño sea. Pero le ha faltao tiempo pa describirlo con pelos y señales y en cambio el resto del alijo no sabe ni de qué está compuesto. Ese elefante tiene algún significado, Mariano, hazme caso.

– ¿Y se puede saber por qué cuando dices elefante me miras a mí? ¿No será por que estoy gordo, no?

–Amos no me jodas, Mariano, con la chapa de que estás gordo. –Lucas miró luego a su superior –Que está tol día igual el pesao este, Paco.

– ¿Lo estás viendo, Paco? Ahora me llama pesao ¿qué viene luego, Lucas? ¿Rinoceronte? Porque te recuerdo que sí, que estoy gordo pero también soy persona y algún día tú te puedes ver como yo y entonces ya me dirás lo que se siente… ¿o te piensas que vas a estar siempre así? Que yo de jovencillo también tenía un cuerpo de junco como tú, no te vayas a creer.

–Paco, dile a este que se calle ya, anda.

–Venga Mariano, leche, déjalo ya. Que lo mismo Lucas tiene razón y en el chisme ese hay algo. Lo que hace falta es encontrar a los ladrones.

–Esa es otra, Paco. Joder, ¿desde cuándo entran chavales jóvenes en una tienda de antigüedades?

–Ahí llevas tú razón, que la juventud no tiene un duro nunca, leche, y lo que tienen se lo gastan en juergas.

–Claro y digo yo ¿a caso el pureta no sospechó nada? Porque no creo que acostumbre a vender muchos ceniceros a niñatos. –Afirmó Lucas peinándose el bigote con la yema de los dedos.

–Hombre –dudó Mariano –visto así…

–Pos claro, además ¿pa qué cojones va a querer nadie normal una cosa así? Que esa gilipollez debe costar un ojo de la cara cuando en el chino de la esquina regalan ceniceros de toa la vida.

–Entonces ¿qué es lo que tú propones? –preguntó Miranda mostrando las palmas de las manos.

–No sé ¿tiramos del confi? –sugirió Lucas.

–Eso estaría bien, Paco

–Ea, pos ya estás llamando al confidente a ver qué se cuenta.

Más tarde, en comisaría.

– ¿Se sabe algo de los chorizos, niño?

–Algo hay, Paco. Dice el confi que dos tíos han estao intentando despachar la mercancía por to San Antonio pero con la mierda de la crisis no han vendío ni un cromo.

– ¿Por dónde se mueven?

–En un antro de billares de la zona sur ¿vamos?

–Venga, pero con cuidaito, ¿estamos?

–Que sí, coño, que sí.

Los tres amigos llegaron al local. Un salón de recreativos frecuentado por jóvenes de origen humilde y algún que otro borracho. El confidente observó a Lucas indicándole con una mirada a quién se tenía que acercar.

Paco y Mariano se colocaron junto a la mesa más próxima, agarrando sendos tacos de billar. Lucas se acercó con disimulo a los delincuentes. Paco no le quitaba ojo de encima. Veía cómo su compañero hablaba con los chicos mientras bebían unas cervezas. De pronto, los tres jóvenes se dieron la mano y Lucas salió de allí.

Al pasar por el futbolín donde jugaba Pedro el confidente, Fernández dejó, con disimulo, un billete de veinte euros sobre la mesa.

–Paco, esos tíos no saben ná. Han robao las figuritas esas como el que roba un cd en el Sepu.

– ¿Entonces en qué habéis quedao? –inquirió Paco acompañando las palabras con un gesto de sus ojos.

– Ná, esta noche me traen el alijo, a Los Cachis. Les he dicho que me gusta el arte.

– El arte, ¿no? –Paco no daba crédito. Sacó el pañuelo y se lo llevó instintivamente a la boca.

– ¿Qué pasa? A ver si ahora no me puede gustar a mí el arte.

Mariano no se pudo contener.

–El arte de cagarla te gusta a ti. ¿A quién se le ocurre citar a los malos en el bar de tu suegra, so tarao?

–Eso digo yo, Lucas, que estás tonto, me cago en to lo que se menea, que está ahí mi Lola sirviendo cañas y tú haciendo negocios turbios con la chusma, coño.

–Y no sólo Lola, Paco, que también puede estar Sara. Que Lucas dice que la quiere mucho pero mira lo que ha tardao en ponerla en peligro.

–A ver, callaros ya los dos que me estáis hinchando los huevos. La operación será algo rápido y limpio. No habrá ni que sacar las pipas por lo que nadie va a resultar herido. Ni siquiera se van a enterar los clientes. En cuanto los notas me pasen los ceniceros… vosotros los detenéis y tol mundo cagando leches pa comisaría.

–Más vale que salga bien, Lucas, yo sólo te digo eso.

–Que sí, Paco, joder, confía en mí.

Por la noche en el bar, se realizó el intercambio con pulcritud. Los agentes detuvieron a los rateros y los metieron en el calabozo hasta que se solucionara el caso. En la sala briefing, Lucas, rebuscó entre las piezas escondidas en una bolsa de deporte hasta dar con el elefante. El resto de ceniceros se los pasó a Mariano, que los dejó sobre el atril.

Los tres policías se dispusieron a inspeccionar la figura con forma de elefante para descubrir, de una vez por todas, qué era lo que el anciano anticuario guardaba dentro.

Las finas manos de Lucas iban rastreando cuidadosamente la pieza hasta dar con un diminuto mecanismo que hizo que se abriera la camuflada tapa que había en la parte central del animal.

–Aquí hay algo. ¿Qué os dije, eh? Que confiarais en mi instinto, coño.

–Sí, bueno, saca lo que sea ya de una vez, anda –contestó Paco, nervioso.

El joven miró el interior del cenicero con curiosidad. Luego introdujo los dedos para sacar el objeto.

– ¡Qué asco, joder! –gritó Lucas de pronto, tirando el elefante al suelo de un golpe.

Sus compañeros observaron cómo en la mano derecha de Lucas, una dentadura postiza parecía morderle los dedos.

–Instinto ¿verdad? –Paco se mordió la lengua levantando el puño contra su yerno. –Yo a ti te mato.

–Yo qué sé, Paco, esto es mu raro –Se defendió el subinspector.

–Lo raro es que no te de un par de hostias, eso es lo raro, me cago en to lo que se menea, coño…

–Paco –interrumpió Mariano a su compañero, mientras recogía el cenicero del suelo. – Que lo mismo Lucas llevaba razón.

– ¿Qué razón, Mariano? ¿Qué razón? Porque yo lo único que veo es el rosario de mi madre mordiéndole la mano a este, pero eso en mi pueblo no es delito.

–No, si lo digo por esto, Paco.

Mariano enseñó a sus amigos el objeto hecho pedazos. En cada pata y en la trompa había pequeñas bolsitas contenedoras de un sospechoso polvo blanco.

Paco se giró hacia el atril, comprobando que el resto de ceniceros escondían también el mismo contenido.

– ¿Cocaína? –preguntó Lucas.

–Va a ser que sí, Lucas. –Le informó Mariano –A no ser que el viejuno tenga por costumbre darle a estos bichos Maizena pa desayunar.



Fan Fic.



SOHO. Taller Virtual de Escritura Creativa.

martes, 2 de diciembre de 2008

EL GENIO DALÍ

Sonó el teléfono, otro ladrón de tiempo, -pensé-sin apartar la vista de mi paleta, el ocre y el rojo iban tomando consistencia después de un arduo proceso, el matiz me estaba convenciendo. El teléfono seguía sonando pero, ahora, no pensaba abandonar mi lienzo.
Un paso atrás, dos, perspectiva… no está mal pero, tampoco está bien. El teléfono dejó de sonar. Absorbiéndome en lo abstracto de mi lienzo, el rojo-ocre adquiría la forma de lo que iba a ser mi elefante número cuarenta y cuatro.
Entre las cortinas rompía el día, me acerque a la ventana encendiendo un cigarrillo que saboree como si fuera el primero de la mañana, que ironía, pero me sentía en paz, mi elefante “44” acababa de nacer. Consumiendo parte de mi vida, la triste ceniza se escapaba al vacío, a un lado y a otro no aparecía mi querido cenicero, claro que no le culpo, como siempre a rebosar de mis propios delitos de nicotina y alquitrán. Me entristecía verle así. Si Dalí despertara de su letargo acabaría por tirarme el cenicero a la cabeza, así que, aunque solo fuera por respeto a un Genio dormido, me acerqué a la cocina y le dí un merecido reconocimiento.

No vayas a utilizarlo para apagar tus colillas- me había dicho Rogers el día que me lo regaló-
Y, ¿Por qué no? ¿Qué otra utilidad puede tener un cenicero sino para descansar las pruebas de tan sublime vicio?
¿Y tú te haces llamar artista? Este cenicero tiene su historia, hace muchos años, Air India encargo un diseño a Salvador Dalí al que bautizó con el nombre de, “Cenicero elefante”, solo 5.000 piezas, todas numeradas.
¿Un cenicero en forma de elefante? ¿Air India? ¿Dalí? ¡Que ironía! Elefantes, India, tabaco, ceniza, colillas, cenicero…que extraña combinación para un Genio.

Sin embargo aquel obsequio acabaría por marcar mi vida. La simple idea de aplastar colillas sobre el lomo de un elefante me había obsesionado hasta tal punto, que desde entonces mis lienzos solo reflejaban diferentes posturas de ese animal.
Consumiendo cantidades inconfesables de nicotina se había ido convirtiendo en mi musa, mi compañero de insomnio, mi consciencia, mi otro yo. Uno frente al otro, noche tras noche, su mirada siempre desafiante y por supuesto rebosante de colillas. Jamás se quejó. Como cada mañana, vaciaba las culpas de mi delito mientras le acariciaba el lomo, él siempre acababa por perdonarme, envejecíamos juntos y me recordaba que era una especie en peligro de extinción.

Absorto en mis pensamientos y desalojando colillas, volvió a sonar el teléfono. Poco a poco fue deslizándose, escurriéndose por mis entrañas, cayéndose al vacío y multiplicándose en mil pedazos.
El teléfono seguía sonando.
¿Quién es?
Soy Rogers. ¿Cómo estás?
De luto. ¿Cómo quieres que este?
¿Por qué? ¿Quién ha muerto?
Mi elefante .Acabo de asesinarlo en mil pedazos y con él mi cenicero.
¿Te has cargado al “cenicero elefante” que te regalé?
No. He matado mis noches de insomnio, mi musa, mi consciencia. Estoy de luto y voy a dejar de fumar.
Tampoco exageres, solo era un cenicero.
Ya lo ves, él tenía razón, somos una especie en peligro de extinción.
Àngels Enrique

En Esta Noche

En Esta Noche

Antes de que despiertes, deja que te hable…

En esta noche quiero decirte que no sé cómo me siento.

