De toda mi carrera como investigador no cambio los años que pasé con el profesor Gozalbo. Sí. Con el profesor James Gozalbo. No sé de qué os reís. Sé que el doctor nunca gozó de demasiada buena fama entre la comunidad científica, pero para mí fue un maestro. Que digo un maestro, un mago, un genio. Sí. Ya sé que ninguna de las tesinas de etología ritual aplicada que remitió al Institute for the Study of Biological Enigmas ni ninguno de sus reveladores libros sobre ocultismo y ovnis en el valle del Rift levantó la más mínima expectación. También sé que a su irrepetible conferencia sobre "La digestión combustiva en los proboscidios del sur del lago Natrón" no asistió nadie, ni siquiera uno solo de sus colegas de cátedra. Ni el becario. ¡Qué lástima! Porque era la última, la definitiva, la que lo habría cambiado todo...Pero ¡qué le vamos a hacer! Vosotros os lo perdisteis y por vuestra culpa también el resto del mundo. ¡Pandilla de ignorantes! No supisteis intuir que debajo del estrafalario aspecto de Gozalbo, de su anacrónico salacot y sus fetiches, anidaba una inagotable capacidad para descubrir cosas extraordinarias donde vosotros, vulgares investigadores con ínfulas de medio pelo, seríais incapaces de apreciar ni el contorno de vuestra vanidosa sombra.Vuestro desprecio ya no tiene arreglo pero el honor del profesor de Gozalbo, ese que tanto habéis pisoteado, todavía puede y debe ser reparado. Sus descubrimientos no pueden caer en el olvido, la humanidad no se lo merece. Todo su trabajo debe ver la luz, empezando por su crucial hallazgo al sur del salado lago Natrón, en la sabana de Tanzania. Y yo voy a contarlo. Voy a contarlo todo, con pelos y señales…No estoy seguro del día en que ocurrió pero recuerdo como si fuera ahora mismo cuando aquel mensajero masai nos sacó al profesor y a mí de la tienda que compartíamos en plena siesta y nos condujo hasta un punto de la planicie no demasiado distante de nuestro campamento, situado a unas millas de Arusha, al norte de Tanzania y cerca de la difusa frontera con Kenya. Lo que vimos allí, junto a un pequeño riachuelo en la ruta de los elefantes, nos dejó boquiabiertos: seis cráteres idénticos del tamaño de la rueda de un Jeep rellenos de una sustancia grumosa, entre grisácea y blancuzca. Cinco de los agujeros, con forma de muñón de dinosaurio, estaban alineados como los vértices de un pentágono o el extremo de cada una de las puntas de una esquemática estrella de David dibujada de un trazo. Y el sexto, algo mayor que el resto, ocupaba matemáticamente el centro de la figura geométrica. ¿Qué diantre era aquello?El doctor manoseó el ungüento que llenaba las oquedades y comprobó que estaba formado casi a partes iguales por unas hebras gruesas y compactas y por engrudo, como si se tratara de algún tipo de adobe del que emanaba un olor áspero y bastante desagradable.El masai negó que alguno de su tribu tuviera algo que ver con aquello porque hasta el vetusto hechicero juraba y perjuraba que nunca había visto nada igual. Gozalbo recogió algunas muestras y las remitió a los laboratorios de la universidad de Dar es Salaam. Aunque no lo aireó mucho (sólo me lo contó a mi y al guía aborigen al que tenía más confianza), Gozalbo trabajaba con la hipótesis de que habíamos topado con los restos de un insólito meteorito. El pastoso aerolito se había fragmentado con una endiablada simetría al impactar contra el suelo pues dadas sus peculiares características no se había solidificado al contactar con la atmósfera sino que se había licuado, quién sabe si porque procedía de los gases ionizados de la cola de un cometa.La respuesta de la universidad no gustó nada al profesor, no sé si porque le pilló un poco a contrapié o porque desmontó su teoría. Según los análisis, se trataba de simples excrementos de herbívoro muy raros, eso sí, pero excrementos al fin y al cabo. Aunque, bueno, tampoco era un revés tan grave. Podía tratarse de excrementos de una especie desconocida de alienígena herbívoro desprendidos por el esfinter de evacuación de alguna nave extraterrestre. No era descabellado porque nunca nadie había visto nada semejante en la Tierra.
Pero el resultado de los análisis no fue lo que indignó a Gozalbo. Lo que de verdad enrabietó a mi maestro fue un comentario manuscrito que el bioquímico de turno en Dar es Salaam había tenido la osadía de agregar al final del informe. La nota decía textualmente: "Haced el favor de no fumar mientras trabajáis. Habéis contaminado la muestra de caquita con ceniza. Sí, con el producto resultante de la combustión de la materia orgánica de vuestros cigarrillos si preferís una definición más técnica. Sed más cuidadosos."A Gozalbo le molestó soberanamente el tono de aquella misiva y, si en algún momento había dudado en dejar la investigación de los cráteres (por escatológica) en ese preciso instante decidió poner todo su empeño en la investigación del hallazgo y en desentrañar el enigma del meteorito (o de la defecación cósmica) que los había creado. Empaquetó una segunda muestra, que esta vez sólo contenía la sustancia con aspecto de cemento sin fraguar que el listillo de Dar es Salaam había confundido con ceniza de cigarrillo, y la hizo llegar al laboratorio de la universidad de Dodoma.La respuesta del segundo análisis llegó justo el día en el que un pastor masai se presentó en el campamento asegurando que había encontrado otro grupo de seis cráteres idénticos algo más al noroeste, en la ruta que conducía al Serengeti. El alineamiento sideral se había avistado en las proximidades de un manantial frecuentado por paquidermos, rinocerontes y cebras. El correo llegó cuando estábamos cargando los vehículos para partir de expedición hasta el lugar del nuevo hallazgo. Impaciente, Gozalbo abrió el sobre, escrutó los resultados del laboratorio de Dodoma, agarrándose el salacot con la mano, para que nada enturbiara la perspectiva de suss ojos desbordados por la sorpresa. -¡Lava! ¡Ceniza y lava! ¡Carbonatos! ¡Bajo contenido en sílice! ¡Increíble!- gritó.Y partimos inmediatamente. Gozalbo feliz, y yo también . Primero porque la composición de muchos meteoritos es similar a la de la lava. Y segundo ¡porque la composición química de los restos estaba fuera de lo común! Sin ninguna duda, esa era la prueba de que íbamos por el buen camino, de que seguíamos la vía correcta, ya fuera láctea o no.El segundo alineamiento era un calco del primero aunque la silueta de la estrella de David no era esta vez tan perfecta como la anterior. Eso sí, el agujero mayor seguía en el centro. Los seis cráteres rellenos ocupaban una terraza arenosa, rodeada por una de cadena de montículos que estaban salpicados de matorrales quebrados, como si les hubiera pasado por encima una apisonadora. ¡O una nave espacial, quién podía saberlo entonces!Después de recoger una de las ramas rotas y escudriñarla al trasluz, el profesor dio varias vueltas alrededor del misterioso pentágono irregular, midió el diámetro de cada una de las cavidades, resiguió las sinuosas estrías de los bordes y con una vara calculó su profundidad y su capacidad. Anotó las cifras en su cuaderno y luego se entretuvo en vaciar uno de los cráteres para poder realizar un croquis de su forma y su interior y encargar un molde. Pero mientras retiraba con un cuenco el pastoso amasijo de excrementos, ceniza y lava orbital sus pupilas tropezaron con algo a lo que tal vez ni yo hubiera prestado atención: una minúscula y pringosa pluma de polluelo. Gozalbo la atrapó como si se tratara de un trofeo, la besó como sólo se besa a una medalla o a un amuleto, miró hacia el cielo, y la puso a buen recaudo en su maletín.-Carbonatos, bajo contenido en sílice, arbustos rotos y ahora esto... Estamos cerca, estamos cerca...En los días siguientes Gozalbo se dejó ver muy poco por el campamento. Se pasaba el día dentro de la tienda haciendo cábalas y garabateando en su cuaderno y ni siquiera hablaba conmigo. Su única preocupación era ir y venir hasta el puesto de guardia y preguntar si habían vuelto las cuadrillas de exploradores y si alguna había cumplido su misión. Pero sólo recibió deprimentes negativas. Estaba tan abstraído que ni siquiera se molestó en explicarme por qué era tan importante aquella pluma ¿La había arrastrado la defecación alienígena al atravesar la atmósfera?Seguí con mis dudas y mis teorías hasta que llegó el día ¡El gran día!. El profesor me despertó al arrancar la madrugada agitándome de forma violenta. Estaba como loco. Chillaba. Daba vueltas. Saltaba. Empaquetaba artilugios y cosas en varias mochilas sin ton ni son y no paraba de revisar las notas de su cuaderno.-¡Los han visto, los han visto!-¿A quién? ¿A quién han visto? ¿A los extraterrestres?- respondí con una mezcla de sueño y euforia.-¿A los extraterrestres! ¿Los extraterrestres? –se preguntó sin dejar de mover objetos-. ¡No! ¡No! A los elefantes. A los elefantes... ¿A quien sino?... Están a una hora del lago Natrón.-¿Del Natrón? ¿Del lago salado? ¿El de los flamencos?- contesté ruborizado por el patinazo, intentando ocultar la vergüenza con la camisa del pijama.- Sí, el de los flamencos enanos... ¿Recuerdas la pluma?- me interrogó el profesor tendiéndome una mochila-. Pero no es momento de explicaciones. ¡Nos vamos!.Y nos fuimos. El Jeep arrancó como alma que se lleva el diablo en dirección al Lago Natrón, la única zona de anidación y cría del flamenco enano de toda África oriental. Eso significaba que la pluma que Gozalbo había encontrado en la segunda colección de cráteres le había puesto sobre la pista buena. ¿Pero qué pista?Amanecía cuando el gran misterio quedó resuelto. No puedo precisar en qué recoveco exacto de aquella interminable y monótona sabana, en la que se pierde hasta la referencia del horizonte, nos encontrábamos. Lo que sí recuerdo es que frente a nosotros se erigía la majestuosa figura del Ol Doinyo Lengai, el volcán de los dos cráteres gemelos. El imponente Ol Doinyo Lengai, al que los masai llaman la montaña de Dios, el que tiene la lava más fluida del mundo debido a su composición única de carbonatos y su poco sílice... Recuerdo la imponente figura volcánica y el rumor del agua de un serpenteante arroyo cercano que parecía reprocharme con sus murmullos líquidos lo estúpido que yo había sido.Lo primero que vimos fue el humo. Delgadas columnas de humo que se escurrían por encima de las copas de un grupo de retorcidas acacias repletas de monos gritones y semiocultas por la maleza. El profesor, que conducía el Jeep, dio un brusco volantazo en cuanto las vio y el salacot salió volando por la ventanilla. No pude evitar soltar un grito de sorpresa, casi un alarido. Gozalbo se quedó fosilizado, con la boca abierta. No se le movía ni un músculo pero el brillo de sus ojos delataba que hervía de satisfacción. Ante nosotros, una manada de seis elefantes tumbados a la sombra de las acacias soltaban volutas de humo por sus arrugadas trompas como si fueran chimeneas. Y lo hacían con una tranquilidad pasmosa. Succionaban las hojas de unos arbustos, contenían la respiración y después, con un repetitivo ritual, agitaban la trompa y la extendían hacia arriba, dejando escapar una nube grisácea. Así una y otra vez, con bocanadas pausadas y rítmicas y yo diría que hasta placenteras.¡Estaban fumando! No había otra explicación. Mordisqueaban aquella hojarasca, la encendían en sus entrañas como si fuera un cigarrillo y después soltaban el humo. ¡Fumaban! Por alguna insólita razón, los estómagos de aquellos paquidermos en lugar de hacer la digestión funcionaban como una caldera de combustión. El profesor me explicó después que aquellos animales, seguramente todos con lazos consaguíneos, habían desarrollado tan extraordinaria capacidad a fuerza de tener que lidiar con la incandescente lava del Ol Doinyo Lengai que cada cierto tiempo se desbordaba para darse un suculento festín en aquella interminable llanura. Según Gozalbo, aquella familia de peculiares paquidermos no había sucumbido a la impertinente ceniza enharinada del Doinyo que asolaba toda la planicie hasta el Serengeti y de la que huían todas las especies. Más bien, al contrario. Habían logrado dominarla.Nos acercamos más y los elefantes ni se inmutaron. Continuaron con sus profundas caladas como si no fuera con ellos, igual que hacen los dandys recostados en el mullido sofá de un selecto club. El más pequeño de todos incluso era capaz de girar la trompa como una hélice y exhalar fumaradas en forma de remolino.La manada estuvo así, tendida en el tierno lecho de hierba de la pradera, durante un buen rato, hasta que uno de los elefantes -una hembra que a juzgar por su rostro de mal genio parecía la matriarca- se levantó del círculo. Caminó unos pasos y buscó el cobijo de unas matas altas, a unos metros de las acacias, y se puso a escarbar con las patas un buen rato. Después, apoyó todo el peso del cuerpo sobre las patas traseras, se mantuvo un tiempo inmóvil y regresó a la manada. En ese momento, los otros cinco elefantes se incorporaron con torpeza y marcharon en procesión hasta el lugar donde había escarbado la matriarca. Al llegar, se pusieron de costado y formaron un corro que quedó prácticamente oculto entre los matorrales. Cuando cada paquidermo ocupó su posición, los cinco se esmeraron en remover el suelo con sus duras pezuñas para después recostarse en las patas traseras, permanecer unos minutos petrificados y regresar. En cuanto los seis elefantes completaron la enigmática ceremonia, el grupo se puso en marcha con parsimonia en busca del siguiente acuífero de su ruta.Cuando estuvimos seguros de que los paquidermos estaban lo suficientemente lejos para no sorprendernos, corrimos hasta las acacias, todavía estupefactos por lo que acabábamos de presenciar. Pero el profesor Gozalbo no me guió hacia el lugar donde la manada se había fumado las tiernas hojas de aquellos arbustos. No. Se dirigió directamente hacia los matorrales en los que los elefantes se habían plantificado después de la última calada. Llegó tan abstraído y tan excitado que sin darse cuenta metió los pies en un hoyo lleno hasta arriba de una apestosa sustancia grisácea, pastosa y todavía caliente. Pero lejos de preocuparse lo más mínimo, James Gozalbo soltó una carcajada y exclamó satisfecho:-Todo buen fumador, por grande que sea, necesita un buen cenicero. Hasta un elefante.
XAVIER ADELL
Nota: este relato es la corrección extendida de un ejercicio sobre el binomio fantástico elefante-cenicero, del curso de estructuras.
martes, 20 de enero de 2009
lunes, 19 de enero de 2009
Certamen internacional de Narrativa La Barca de la Cultura 2009

Certamen internacional de Narrativa
La Barca de la Cultura 2009
“No sacrifiquen la sinceridad literaria a nada. Ni a la política ni al triunfo.
Escriban siempre para ese otro, silencioso e implacable,
que llevamos dentro y no es posible engañar.”
Juan Carlos Onetti
Conmemorando los 100 años del nacimiento del escritor uruguayo Juan Carlos Onetti, La Barca de la Cultura convoca al Certamen internacional de Narrativa 2009.
Bases:
Primera: Podrán concurrir al mismo escritores mayores de edad, de cualquier nacionalidad, con relatos en lengua española no premiados anteriormente en ningún otro concurso. Quedan excluidos miembros que pertenezcan a la entidad convocante en calidad de integrantes permanentes de la plantilla, como así también aquellos que mantengan vínculos significativos con alguno de los miembros del Jurado.
Segunda: Se convoca a 2 categorías:
a) Tema libre: las obras deberán ser inéditas y no haber sido premiadas en ningún otro certamen o concurso anterior. Tendrán una extensión no superior a 4 folios, A4, Fuente Arial 11, Interlineado 1½ , 32 líneas máximo por hoja.
b) Narrativa romántica: las obras deberán ser inéditas y no haber sido premiadas en ningún otro certamen o concurso anterior. Tendrán una extensión no superior a 4 folios, A4, Fuente Arial 11, Interlineado 1½ y 32 líneas máximo por hoja.
Tercera: El envío de los textos se realizará por correo electrónico a info@labarcadelacultura.com Se admitirán dos obras por autor.
Cuarta: Al pie de los relatos presentados deberán figurar los datos personales del autor (nombre, nacionalidad, domicilio, teléfono, correo electrónico y categoría en la que participa). Las obras que no cumplan las especificaciones contenidas en estas bases serán eliminadas automáticamente.
Quinta: No se mantendrá correspondencia sobre este concurso ni se devolverán los originales no premiados.
Sexta: El plazo para recibir los trabajos se extenderá desde el 15 de enero hasta el 30 de abril de 2009, inclusive.
Séptima: El fallo del Jurado se dará a conocer en la segunda quincena del mes de mayo de 2009 y será comunicado a todos los participantes del certamen.
Octava: Se otorgarán 3 premios por cada categoría:
Primer premio: una obra artesanal en cerámica esmaltada, en alto relieve, que consignará la distinción obtenida.
Segundo premio: una obra artesanal en cerámica artística que consignará la distinción obtenida.
Tercer premio: diploma
Novena: Los relatos premiados serán publicados en La Barca de la Cultura y, en su caso, en las otras páginas web que editan los miembros del Jurado. Asimismo, se efectuará una entrevista a los autores premiados, la que también será publicada en los mencionados medios.
Décima: Los autores mantendrán la completa propiedad intelectual (copyright) sobre sus textos.
Undécima.- La presentación al Certamen internacional de Narrativa La Barca de la Cultura 2009 implica la total aceptación de sus bases. El Jurado se reservará la facultad de declararlo desierto.
La Barca de la Cultura 2009
“No sacrifiquen la sinceridad literaria a nada. Ni a la política ni al triunfo.
Escriban siempre para ese otro, silencioso e implacable,
que llevamos dentro y no es posible engañar.”
Juan Carlos Onetti
Conmemorando los 100 años del nacimiento del escritor uruguayo Juan Carlos Onetti, La Barca de la Cultura convoca al Certamen internacional de Narrativa 2009.
Bases:
Primera: Podrán concurrir al mismo escritores mayores de edad, de cualquier nacionalidad, con relatos en lengua española no premiados anteriormente en ningún otro concurso. Quedan excluidos miembros que pertenezcan a la entidad convocante en calidad de integrantes permanentes de la plantilla, como así también aquellos que mantengan vínculos significativos con alguno de los miembros del Jurado.
Segunda: Se convoca a 2 categorías:
a) Tema libre: las obras deberán ser inéditas y no haber sido premiadas en ningún otro certamen o concurso anterior. Tendrán una extensión no superior a 4 folios, A4, Fuente Arial 11, Interlineado 1½ , 32 líneas máximo por hoja.
b) Narrativa romántica: las obras deberán ser inéditas y no haber sido premiadas en ningún otro certamen o concurso anterior. Tendrán una extensión no superior a 4 folios, A4, Fuente Arial 11, Interlineado 1½ y 32 líneas máximo por hoja.
Tercera: El envío de los textos se realizará por correo electrónico a info@labarcadelacultura.com Se admitirán dos obras por autor.
Cuarta: Al pie de los relatos presentados deberán figurar los datos personales del autor (nombre, nacionalidad, domicilio, teléfono, correo electrónico y categoría en la que participa). Las obras que no cumplan las especificaciones contenidas en estas bases serán eliminadas automáticamente.
Quinta: No se mantendrá correspondencia sobre este concurso ni se devolverán los originales no premiados.
Sexta: El plazo para recibir los trabajos se extenderá desde el 15 de enero hasta el 30 de abril de 2009, inclusive.
Séptima: El fallo del Jurado se dará a conocer en la segunda quincena del mes de mayo de 2009 y será comunicado a todos los participantes del certamen.
Octava: Se otorgarán 3 premios por cada categoría:
Primer premio: una obra artesanal en cerámica esmaltada, en alto relieve, que consignará la distinción obtenida.
Segundo premio: una obra artesanal en cerámica artística que consignará la distinción obtenida.
Tercer premio: diploma
Novena: Los relatos premiados serán publicados en La Barca de la Cultura y, en su caso, en las otras páginas web que editan los miembros del Jurado. Asimismo, se efectuará una entrevista a los autores premiados, la que también será publicada en los mencionados medios.
Décima: Los autores mantendrán la completa propiedad intelectual (copyright) sobre sus textos.
Undécima.- La presentación al Certamen internacional de Narrativa La Barca de la Cultura 2009 implica la total aceptación de sus bases. El Jurado se reservará la facultad de declararlo desierto.
EL AGUA TEÑIDA DE ROJO
EL AGUA TEÑIDA DE ROJO SE ESCURRIÓ POR EL DESAGÜE… Alfonso, se miró las manos limpias de sangre, se las secó con el destartalado aparato del aire y salió del pestilente lavabo. El bar, era un pequeño local grasiento y cochambroso. Estaba casi vacío, a excepción del dueño y de tres amigos tomándose unas cervezas al otro lado de la barra mientras reían estrepitosamente. El pidió un whiskey doble con hielo. La puerta se abrió dejando entrar el sofocante aire caliente de la calle, una mujer joven y atractiva se quedó un momento allí plantada, dudando si entrar o no y atrayendo por un momento las miradas de los parroquianos, finalmente se decidió, fue hasta la barra a medio metro de donde estaba Alfonso. Mientras el camarero le servía un refresco, ella busco algo en el interior de su bolso.
- Mierda. ¿Tienes un cigarro?- Le preguntó a Alfonso.
- Allí hay una maquina de tabaco.- Respondió señalando un rincón.
- No tengo cambio.
- Pues yo no…
Alfonso se quedó pensativo un momento. Luego saco una pitillera de los tejanos y se la dio a la chica.
- Gracias.- Dijo ella cogiendo un cigarrillo y haciendo ademán de devolvérsela.
- Quédatela. Yo no fumo.
Ella se quedó un momento perpleja. Miró la pitillera y se la guardó.
- ¿De quién era, de una novia despechada?
- De un amigo… Está muerto.
Ella se lo quedó mirando en silencio, sin saber como reaccionar.
- Siempre decía que lo tenía que dejar y al final fue el tabaco quién lo dejo a él.- Dijo Alfonso sonriendo
La chica lo miró seria, hasta que él estallo en una carcajada y ella le siguió.
- ¿Cómo te llamas?
- Eva ¿Y tú?
- Alfonso. Dime Eva ¿Quieres tomar una copa?
- Tú no fumas y yo no bebo alcohol. Además, ya estoy servida.- respondió Eva señalando el vaso.
- Lástima. No podré emborracharte y llevarte a la cama.
- A lo mejor te emborracho yo a ti.- Dijo Eva haciéndole señas al camarero para que le pusiera otro baso a Alfonso.
- ¿Lo de tú amigo, lo decías en serio?
- Si.- En cuanto el camarero le llenó el baso a Alfonso, este se bebió el contenido de un solo trago.- ¿Te importaría mucho dejar la botella?
El camarero se dispuso a replicar, pero Eva le puso un billete de cincuenta en la barra, haciéndole un gesto de silencio con el dedo mientras asentía con la cabeza. El camarero dejó la botella sobre la barra y cogió el billete yéndose a otro lado.
- Anda, coge la botella. Será mejor que nos sentemos en una mesa.- Le dijo Eva a Alfonso agarrándolo del brazo.
Una vez sentados. Él se sirvió otra copa y ella se encendió otro cigarrillo.
- ¿Dices en serio lo de tú amigo o te estas quedando conmigo?
Antes de contestar, Alfonso suspiró, se bebió otro trago y volvió a suspirar.
- A mi amigo lo he matado yo, esta misma noche, justo antes de venir aquí. Le he metido un navajazo en el estomago.- Dijo muy serio
- ¿Por qué fumaba?- preguntó Eva divertida.