¿Recuerdas el día que nos conocimos? A través de aquella puerta de rejas me pareciste como un sueño enjaulado. Algo de ti me cautivó por completo. Yo te hice un regalo, tú ya sabes qué, y simplemente conectamos. Me perdí en una de tus miradas, y no he vuelto a tener rumbo.

Después llegaron mis miedos, inexorables. Cada fibra de mi ser llora aún el haberte conocido en aquel momento. No estuve a la altura, y lo lamentaré siempre, es algo de lo que no hablamos pero que conocemos bien. No era mi momento, no estaba preparado, no aún, y me entró el pánico. Pánico por lo que podía llegar a sentir por ti si me lo permitía a mí mismo. Y cometí el peor error de mi existencia…

Pasó mucho tiempo, es verdad, pero volvimos a encontrarnos. Tuve que admitir que a lo largo de todo este tiempo, tú habías sido siempre mi referente, mi aspiración máxima. Cuando empecé a imaginarte durmiendo, en paz, navegando en un mundo en que no hay precio que pagar por nada, comprendí que estaba atrapado. Pero era tarde ya. Nos envolvió la noche de los sueños por cumplir, y hasta hoy no nos ha soltado.

Recuerdo el día en que conocí tu playa, que fue uno de los días más felices de mi vida. Tu estabas radiante de felicidad, preciosa, como siempre cuando te ves en mis ojos. Ese día se abrió una puerta muy importante entre nosotros.

¿Sabes?, cuanto más te conozco, más adentro me llegas. El modo en que consigues que me abra a ti, que desee ser mejor de lo que soy para estar a tu altura, es increible. No sabes lo que despiertas en mi… Tienes exactamente eso que me enloquece en una mujer, y eso es maravilloso y terrible a la vez.

Y ahora estoy aquí, en esta noche fría, entre las sombras y los árboles de esta montaña solitaria, recordando cada segundo de tu compañía, imaginando como podría ser el mundo a tu lado… Conocerte ha sido revelador. Si recordar es volver a vivir, yo vivo eternamente cada instante que hemos compartido, cada palabra, cada mirada, cada sonrisa… esa sonrisa que me vence sin remedio.

Esta es mi historia, esta es la realidad que vivo y lo que me dicen mis sueños cuando logro dormir. Pero como a todo relato le falta un nombre para llenarse de vida. Dime si puedo ponerle el tuyo.

Dulces sueños cariño.



Juanmi, Taller de Escritura Creativa

PASO OBLIGADO

“Al final de la tarde mi Columna sostuvo un combate de varias horas con una patrulla militar hasta la media noche. En medio del fuego cruzado, de un momento a otro empecé a ver la imagen de su hermoso rostro por entre la maleza, las sombras y los resplandores relampagueantes que traqueteaban por todos lados y por el temor a herir su figura con los fogonazos de mi metralla descuidé la defensa, mi pierna derecha se dobló sin fuerza, perdí el equilibrio, rodé por la pendiente y ahora me veo una herida por encima del tobillo que llevo apretada con el cinturón. Esto para mi está casi resuelto, como en otras ocasiones. El riesgo es que debo volver a pasar por el mismo sitio del enfrentamiento y no sé si está despejado, Tengo que hacerlo. Debo encontrarme con ella al otro lado del rio”.-Así escribió mi padre en su diario el tres de enero hace veintiocho años –dijo Ernesto a su callada acompañante, aminorando la marcha y cerrando el libro que llevaba en su mochila. -Fue valiente, no tuvo miedo, ni en su última decisión. Verdaderamente la amaba. Más que a los consejos de mi abuela para que no se expusiera.
- Son muy imponentes estas verdes y nubladas montañas cubiertas con ese olor a musgo húmedo y eucalipto. Este paisaje es como está descrito en su diario –continuo él. -No ha cambiado después de tantos años. Ahí están dos rocas tan altas como una pareja de enamorados, juntas, a la derecha –señalando a un lado del camino antes de abrirse en Y. -Ahora, debemos seguir por la izquierda con este viento que hiela la médula de los huesos y congela las fuerzas. Gracias a Dios ya estamos muy cerca, -dijo esta vez repasando el mapa que recibieron en la mañana, antes de partir, con la ruta marcada que seguirían a pie para llegar dentro de la zona de despeje hasta el campamento donde lo esperaban en la Mesa de Diálogo del Proceso de Paz.
Ernesto creía que ese era el final de su misión para este día, pero las cartas aún no se habían acabado de jugar y el oráculo no era claro. Hizo cuentas, ya eran dos horas y media caminando junto a su a compañera, mujer de unos cincuenta años de aspecto recio y firme, bajo un sombrero de paja, que la Comisión de Dialogo le asignó como guía. Ella lo escuchaba atenta, en silencio, sin mostrar cansancio por un camino cuesta arriba entre las piedras y el barro que dejó el aguacero de anoche, marcado por las huellas recientes de otros que habían pasado. Más adelante lo esperaban como Miembro de la Comisión Internacional de Paz junto a los representante del Gobierno y la Guerrilla.
- Gracias por tu compañía, -le dijo él mirándola a los ojos al detenerse -se siente menos frio cuando uno no camina solo. Mira mis orígenes - tocando las dos grandes piedras al lado del camino. -En una de ellas la vio mi padre sentada por primera vez. Lo he leído en su diario y si me escuchas te puedo contar antes de continuar: El padre de Juana, mi madre, fue el General Puerto, Comandante militar de la zona. Ella se veía a escondidas con mi padre un Comandante guerrillero. Cuando los dos se fueron enamorados para el monte el General se desenfrenó buscando a su hija, dispuso de todo el regimiento por varias semanas. Mi madre debió regresar a los pocos meses porque los dolores de parto no paraban y yo no salía. Se fue a parir a casa de mi abuela por seguridad pero no resistió el parto y murió. El comandante Puerto lo supo pero hizo creer que su hija había vuelto con él y que entregaría en adopción a su nieto ilegítimo a menos que el verdadero padre se hiciera responsable, esa fue la voz que hizo correr por entre los pueblos y las montañas hasta que mi padre le respondió. “Hoy iré a negociar con toda mi hombría y mi sangre en el pecho, a las dos de la tarde. No dejaré mi semilla tirada en tierra extraña”, escribió mi padre en su diario el tres de noviembre.

-Yo sé a dónde voy hoy, pero él no lo sabía entonces -dijo Ernesto ajustándose la ruana y los guantes. -O tal vez lo supo y no le importó. Tomó el riesgo. Fue a dar la cara. A hacerse responsable. Como decía que lo era en la Columna clandestina que comandaba en el Frente Nacional Patriótico de Liberación. Pero no alcanzó a pasar de este sitio. La sangre se le salió por el pecho y por los costados, aquí se acabaron sus pasos el día que vino a buscarme donde yo no estaba.
Soy un hijo más del conflicto que se fue a vivir todos estos años exiliado en Francia con mi abuela. Ahora regreso con la formación y la experiencia de haber participado internacionalmente en procesos pacificadores de luchas armadas porque creo que la vida no se debe derramar entre las pasiones y las balas.
-Conozco mejor tu pasado y vine a sellar tu destino entre las rocas de tus orígenes. Hasta aquí te acompaño y hasta aquí llega mi misión que no cumpliré, -dijo la cincuentenaria mujer sacando de su cintura una pistola. -Nunca estés tan seguro de nada. No tuvo que ver el General Puerto, tu abuelo materno con la ejecución de tu padre, en realidad él te buscaba para protegerte como lo hizo con tu abuela gestionándole el asilo político sin que ella lo llegara a saber. Fui yo quien con esta misma arma eliminé a tu padre porque el Alto Mando del Frente lo encontró sospechoso y lo sentenció por infiltrado y colaborador cuando vino a buscar al General por vos. Por ese diario que cargas, que tanto te sabes y por la sangre que llevas, me doy cuenta que tu padre no era más que un romántico rebelde y soñador que murió por amor. Me habían dicho que hoy vendrías a buscarme, a cobrar venganza y me infiltraron para que me adelantara y te matara. Pero no vives más que en el mundo de los soñadores como tu padre y los sueños no son mi realidad. Vienes de lejos al sueño del diálogo y la paz. Yo vivo la guerra, lucho por la desigualdad con las armas y combato cosas reales. No creo en estos acuerdos. No sos mi objetivo como yo no soy tu motivo. Por eso dejo que sigas tus pasos en tu mundo que yo me quedo con los míos. Soy la última página no escrita en el diario de tu padre y no la seré en tu diario personal –dijo la mujer arrojando el arma entre las dos rocas y saliéndose del camino.

Melqui Barrero G.

lunes, 1 de diciembre de 2008

Claustrofobia

Jueves 13.11.2008

Hoy llega tarde. Otra vez. 15 minutos tarde. ¿Se habrá dormido? ¿Será el tráfico? Apuro ansiosamente el cigarrillo. Me van a volver a amonestar. Y con esta van ya 4 cartas este mes. Por favor, por favor… ven ya. O me voy a tener que ir. Ven ya. Tiro el cigarrillo y me enciendo otro.
Ahí, ahí… ¡Ahí llega!. En su coche rojo. Bien. Ahora entrará en el parking del edificio. Justo 3 minutos para estacionar el vehículo. Pongamos 5. Sí, justo, 5 minutos. Escucho el cloc cloc cloc de sus tacones. Un, dos, tres, cuatro… ¡Ahora!
Salgo de mi escondite con aire despistado para darme de bruces con ella.

-Uy, perdona, ¿te he hecho daño? Con las prisas voy como loco- le digo mientras olfateo su perfume, admiro su impecable melena negra y miento con descaro.
-No, no te preocupes… ¡qué casualidad! Siempre nos encontramos, hasta cuando llegamos tarde- me sonríe coqueta.

Entramos los dos por la puerta giratoria, como prácticamente todos los días desde que llegó al edificio, hace ya un año y medio. La empresa para la que trabaja abrió una sede comercial en Barcelona, y aun la recuerdo llegar a la entrevista con su pelo recogido, su traje de chaqueta, sus gafitas de intelectual y su sonrisa perfecta.
Ahora casi siempre viene con jeans, pelo suelto y lentillas. Y para mi desgracia, casi siempre tarde. Aunque en su oficina, a diferencia de en la mía, nadie parece molestarse por eso.

Ella llama al ascensor mientras yo me dirijo como siempre a las escaleras.

-Que vaya bien- me dedica otra de sus deliciosas sonrisas.
-Igualmente- le digo con cara de idiota.