- Por una mujer, su exnovia. Se enteró de lo que no debía y lo dejó. Pero el pobre imbécil no se dio por vencido y nos pidió a mí y a otro que le acompañáramos para ir en busca de la chica. La cosa salió mal y él yo terminamos en el cuartelillo, cosa que no le hizo ni pizca de gracia a nuestro jefe. Me mandó a mi que lo matara me dijo: “O lo matas, o os matamos a los dos”. Antes de morir, mi amigo me dio la pitillera, para que se la llevara a su ex con el mensaje de que no volvería a molestarla, pero yo he preferido dártela a ti.- Alfonso, volvió a llenar el baso y bebérselo de un trago.- Lo maté no muy lejos de aquí, detrás de unos contenedores de basura en un oscuro callejón y lo hice con esta navaja.
Alfonso, sacó su navaja automática y la abrió como si de un truco de magia se tratara. Eva se sobresaltó asustada e inmediatamente después le entró un ataque de risa, del que el se contagió.
- Anda, será mejor que nos vayamos.- Dijo Eva.
- Espera un momento.- Dijo bebiéndose la botella de un solo trago.
Eva condujo a Alfonso por las oscuras callejuelas del barrio antiguo. El olor a orines y a podredumbre lo inundaban todo. En un destartalado y viejo bloque de pisos se encontraba el pequeño apartamento de Alfonso, un infecto y cochambroso cuartucho de escaso mobiliario.
Eva tumbó a Alfonso en la cama y empezó a desabrocharle los botones de la camisa. El contacto de los dedos de Eva sobre su piel, le pareció extraño, le agarró las manos y se las miró. Llevaba puestos unos guantes de látex, color carne, como los de un cirujano y el corazón empezó a latirle con fuerza.
- ¿Cómo piensas matarme? Vamos, contesta. Estoy muy borracho, pero no soy tan tonto.
Ella lo miró muy seria, con los ojos inyectados en sangre.
- Pensaba que estabas más borracho. Te iba a meter en la bañera con agua tibia y cortarte las venas con tu propia navaja. ¿Cuándo lo sospechaste? - Todo el rato, las mujeres como tú no se acercan a los tipos como yo. Eso solo pasa en las películas.- La apartó a un lado, se quitó la camisa y los zapatos, cogió de un armario otra botella de whiskey y le dio un trago.- No te preocupes, normalmente solo sirvo para intimidar a la gente y dar alguna que otra paliza de vez en cuando.- Cogió la navaja y se acercó a la chica.- Solo he matado una vez y he descubierto dos cosas, la primera que es demasiado fácil, la segunda, que yo no soy un asesino.
- Entonces, no te me acerques.- Le dijo ella amenazándolo con una pequeña pistola.
- Dale la pitillera a María, la ex de mi amigo y dame un beso, quiero saber como besa la muerte.- Ella le dio un beso en los labios.- ¿Sabes? Tengo un plato de ducha.- Dijo riéndose.- Ahora lárgate. Quiero morirme tranquilo.
Eva vio como Alfonso fue al cuarto de baño. Se metió debajo de la ducha y después de darle un buen tiento a la botella, se cortó las venas y se sentó a ver como el agua teñida de rojo se escurría por el desagüe.
Juan Carlos Fernández.
- Mierda. ¿Tienes un cigarro?- Le preguntó a Alfonso.
- Allí hay una maquina de tabaco.- Respondió señalando un rincón.
- No tengo cambio.
- Pues yo no…
Alfonso se quedó pensativo un momento. Luego saco una pitillera de los tejanos y se la dio a la chica.
- Gracias.- Dijo ella cogiendo un cigarrillo y haciendo ademán de devolvérsela.
- Quédatela. Yo no fumo.
Ella se quedó un momento perpleja. Miró la pitillera y se la guardó.
- ¿De quién era, de una novia despechada?
- De un amigo… Está muerto.
Ella se lo quedó mirando en silencio, sin saber como reaccionar.
- Siempre decía que lo tenía que dejar y al final fue el tabaco quién lo dejo a él.- Dijo Alfonso sonriendo
La chica lo miró seria, hasta que él estallo en una carcajada y ella le siguió.
- ¿Cómo te llamas?
- Eva ¿Y tú?
- Alfonso. Dime Eva ¿Quieres tomar una copa?
- Tú no fumas y yo no bebo alcohol. Además, ya estoy servida.- respondió Eva señalando el vaso.
- Lástima. No podré emborracharte y llevarte a la cama.
- A lo mejor te emborracho yo a ti.- Dijo Eva haciéndole señas al camarero para que le pusiera otro baso a Alfonso.
- ¿Lo de tú amigo, lo decías en serio?
- Si.- En cuanto el camarero le llenó el baso a Alfonso, este se bebió el contenido de un solo trago.- ¿Te importaría mucho dejar la botella?
El camarero se dispuso a replicar, pero Eva le puso un billete de cincuenta en la barra, haciéndole un gesto de silencio con el dedo mientras asentía con la cabeza. El camarero dejó la botella sobre la barra y cogió el billete yéndose a otro lado.
- Anda, coge la botella. Será mejor que nos sentemos en una mesa.- Le dijo Eva a Alfonso agarrándolo del brazo.
Una vez sentados. Él se sirvió otra copa y ella se encendió otro cigarrillo.
- ¿Dices en serio lo de tú amigo o te estas quedando conmigo?
Antes de contestar, Alfonso suspiró, se bebió otro trago y volvió a suspirar.
- A mi amigo lo he matado yo, esta misma noche, justo antes de venir aquí. Le he metido un navajazo en el estomago.- Dijo muy serio
- ¿Por qué fumaba?- preguntó Eva divertida.
- Por una mujer, su exnovia. Se enteró de lo que no debía y lo dejó. Pero el pobre imbécil no se dio por vencido y nos pidió a mí y a otro que le acompañáramos para ir en busca de la chica. La cosa salió mal y él yo terminamos en el cuartelillo, cosa que no le hizo ni pizca de gracia a nuestro jefe. Me mandó a mi que lo matara me dijo: “O lo matas, o os matamos a los dos”. Antes de morir, mi amigo me dio la pitillera, para que se la llevara a su ex con el mensaje de que no volvería a molestarla, pero yo he preferido dártela a ti.- Alfonso, volvió a llenar el baso y bebérselo de un trago.- Lo maté no muy lejos de aquí, detrás de unos contenedores de basura en un oscuro callejón y lo hice con esta navaja.
Alfonso, sacó su navaja automática y la abrió como si de un truco de magia se tratara. Eva se sobresaltó asustada e inmediatamente después le entró un ataque de risa, del que el se contagió.
- Anda, será mejor que nos vayamos.- Dijo Eva.
- Espera un momento.- Dijo bebiéndose la botella de un solo trago.
Eva condujo a Alfonso por las oscuras callejuelas del barrio antiguo. El olor a orines y a podredumbre lo inundaban todo. En un destartalado y viejo bloque de pisos se encontraba el pequeño apartamento de Alfonso, un infecto y cochambroso cuartucho de escaso mobiliario.
Eva tumbó a Alfonso en la cama y empezó a desabrocharle los botones de la camisa. El contacto de los dedos de Eva sobre su piel, le pareció extraño, le agarró las manos y se las miró. Llevaba puestos unos guantes de látex, color carne, como los de un cirujano y el corazón empezó a latirle con fuerza.
- ¿Cómo piensas matarme? Vamos, contesta. Estoy muy borracho, pero no soy tan tonto.
Ella lo miró muy seria, con los ojos inyectados en sangre.
- Pensaba que estabas más borracho. Te iba a meter en la bañera con agua tibia y cortarte las venas con tu propia navaja. ¿Cuándo lo sospechaste? - Todo el rato, las mujeres como tú no se acercan a los tipos como yo. Eso solo pasa en las películas.- La apartó a un lado, se quitó la camisa y los zapatos, cogió de un armario otra botella de whiskey y le dio un trago.- No te preocupes, normalmente solo sirvo para intimidar a la gente y dar alguna que otra paliza de vez en cuando.- Cogió la navaja y se acercó a la chica.- Solo he matado una vez y he descubierto dos cosas, la primera que es demasiado fácil, la segunda, que yo no soy un asesino.
- Entonces, no te me acerques.- Le dijo ella amenazándolo con una pequeña pistola.
- Dale la pitillera a María, la ex de mi amigo y dame un beso, quiero saber como besa la muerte.- Ella le dio un beso en los labios.- ¿Sabes? Tengo un plato de ducha.- Dijo riéndose.- Ahora lárgate. Quiero morirme tranquilo.
Eva vio como Alfonso fue al cuarto de baño. Se metió debajo de la ducha y después de darle un buen tiento a la botella, se cortó las venas y se sentó a ver como el agua teñida de rojo se escurría por el desagüe.
Juan Carlos Fernández.
viernes, 16 de enero de 2009
SIN CARA
Yo tenía una cara normal y un día me quedé sin ella. Lo confieso, soy el hombre sin rostro.
Cada día me pongo delante del espejo dispuesto a pintarme un rostro. Lo primero que hago es pintar un ojo, para verme, claro. Las pupilas, los agujeros de la nariz; todo conlleva un gran trabajo, pero con el tiempo me he convertido en un experto del maquillaje. Mi caja de herramientas, no hay en ella un solo destornillador, sólo encontrarías pinceles, polvos, brochas... he llegado a juntar un buen arsenal. Todo esto ha sido con el paso del tiempo, después de buscarme sin éxito, después de intentar recuperar quién fui, una pincelada tras otra me traza a mí mismo. Es como si te quedas sin nombre, como si hubiese perdido el DNI y no pudiesen identificarme.
He probado de todo, intentando hacerme un hueco como yo sin ser yo, preguntándome constantemente dos cosas: si los demás notarían mi maquillaje y si yo notaría el suyo en caso que los demás también se pintasen el rostro y resulta que todos somos nadie. Pero ante el miedo de hacer las preguntas ¿se me nota? u, oye ¿tú eres tú o vas pintado? me puse manos a la obra, decantándome al principio por caras normales para no llamar mucho la atención.
Cara de jefe, con el ceño fruncido muy difícil de conseguir. Esto me hizo ganar mucho dinero, el ceño, pero cuando empecé a encerrarme en el lavabo, desmaquillarme y maquillarme de empleado subordinado, me di cuenta que la gente me veía como un amargado e incluso yo mismo me cogí manía.
Luego me pinté una cara atractiva y seductora, ceja levantada y sonrisa con hoyuelos. Gracias al guiño de ojo que logré con mucha paciencia, encandilé a mujeres de todo tipo que acababan en mi cama y me adoraban. Hasta que me cansé, porque tal y como pasaba las noches en buena compañía, los días los pasaba solo.
Después de un tiempo empecé a atreverme con otras caras y me pinté de payaso pidiendo por el metro a primera hora de la mañana. No lo hacía por dinero, porque nadie me daba nada, pero la gente necesita una explicación de por qué un payaso entra en el vagón. El vagón que les lleva al matadero. Te miran, algunos te sonríen y muy pocos ríen, pero a todos durante un momento les he hecho olvidar que viven en un mundo gris.
La mejor cara que me he pintado nunca ha sido la cara de loco. Te imaginas que miras al horizonte y es allí hacia donde tienes que dibujar la mirada. La cara de loco te permite hacer todo lo que quieras porque nadie te lo impide. Puedes por ejemplo, andar para atrás como los cangrejos, que nadie llama a la policía. Esto no sirve de mucho, salvo que todo lo que te encuentras es una sorpresa, que no lo ves venir. Puedes también por ejemplo andar cantando esa canción que todo el rato tienes en la mente, que nadie te dice que te calles. Esto tampoco sirve de mucho, simplemente para hacer lo que te venga de verdad en gana.
Tras tantos rostros, cada uno con su identidad, tras tantos ojos por aquí, expresiones por allí y pecas por allá, he podido al fin reconstruir mi cara con todos sus detalles, que sería capaz de reproducir perfectamente. Pero prefiero ser el hombre sin rostro, ser nadie y ser cualquiera a la vez. Podría pensarse que ya no sé quién soy, pero ahora es cuando más seguro estoy porque soy yo el que siempre decide quién voy a ser hoy. Quizás hoy sea tú.
Judi Cuevas
Cada día me pongo delante del espejo dispuesto a pintarme un rostro. Lo primero que hago es pintar un ojo, para verme, claro. Las pupilas, los agujeros de la nariz; todo conlleva un gran trabajo, pero con el tiempo me he convertido en un experto del maquillaje. Mi caja de herramientas, no hay en ella un solo destornillador, sólo encontrarías pinceles, polvos, brochas... he llegado a juntar un buen arsenal. Todo esto ha sido con el paso del tiempo, después de buscarme sin éxito, después de intentar recuperar quién fui, una pincelada tras otra me traza a mí mismo. Es como si te quedas sin nombre, como si hubiese perdido el DNI y no pudiesen identificarme.
He probado de todo, intentando hacerme un hueco como yo sin ser yo, preguntándome constantemente dos cosas: si los demás notarían mi maquillaje y si yo notaría el suyo en caso que los demás también se pintasen el rostro y resulta que todos somos nadie. Pero ante el miedo de hacer las preguntas ¿se me nota? u, oye ¿tú eres tú o vas pintado? me puse manos a la obra, decantándome al principio por caras normales para no llamar mucho la atención.
Cara de jefe, con el ceño fruncido muy difícil de conseguir. Esto me hizo ganar mucho dinero, el ceño, pero cuando empecé a encerrarme en el lavabo, desmaquillarme y maquillarme de empleado subordinado, me di cuenta que la gente me veía como un amargado e incluso yo mismo me cogí manía.
Luego me pinté una cara atractiva y seductora, ceja levantada y sonrisa con hoyuelos. Gracias al guiño de ojo que logré con mucha paciencia, encandilé a mujeres de todo tipo que acababan en mi cama y me adoraban. Hasta que me cansé, porque tal y como pasaba las noches en buena compañía, los días los pasaba solo.
Después de un tiempo empecé a atreverme con otras caras y me pinté de payaso pidiendo por el metro a primera hora de la mañana. No lo hacía por dinero, porque nadie me daba nada, pero la gente necesita una explicación de por qué un payaso entra en el vagón. El vagón que les lleva al matadero. Te miran, algunos te sonríen y muy pocos ríen, pero a todos durante un momento les he hecho olvidar que viven en un mundo gris.
La mejor cara que me he pintado nunca ha sido la cara de loco. Te imaginas que miras al horizonte y es allí hacia donde tienes que dibujar la mirada. La cara de loco te permite hacer todo lo que quieras porque nadie te lo impide. Puedes por ejemplo, andar para atrás como los cangrejos, que nadie llama a la policía. Esto no sirve de mucho, salvo que todo lo que te encuentras es una sorpresa, que no lo ves venir. Puedes también por ejemplo andar cantando esa canción que todo el rato tienes en la mente, que nadie te dice que te calles. Esto tampoco sirve de mucho, simplemente para hacer lo que te venga de verdad en gana.
Tras tantos rostros, cada uno con su identidad, tras tantos ojos por aquí, expresiones por allí y pecas por allá, he podido al fin reconstruir mi cara con todos sus detalles, que sería capaz de reproducir perfectamente. Pero prefiero ser el hombre sin rostro, ser nadie y ser cualquiera a la vez. Podría pensarse que ya no sé quién soy, pero ahora es cuando más seguro estoy porque soy yo el que siempre decide quién voy a ser hoy. Quizás hoy sea tú.
Judi Cuevas
jueves, 15 de enero de 2009
Felicidad interrumpida
Su jefe le había dado el resto del día libre. Marisa es la enfermera de un renombrado cirujano de la ciudad. Decidió dar una sorpresa a su marido. Todavía le daba tiempo a cambiarse de ropa y calzado, hacer una llamada al restaurante italiano que tanto gustaba a Marcos y llegar a tiempo para invitarle a comer.
Le sobraron quince minutos y se sentó en una mesita, al sol, en la terraza del bar enfrente de la oficina de su marido. Mientras se tomaba un vermut blanco con hielo y unas olivas aliñadas, recordaba esos tantos momentos de felicidad junto a su esposo. Eran tantos que casi no le cabían en su memoria.
Pasaban diez minutos del horario de salida. Marisa pidió la cuenta al camarero. Sus ojos se clavaron en el portal del edificio. Le vio salir. No estaba solo. Era Laura, su compañera de redacción.
Mientras pagaba, le hizo un gesto a Marcos pero éste no la vio. Se disponía a cruzar la calle, cuando en ese momento Laura abrazó a su marido y Marcos le respondió con un apasionado beso. Un beso de no recuerda cuantos segundos, pero fueron muchos.
Se quedó clavada en el asfalto, delante del semáforo en verde sin atreverse a cruzar la calle. Sintió un sofocón, su vista se nubló de tanto mirarlos, sin pestañear, observando todos los siguientes pasos de la pareja, comprobando que no había ningún tipo de error. Era su marido. Era el hombre de su vida, su compañero, su amigo, su amante. Era su sentido de la vida. Era su propia vida.
Finalmente se decidió a cruzar la calle y fue acercándose más a ellos. A medida que se aproximaba su rabia aumentaba, su corazón se aceleraba y sus ojos inundados en cólera perseguían los de su marido. Continuó caminando con el propósito de montar un escándalo, de arrancarle el moño a Laura, de escupirles a la cara, de arrebatarles su momento de felicidad. Su marido estaba tan magnetizado con su acompañante que ni siquiera la vio.
No le dio tiempo. La pareja cogió un taxi y desapareció de su vista. Parada en medio de una multitud conoció la soledad. Su rabia se fue convirtiendo en tristeza y solo pudo llorar. Se fue haciendo paso entre la gente hasta alcanzar la pared de la fachada del edificio. Tuvo que apoyarse para no caer. Sus piernas se debilitaban. Apenas tenía fuerza para permanecer de pie. Perdió la noción del tiempo.
Su corazón le concedió una tregua. Volvió a casa. Cerraba sus ojos y los veía una y otra vez, abrazándose, besándose, cogiendo ese taxi hacia un lugar elegido por los dos. Su querido Marcos había muerto para ella.
Se metió en la cama y se tapó hasta la cabeza. Con una completa oscuridad y con todo el silencio de una casa vacía empezó a ver las cosas claras. Por nada del mundo permitiría que se fuera con otra. Al cabo de un par de horas se levantó y se dirigió al mueble bar situado al lado del equipo de música. Se sirvió una copa de coñac. Seguidamente vertió unas gotas de un frasco pequeño en la botella y puso un compact disc de Giuseppe Verdi. Mientras oía una pieza de La Traviata que le encantaba, su mano derecha alzaba el volumen disfrutando de la música. En la otra mano sujetaba la copa, la movía con destreza y saboreaba cada segundo a sorbos. Este ritual lo hacía cada día su querido Marcos cuando llegaba a casa por la noche. Cuando terminó la música, apagó todo y volvió a la cama.
Marcos llegó a la hora de siempre. Encendió todas las luces, pensó que Marisa no había llegado todavía. Se dejó caer en el sillón verde botella que siempre utilizaba Marisa para leer, enfrente al dormitorio. Se sirvió una copa de coñac y cogió el móvil para llamar a Laura.
- Acabo de dejarte y ya te echo de menos –le dijo con una voz mimosa. Sí, sí, te lo prometo. Hoy mismo se lo digo.
Marisa salió de su habitación como un espectro. Se acercó lentamente a su marido. Iba descalza, tenía la cara desencajada, estaba despeinada, tenía el rímel corrido y los ojos enrojecidos de tanto llorar. Tragó saliva, se arregló el cabello, se colocó sus zapatos abandonados en la alfombra, se ajustó la falda subiéndose la cremallera y con una mirada llena de vacío se dirigió a su marido.
- ¿Qué es lo que me tienes que decir? –le preguntó Marisa clavando sus ojos en los él.
Marcos tenía una expresión difícil de describir. Estaba claro que su mujer había oído la conversación que mantuvo con Laura.
- Marisa, yo...No sé cómo decirte…-empezó a titubear apartando la mirada de su mujer.
Se sorprendió a si misma adoptando un actitud fría, inquisidora. Decidió dejar hablar a su marido. De hecho, ella deseaba que él hablase, que sufriera para contarle lo que ella ya sabía. Aunque con lo buen actor que había demostrado ser tampoco le costaría demasiado.
- Lo siento mucho Marisa. Estoy enamorado de otra mujer. Ya no te quiero…
Ella ya no le escuchaba. Observaba atentamente como le temblaban las manos a Marcos, como se convulsionaba su cuerpo. Finalmente no habló más. Se calló para siempre.
Marisa se acercó a él, comprobó el pulso y seguidamente se dirigió al teléfono.
- ¿Policía? Acabo de matar a mi marido.
Milagros Herrero
Le sobraron quince minutos y se sentó en una mesita, al sol, en la terraza del bar enfrente de la oficina de su marido. Mientras se tomaba un vermut blanco con hielo y unas olivas aliñadas, recordaba esos tantos momentos de felicidad junto a su esposo. Eran tantos que casi no le cabían en su memoria.
Pasaban diez minutos del horario de salida. Marisa pidió la cuenta al camarero. Sus ojos se clavaron en el portal del edificio. Le vio salir. No estaba solo. Era Laura, su compañera de redacción.
Mientras pagaba, le hizo un gesto a Marcos pero éste no la vio. Se disponía a cruzar la calle, cuando en ese momento Laura abrazó a su marido y Marcos le respondió con un apasionado beso. Un beso de no recuerda cuantos segundos, pero fueron muchos.
Se quedó clavada en el asfalto, delante del semáforo en verde sin atreverse a cruzar la calle. Sintió un sofocón, su vista se nubló de tanto mirarlos, sin pestañear, observando todos los siguientes pasos de la pareja, comprobando que no había ningún tipo de error. Era su marido. Era el hombre de su vida, su compañero, su amigo, su amante. Era su sentido de la vida. Era su propia vida.
Finalmente se decidió a cruzar la calle y fue acercándose más a ellos. A medida que se aproximaba su rabia aumentaba, su corazón se aceleraba y sus ojos inundados en cólera perseguían los de su marido. Continuó caminando con el propósito de montar un escándalo, de arrancarle el moño a Laura, de escupirles a la cara, de arrebatarles su momento de felicidad. Su marido estaba tan magnetizado con su acompañante que ni siquiera la vio.
No le dio tiempo. La pareja cogió un taxi y desapareció de su vista. Parada en medio de una multitud conoció la soledad. Su rabia se fue convirtiendo en tristeza y solo pudo llorar. Se fue haciendo paso entre la gente hasta alcanzar la pared de la fachada del edificio. Tuvo que apoyarse para no caer. Sus piernas se debilitaban. Apenas tenía fuerza para permanecer de pie. Perdió la noción del tiempo.
Su corazón le concedió una tregua. Volvió a casa. Cerraba sus ojos y los veía una y otra vez, abrazándose, besándose, cogiendo ese taxi hacia un lugar elegido por los dos. Su querido Marcos había muerto para ella.
Se metió en la cama y se tapó hasta la cabeza. Con una completa oscuridad y con todo el silencio de una casa vacía empezó a ver las cosas claras. Por nada del mundo permitiría que se fuera con otra. Al cabo de un par de horas se levantó y se dirigió al mueble bar situado al lado del equipo de música. Se sirvió una copa de coñac. Seguidamente vertió unas gotas de un frasco pequeño en la botella y puso un compact disc de Giuseppe Verdi. Mientras oía una pieza de La Traviata que le encantaba, su mano derecha alzaba el volumen disfrutando de la música. En la otra mano sujetaba la copa, la movía con destreza y saboreaba cada segundo a sorbos. Este ritual lo hacía cada día su querido Marcos cuando llegaba a casa por la noche. Cuando terminó la música, apagó todo y volvió a la cama.
Marcos llegó a la hora de siempre. Encendió todas las luces, pensó que Marisa no había llegado todavía. Se dejó caer en el sillón verde botella que siempre utilizaba Marisa para leer, enfrente al dormitorio. Se sirvió una copa de coñac y cogió el móvil para llamar a Laura.
- Acabo de dejarte y ya te echo de menos –le dijo con una voz mimosa. Sí, sí, te lo prometo. Hoy mismo se lo digo.