Y es que en definitiva, es lo que soy. Un idiota. Un idiota incapaz de subirme en el ascensor con ella. Vamos los dos a la 6ª planta. Sin interrupciones, son 68 segundos lo que tarda el ascensor en llegar a su destino. 68 preciosos segundos. Casi 6 minutos a la semana. Casi media hora al mes. Si fuera capaz de vencer mi fobia, si tan solo fuera capaz de controlarla durante 68 segundos al día… podría preguntarle su nombre, de dónde es, qué hace. Es cierto que todo eso ya lo sé, pero quién sabe si después de 68 segundos al día durante un par de semanas me vería con valor de pedirle el teléfono, una cita, yo qué sé… 68 segundos, ni uno más, ni uno menos.

Viernes 14.11.2008

Llevo media hora pelándome de frío. Sólo espero por dios que hoy no llegue tarde.
Ayer mi jefe me advirtió en tono amenazante que no pensaba tolerar ni una falta de puntualidad más.

Así que hoy no llegues tarde. Por favor, por favor… hoy no llegues tarde.
¡Bien! Ahí llega. Hoy seguro que estaciona rápido. Ahí está… cloc cloc cloc, el sonido que me da la vida. Un, dos, tres, cuatro… Hoy salgo de mi escondite sin prisas, que se vea que no llego tarde.

-Hola guapa, qué tal.
-Hola, qué tal.

Y de nuevo la rutina de la puerta giratoria, el ascensor, las escaleras.
Y ya está. Me quedo el resto del día soñando con ella, con su aroma, su sonrisa, sus besos…

Pero hoy, mientras subo las escaleras de dos en dos, me digo a mi mismo que mañana, es decir el lunes, todo va a cambiar. Voy a vencer mi miedo como sea.


Lunes 17.11.2008

Llevo despierto desde las 5 de la mañana.
Me he pasado el fin de semana practicando en el ascensor de casa. Ante la atónita mirada de varios vecinos, en chándal y con un cronómetro en la mano, me he pasado dos días subiendo y bajando en ascensor. He empezado con un solo piso, para ir incrementando a medida que iba superando las inevitables palpitaciones, los sudores fríos y los ataques de pánico. Y lo he conseguido. En total puedo soportar casi dos minutos sin inmutarme. ¡Dos minutos!

Llevo ya 5 tilas encima. Me he perfumado de los pies a la cabeza y me he puesto mi jersey de la suerte, así que nada puede fallar. Salgo para la oficina.

Joder, hoy hace frío otra vez, y seguramente aun me queda más de una hora de espera. Aunque esta vez la culpa sea mía por llegar pronto, cuando empecemos a salir, pienso establecer algunas normas. Entre ellas la puntualidad. ¡Es que no se puede tener a una persona esperando en la calle durante más de una hora! Es cruel.
Llevo ya más de medio paquete de cigarrillos fumado, y no puedo dejar de caminar de un lado al otro, con un ojo puesto en el reloj y otro en la carretera.
¡Ahí llega! ¡y son las nueve menos diez! Tiro el cigarrillo, me peino y me dispongo a encontrarme con ella.

-Hombre, ¡hola! ¡Qué sorpresa! ¡Hoy llegamos pronto los dos! – Le digo de la manera más casual posible.
-¡Es verdad! ¡Ni que nos pusiéramos de acuerdo!- me sonríe.

Puerta giratoria, ascensor… y hoy me quedo a su lado.

-Anda, ¿hoy no te vas por las escaleras?-me pregunta extrañada.
-No, hoy no tengo ganas- le digo mientras noto como una gota traicionera de sudor empieza a resbalar por mi frente.
-Sí, yo nunca tengo ganas. ¿A qué piso vas?- me pregunta.
-Al sexto. - le digo mientras noto mi corazón latir a mil por hora y una intensa y súbita sudoración fría empapa mi pecho.
-Uy, qué gracia, yo también voy al sexto -me dice mientras presiona al 6º- Pues te gusta el ejercicio de buena mañana, ¿eh? 6 pisos cada día, debes estar en forma.
-Ssssi, soy muy deportista yo… -balbuceo. Tengo la boca seca y me cuesta respirar.
-Qué bien… pues yo no, a mi me cuesta mucho hacer deporte, soy muy perezosa. De hecho creo que la última vez que hice algo fue en el instituto, nunca he sido una persona deportista. A mi me gusta más salir a pasear, el cine, soy una persona muy tranquila...

Sigue hablando y hablando sin parar, pero yo ya he dejado de escucharla. Lo único que quiero es salir del ascensor cuanto antes. Ya no me importa ni su pelo, ni su aroma, ni la madre que la parió. Tan solo deseo que se abra la puñetera puerta de una vez y salir ya. Estoy mareado y las palpitaciones me dejan sin aliento. El entrenamiento no me ha servido de una mierda. Por favor, que se abra la maldita puerta ya. ¡No puedo respirar! Por favor, por favor, ¡que se abra ya!
El ascensor se para en la tercera planta. Dos chicas entran con sus cafés en la mano. Las empujo con fuerza derramando los cafés y salgo del ascensor.

-Pero qué haces, imbécil -me dice una de las chicas.

Ella me mira con expresión de rabia y decepción, y fríamente responde a la chica del café:

- Es que le acabo de pedir que salgamos juntos, y parece que la idea le repugna.

Las puertas del ascensor se cierran, y creo que hoy, por iniciativa propia, voy a llegar tarde.


Sonia Ramírez

agosto

Agosto se convierte en aire templado cuando voy sobre mi bicicleta. Y la playa, el paraíso al final de un viaje. Ato mi bici a mi farola guardiana y luego me descalzo para descargar mi cuerpo sobre la arena tibia. Voy a perderme en mi universo de gotitas de luz, de granitos de arena que inútilmente resbalan sobre mis pies... y mientras me pierdo te espero. Pero algo me dice que no vas a llegar. Te espero con calor en mis pulmones, con mis párpados cargados de sueño espeso, con mi boca seca y empapada de sabor a limón. Te espero mirando al sol, mientras siento su jarra de agua caliente caer sobre mis hombros...

Voy a esperarte toda la noche, sentada en la orilla, mientras el sol se rompe y mis manos se mojan de impaciencia. Lloraré mis mejores lágrimas, ésas que sí se sienten, cada una de ellas... patinando lentas sobre mis mejillas.

Mi playa me ha visto desesperarme por esperarte, y me ha sonreído curiosa queriendo saber más de mí, pero nunca la dejé penetrar en mi alma, siempre te esperé. Hoy le he contado que esta noche es mi última noche. La última vez que escribo esperanza en la arena de la orilla. Me ha mirado hambrienta.

Amanece, y con dulce calma decido que los minutos se los ha tragado ese agujero que algún niño cavó en la arena. Y mi playa me seduce y penetro en su agua lentamente, porque hoy me has vuelto a dejar sola. Y ya nunca te lo podré perdonar.

Elena
Taller de relato.

Pensión Manolita

La Pensión Manolita tenía cinco habitaciones, todas ellas interiores. El color blanco de sus paredes había quedado salpicado por la humedad del lugar y la suciedad de su entorno. Patricia y sus padres vivían en una de ellas. Su habitación no tenía ninguna ventana, ningún balcón. Dos maletas roídas y viejas estaban apiladas en un rincón, dentro de ellas el ajuar y todas sus pertinencias. Había el espacio suficiente para una cama de noventa, donde dormían Julián y María, y un supletorio pequeño enganchado a la pared por unos gruesos tornillos para aguantar el peso de una niña de cuatro años.

Hacía dos años que habían llegado a la ciudad, escapando del hambre y la miseria, con un montón de proyectos y mucha ilusión. Ésta era la primera vez que tenían una habitación para ellos solos, incluso les permitían tener un pequeño fogón de butano para poder hacerse la comida. Eso sí, para lavar los platos tenían que hacerlo por riguroso orden de llegada en la fregadera vieja que había al final del pasillo y que compartían con los demás inquilinos.

Luis tenía dos años más que Patricia. Era un niño raro y muy inquieto. Ella pensaba que se comportaba de esa manera porque sus padres se pasaban el día pegándole. Aquella escalera mugrienta y triste era testigo de la eternidad que suponía el recorrido desde el portal hasta el segundo piso cada vez que volvían juntos de jugar en la calle. Mientras Patricia le precedía por las escaleras, no había día que Luis no le levantara la falda, a lo que ella siempre respondía gimoteando con una amenaza de contárselo a su padre, como única arma de defensa. Aun recuerda el denso olor a orines de aquel portal oscuro y esa sensación de estremecimiento en cada escalón.

Rosario era una chica que siempre llevaba unos vestidos muy ajustados y cortitos. Ella vivía en la habitación enfrente a la suya. Dormía por las mañanas porque por la noche trabajaba de camarera en el club de alterne de la esquina. En su día de descanso muchas veces la ponía en sus rodillas y mientras le peinaba y le hacía las trenzas le musitaba alguna canción de amor de aquellas que sonaban en el bar. Tenía un bebe de piel morena y los ojos muy grandes al que cuidaba Catalina, la más vieja de la pensión. Ella ya no trabajaba, hacía tiempo que ningún hombre quería pagar por sus servicios.

Hubo una mañana que la policía se presentó en la pensión con malos modales, empujando a todo el mundo y preguntando por Nicolás, el padre de Luis. Más tarde se lo llevaron esposado y le dijeron que esta vez no saldría tan pronto de la cárcel. Nicolás era aficionado a las pertenencias ajenas y en esta ocasión había arrancado el bolso a una mujer y había salido corriendo. Por lo visto ésta quedó malherida debido al golpe que sufrió al caer. Nicolás era una mala persona y su mujer, Maruja, una infeliz. Una parte del día se lo pasaba con una copa de anís en la mano, y la otra durmiendo la mona.

Patricia no recuerda exactamente cuánto tiempo permaneció en la pensión, ni donde se instalaron justo después de allí. Durante los siguientes dos años de su corta vida solo le vienen a la memoria unas cuantas imágenes sin ordenar, solo sensaciones y temores.


Milagros Herrero

viernes, 28 de noviembre de 2008

La mujer de rojo

Eran casi las diez de la noche cuando llamaron a la puerta. El señor Gutierrez no estaba acostumbrado a tener visitas, y menos tan tarde. Se acercó a la puerta y vio por la mirilla a un joven con un casco de moto en una mano y un paquete en la otra. “¿Si?”. “Tengo un paquete para el señor Gutierrez ¿Vive aquí?”.
¿Un paquete? ¿Y a estas horas? Abrió la puerta con la cadena todavía puesta. Aunque vivía en un barrio bastante seguro nunca se sabía. “¿Señor Gutierrez?” “Si, soy yo.” “Si me echa una firmita aquí...”. Con la puerta todavía a medio abrir cogió el papel, lo firmó y se lo entregó al mensajero que a su vez le hizo entrega de un paquete rectangular, fino y ligero. Lo abrió vacilante y descubrió dentro un CD de música clásica (¡su favorita!) acompañado de una nota.

“Hola. Te he visto esta tarde ojeando CDs en la tienda de abajo. No se si te has fijado en mí, creo (espero) que sí. Te he visto unas cuantas veces por el barrio pero nunca he tenido el valor de invitarte a tomar un café o simplemente hablar contigo. Espero no parecerte demasiado atrevida o una loca, te aseguro que es la primera vez que hago algo así. Ahora mismo estoy en el bar de la esquina tomando una copa y me encantaría que me acompañases para poder charlar un rato. Por si te decides a venir estaré sentada en una de las mesas del fondo y llevó una camisa roja. Julia. P.D: espero que te guste el CD.”

Lo primero que pensó es que aquello era una confusión, no podía estar dirigido a él. ¿Quizá era una broma? ¿Pero de quién? Repasó mentalmente las pocas amistades que tenía. Imposible, pensó. No podía imaginarse a ninguna de ellas gastándole una broma de ese tipo. Con nadie tenía esa clase de confianza.
¿Y si realmente tenía una admiradora? Era cierto que había estado ojeando CDs de música en aquella tienda, y era también cierto que había cruzado la mirada con una mujer de más o menos su edad. ¿Le había sonreído en aquel momento? Ahora empezaba a creer que sí.
Había pasado un buen rato desde que el mensajero se fuera y él seguía plantado en el mismo sitio. De repente le empezó a invadir una sensación de pánico ¿Y si estaba desaprovechando una gran oportunidad? El señor Gutiérrez no estaba en posición de desaprovechar las pocas oportunidades que el destino le brindaba. ¿Qué tenía que perder? Parecía un plan bastante mejor para un viernes a la noche que repasar su preciada colección de sellos antiguos.
Guardó los álbumes, se cambió de ropa, se echó colonia y se peinó cuidadosamente por miedo a que el peine se quedase con los pocos pelos que aun conservaba.
Ya de camino al bar empezó a imaginar posibles temas de conversación con los que romper el hielo. Le preguntaría si a ella también le gustaba la música clásica, tal vez podría invitarla a un concierto. Dudaba mucho que fuese aficionada a los sellos, sabía por experiencia que no hay muchas mujeres metidas en ese círculo. Una pena ya que él era un reconocido experto y coleccionista.Podía hablar sobre el tema durante horas.
Una vez a las puertas del bar su entusiasmo se esfumó y el pánico volvió a aparecer de repente. ¿Y si no era el tipo de persona que ella esperaba? ¿Y si le resultaba demasiado aburrido? Nada más entrar pediría una copa de algo fuerte, necesitaba relajarse, al fin y al cabo era ella la que había escrito la nota. “Antes de ir a pedir no olvides preguntarle a ella si quiere algo” pensó el señor Gutierrez. Siempre se le olvidaba tener este tipo de gestos en compañía de una mujer.
Armado de valor entró al bar y lo recorrió con la mirada. A primera vista no vio a ninguna mujer vestida de rojo. A decir verdad no vio a ninguna mujer , solo a tres hombres solitarios y a un par de jóvenes hablando a gritos. Se acercó a la barra y siguiendo su plan original pidió un gin tonic y se sentó.
Pasaron varios minutos y se empezó a poner cada vez más nervioso preguntándose dónde estaría aquella mujer. Estaba tan agitado que ya se había acabado el vaso, y sin saber bien lo qué hacer se acerco al barman con el pretexto de pedir otro trago. “Perdone, ¿no habrá entrado aquí por casualidad una mujer vestida con una camisa roja?” “¿Así que era a usted a quien esperaba esa monada? Dejó un mensaje para cuando usted llegara, dijo que le había surgido no sé qué emergencia pero que volvería en media hora. Julia dijo que se llamaba”.
Así que era eso. Ahora por lo menos tenía la certeza de que esa tal Julia existía, y además según el barman era una monada... Volvió a su mesa con un nuevo gin tonic, más nervioso que nunca, y volvió a pensar en posibles temas de conversación para cuando ella regresara.
Pasadas hora y media, después de su quinto o sexto vaso, el barman se acercó y le dijo que lo sentía mucho pero que era hora de cerrar. El pobre señor Gutierrez, frustrado y solo, salió tambaleándose a
la calle y emprendió el camino casa. De vez en cuando volvía la vista con la vaga esperanza de ver torcer la esquina a una preciosa mujer vestida de rojo corriendo y gritando que lo siente. Pero lo máximo que alcanzaba a ver eran las borrosas siluetas de los coches que circulaban a esas horas de la noche. ¿Qué le habría pasado? ¿Para que tomarse la molestia de comprar un CD y escribir la nota si luego no iba ni a aparecer? ¿Tal vez ella estuvo observando desde fuera y cambió de idea al verle venir? No conseguía entenderlo.
Tuvo suerte de que al llegar al portal la puerta estuviese abierta, habría sido difícil acertar la llave en la cerradura con tan poca luz y tantos gin tonics consumidos. Subió a duras penas las escaleras sin dejar de apoyarse en la barandilla, y por fin delante de su puerta sacó las llaves del bolsillo. No le hizo falta hacer uso de ellas. Por lo visto hay chicas bonitas a las que sí les gustan los sellos y la música clásica. Y que encima no cierran la puerta al salir.

Jon Igual Brun

jueves, 27 de noviembre de 2008

Mis vecinos

Ojalá no fuera cierto, pero le vi. Vi como sus manos grandes y morenas apretaban aquel delgado cuello hasta que no ofreció resistencia. Ella había clavado sus finas y afiladas uñas en su espalda castigada por el sol hasta que brotó un hilo de sangre. Él la dejó caer. Parecía una muñeca de trapo, ligera e inservible. Cuando yacía muerta a sus pies, se le escapó una leve sonrisa para convertirse pocos segundos más tarde en una enorme carcajada. No contento con haberle robado la vida, empezó a acariciar su cara con la hebilla dorada de sus botas de piel sintética hasta desfigurar su rostro.

Me incliné doblándome sobre mí misma, con una agilidad nunca experimentada y me deslicé como una serpiente hasta el interruptor de la luz con cuidado que no pudiera percatarse de mi presencia. El patio de luces que albergaba aquellos edificios era pequeño y fácilmente podíamos contemplar la vida del vecino sin apenas esforzarnos.

Cuando logré quedar a oscuras y todavía en el suelo como un reptil asustado, intenté reincorporarme. Lo conseguí a cámara lenta, con las piernas todavía un poco flexionadas y temblorosas. Necesitaba asegurarme que no había sido una alucinación. Cubrí mi cuerpo con parte de la cortina del salón y me asomé con lentitud. En ese momento notaba mi pulso alterado, el corazón me azotaba deseando huir de mi cuerpo.

No había rastro de ninguno de los dos. Habían desaparecido en pocos minutos, aunque a mí me había parecido una eternidad. Me quedé paralizada observando el lugar del crimen, examinando cada metro de la habitación. Aun no tenía el valor suficiente para salir de mi escondite entre las cortinas. Mi cuerpo no había dejado de temblar y mi corazón seguía latiendo a una velocidad suicida.

Poco a poco fui recuperando mi aliento. Después de confirmar con mis propios ojos que en aquel lugar no había ser viviente ni cadáver alguno, empecé a dudar de la existencia de la agresión, pasando por mi cabeza la posibilidad de que hubiera sido producto de mi imaginación, aunque tampoco descartaba que hubiera sido víctima de una broma de mal gusto.

Cerré el portón de mi balcón y corrí las cortinas. Mis pensamientos se amontonaban en una calle sin salida. Mi cabeza estaba a punto de estallar. Otra vez no, por favor.

Empecé a sentir unos pinchazos agudos en la frente y el dolor no me permitía ni siquiera mover el cuello para mirar a mi alrededor. Decidí desplazarme muy lentamente hasta el sillón. Las punzadas eran cada vez más fuertes, impidiéndome avanzar. Apoyándome en la pared y deslizando mi espalda por ella logré sentarme en la alfombra.

Allí he permanecido durante un tiempo hasta que he logrado levantarme y alcanzar la mesa. Los medicamentos se apilaban y se mezclaban con los restos del almuerzo. He cogido dos comprimidos para combatir mi dolor y he logrado dormir durante el resto de la noche.

Hoy me encuentro mucho mejor. Me he levantado, he corrido la cortina, he abierto el portón y… ahí estaban, comiéndose a besos.


Milagros Herrero - Taller de escritura creativa

miércoles, 26 de noviembre de 2008

Mis tres deseos

Queridos Reyes Magos:

Este año he sido muy bueno. Mi mamá dice que soy el niño más bueno del mundo, pero yo no me lo creo, porque en el mundo hay muchos niños que son muy buenos, como mi amigo Lucas, que es mi amigo para siempre. Pero claro, mi mamá me quiere mucho y tampoco conoce a otros niños. He hecho los deberes todas las tardes y me he comido todo lo que mamá me ponía en el plato y luego he recogido la mesa. He sido muy obediente y me he quedado en mi cuarto callado y tapándome los oídos cuando mamá oía la llave de la puerta y me decía que no saliera de allí pasara lo que pasara. Me he escondido debajo de la manta de la cama cuando oía las voces de papá y los lloros de mamá. No quería que él se enterara de que estaba rezando para que se fuera para siempre. Mamá dice que es un hombre bueno y que me quiere mucho, pero a mi no me gusta que esté en casa, porque mamá no habla ni me lee cuentos ni juega conmigo, solo me manda a mi cuarto y se pone a cocinar la cena muy rápido. Después de mucho rato, ella viene a verme con la cara rara, como de colores, y se mete en mi cama y llora pensando que yo no la oigo porque estoy dormido, pero ella nunca me ha descubierto. También ayudé a mamá a recoger los cristales del suelo del baño aquel día que papá le dio un puñetazo a la puerta de la bañera cuando ella se estaba duchando. Creo que era un día de fiesta porque yo no tenía que ir al colegio y mamá y yo fuimos a comprar una cortina que colgamos por la tarde. Ella dijo que una cortina no se rompería y que costaba menos dinero. Tampoco les conté a mis abuelos lo que pasa cuando muchas noches papá entra en la cocina con una botella hablando raro y muy alto y caminando como si se fuera a caer, cuando agarra a mamá y se la lleva por el pasillo y se encierran en su habitación. Luego no sé lo que hacen, pero se oyen golpes y gritos y yo corro a meterme en mi cama y empiezo a rezar muy bajito. No se lo he contado a nadie, porque ella dice que es nuestro secreto. Yo pienso que mamá también es buena porque es muy obediente con papá.