Marisa salió de su habitación como un espectro. Se acercó lentamente a su marido. Iba descalza, tenía la cara desencajada, estaba despeinada, tenía el rímel corrido y los ojos enrojecidos de tanto llorar. Tragó saliva, se arregló el cabello, se colocó sus zapatos abandonados en la alfombra, se ajustó la falda subiéndose la cremallera y con una mirada llena de vacío se dirigió a su marido.
- ¿Qué es lo que me tienes que decir? –le preguntó Marisa clavando sus ojos en los él.
Marcos tenía una expresión difícil de describir. Estaba claro que su mujer había oído la conversación que mantuvo con Laura.
- Marisa, yo...No sé cómo decirte…-empezó a titubear apartando la mirada de su mujer.
Se sorprendió a si misma adoptando un actitud fría, inquisidora. Decidió dejar hablar a su marido. De hecho, ella deseaba que él hablase, que sufriera para contarle lo que ella ya sabía. Aunque con lo buen actor que había demostrado ser tampoco le costaría demasiado.
- Lo siento mucho Marisa. Estoy enamorado de otra mujer. Ya no te quiero…
Ella ya no le escuchaba. Observaba atentamente como le temblaban las manos a Marcos, como se convulsionaba su cuerpo. Finalmente no habló más. Se calló para siempre.
Marisa se acercó a él, comprobó el pulso y seguidamente se dirigió al teléfono.
- ¿Policía? Acabo de matar a mi marido.
Milagros Herrero
miércoles, 14 de enero de 2009
KONDENADOS EN LA KASA OKUPADA 1
Desperté como cada noche, sobresaltado por el ruido que estaba haciendo un intruso en la casa. Pero había algo más, lo que sonaba era una música, muy ruidosa, diabólica, nunca había oído nada igual. También se oían risas y gritos, cogí la pistola que Isabel había dejado encima de la mesita de noche. En una esquina de la habitación, retozando sobre un viejo colchón raído, habían dos chicos jóvenes, ambos con un extraño peinado, como si se hubieran puesto una fregona en la cabeza, era difícil distinguir al chico de la chica si no fuera por que los dos estaban completamente desnudos. Me acerqué a ellos apuntándoles con el arma, la chica gritó.
- ¡Ey tío, lárgate! ¡Estamos echando un polvo!- Dijo el chico.
Una voz gritó mi nombre en el salón. Salí de la habitación y bajé las escaleras, la casa estaba llena de jóvenes andrajosos a los que costaba tanto distinguirlos como a los dos chicos que había dejado arriba fornicando. Abajo, entre la extraña cortina de humo de los cigarrillos de los chicos, me esperaba como cada noche él. Todo a nuestro alrededor había desaparecido y la casa volvió a ser la de siempre. Los dos interpretamos nuestros papeles. “¿Qué haces aquí?” Le pregunté. “He venido a matarte”
Nos apuntamos con nuestras pistolas y disparamos. Caí muerto al igual que el. ¿Pero como morir cuando estas muerto? Eso me hizo volver a la realidad. Los jóvenes que habían sido los involuntarios espectadores de nuestra tragedia, lejos de asustarse y salir corriendo o enloquecer, aplaudieron. Me levanté al igual que mi eterno rival totalmente ensangrentado. Nos miramos estupefactos sin saber que hacer. Uno de los jóvenes se nos acercó.
- ¡Tíos ha sido genial! ¡¿Vosotros también sabéis la leyenda?!
- ¿Leyenda? ¿Qué leyenda?- Preguntó una chica.
A nuestro alrededor se había formado todo un grupo de jóvenes.
- Mi abuelo me contó una vez, que hace cincuenta años, aquí vivió un matrimonio, la mujer del pavo, le puso los cuernos con su mejor amigo y luego los enredó para que se mataran el uno al otro. Se quedó con la pasta y no se supo más de ella. En cuando a los dos pringados aquellos, dicen que se escuchan ruidos por las noches y que por eso no vive aquí nadie.
- A mi esas cosas me dan mucho respeto.- Dijo otra chica.
- ¡No le hagas caso, se está quedando con nosotros!- Dijo otro chico.
Pronto el grupo se disolvió y todos aquellos jóvenes siguieron con la fiesta como si no existiéramos.
- ¿Enserio pasó eso?- Me preguntó mi rival estupefacto.
- Lo he olvidado. Lo único que sé es que estoy cansado y esta no se parece a la casa donde vivía.
Nos sentamos en un rincón a reflexionar y hablar de los viejos tiempos, pasando totalmente desapercibidos para el resto de la gente, y llegamos a la conclusión de que no valía la pena seguir con aquella farsa que habíamos mantenido durante tanto tiempo. Al amanecer nos disolvimos como el humo de los cigarrillos que habían estado fumando durante toda la noche. --------------------------------------------------
KONDENADOS EN LA KASA OKUPADA 2
La casa era perfecta. Llevaba muchos años desabitada y daba un poco de miedo, pero con poco de limpieza y alguna mano de pintura, podía quedar habitable. Todos los chicos pusieron de su parte, incluso vinieron chicos de otras casas ocupas a echar una mano. Luego trajeron los colchones, los sacos de dormir, las neveras portátiles llenas de cervezas y de comida. También trajeron una minicadena co mp3 y música, mucha música. La voz se corrió por toda la ciudad y los chicos acudieron de todas partes para la inauguración de la casa.
Nadie se dio cuenta de que aproximadamente a las doce de la noche, la puerta principal de la casa se abrió y se cerró sola sin que nadie hubiera entrado o salido y cualquiera podía ser el que estuviera tirando objetos de un lado a otro. Aquello era una fiesta y esas cosas pasan.
En una de las habitaciones de arriba, en la que una pareja había subido para hacer el amor, hizo acto presencia la misteriosa y pálida figura de un tipo de tez pálida, casi resplandeciente, vestido con pijama y un batín de dormir, en la mano llevaba una pistola. La chica al verlo dio un grito de pánico.
- ¡Ey tío, lárgate! Estamos echando un polvo.- Le dijo el chico al extraño.
El espectro les apuntó un momento con la pistola, pero algo atrajo su atención en otro lado y se fue atravesando la puerta sin llegar a abrirla. Pero los chicos pensaron que ara todo un efecto da alguna droga y siguieron a lo suyo sin darle importancia.
Abajo las figuras de los dos espectros fueron completamente visibles para todos los asistentes a la fiesta, vieron como después de cruzar un par de frases las dos figuras se disparaban mutuamente. Nadie sabía quienes eran, a todos les pareció cojonudos los disfraces y todos aplaudieron al ver como se mataban, luego siguieron con la fiesta como si nada. Los espectros se levantaron y se miraron estupefactos ante la indiferencia general.
- ¡Tíos ha sido genial! ¡¿Vosotros también sabéis la leyenda?!- Dijo un chico que fue hacia ellos.
- ¿Leyenda? ¿Qué leyenda?- Dijo otra chica.
Pronto se formo un pequeño corro alrededor de los dos espectros, El chico contó como dos amigos se habían matado en aquella casa hacía cincuenta años por la mujer de uno de ellos y que desde entonces, la gente decía que en la casa se oían ruido y pasaban cosas raras. Nadie le hizo demasiado caso a la leyenda y el grupo no tardó en disolverse.
En ese momento los dos espectros fueron conscientes, de que habían olvidado la razón por la que cada noche se mataban el uno al otro y de que ya todo carecía de importancia. Al amanecer, los dos espectros se disolvieron como el humo de los porros, sin que nadie reparara en ellos.
Juan Carlos Fernández.
Desperté como cada noche, sobresaltado por el ruido que estaba haciendo un intruso en la casa. Pero había algo más, lo que sonaba era una música, muy ruidosa, diabólica, nunca había oído nada igual. También se oían risas y gritos, cogí la pistola que Isabel había dejado encima de la mesita de noche. En una esquina de la habitación, retozando sobre un viejo colchón raído, habían dos chicos jóvenes, ambos con un extraño peinado, como si se hubieran puesto una fregona en la cabeza, era difícil distinguir al chico de la chica si no fuera por que los dos estaban completamente desnudos. Me acerqué a ellos apuntándoles con el arma, la chica gritó.
- ¡Ey tío, lárgate! ¡Estamos echando un polvo!- Dijo el chico.
Una voz gritó mi nombre en el salón. Salí de la habitación y bajé las escaleras, la casa estaba llena de jóvenes andrajosos a los que costaba tanto distinguirlos como a los dos chicos que había dejado arriba fornicando. Abajo, entre la extraña cortina de humo de los cigarrillos de los chicos, me esperaba como cada noche él. Todo a nuestro alrededor había desaparecido y la casa volvió a ser la de siempre. Los dos interpretamos nuestros papeles. “¿Qué haces aquí?” Le pregunté. “He venido a matarte”
Nos apuntamos con nuestras pistolas y disparamos. Caí muerto al igual que el. ¿Pero como morir cuando estas muerto? Eso me hizo volver a la realidad. Los jóvenes que habían sido los involuntarios espectadores de nuestra tragedia, lejos de asustarse y salir corriendo o enloquecer, aplaudieron. Me levanté al igual que mi eterno rival totalmente ensangrentado. Nos miramos estupefactos sin saber que hacer. Uno de los jóvenes se nos acercó.
- ¡Tíos ha sido genial! ¡¿Vosotros también sabéis la leyenda?!
- ¿Leyenda? ¿Qué leyenda?- Preguntó una chica.
A nuestro alrededor se había formado todo un grupo de jóvenes.
- Mi abuelo me contó una vez, que hace cincuenta años, aquí vivió un matrimonio, la mujer del pavo, le puso los cuernos con su mejor amigo y luego los enredó para que se mataran el uno al otro. Se quedó con la pasta y no se supo más de ella. En cuando a los dos pringados aquellos, dicen que se escuchan ruidos por las noches y que por eso no vive aquí nadie.
- A mi esas cosas me dan mucho respeto.- Dijo otra chica.
- ¡No le hagas caso, se está quedando con nosotros!- Dijo otro chico.
Pronto el grupo se disolvió y todos aquellos jóvenes siguieron con la fiesta como si no existiéramos.
- ¿Enserio pasó eso?- Me preguntó mi rival estupefacto.
- Lo he olvidado. Lo único que sé es que estoy cansado y esta no se parece a la casa donde vivía.
Nos sentamos en un rincón a reflexionar y hablar de los viejos tiempos, pasando totalmente desapercibidos para el resto de la gente, y llegamos a la conclusión de que no valía la pena seguir con aquella farsa que habíamos mantenido durante tanto tiempo. Al amanecer nos disolvimos como el humo de los cigarrillos que habían estado fumando durante toda la noche. --------------------------------------------------
KONDENADOS EN LA KASA OKUPADA 2
La casa era perfecta. Llevaba muchos años desabitada y daba un poco de miedo, pero con poco de limpieza y alguna mano de pintura, podía quedar habitable. Todos los chicos pusieron de su parte, incluso vinieron chicos de otras casas ocupas a echar una mano. Luego trajeron los colchones, los sacos de dormir, las neveras portátiles llenas de cervezas y de comida. También trajeron una minicadena co mp3 y música, mucha música. La voz se corrió por toda la ciudad y los chicos acudieron de todas partes para la inauguración de la casa.
Nadie se dio cuenta de que aproximadamente a las doce de la noche, la puerta principal de la casa se abrió y se cerró sola sin que nadie hubiera entrado o salido y cualquiera podía ser el que estuviera tirando objetos de un lado a otro. Aquello era una fiesta y esas cosas pasan.
En una de las habitaciones de arriba, en la que una pareja había subido para hacer el amor, hizo acto presencia la misteriosa y pálida figura de un tipo de tez pálida, casi resplandeciente, vestido con pijama y un batín de dormir, en la mano llevaba una pistola. La chica al verlo dio un grito de pánico.
- ¡Ey tío, lárgate! Estamos echando un polvo.- Le dijo el chico al extraño.