Y como hemos sido buenos, este año os pido tres cosas: quiero que un día papá se pierda por la calle y no sepa volver a casa. Que no vuelva nunca. Para mamá os pido unas tiritas mágicas, para que le dejen de sangrar sus heridas y no le duelan más. Y para mí os pido lo más difícil. Quiero que cuando sea mayor, pierda la fuerza. No quiero tener fuerza en las manos para no pegar puñetazos como él, no quiero tener fuerza en la voz para no gritar como él, y tampoco quiero tener sed para no beber tanto como él. Y si no podéis cumplirme este deseo, os pido algo más fácil: convertirme en Pedro. Que me enseñéis el camino hasta lo alto de una montaña, donde pueda sacar mi rebaño de ovejas todas las mañanas, con Niebla siguiéndome a todas partes y el abuelito regañándome cuando me lo encuentre por los pastos. Pero que nunca, nunca, aparezca Heidi.

Ainara Rivera. Taller de Escritura Creativa

bermellón

Sábado por la mañana. Nada podía hacerme más feliz a mis diez años que un despertar matinal sin camino al colegio ni uniforme gris. El día despuntaba lleno de interminables horas de ocio, tiempo libre infantil, que es siempre un ocio sin tregua y sin pausa. Y además, era primavera. Todavía no habíamos agotado nuestro Cola Cao y mi hermana y yo nos atropellábamos por el pasillo hacia la puerta del paraíso: la calle.

Justo en ese momento, mi madre emergió de algún lugar para plantarse cual muralla china frente a la puerta. No había peor blindaje que aquel, y mi hermana y yo lo sabíamos. Nos rendimos sin rechistar y nos encaminamos de nuevo hacia la cocina. Allí, sentadas y fingiendo la sed de diversión que nos hervía dentro, mi madre me encomendó la misión de aquella -hasta entonces tranquila- mañana de primavera. La misión no era otra que adentrarme en aquella especie de ultramarinos a cincuenta metros de casa.

Así que me aventuré, qué remedio. Todo el talante de travesuras con el que había amanecido se esfumó. De repente, era una niña vergonzosa y descaradamente tímida, de esas que hablan con un hilo imperceptible de voz mientras su postura corporal se encoge con cada sílaba.

Crucé el umbral y dejé atrás la luz cegadora del sol de mediodía. Me abrí paso entre esa secta de mujeres con cestas de mimbre, las mismas que observaba con ojos de platos cuando iba a la tienda pegada a las piernas de mi madre. Las mismas, sólo que ahora era yo la que tenía que elevar mi voz sobre el murmullo irritante de las señoronas y formular aquella temida pregunta de cortesía: “¿La última, por favor?”. El primer intento fue nulo. Incluso hubiera jurado que sus murmullos se convirtieron entonces en ensordecedoras bocinas de vehículos. Qué difícil es hacerse mayor, pensaba yo, mientras mis mejillas se teñían frenéticamente de un bermellón único; el bermellón de las témperas de manualidades, el bermellón exclusivo de la vergüenza infantil.

Aquel pasillo estrecho, envenenado de tinieblas, era el reto de aquella mañana. La luz del día quedaba cada vez más lejos, tras aquella puerta destartalada que albergaba la recompensa: la libertad. Pero la recompensa tenía un precio, y qué precio: un paquete de arroz. La prueba no era en realidad tan sencilla –mi madre siempre ponía un grado de dificultad, nada de ñoñerías- porque tenía que encontrar la marca correcta. Volver a casa con un cereal de la marca fallida invalidaba toda la prueba. Valiente desafío el que mi madre me había propuesto, cuando yo prefería correr hasta caerme de cansancio y después quedarme embobada frente a la tele viendo como Willy Fog cruzaba la India.

Me quedé congelada frente a las tres variedades de arroz. Alargaba un brazo para coger un paquete y después encogía el brazo. Sucesivas veces. Hubiera jurado que en esos momentos las mujeres se habían congregado a mis espaldas para cuchichear y observar de cerca la indecisión de la niña vergonzosa, la niña que se ponía como un tomate maduro. Finalmente escogí uno cualquiera y me acerqué al mostrador, donde eché las pesetas exactas sin levantar la mirada. Susurré un inaudible adiós y corrí hacia la calle.

Por fin: misión cumplida. Me relajé inmediatamente y el camino a casa se convirtió en un apacible paseo protagonizado por mí y mis musarañas; mirando los coches, contando las baldosas del suelo o evocando a Willy Fog con una canción musitada. Fue en el ascensor cuando caí en la cuenta de que había llegado el momento: ¿habría escogido la marca correcta? Mi madre abrió la bolsa de plástico y sacó aquel tesoro blanco que para mí se alzaba entre sus manos como la valiosísima arca perdida de Indiana Jones. Había acertado, esta vez sí. Y mientras mi madre me abrazaba pensaba en los retos de los próximos sábados. Superada la prueba de fuego del ultramarinos, estaba segura de que nada podía resultar muy difícil, ¿verdad?


Elena.-

viernes, 21 de noviembre de 2008

Hola chicos.

Algunos compañeros me han comentado que los relatos desaparecen del Blog.

Por ello hemos tomado las medidas necesarias.

Ya lo comentaremos en clase.

Atte. Aula de Escritores

Hasta el Final (edición sin corregir)

Imagina una luz que lo ilumina todo, que define cada punto de tu universo, y que de pronto esa luz se extingue dejándote en la más completa oscuridad. Imagina el frío más terrible que puedas sentir, pero no un frío invernal, sino un viento helado que nace de dentro, que te acuchilla las entrañas, y que no hay tibieza con qué arrancarse esa escarcha del corazón. Lamentablemente yo ya no he de imaginarlo. Afortunadamente, de toda oscuridad nace un resplandor nuevo, y no hay hielo bastante para congelar el verdadero amor...

A mi mujer Belén le diagnosticaron su enfermedad demasiado tarde. La noticia sacudió nuestros cimientos más sólidos, haciendo que todo a nuestro alrededor pareciera desmoronarse sin remedio.
Yo pasé aquel día vomitando, mientras un miedo implacable se adueñaba de mi. Temblaba como una gelatina, y me preguntaba porqué, aunque el motivo fuera lo de menos en aquel momento. Belén no dijo nada. Pasó toda la jornada mirando sin ver, a través de la ventana. Su cuerpo se moría, pero a mi me pareció que ella ya estaba muerta, sumida en un letargo de llanto seco, en una espantosa ausencia de la que, por fortuna, su familia no fue testigo. Los primeros días resultaron terribles. Decírselo a todo el mundo, hacerlo a su manera... Me avergüenza reconocerlo, pero yo necesité más ayuda que Belén. Ignoro de dónde sacó ella el coraje y la fuerza que a mi me faltaron, pero logró salir adelante a pesar de todo y levantarme con ella. Aunque seguía siendo Belén, por supuesto, de pronto era una mujer diferente. Estaba activa, las ansias de vivir la arrastraban. Nunca la había visto así. Reconozco que me costaba seguir su ritmo, entre tanto deporte de aventura, teatro, noches de juerga, y que tal vez no estuve a la altura, aunque jamás escuché un reproche de su boca. Al contrario, parecía hacerse cargo de la situación con mucha más entereza y comprensión que yo, y jamás me ofendió ni me hizo sentir traición o abandono alguno.
Un día, durante una comida, surgió un tema muy espinoso. Mi mujer hablaba con serenidad de su final y manifestó que, tras haberle dado muchas vueltas, tenía muy claro que no quería ser una carga para nadie, y que no estaba dispuesta a vivir conectada a una máquina ni un segundo. Si alguna vez llegaba ese momento, quería que la dejáramos ir en paz. Yo guardé silencio, pero fue evidente el desacuerdo. Ya en casa, hablamos de ello. Siempre hablábamos, era muy fácil comunicarse con ella, pero aquella tarde el diálogo se tornó en agrio debate. “No te dejaré morir, Belén. Ni lo sueñes”. “Estamos hablando de MI vida Diego”. “Precisamente. Tienes derecho a la vida, a vivir hasta el final”. “Y también tengo derecho a una muerte digna”. Pronto aparecieron los reproches, discutimos amargamente, como nunca lo habíamos hecho, y diciendo que pensaba dejar testamento vital, se encerró en la habitación. Por primera vez desde que convivíamos no dormimos juntos. Se me clavaban sus palabras, que era incapaz de asumir, y no pegué ojo. Me consta que ella tampoco.
Semanas más tarde, los cuidados paliativos se hicieron imprescindibles para combatir el dolor, y Belén se empezó a apagar con rapidez. La medicación la ayudaba, pero le arrebataba su vitalidad. Día a día se inhibía más, su ánimo se deterioraba más, su actividad se adormecía. Qué dramático fue verla deambular como un alma en pena por la casa... La morfina mitiga el dolor pero, y cuando te duele el alma, ¿con qué se apaga ese mal? En esos días se hizo patente que el final estaba cerca. Yo no dormía, ella, apenas despertaba. Me abrazaba a su cuerpo en la cama, llorando, desesperado, como si ese abrazo la fuera a arrancar de la parca. Me sentía tan débil y vulnerable, que me lo planteé todo, y me sorprendí a mí mismo en la cocina, con un vaso de agua en una mano, y un gran puñado de Diazepam en la otra. La solución del cobarde. Como si lo hubiera intuido, en uno de sus escasos periodos de conciencia, mi mujer, con una solitaria lágrima cayéndole mejilla abajo, se acercó a mi, me tomó la mano, la guió hasta el cubo de la basura, y me salvó la vida. “Soy yo quien se muere Diego” me dijo, “hacer esto no lo va a impedir”. Incapaz de asumir que alguien tan bondadoso y lleno de generosidad tuviera que acabar así, me aferré a la esperanza de una solución milagrosa de última hora. Supongo que por eso revolví en sus papeles hasta dar con un sobre que contenía una carta. Leer aquel breve párrafo donde mi mujer declaraba renunciar a la vida me cortó la respiración. Me parecía tan impropio de ella y tan contrario a mis deseos, que lo arrojé todo a los fogones. Quizá fue un castigo, quizá una coincidencia, pero al día siguiente ingresaron a Belén. Había caído en coma, y la mantenían con ventilación asistida. Yo tenía una idea muy nítida de lo que quería para ella, hasta que me encontré en la cafetería, con un cortado delante, pensando en lo que quería ella para sí. Y yo le había arrebatado la voz para decirlo. Cuando uno se enfrenta a semejante dilema ético, la línea que separa lo correcto de lo que es debido se difumina, nada está claro, y la certeza absoluta no existe, hasta que se dibuja ante ti con una nitidez sobrecogedora.
Caminé hasta su habitación y entré. Aquella tibieza se me antojó sofocante, el ambiente aséptico, inaguantable. Me acerqué a ella, sosteniéndome apenas, las manos temblorosas. El siseo del respirador me pareció lo más opuesto a la humanidad que conocía, tan artificial y metódico...
Sostuve su mano unos minutos. ¿Cómo despedirse de la persona que más amas del mundo?, ¿qué se le dice a alguien a quien no renunciarías jamás, cuando le vas a dejar ir?. Sin saber lo que iba a decir, comencé a hablar:
- “No sé cómo decirte adiós, Belén. Me has enseñado tanto, me has hecho crecer tanto, que en mi afán por ser mejor y no fallarte nunca, te he decepcionado. En pago de ese crimen, mi castigo ha sido tener que enfrentarme a la decisión más dura de mi vida. Perdona por no haber sabido respetarte. No puedo morir por ti, aunque lo haría, pero sí puedo demostrarte todo el amor que has sabido despertar en mi, dejando que te vayas tal y como querías.
Tengo miedo Belén, miedo de lo que vaya a pasar a partir de ahora. Te quiero Belén... Te quiero.”
Con el dedo en el interruptor, y el llanto ahogándome, susurré “has sido lo mejor de mi vida”, y acallé para siempre aquel siseo rítmico, aunque sentí que en aquel silencio, también a mi se me iba la vida.



Juanmi, Taller de Escritura Creativa

No es un Adiós

Jamás olvidaré la tarde de ayer, porque cuando descubres que el vínculo que te enlaza con alguien puede romperse y a la vez hacerse más fuerte, al cobrar conciencia, esa experiencia te cambia de por vida. Jamás olvidaré la tarde de ayer, porque aprendí que un adiós puede ser sólo un hasta pronto.

Rodrigo Arias era mi padre. No era el hombre más atractivo ni el más inteligente de Cuba, pero tenía un aire de galán y una mirada que cautivaron a mi madre. Así vine yo al mundo. En el seno de una familia humilde a veces falta qué comer, pero lo que nunca faltó en mi casa fue el cariño, el alimento que nutre el corazón. Tuve una buena educación, a pesar de lo poco que mi padre estaba en casa. Los valores no aplacan el hambre, y mi padre se buscaba la vida cada día como podía, para traer un plato caliente a la mesa. Aunque siempre encontró minutos para mi, sus largas ausencias, a veces de días enteros, me dejaban un vacío que ni el asado más suculento podía cubrir, y recuerdo de aquellos tiempos que lo único que me reconfortaba, era su sonrisa bondadosa desde el umbral cuando prometía volver. Siempre lo hacía, y aunque le añoraba me sentía reconfortado, porque sabía que esa despedida era sólo temporal. Durante muchos años fue así, hasta una fatídica noche de Mayo.
Llovía a cántaros y mi padre había pasado todo el día yendo y viniendo de La Habana Vieja. Yo ya tenía edad para darme cuenta de que algo estaba pasando, pero no esperaba lo que ocurrió, o quizá no quise esperarlo, no lo sé. Mi padre se sentó a la mesa conmigo, mientras mi madre aferraba mi hombro con sus desgastados dedos. Apenas contenía el llanto atenazando su labio inferior entre los dientes. Cuando mi padre pronunció mi nombre se dio media vuelta y se alejó sollozando.
-“ Yamil – me dijo aquel hombre, que se me antojaba un desconocido – Yamil, hijo, tengo que decirte algo”
Mi padre me contó que las cosas se habían puesto muy difíciles para trabajar, que pronto no tendríamos qué comer, y que iba probar fortuna de otro modo. En Miami. Esa misma noche. Recuerdo que lloré en silencio, sintiéndome traicionado, y que cuando fue a abrazarme le giré la cara. Con la mirada velada por el llanto me rodeó con sus brazos aunque yo no le correspondí, y me susurró al oído que volvería, que jamás me dejaría, y que no me estaba diciendo adiós. Mientras se alejaba hacia la puerta, donde su equipaje le esperaba ya, no cesaba de repetir “te lo prometo, te lo prometo hijo, regresaré”.
Me enteré años más tarde que a mi padre le perseguía el régimen castrista, y que aquella noche había huido de Cuba en una balsa. Ese día, la realidad que yo conocía se vino abajo porque por primera vez, la teoría de que tal vez no iba a volver a ver a mi padre se hizo tangible,el hecho de que no regresara jamás era una posibilidad real. Mi padre podía no cumplir con lo que me prometió, y entonces todas sus cartas, que enviaba regularmente cada dos semanas, dejaron de tener sentido. Nunca más fueron un consuelo ni me hicieron sentir su cercanía, lo mismo que el dinero que llegaba cada semana. Nunca habíamos vivido mejor, y sin embargo a mamá y a mi nos faltaba todo sin él. Hablamos de ello muchas veces, y con el tiempo, ella también fue tiznándose de ese pesimismo que sólo la realidad de las cosas puede contagiar. Papá no regresaría nunca, no se lo permitirían. Teníamos que aprender a quererle desde lejos.
Y de pronto un día dejaron de llegar sus cartas, y el dinero a escasear. Primero una semana, luego otra... Hasta que tras varios meses conocimos a una mujer, cuyos hijos vivían en Miami desde hacía muchos años. Gracias a ellos supimos al fin que papá había caído enfermo, y que un compatriota de Cienfuegos cuidaba de él. A partir de ese punto, la vida se empezó a apagar en mi. Ahora la certeza de que no volveríamos a ver un crepúsculo juntos en el malecón, leyendo a Buesa o a José Martí era absoluta. Decidí que yo también iba a viajar a Miami, quería estar con él, cuidarle. Ni que decir tiene que mi madre se negó en redondo. Hubo una tremenda discusión. No teníamos con que pagar el viaje y además, mi madre casi había perdido ya un marido y no quería arriesgarse a perder a un hijo también. Confesaré que me sentí perdido, desesperado, y que los sentimientos se enfrentaban en mí como en una fiesta de Montescos y Capuletos. Pasé la siguientes semanas empapado en ron, tratando de ahogar la impotencia en las calles de la noche cubana. Hasta ayer.
Volvía a casa por la tarde, a llevarle a mi madre unos dólares que había conseguido trabajando con unos turistas, y cuando entré por la puerta, ella se me echó encima y me abrazó con fuerza, los ojos rojos y las mejillas húmedas. Al principio no entendí, pero cuando me soltó, descubrí que no estábamos solos en casa. En el cuarto estaba mi padre, tumbado en la cama, agonizando. Corrí a abrazarle, a ver cómo estaba, a decirle lo mucho que le había extrañado, y él me tomó las manos con un gesto débil y bondadoso, me pidió que me acercara y me susurró al oído:
-“ Te dije que regresaría. Ya se que no ha sido pronto, ni como esperabas, pero te lo prometí y aquí estoy. Jamás te decepcionaría, hijo”.


Juanmi, Taller de Escritura Creativa

En el Fondo del Hueso

- “Toma, no dejes que caiga en sus manos. El GranDuque no lo querría...”
El eco de estas palabras, pronunciadas con voz débil y entrecortada, resonaba aún en las calles, entre la bruma florentina que precedía al amanecer, mientras una figura, apenas una mancha sombría, se movía furtivamente por la Piazza del Duomo. La capucha que cubría su rostro rasgaba la niebla dejando pequeñas volutas a su paso, liviano y discreto. Una inquietud creció en su interior al acercarse a la Piazza della Signoria, y se llevó instintivamente la mano a la cintura: la pequeña bolsa de terciopelo ensangrentado aún pendía de su cinto. “Esto no me gusta nada”, dijo para sí, ante la quietud y aparente soledad del lugar. Su respiración era agitada, y tras una breve carrera, hizo un pequeño alto junto a la fuente de Neptuno. Miró hacia las puertas del Palazzo Vecchio. No había guardia en ellas, cosa inusual, y con paso cauto llegó hasta el David, que flanqueaba la entrada, y se detuvo de nuevo. Era la única persona que había allí, y de pronto creyó escuchar unos pasos. “Porca miseria” pensó, y se agazapó tras la estatua. El sonido parecía provenir de los arcos de la Loggia, pero allí no se veía a nadie. Tras esperar unos minutos, comprobó que reinaba un silencio sepulcral, y decidió seguir avanzando, pues tenía que cruzar el río lo antes posible para llegar hasta el GranDuque. Pero mientras se acercaba a la rivera, su sospecha se tornó en certeza. Era oscuro aún, cuando aquella sombra, que parecía formar parte de la misma noche, le cortó el paso a escasos metros. Llevaba el mismo atuendo que su hermano, a quien había abandonado moribundo unos minutos antes: sombrero de tres picos, máscara veneciana, túnica púrpura y capa.
- “Ante mare, undae”- dijo la corpulenta figura con un susurro gutural, y con un lento movimiento dejó ver la inconfundible silueta de una daga.
No tuvo tiempo de preguntarse qué significaban aquellas palabras, pues aquel extraño se le echó encima con horrorosa determinación, tirando a fondo. La terrible estocada cortó la bruma mientras la figura encapuchada se apartaba a un lado, desgarrando tela y carne en su brazo izquierdo. Cuando su atacante se dio cuenta de que el ataque había fallado, ya le había sobrepasado, y mientras notaba la tibieza de la sangre resbalando hasta su muñeca, corría desesperadamente hacia el Arno. El sicario se dio la vuelta y emprendió la persecución, aunque su víctima era más rápida y había cobrado ya la rivera del río.
“¡El Ponte Vecchio!” susurró entre jadeos, mientras su vista recorría esperanzada la estructura del puente, y llegaba hasta él como una exhalación. Pero cuando estaba ya a medio cruzar el río, se detuvo en seco. Al otro lado, un par de sombras aguardaban. Presa del pánico se giró, sólo para comprobar que retroceder no era una opción, pues su perseguidor penetraba ya en el puente, con paso lento y firme, puñal en mano. Las otras dos figuras comenzaron a acercarse, acechando como lobos hambrientos. Los tres verdugos apretaron el paso blandiendo abiertamente sus armas y, sin otra alternativa para salvar la vida, saltó al Arno encomendándose al altísimo. Con la impotencia de quien se sabe derrotado, los enmascarados maldijeron, se susurraron breves palabras, y se fundieron con las últimas sombras del alba.