El espectro les apuntó un momento con la pistola, pero algo atrajo su atención en otro lado y se fue atravesando la puerta sin llegar a abrirla. Pero los chicos pensaron que ara todo un efecto da alguna droga y siguieron a lo suyo sin darle importancia.
Abajo las figuras de los dos espectros fueron completamente visibles para todos los asistentes a la fiesta, vieron como después de cruzar un par de frases las dos figuras se disparaban mutuamente. Nadie sabía quienes eran, a todos les pareció cojonudos los disfraces y todos aplaudieron al ver como se mataban, luego siguieron con la fiesta como si nada. Los espectros se levantaron y se miraron estupefactos ante la indiferencia general.
- ¡Tíos ha sido genial! ¡¿Vosotros también sabéis la leyenda?!- Dijo un chico que fue hacia ellos.
- ¿Leyenda? ¿Qué leyenda?- Dijo otra chica.
Pronto se formo un pequeño corro alrededor de los dos espectros, El chico contó como dos amigos se habían matado en aquella casa hacía cincuenta años por la mujer de uno de ellos y que desde entonces, la gente decía que en la casa se oían ruido y pasaban cosas raras. Nadie le hizo demasiado caso a la leyenda y el grupo no tardó en disolverse.
En ese momento los dos espectros fueron conscientes, de que habían olvidado la razón por la que cada noche se mataban el uno al otro y de que ya todo carecía de importancia. Al amanecer, los dos espectros se disolvieron como el humo de los porros, sin que nadie reparara en ellos.
Juan Carlos Fernández.
ENAMORASTAN 50mg
ENAMORASTAN 50mg
Lea todo el prospecto antes de empezar a utilizar ENAMORASTAN 50mg.
El principio activo de este medicamento es la Feniletilamina.
1 Qué es ENAMORASTAN 50mg y para qué se utiliza
Se presenta en forma de comprimidos recubiertos envasados en blister de 30 comprimidos.
ENAMORASTAN 50mg está indicado en:
- Convivencias largas
- Monotonía amatoria y falta de imaginación
- Frialdad y falta de deseo
- Indiferencia
2 No tome ENAMORASTAN 50 mg:
- Si considera que el enamoramiento no es importante; opina que el compañerismo, el afecto y la tolerancia son la esencia del amor, por encima de la pasión.
- Si considera que la estabilidad emocional es deseable a la inestabilidad que genera el enamoramiento.
- Si considera el enamoramiento como un estadio de enfermedad mental que genera ansiedad.
3 Efectos de ENAMORASTAN 50 mg:
- Idealización y admiración de la persona amada.
- Atribución de cualidades positivas a la misma (incluso inexistentes) evitando la crítica.
- Desactivación de los circuitos cerebrales responsables de las emociones negativas. Optimismo. Euforia.
- Necesidad de cercanía de la persona amada.
- Incremento del deseo sexual
- Necesidad de agradar a la persona amada.
4 Posibles efectos adversos
- Sudoración
- Ansiedad
- Falta de concentración
- Insomnio
- Pulso acelerado
- Taquicardia
- Celos
- Alteración de la percepción del tiempo
- Dolor o ansiedad en el estómago
- Ceguera transitoria
- Propensión al lagrimeo
- Distorsión de la realidad
Embarazo:
Los estudios demuestran que los hijos cuyas madres han sido tratadas con ENAMORASTAN 50mg durante el embarazo, presentan durante toda su vida un cuadro agudo de complejo de Edipo, por lo que no es recomendable su uso durante el embarazo.
El uso de ENAMORASTAN 50mg puede propiciar embarazos no deseados. Tome siempre precauciones si no desea procrear.
Si olvidó tomar ENAMORASTAN 50 mg
Tome su dosis normal la siguiente vez. No tome una dosis doble para compensar dosis olvidadas. Puede provocar libido descontrolada y paranoia enamoratoria severa.
Duración del tratamiento:
Vitalicio, aunque se recomienda que a partir de los 70 años se reduzca la dosis para evitar posibles problemas cardíacos derivados de la intensa actividad sexual que ENAMORASTAN 50mg propicia. Su médico le informará.
15/09/2010
Después de veintidós años de investigación, y numerosos ensayos clínicos, hoy por fin ha visto la luz el fruto del trabajo de toda mi vida. ENAMORASTAN.
Se comercializa en sobres, píldoras o parches, que van descargando dosis de enamoramiento a diario. Está especialmente indicado en parejas de larga duración que han transformado la pasión, el fuego y el deseo por un tibio compañerismo, afecto fraternal y tolerancia, que aunque sin duda son cualidades apreciadas en el amor, por sí solas generan monotonía, desinterés e insatisfacción. ENAMORASTAN devolverá la pasión a miles de matrimonios. Evitará miles de divorcios. La infidelidad pasará a la historia. El mundo entero explosionará en una bomba de enamoramiento: calles pobladas de gente eufórica, que sonríe y se besa sin parar. Parejas que a pesar de llevar 20 años conviviendo, aun sienten maripositas en el estómago cuando se ven y están deseando llegar a su casa para materializar el amor.
Después de la vacuna contra el SIDA y de la cura contra el cáncer, este avance se ha considerado como uno de los más importantes de este siglo. Sin duda se trata de una revolución en las relaciones humanas, un descubrimiento que favorecerá al mundo en todas sus dimensiones. El fin de las guerras y el principio de la era del amor.
Por la polémica que ha generado, se ha comparado la aparición de ENAMORASTAN con el uso de las células madre, y es que no ha sido nada fácil que ENAMORASTAN viera la luz. Como en todo, la iglesia se ha opuesto desde el primer momento. Pero el ámbito clerical no es el único en oponerse. Numerosas asociaciones han puesto la voz en grito, tachando ENAMORASTAN de antinatural, una aberración. ¿Es acaso más natural que las parejas se separen, que las infidelidades se multipliquen, que miles de parejas convivan por costumbre o por necesidad, pero no por amor?
Nadie obliga a nadie a tomar ENAMORASTAN, pero a un precio de 10 euros la caja, ¿quién se resiste a adquirir una fuente de felicidad garantizada?
15/03/2030
¿Deberíamos culpar al químico Alemán Otto Hahn, descubridor de la fusión nuclear, de las 150.000 muertes que provocó la bomba atómica?
¿Se me puede culpar a mí por haber descubierto la fórmula del amor y ponerla al servicio del ser humano?
Si antaño crearon un premio Nobel especial para mí: el premio nobel del amor, hoy ciertos sectores me culpabilizan de todos los males que han acontecido a nuestra sociedad en estos últimos 20 años.
Los primeros años de la comercialización de ENAMORASTAN fueron menos exitosos de lo previsto. Eran pocas las personas decididas a tomar el medicamento, quién sabe si por miedo a efectos secundarios imprevistos, por la influencia de las asociaciones que se manifestaban a diario en contra de él, o bien por la influencia de la iglesia.
Sin embargo, a los 5 años de salir al mercado, algunos personajes del papel couché reconocieron que sus vidas habían dado un giro de 180º grados tras introducir ENAMORASTAN en ellas: Amy Winehouse reconoció haber dejado las drogas gracias al medicamento, y declaraba que la única droga que necesitaba era la del amor. Dejó incluso de cardarse el pelo. Britney Spears se casó con su mayordomo y nunca jamás volvió a protagonizar escándalo alguno. Y lo mismo sucedió con Estefanía de Mónaco y con un sinfín de famosos más.
El negocio de la prensa rosa empezó a flaquear. Los famosos no se separaban. Los actores dejaron de enamorarse de cada compañero de reparto y sus matrimonios duraban para toda la vida. Proclamaban a los cuatro vientos que toda la felicidad de sus vidas se la debían a ENAMORASTAN.
Y el producto se puso de moda. No se daba abasto en su fabricación. Tuvimos que abrir enormes fábricas en China, Tailandia, Pakistán, Marruecos, Polonia. A pesar de que se producía el producto sin descanso, la demanda a nivel mundial era tan alta, que los precios empezaron a subir, y como en todo, se creó un mercado negro de gente que compraba y revendía y ofertas por internet de falsificaciones.
Buscamos nuevas alternativas para la distribución del producto. Una inyección con capacidad de amor para 15 años. El precio rondaba los 3000 euros la inyección, pero la comodidad era innegable y los bancos ofrecían mini créditos que ayudaban a los jóvenes a adquirir el producto. Muchas parejas incluían ENAMORASTAN en sus listas de boda para garantizar una unión exitosa y duradera.
Mientras la demanda del medicamento no dejaba de subir, la productividad general a nivel mundial no dejaba de bajar. La población no se concentraba. El mundo entero estaba deseando terminar sus jornadas de trabajo para poder encontrarse con sus parejas. Los investigadores no tenían ganas de investigar, los cirujanos no tenían las cabezas puestas en los bisturís, los errores humanos se multiplicaron, la ciencia se estancó. Los cimientos de nuestra sociedad empezaron a tambalearse.
Los embarazos no deseados aumentaron en un 200%, y es que en el estado de euforia que provoca el enamoramiento, muchas parejas se olvidaban de utilizar métodos anticonceptivos. Los divorcios se redujeron en un 90%. Los abogados matrimonialistas tuvieron que especializarse en otros campos.
Llegaron las primeras denuncias de las asociaciones contra ENAMORASTAN. Denunciaban que en las discotecas algunos desalmados se encargaban de depositar ENAMORASTAN en las copas de las chicas. Las víctimas nunca denunciaban pues en realidad consideraban que era lo mejor que les había pasado en sus vidas. Los padres de éstas no se preocupaban mucho, estaban demasiado concentrados en el dormitorio con la puerta cerrada. Los hijos iban creciendo sin la atención de sus padres, deseando cumplir la mayoría de edad para adquirir el producto milagroso y ser felices.
Es cierto que la crisis económica actual es feroz, que la capacidad adquisitiva de las familias ha bajado en un 40% debido a la falta de productividad de las empresas. Muchas familias viven cerca del umbral de la pobreza, y a pesar de esta realidad en principio desoladora, las encuestas son claras: nunca antes la población ha sido tan feliz.
Esa felicidad se palpa en las calles, se traduce en las canciones. Han dejado de escribirse canciones de desamor. Nadie las entiende.
Nadie salvo los que hoy me juzgan. Son pocos y se creen con la verdad. Han intentado por todos los medios retirar el producto del mercado. Son ex consumidores de ENAMORASTAN amargados, algunos naturistas que nunca lo han aprobado, y sobre todo la iglesia. Nos odian, nos envidian. Nuestra felicidad les hiere. Pero nunca, nunca podrán retirar ENAMORASTAN de nuestras vidas.
Sonia Ramírez
Lea todo el prospecto antes de empezar a utilizar ENAMORASTAN 50mg.
El principio activo de este medicamento es la Feniletilamina.
1 Qué es ENAMORASTAN 50mg y para qué se utiliza
Se presenta en forma de comprimidos recubiertos envasados en blister de 30 comprimidos.
ENAMORASTAN 50mg está indicado en:
- Convivencias largas
- Monotonía amatoria y falta de imaginación
- Frialdad y falta de deseo
- Indiferencia
2 No tome ENAMORASTAN 50 mg:
- Si considera que el enamoramiento no es importante; opina que el compañerismo, el afecto y la tolerancia son la esencia del amor, por encima de la pasión.
- Si considera que la estabilidad emocional es deseable a la inestabilidad que genera el enamoramiento.
- Si considera el enamoramiento como un estadio de enfermedad mental que genera ansiedad.
3 Efectos de ENAMORASTAN 50 mg:
- Idealización y admiración de la persona amada.
- Atribución de cualidades positivas a la misma (incluso inexistentes) evitando la crítica.
- Desactivación de los circuitos cerebrales responsables de las emociones negativas. Optimismo. Euforia.
- Necesidad de cercanía de la persona amada.
- Incremento del deseo sexual
- Necesidad de agradar a la persona amada.
4 Posibles efectos adversos
- Sudoración
- Ansiedad
- Falta de concentración
- Insomnio
- Pulso acelerado
- Taquicardia
- Celos
- Alteración de la percepción del tiempo
- Dolor o ansiedad en el estómago
- Ceguera transitoria
- Propensión al lagrimeo
- Distorsión de la realidad
Embarazo:
Los estudios demuestran que los hijos cuyas madres han sido tratadas con ENAMORASTAN 50mg durante el embarazo, presentan durante toda su vida un cuadro agudo de complejo de Edipo, por lo que no es recomendable su uso durante el embarazo.