Las calles hervían ya de actividad en la ciudad de las flores cuando aquel extraño encapuchado, discutía acaloradamente con la guardia del Palazzo Pitti. Tras su voz pueril, su determinación era incontestable. Pronto apareció un secretario, alertado por el jaleo. “Este desconocido, que se niega a mostrar su rostro, pretende ser recibido por el GranDuque”, informó uno de los guardias. “Me temo que eso es imposible” sentenció el secretario con vehemencia, y se dio media vuelta.
-“Decidle al GranDuque que mi nombre es Antemare Undae, y que porto nuevas de extrema gravedad” – dijo el encapuchado con un gesto deliberadamente abatido. No se le ocurrió otra cosa, pero ante su sorpresa, el secretario le pidió que esperara y se retiró, regresando a los pocos minutos. “El GranDuque os recibirá ahora. Seguidme”.
Tras cruzar una maraña de salas y pasillos repletos de bustos y pinturas magistrales, el secretario se detuvo ante una puerta. “Pasad, en breve se reunirá con vos” apuntilló. El encapuchado entró a un despacho de bellísima factura, y cerró la puerta tras de sí. Se hallaba contemplando los hermosos frescos del techo, cuando el quejido de una puerta lateral captó su atención. Tras ella apareció, con toda su majestad, Cosme I de Médici, la preocupación en el semblante.
- “De modo que Antemare Undae...” – interrogó con suavidad. El desconocido retiró su capucha, dejando caer sobre los hombros su melena negra.
- “¡Alessia, prima!”- se sorprendió el GranDuque.
-“ Ante mare, undae. Antes que el mar, las olas. Un desconocido me lo dijo anoche mientras intentaba matarme, cuando volvía de un festejo.
- “Es el grito de guerra de la hermandad púrpura, una cofradía veneciana que conspira desde hace años contra Florencia. Primero la causa, después la consecuencia. Ese es su significado. Pero ¿qué tienes tú que ver con todo eso?
-“Mi hermano dio su vida para que esto no cayera en otras manos” – respondió Alessia con tono triste – “Esperaba que, ya que casi doy yo también la mía, vos me lo aclararais” añadió dejando sobre la mesa la bolsa de terciopelo manchada de sangre.
El GranDuque abrió la bolsa y extrajo de ella una falange oscurecida por los años.
- “¿Un hueso?” – preguntó la muchacha desconcertada – “¿Me estáis diciendo que mi hermano ha muerto por un maldito hueso? – añadió conteniendo el llanto y la rabia.
- “Maldito no Alessia. Bendito. Este hueso perteneció a San Ambrosio. Es una reliquia. Por cosas así la gente mata y da su vida. Una posesión así desencadena una guerra. Por eso, cuando esta nos fue robada ordené a tu hermano infiltrarse en la hermandad púrpura, con el fin de recuperarla.
- “¿Pero por qué?” – preguntó ella entre lágrimas – “¿Qué hemos de temer de una guerra? A veces hay que luchar. Somos poderosos, ¿quién sería rival para nosotros?
-“Nuestro verdadero poder reside en la iglesia, prima. Si hubiéramos perdido esta reliquia, el papa nos habría retirado su favor, y dejado a merced de los venecianos. Mira a tu alrededor. El hombre es capaz de hacer cosas maravillosas, de crear una belleza sin par. ¿Por qué generar dolor y destrucción cuando podemos hacernos tanto bien y dejar al mundo un legado extraordinario? El hombre puede ser otra cosa. Debe serlo” – concluyó el GranDuque, y abrazándola añadió – “Lo siento, lo siento de veras Alessia”.
La muchacha lloró desconsolada en los brazos de su primo, que embargado por la pesadumbre, perdió el porte de gobernante para ser tan sólo un hombre.
- “Estás herida” – añadió reparando en su brazo – “Mandaré venir al médico y que te preparen una cámara”.

Dormitaba vencida por el cansancio y el dolor, cuando un criado le trajo el almuerzo. “Debéis comer algo, el médico insiste”. Dejó la bandeja sobre la cama y se fue. Alessia hizo el esfuerzo, pero apenas probó unos bocados. Rápidamente comenzó a sentirse indispuesta. Pronto su garganta hervía y su vista se nublaba. Retorciendo sus miembros entumecidos trató de gritar, pero sólo emitió un silbido crepitante. Como pudo, empujó la bandeja de comida, que cayó al suelo con estruendo. Cuando el criado entró de nuevo, sus ojos estaban vidriosos y su cuerpo arqueado, los dedos crispados aferrando las sábanas. Apenas respiraba. “Vaya, se ha roto la porcelana, una lástima” comentó el criado con fina ironía, y acercándose a la cama, le susurró con gutural crueldad:
-“ Ante mare, undae”.


Juanmi, Taller de Escritura Creativa

NORMALIDAD

Ante todo quisiera dejar claro que soy una persona completamente normal. Y es que estoy harto ya de que se me juzgue tan solo por estar locamente enamorado de una pierna ortopédica. Sí, hace ya dos años que duermo abrazado a ella. ¿Y qué?

Aun recuerdo cuando me la encontré en la calle. Sola, desvalida. Era una pierna larga y muy bien torneada. Una pierna de ensueño. Jamás habréis visto una pierna como esta: dura, muy dura, pero a la vez muy tierna. Hacía frío, así que me quité el abrigo, y la envolví en él. Me la llevé corriendo a mi casa y le preparé un baño. Estaba tan sucia que le sentó de maravilla, ¡cómo me gustó verla flotar en la espuma!
El primer problema vino cuando mi madre llegó a casa y se la encontró en el sofá, con una de sus zapatillas puesta. “¿Pero qué haces, anormal?” me dijo. Normalmente me duele que mi madre me llame anormal, pero aquella noche me dio igual. Con ternura me la llevé a la cama. Uff… ¡que nervios! ¡Tenía tanto miedo de no dar la talla en nuestra primera noche! Pero ella me pidió que fuéramos despacio, así que nos limitamos a los preliminares. ¡Teníamos toda la vida por delante!
Lo primero que hice por la mañana fue salir a comprarle ropa. Aunque a mi me gusta mucho más desnuda, hacía frío, y tampoco pretendía ir dando el espectáculo por la calle. También le compré un montón de zapatos. Es una pena que se vendan a pares. Ella es una pierna derecha, ¿para qué necesitamos el zapato izquierdo? Me he quejado muchas veces al respecto, he formalizado incluso una reclamación en la oficina del consumidor, pero todavía no me han dado respuesta.

En casa, la relación con mi madre se hizo cada día más difícil. Es que se convirtió en una suegra entrometida y dominante: nunca la quiso. Así que un día decidí que nos íbamos de casa. Me tuve que poner a trabajar. Con 45 años y sin experiencia laboral, no me fue nada fácil. Pero lo hice por ella, por darle un futuro mejor.
Me contrataron como sexador de pollos en una granja. Tenía que analizar el recto del animal para determinar el sexo mediante la observación de las diferencias de musculatura entre machos y hembras. Después de un cursillo de dos semanas, me facilitaron una buena lámpara y una mascarilla, y empecé a analizar rectos sin parar. 7200 rectos al día para ser exactos. Llegaba a casa tan cansado de analizar rectos, que lo único que quería era estirarme en el sofá y descansar. Y ahí empezaron nuestras primeras peleas. Que si ya no me deseas… que si ya no pasamos tiempo juntos… que si antes éramos más felices…
Dejar el trabajo me costó poco. Nunca me ha gustado mucho trabajar, para qué engañarnos. Así que volvimos a dedicarnos el uno al otro con la misma pasión que al principio, paseando orgullosos al mundo nuestro amor.

Aunque es cierto que en nuestra relación, como en la de cualquiera, ha habido altos y bajos. Como cuando estuve a punto de engañarla con un ojo de cristal. Pero, ¡menudo ojo de cristal! De color violeta. ¿Cuántos conocéis así? Y que conste que no lo digo por justificarme, pero es que a veces un hombre es un hombre, y hay ciertos impulsos a los que cuesta resistirse, ¿o no lo veis normal?
Creo que ella lo notó y nunca me lo ha perdonado del todo. En el último tiempo la he notado más fría que nunca. Ya no se calienta el pie entre mis piernas por las noches, ya no me pide que le quite la bota, ni que le haga cosquillas.
Estoy preocupado y triste, y sólo espero que me perdone.

En fin, chicos, que si queréis seguir juzgándome por estar enamorado de una pierna ortopédica, hacedlo. Pero reconoced por lo menos, que ahora que os he explicado mi historia, os parece todo bastante más normal.

Sonia Ramírez

EL INTRUSO

Ni ella ni él podrían dar una fecha exacta de cuándo fue que el intruso se les instaló en casa. Pero lo hizo sin prisas y en la habitación del fondo, la de los trastos. Lo primero que hizo al llegar fue deshacer sus maletas con parsimonia y acostarse. Él la tranquilizó: “seguro que es algo temporal, no te preocupes”.
Pero ella se preocupaba.

A partir de entonces, el intruso se sentaba cada noche a cenar con ellos, y sin decir ni media palabra, conseguía helar el ambiente. Les acompañaba en cada salida, se sentaba en el sofá entre ellos a ver la película. Poco a poco empezó a estar presente cada vez en más situaciones, incluso cuando hacían el amor. Así que pronto dejaron de hacerlo. Él se conformó y ella no. Organizó viajes con la esperanza de perderle de vista: Roma, Londres, París, Ámsterdam. Pero al girar cualquier esquina, ahí estaba siempre el intruso, echando monedas a la Fontana de Trevi, en el ascensor de la Torre Eiffel, delante del palacio de Buckingham o fumándose un porro en un Coffee shop. Y él empezó a enfadarse cada vez que ella lo mencionaba. “!estás obsesionada con él, no lo pienses y ya se irá!” le decía.

Una noche de invierno, el intruso se metió a dormir entre ellos en la cama. Él siguió durmiendo. Ella se pasó la noche llorando. Y así fueron pasando los días, las noches y los meses: ella callaba y lloraba. Él ignoraba.
Poco a poco ella empezó a pasar mucho tiempo fuera de casa. Él aprovechaba para ver todos los partidos de fútbol del mundo.

Y un día, al volver del trabajo, él se la encontró haciendo las maletas. “Hay otra persona” le dijo. Y se fue cerrando la puerta de un portazo.

Él se bebió tres de las botellas de vino que compraron en Burdeos la última vez que fueron. La cuarta la estrelló contra el sofá color crema que tres años antes habían escogido con tanta alegría.

El intruso le recogió del suelo, le quitó la ropa y le metió en la cama. Antes de marcharse de la habitación, se giró, y por vez primera le dirigió la palabra: “Amigo, me llamo desamor, y parece que vamos a pasar algún tiempo juntos”.