El uso de ENAMORASTAN 50mg puede propiciar embarazos no deseados. Tome siempre precauciones si no desea procrear.
Si olvidó tomar ENAMORASTAN 50 mg
Tome su dosis normal la siguiente vez. No tome una dosis doble para compensar dosis olvidadas. Puede provocar libido descontrolada y paranoia enamoratoria severa.
Duración del tratamiento:
Vitalicio, aunque se recomienda que a partir de los 70 años se reduzca la dosis para evitar posibles problemas cardíacos derivados de la intensa actividad sexual que ENAMORASTAN 50mg propicia. Su médico le informará.
15/09/2010
Después de veintidós años de investigación, y numerosos ensayos clínicos, hoy por fin ha visto la luz el fruto del trabajo de toda mi vida. ENAMORASTAN.
Se comercializa en sobres, píldoras o parches, que van descargando dosis de enamoramiento a diario. Está especialmente indicado en parejas de larga duración que han transformado la pasión, el fuego y el deseo por un tibio compañerismo, afecto fraternal y tolerancia, que aunque sin duda son cualidades apreciadas en el amor, por sí solas generan monotonía, desinterés e insatisfacción. ENAMORASTAN devolverá la pasión a miles de matrimonios. Evitará miles de divorcios. La infidelidad pasará a la historia. El mundo entero explosionará en una bomba de enamoramiento: calles pobladas de gente eufórica, que sonríe y se besa sin parar. Parejas que a pesar de llevar 20 años conviviendo, aun sienten maripositas en el estómago cuando se ven y están deseando llegar a su casa para materializar el amor.
Después de la vacuna contra el SIDA y de la cura contra el cáncer, este avance se ha considerado como uno de los más importantes de este siglo. Sin duda se trata de una revolución en las relaciones humanas, un descubrimiento que favorecerá al mundo en todas sus dimensiones. El fin de las guerras y el principio de la era del amor.
Por la polémica que ha generado, se ha comparado la aparición de ENAMORASTAN con el uso de las células madre, y es que no ha sido nada fácil que ENAMORASTAN viera la luz. Como en todo, la iglesia se ha opuesto desde el primer momento. Pero el ámbito clerical no es el único en oponerse. Numerosas asociaciones han puesto la voz en grito, tachando ENAMORASTAN de antinatural, una aberración. ¿Es acaso más natural que las parejas se separen, que las infidelidades se multipliquen, que miles de parejas convivan por costumbre o por necesidad, pero no por amor?
Nadie obliga a nadie a tomar ENAMORASTAN, pero a un precio de 10 euros la caja, ¿quién se resiste a adquirir una fuente de felicidad garantizada?
15/03/2030
¿Deberíamos culpar al químico Alemán Otto Hahn, descubridor de la fusión nuclear, de las 150.000 muertes que provocó la bomba atómica?
¿Se me puede culpar a mí por haber descubierto la fórmula del amor y ponerla al servicio del ser humano?
Si antaño crearon un premio Nobel especial para mí: el premio nobel del amor, hoy ciertos sectores me culpabilizan de todos los males que han acontecido a nuestra sociedad en estos últimos 20 años.
Los primeros años de la comercialización de ENAMORASTAN fueron menos exitosos de lo previsto. Eran pocas las personas decididas a tomar el medicamento, quién sabe si por miedo a efectos secundarios imprevistos, por la influencia de las asociaciones que se manifestaban a diario en contra de él, o bien por la influencia de la iglesia.
Sin embargo, a los 5 años de salir al mercado, algunos personajes del papel couché reconocieron que sus vidas habían dado un giro de 180º grados tras introducir ENAMORASTAN en ellas: Amy Winehouse reconoció haber dejado las drogas gracias al medicamento, y declaraba que la única droga que necesitaba era la del amor. Dejó incluso de cardarse el pelo. Britney Spears se casó con su mayordomo y nunca jamás volvió a protagonizar escándalo alguno. Y lo mismo sucedió con Estefanía de Mónaco y con un sinfín de famosos más.
El negocio de la prensa rosa empezó a flaquear. Los famosos no se separaban. Los actores dejaron de enamorarse de cada compañero de reparto y sus matrimonios duraban para toda la vida. Proclamaban a los cuatro vientos que toda la felicidad de sus vidas se la debían a ENAMORASTAN.
Y el producto se puso de moda. No se daba abasto en su fabricación. Tuvimos que abrir enormes fábricas en China, Tailandia, Pakistán, Marruecos, Polonia. A pesar de que se producía el producto sin descanso, la demanda a nivel mundial era tan alta, que los precios empezaron a subir, y como en todo, se creó un mercado negro de gente que compraba y revendía y ofertas por internet de falsificaciones.
Buscamos nuevas alternativas para la distribución del producto. Una inyección con capacidad de amor para 15 años. El precio rondaba los 3000 euros la inyección, pero la comodidad era innegable y los bancos ofrecían mini créditos que ayudaban a los jóvenes a adquirir el producto. Muchas parejas incluían ENAMORASTAN en sus listas de boda para garantizar una unión exitosa y duradera.
Mientras la demanda del medicamento no dejaba de subir, la productividad general a nivel mundial no dejaba de bajar. La población no se concentraba. El mundo entero estaba deseando terminar sus jornadas de trabajo para poder encontrarse con sus parejas. Los investigadores no tenían ganas de investigar, los cirujanos no tenían las cabezas puestas en los bisturís, los errores humanos se multiplicaron, la ciencia se estancó. Los cimientos de nuestra sociedad empezaron a tambalearse.
Los embarazos no deseados aumentaron en un 200%, y es que en el estado de euforia que provoca el enamoramiento, muchas parejas se olvidaban de utilizar métodos anticonceptivos. Los divorcios se redujeron en un 90%. Los abogados matrimonialistas tuvieron que especializarse en otros campos.
Llegaron las primeras denuncias de las asociaciones contra ENAMORASTAN. Denunciaban que en las discotecas algunos desalmados se encargaban de depositar ENAMORASTAN en las copas de las chicas. Las víctimas nunca denunciaban pues en realidad consideraban que era lo mejor que les había pasado en sus vidas. Los padres de éstas no se preocupaban mucho, estaban demasiado concentrados en el dormitorio con la puerta cerrada. Los hijos iban creciendo sin la atención de sus padres, deseando cumplir la mayoría de edad para adquirir el producto milagroso y ser felices.
Es cierto que la crisis económica actual es feroz, que la capacidad adquisitiva de las familias ha bajado en un 40% debido a la falta de productividad de las empresas. Muchas familias viven cerca del umbral de la pobreza, y a pesar de esta realidad en principio desoladora, las encuestas son claras: nunca antes la población ha sido tan feliz.
Esa felicidad se palpa en las calles, se traduce en las canciones. Han dejado de escribirse canciones de desamor. Nadie las entiende.
Nadie salvo los que hoy me juzgan. Son pocos y se creen con la verdad. Han intentado por todos los medios retirar el producto del mercado. Son ex consumidores de ENAMORASTAN amargados, algunos naturistas que nunca lo han aprobado, y sobre todo la iglesia. Nos odian, nos envidian. Nuestra felicidad les hiere. Pero nunca, nunca podrán retirar ENAMORASTAN de nuestras vidas.
Sonia Ramírez
martes, 13 de enero de 2009
326 y 859
- Y dígame, ¿cuál fue su anterior trabajo?
Unas paredes grises, una mesa y una silla gris, un hombre ceniciento.
- Dibujaba caricaturas para los turistas en el paseo de la playa.
Su triste manera de ganarse el pan.
- Mmmm, interesante.
- En realidad soy pintor.
- Bien, si tengo que pintar mi casa le llamaré.
- No, quiero decir pintor de cuadros.
- Ah, un artista. Bueno, dígame, ¿sabe contar?
- ¿Cómo?
- Que si sabe contar.
Una carpeta gris, una chaqueta gris, un hombre ceniciento.
- Eh, sí, claro
- De acuerdo, demuéstremelo.
El entrevistado titubeó. Aquel hombre...¿estaría bromeando?
- Empiece.
- Bien. ¿Hasta que número cuento?
- Usted empiece, ya le diré yo cuándo parar.
- Ejem...uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, och…
- Perfecto. El trabajo es suyo. ¿Puede empezar mañana?
- Eh, creo que sí.
Facturas. Factura cero, cero, cero, cero, cero, uno. Cero, cero, cero, cincuenta mil. Durante ocho horas al día, cinco días a la semana: facturas. Abría un cajón, buscaba la carpeta, buscaba la factura anterior y archivaba.
- Le traigo más facturas para archivar. Y necesito las número 7312, 248 y 8201.
Buscaba rápidamente, encontraba, las entregaba. Recogía las nuevas facturas, las ordenaba, abría un cajón, buscaba la carpeta, buscaba la factura anterior y archivaba. Ocho horas al día, cinco días a la semana: facturas.
Los demás trabajadores, los de los ordenadores, entraban al cuarto gris sin apenas luz, al cuarto sin ventana. Le traían más facturas para archivar y le pedían otras tantas. Él les veía desde su puesto de trabajo y les veía como a máquinas, máquinas que sólo tenían dos movimientos: mirar la pantalla del ordenador y levantarse a pedir facturas. Quizás él pronto se convertiría en eso también, en tener solo dos movimientos: buscar y archivar.
Desde hacía un mes no había vuelto a pintar, desde que empezó a archivar ya no era el mismo. Llegaba a casa y en sus lienzos en blanco sólo veía números. Hablaba con su novia y en su boca veía un cero en lugar del magenta, en su nariz un ocho en vez de su forma abstracta, en sus ojos un dos y no la profundidad del marrón. Ya no salía a la calle con su caballete a cuestas, ahora sólo cargaba el cansancio. Su día a día transcurría entre hojas de papel y gente desconocida que le daba órdenes, que nunca decían un buenos días, que nunca decían gracias. Y así, entre el blanco incoloro y el negro de la nada se había esfumado su inspiración.
Sus cuadros, los pocos que pintaba ya, demostraban el vacío que no mostraban ahora sus bolsillos.
- Cariño es mejor algo estable, esto te garantiza la misma cantidad de dinero cada mes. Me alegra que hayas aceptado el trabajo. ¿Para qué vas a seguir pintando?, total, eso no te llevaba a ningún sitio.
Su novia, una mujer práctica.
- Disculpe señor. Vengo a decirle que mañana llegaré más tarde.
- ¿Y usted es? – unas cortinas grises, un bigote gris.
- Soy..., eh... soy el que archiva las facturas.
- Ah, sí, sí. Y, ¿a qué se debe que mañana llegue con retraso?
- Tengo visita con el médico.
- ¿No puede ir un sábado? -una pregunta descolorida.
- Bueno, eh... los médicos no pasan consulta los sábados.
- De acuerdo, pero no se retrase mucho. Sus compañeros necesitan que esté usted aquí, si tuviesen que buscar ellos las facturas que necesitan tardarían mucho tiempo y la empresa se pararía por unos minutos y no nos podemos permitir perder el tiempo. Pero vaya, vaya usted al médico. Y cuídese, no vaya a ponerse enfermo y se convierta esto en un caos.
Al día siguiente llegó cuatro horas tarde. En su mesa había tres montañas de facturas y en la puerta una fila de trabajadores esperando a que uno de ellos, con la cabeza dentro de uno de los cajones, acabase de encontrar la factura que necesitaba. Cero, cero, cero, cero, cincuenta mil. ¿Cuánta cantidad de color gris le había hecho perder a la empresa en cuatro horas?
Trabajo retrasado, presión, más rápido, horas extras. Llegaba a casa, cenaba por cenar, arrastraba los pies hacia la cama, veía un pincel y suspiraba. Dormía, tenía pesadillas e iba trabajar.