Sonia Ramírez

MASCARAS DE SOLEDAD

"Cuando muera, quiero que en este bosque me dejen libre, que mi polvo, que mis cenizas se las lleve el viento".
Era un primero de noviembre del año 2008, Gabriela había asistido a Michoacán, su estado natal a presenciar el tradicional día de muertos. Ella iba acompañada por un grupo de amigos quienes querían conocer el ritual que llevaban a cabo "los vivos" al reunirse con sus "difuntos" en el cementerio de Ihuatzio, una de las pequeñas poblaciones indígenas que rodea la zona lacustre de la ciudad de Pátzcuaro.
La campana colocada en el arco de la entrada del panteón, sonó discretamente durante toda la noche pues llamaba a las ánimas a que se hicieran presentes en esa gran ceremonia nocturna.
"Los vivos", habían adornado cada tumba de sus difuntos con velas, flor de tzenpazuchil y les habían querido alagar como cada año, con la bebida y alimentos que en vida disfrutaban. Gabriela se apartó un poco de sus amigos pues caminando entre las tumbas, observaba respetuosamente un ambiente peculiar en devoción, tristeza o alegría discreta donde los diversos rostros que velaban, añoraban a sus muertos.
Una vieja anciana que estaba postrada entre la tierra y las piedras de esos caminos sepulcrales, jaló bruscamente el tobillo izquierdo de Gabriela y ella fue a dar al piso.
La joven apanicada encontró sus ojos con los de la anciana que cubría su cabeza y parte de su rostro con un gran rebozo.
-Aquí quedaste. Aquí moriste. No hay vuelta atrás.
Gabriela volvió sus ojos a una lápida en parte cubierta de tierra, sin luz y sin decoración alguna.
Sólo pudo leer lo escrito por el reflejo de veladoras de tumbas de los alrededores.
-Aquí yace Gabriela Martínez Arredondo (1 de noviembre 1971-2008).
Safó bruscamente su tobillo de las manos de la vieja y salió corriendo despavorida del cementerio esa noche que se tornó en una verdadera pesadilla para ella.
Al día siguiente por la mañana, los muchachos salieron de la cabaña donde estaban hospedados para dirigirse a la ciudad de Pátzcuaro. Llegaron a la plaza principal donde se había instalado un mercado en el cual se vendían una gran variedad de dulces; entre ellos cráneos y esqueletos de azúcar, frutas, comida, flores, artesanía. Por ahí se escuchaba una banda y se veía bailar enérgicamente a un grupo de jóvenes. Había una gran fiesta....la fiesta de la muerte. La gente se embriagaba de ruido, de más gente, de colorido.
El padre de Gabriela, dueño de aquella cabaña, los acompañaba. Él, junto con su hija iba caminando entre la masa.
-Papá, ¿te das cuenta que estas aglomeraciones con motivo de estas fiestas son de solitarios?...con las fiestas, la gente se libera y saca lo que guarda adentro. Muchos mexicanos viven con máscaras que ocultan su soledad. Cuántos viven en silencio, apatía, tristeza, con una vida de miseria. Las fiestas mexicanas son alegres y a la vez, muy tristes.
-Y el mexicano se burla de la muerte hija, se divierte pero no enfrenta una vida que pueda trascender. Quien niega la muerte, niega la vida.
Entre la multitud, Gabriela distinguió a alguien muy peculiar......se quedó pálida, helada y sin habla prácticamente. Vislumbró a la vieja anciana de su pesadilla.
Alterada dijo a su padre:
-me voy papá, te veo en la noche en la cabaña, no te preocupes.
Salió corriendo de la plazuela huyendo, aterrada, por una realidad que tenía que enfrentar.
-¡La muerte!, ¡la muerte me ronda!.
Esa noche del 2 de noviembre, la campana del arco del panteón, sonaba fuertemente y acelerándose el ritmo de su corazón llegó a la lápida mortuosa. La vieja descubrió su rostro y con sonrisa macabra dijo:
-te estaba esperando.
-Y yo, sólo he venido a decirte que todos somos polvo y vamos al polvo, pero mi hora de partir aún no ha llegado. Desde tiempo atrás he querido dar un vuelco significativo a mi vida. El tiempo pasado, el tiempo perdido quedó atrás. Ahora sólo me queda vivir intensamente lo que me queda de vida. He tenido que enfrentar mi soledad y ésta ha dado un sentido purificador a mi persona.
Yo acepto mi vida y por ende, aceptaré mi muerte.
Gabriela valerosa, se dio la media vuelta y esa figura sepulcral, en la inmensidad de la noche, se esfumó.

MASCARAS DE SOLEDAD

jueves, 20 de noviembre de 2008

CALLE ABAJO



Me detengo un momento y les observo
-¡Que envidia! ¡Cuanta energía!
Sigo observándoles, me siento inquieto. La envidia y la admiración están desapareciendo.
-Todo esto me resulta tan, tan familiar…y sin embargo no estoy seguro
Pero. ..¿Que ocurre? ¿Ya he vivido esto antes? ¿Estos chiquillos van a… morir?
-Dios mío, ¿Qué hago?
- ¿Y si estoy soñando otra vez?
-No, estoy despierto, muy despierto.
Dos chiquillos corren calle abajo. Entre burlas y empujones, no parece que corran, van rodando. Chillan, se ríen, se paran, siguen rodando, vuelven a chillar. Balancean sus cuerpos, el peso de sus mochilas debe ser considerable.

Hace tres noches, me susurró al oído.
-¡Cuidado con los niños!
-¿Qué niños? Yo no tengo niños
-¡Atento! ¡La segunda esquina!
Ante mi, como si estuviera viendo una película, dos chiquillos corrían calle abajo. Seguí mirando, no me gustaba lo que estaba viendo. Me incorpore empapado de sudor y lagrimas, y una vez más esa angustiosa presión en el pecho.
-Bebí demasiado anoche, lo sabía, y acabe por pagar el precio.
Recordé la última visita con mi buen amigo el Doctor Jonás
-Si no te cuidas extremadamente cualquier día de estos puedes padecer un infarto, si, si, tu ríete. Te estoy hablando muy en serio.

Sigo indeciso sin apenas moverme, miro a un lado y a otro. No hay nadie. Estoy solo.
Ya he visto esto antes .No estoy soñando ¡Esto es real! Si, ahora estoy seguro, es real. Se lo que va a ocurrirles pero no sé como evitarlo.
- Dios mío, ¿Qué hago? ¿Grito?
-¡Ey, chavales!
¿Pero que les digo? Deteneos, vais a…. No, no, no. Pensarán que estoy loco.
Intento detenerlos. Corro calle abajo. Sigo corriendo pero no consigo alcanzarles.
Los chiquillos apenas han sentido la presencia de alguien corriendo hacia ellos. Siguen jugueteando y riéndose.
No llego, no puedo alcanzarles. ¡Como corren los puñeteros! Me detengo, pienso un poco. ¿Qué hago? ¿Grito? No. Estoy enfermo pero no loco.
Sigo corriendo calle abajo. Los chiquillos están acercándose a la primera esquina. Sigo sin alcanzarles.
-¡Por favor No! ¡Deteneos! ¡No! ¡No! ¿Pero que no me oyen? ¿Les estoy llamando? No hagan eso. ¿No saben lo que les espera?….
Me detengo, necesito respirar. Maldita sea el corazón me va a estallar.
-¡Ey! ¡Vosotros!
Vuelvo a correr calle abajo, cada vez los siento más lejos y ya han cruzado la primera esquina. No puedo más. Me detengo e intento recuperarme, respiro despacio, así muy bien, así. No puedo continuar. Quiero gritar, sí gritar. He decidido que voy a gritar.
-¡Ey, no me oís!
Apenas oigo mis gritos solo los latidos del corazón que me fustigan el pecho. Siento presión, mucha presión. Apenas puedo respirar, me estoy ahogando
-Por favor, no crucen la siguiente esquina. Van a… morir…
-¿Pero no hay nadie más aquí?
Estoy solo, sollozando como un niño por no ver morir a otro niño. Tengo miedo, estoy asustado, muy asustado, y no puedo hacer nada. ¿Realmente no puedo hacer nada?
Extiendo los brazos moviéndolos lentamente, arriba y abajo. Nada. Nadie me ve.
A lo lejos uno de los chiquillos tropieza. Se levanta, me ha visto. Se detiene y mira calle arriba. Sigo moviendo los brazos, ahora con más energía, arriba, abajo. El chiquillo sigue parado mirándome. ¡Bien! He captado su atención.
Más abajo el otro chiquillo sigue corriendo ajeno a la situación. De repente se detiene y llama a su amigo.
-Venga Joe ¿Qué haces? ¿Acaso te has rajado?
Joe se ladea y hace gestos a su amigo en dirección a mí
-Hay un hombre ahí arriba. Le ocurre algo.
-Anda déjalo, es un viejo, estará cansado.
-Mira sus brazos, creo que pide ayuda.
-Joe, no seas nena, vamos.
El otro chiquillo emprende el camino y sigue corriendo calle abajo, esta vez solo.
Joe no sabe que hacer, se mueve en círculos. El otro chiquillo vuelve a detenerse.
-Venga Joe, vamos a llegar tarde.
-Ahora vengo. Déjame ver que le ocurre a ese hombre.
Joe empieza a subir lentamente apoyándose en cada una de sus piernas mientras balancea los brazos.
Yo sigo recostado en un árbol, apenas respiro, el dolor es intenso, muy intenso. Me estoy deslizando hacia el suelo. Sigo agarrado al árbol. Joe sigue subiendo tan lentamente… prácticamente no puedo verle. ¿Esto es el fin? Y el otro chiquillo, ¿sigue calle abajo?
Joe está frente a mí, me mira tímidamente.
-¿Esta Usted bien?
No distingo sus palabras, pero sé que me está hablando. A uno lo tengo a salvo, al otro no sé como avisarlo. Miro a Joe y consigo levantar una mano en dirección al otro chiquillo. Joe gira su rostro en dirección calle abajo, vuelve a mirarme, encoje los hombros. No entiende nada.
Sentado en el suelo apenas consigo seguir sujeto al árbol.
A lo lejos, entre una nube gris, (al menos así es como yo lo veo) el otro chiquillo está a punto de alcanzar la siguiente esquina. Pero ¿Qué ocurre? Milagrosamente se detiene, se gira, mira hacia arriba. Ah! Por fin puedo dejar de luchar, relajarme y descansar.
-Joe, ¿Qué haces? Tu madre siempre dice que no hables con desconocidos. ¿No lo recuerdas?
-Creo que este hombre se está muriendo.
-Pamplinas, estará borracho.
Y fatalmente, da media vuelta.
Un claxon, dos. Frenazo. Estruendo. Gritos.
Joe me mira, sus ojos acechan odio, se enoja, mira calle abajo, vuelve a mirarme. Está indeciso. Por fin me habla.
-¿Lo ve? Por su culpa. Han atropellado a Marcos. ¡! Viejo borracho ¡!
Joe sale disparado calle abajo gritando.
Marcos, pienso. Así se llamaba el chiquillo que no he podido dejar a salvo. Estoy cansado. Me desvanezco. Creo que……estoy muriendo.
Mi vida por la de un chiquillo. ¿Y el otro? El susurro apareció de nuevo. Como la primera vez se acercó a mi oído, y entre sollozos.
-Te mostré lo que ocurría pero olvidé enseñarte como evitarlo. Lo siento…..

Angels Enrique