Con la 326 pensaba en su paleta, con la 2541 pensaba en pagar el gas. Con la 859 pensaba en cómo conseguir el azul del mar, con la 10.593 pensaba en el alquiler.
- Le traigo más facturas y necesito la 326 y la 859.
- ¿Ninguna más?
- No, por ahora estas dos son las que me corren más prisa.
Su paleta y el azul del mar.
- ¡Muévase, vamos, no puedo perder el tiempo!
No podía perder el tiempo. Se le ocurrió la idea en tonos pastel y seguidamente en colores cálidos. Lo desordenaría todo sin que nadie se diese cuenta, nadie iba a enterarse porque él era el dueño absoluto del archivador. La empresa no se podía permitir perder el tiempo, pero él sí que se podía permitir perder su tiempo, su tiempo de creación; a cambio de seis euros la hora vendía el resto de su vida como máquina.
En el orden que había producido, el 34 no iba delante del 35 y el 1569 no estaba en la carpeta de los 1500. Llegaba a casa y urdía el plan, cenaba y veía un bodegón. Veía un pincel y sonreía. Dormía, soñaba al estilo Dalí e iba a trabajar. Poco a poco lo consiguió, no habría nadie capaz de desenredar el lío que había montado. Miró a sus queridos compañeros por última vez y pensó que quizás algún día le buscarían y le darían las gracias por haberlos liberado de su mundo en sepia.
- Señor, mañana no vendré.
- ¿Y usted es?
- El que archiva.
- Ah sí...y ¿por qué mañana no asistirá a su lugar de trabajo?
- Porque no hay ventana.
- ¿Cómo ha dicho? En la época en la que estamos, es un lujo perder un trabajo. ¿Se puede usted permitir el lujo de perder un trabajo como éste, tan bien pagado, un trabajo tan importante, del que depende la eficacia de sus compañeros, y con ellos que la empresa siga adelante?
- Sí, creo que sí me lo puedo permitir.
- Bien, dígame entonces por qué.
- Porque soy pintor -una respuesta a todo color.
Salió del despacho y supo que aquél jamás le daría las gracias, porque ése era un hombre ya demasiado ceniciento.
- Y dígame Sra. García ¿cuál fue su anterior trabajo?
El mismo hombre de color gris.
- Trabajaba en un archivo municipal.
- Es decir, que sabe contar.
- Sí claro: uno, dos, tres, cuatro, cinc...
- Perfecto el trabajo es suyo, ayer mismo nos quedamos sin nuestro anterior archivador y nos urge ocupar el puesto. ¿Puede empezar ahora mismo?
- Sí.
Nunca había visto un archivo cómo ese. Parecía que hubiese habido un terremoto en cada uno de los cajones, en cada una de las carpetas. Con resignación pensó en pagar el colegio de sus hijos y se puso manos a la obra, como poniendo en marcha una máquina, sin saber que nunca encontraría la factura 326 ni la 859.
Unas paredes grises, una mesa y una silla gris, un hombre ceniciento.
- Dibujaba caricaturas para los turistas en el paseo de la playa.
Su triste manera de ganarse el pan.
- Mmmm, interesante.
- En realidad soy pintor.
- Bien, si tengo que pintar mi casa le llamaré.
- No, quiero decir pintor de cuadros.
- Ah, un artista. Bueno, dígame, ¿sabe contar?
- ¿Cómo?
- Que si sabe contar.
Una carpeta gris, una chaqueta gris, un hombre ceniciento.
- Eh, sí, claro
- De acuerdo, demuéstremelo.
El entrevistado titubeó. Aquel hombre...¿estaría bromeando?
- Empiece.
- Bien. ¿Hasta que número cuento?
- Usted empiece, ya le diré yo cuándo parar.
- Ejem...uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, och…
- Perfecto. El trabajo es suyo. ¿Puede empezar mañana?
- Eh, creo que sí.
Facturas. Factura cero, cero, cero, cero, cero, uno. Cero, cero, cero, cincuenta mil. Durante ocho horas al día, cinco días a la semana: facturas. Abría un cajón, buscaba la carpeta, buscaba la factura anterior y archivaba.
- Le traigo más facturas para archivar. Y necesito las número 7312, 248 y 8201.
Buscaba rápidamente, encontraba, las entregaba. Recogía las nuevas facturas, las ordenaba, abría un cajón, buscaba la carpeta, buscaba la factura anterior y archivaba. Ocho horas al día, cinco días a la semana: facturas.
Los demás trabajadores, los de los ordenadores, entraban al cuarto gris sin apenas luz, al cuarto sin ventana. Le traían más facturas para archivar y le pedían otras tantas. Él les veía desde su puesto de trabajo y les veía como a máquinas, máquinas que sólo tenían dos movimientos: mirar la pantalla del ordenador y levantarse a pedir facturas. Quizás él pronto se convertiría en eso también, en tener solo dos movimientos: buscar y archivar.
Desde hacía un mes no había vuelto a pintar, desde que empezó a archivar ya no era el mismo. Llegaba a casa y en sus lienzos en blanco sólo veía números. Hablaba con su novia y en su boca veía un cero en lugar del magenta, en su nariz un ocho en vez de su forma abstracta, en sus ojos un dos y no la profundidad del marrón. Ya no salía a la calle con su caballete a cuestas, ahora sólo cargaba el cansancio. Su día a día transcurría entre hojas de papel y gente desconocida que le daba órdenes, que nunca decían un buenos días, que nunca decían gracias. Y así, entre el blanco incoloro y el negro de la nada se había esfumado su inspiración.
Sus cuadros, los pocos que pintaba ya, demostraban el vacío que no mostraban ahora sus bolsillos.
- Cariño es mejor algo estable, esto te garantiza la misma cantidad de dinero cada mes. Me alegra que hayas aceptado el trabajo. ¿Para qué vas a seguir pintando?, total, eso no te llevaba a ningún sitio.
Su novia, una mujer práctica.
- Disculpe señor. Vengo a decirle que mañana llegaré más tarde.
- ¿Y usted es? – unas cortinas grises, un bigote gris.
- Soy..., eh... soy el que archiva las facturas.
- Ah, sí, sí. Y, ¿a qué se debe que mañana llegue con retraso?
- Tengo visita con el médico.
- ¿No puede ir un sábado? -una pregunta descolorida.
- Bueno, eh... los médicos no pasan consulta los sábados.
- De acuerdo, pero no se retrase mucho. Sus compañeros necesitan que esté usted aquí, si tuviesen que buscar ellos las facturas que necesitan tardarían mucho tiempo y la empresa se pararía por unos minutos y no nos podemos permitir perder el tiempo. Pero vaya, vaya usted al médico. Y cuídese, no vaya a ponerse enfermo y se convierta esto en un caos.
Al día siguiente llegó cuatro horas tarde. En su mesa había tres montañas de facturas y en la puerta una fila de trabajadores esperando a que uno de ellos, con la cabeza dentro de uno de los cajones, acabase de encontrar la factura que necesitaba. Cero, cero, cero, cero, cincuenta mil. ¿Cuánta cantidad de color gris le había hecho perder a la empresa en cuatro horas?
Trabajo retrasado, presión, más rápido, horas extras. Llegaba a casa, cenaba por cenar, arrastraba los pies hacia la cama, veía un pincel y suspiraba. Dormía, tenía pesadillas e iba trabajar.
Con la 326 pensaba en su paleta, con la 2541 pensaba en pagar el gas. Con la 859 pensaba en cómo conseguir el azul del mar, con la 10.593 pensaba en el alquiler.
- Le traigo más facturas y necesito la 326 y la 859.
- ¿Ninguna más?
- No, por ahora estas dos son las que me corren más prisa.
Su paleta y el azul del mar.
- ¡Muévase, vamos, no puedo perder el tiempo!
No podía perder el tiempo. Se le ocurrió la idea en tonos pastel y seguidamente en colores cálidos. Lo desordenaría todo sin que nadie se diese cuenta, nadie iba a enterarse porque él era el dueño absoluto del archivador. La empresa no se podía permitir perder el tiempo, pero él sí que se podía permitir perder su tiempo, su tiempo de creación; a cambio de seis euros la hora vendía el resto de su vida como máquina.
En el orden que había producido, el 34 no iba delante del 35 y el 1569 no estaba en la carpeta de los 1500. Llegaba a casa y urdía el plan, cenaba y veía un bodegón. Veía un pincel y sonreía. Dormía, soñaba al estilo Dalí e iba a trabajar. Poco a poco lo consiguió, no habría nadie capaz de desenredar el lío que había montado. Miró a sus queridos compañeros por última vez y pensó que quizás algún día le buscarían y le darían las gracias por haberlos liberado de su mundo en sepia.
- Señor, mañana no vendré.
- ¿Y usted es?
- El que archiva.
- Ah sí...y ¿por qué mañana no asistirá a su lugar de trabajo?
- Porque no hay ventana.
- ¿Cómo ha dicho? En la época en la que estamos, es un lujo perder un trabajo. ¿Se puede usted permitir el lujo de perder un trabajo como éste, tan bien pagado, un trabajo tan importante, del que depende la eficacia de sus compañeros, y con ellos que la empresa siga adelante?
- Sí, creo que sí me lo puedo permitir.
- Bien, dígame entonces por qué.
- Porque soy pintor -una respuesta a todo color.
Salió del despacho y supo que aquél jamás le daría las gracias, porque ése era un hombre ya demasiado ceniciento.
- Y dígame Sra. García ¿cuál fue su anterior trabajo?
El mismo hombre de color gris.
- Trabajaba en un archivo municipal.
- Es decir, que sabe contar.
- Sí claro: uno, dos, tres, cuatro, cinc...
- Perfecto el trabajo es suyo, ayer mismo nos quedamos sin nuestro anterior archivador y nos urge ocupar el puesto. ¿Puede empezar ahora mismo?
- Sí.
Nunca había visto un archivo cómo ese. Parecía que hubiese habido un terremoto en cada uno de los cajones, en cada una de las carpetas. Con resignación pensó en pagar el colegio de sus hijos y se puso manos a la obra, como poniendo en marcha una máquina, sin saber que nunca encontraría la factura 326 ni la 859.
Zapatos sin cordones
El placer que sentía venía del odio, no podía venir de otro sitio. Sabía que los demás hablaban sobre él, que pronto llegaría su fin, que tenía los días contados. No lo había buscado, no lo había provocado, pero era así. Decidió que debía desaparecer, que antes que le encontrasen y le echasen se iría, aunque nunca se fue del todo.
Buscaba a aquellos que le habían hecho sentir mal consigo mismo. Buscaba a aquellos que se merecían lo que les iba a pasar, a aquellos que jamás aprenderían nada.
En un almacén lleno de zapatos con sus correspondientes cordones, ser el único defectuoso, el único anormal, el único que no estaba atado, era un tormento. Siempre hay un consuelo o una esperanza y para un par de zapatos sin cordones, la única salvación es que los demás no los tengan.
Sigiloso se escondió y en su escondite observaba cómo sus enemigos partían en sus cajas y con sus cordones hacia el paraíso: la zapatería, allí donde todos los zapatos cumplían su misión en esta vida, su razón de existir, ser adquiridos por unos pies. Él nunca llegaría a eso, cuando unas manos y unos ojos se diesen cuenta que a esos zapatos les faltaba algo, que estaban incompletos, sería rechazado, devuelto, destruido, porque él no era unas botas, él no era unos mocasines, ni siquiera unas simples zapatillas, él era unos zapatos sin cordones.
Des de su escondrijo planeaba el golpe y le gustaba pensar, una y otra vez, que la condena a la que estaba predestinado la cumplirían otros; serían castigados los que tendrían que haber sido sus compañeros y apiadarse de él, los que se jactaban de que tenían una razón de ser y él no.
Cuando pasaba a la acción se convertía en el justiciero, en el que señalaba con el dedo que no tenía. Le temían, lo había oído. Entre los perfectos se había extendido ya el rumor de que por la noche, alguien se adentraba en tu caja y te robaba los cordones. Sí, los cordones.
Pero aún y así, ante la alerta que se había generado en el ambiente, cada par de zapatos pensaba que nunca les tocaría la vez.
Esperar el momento. Esperar el preciso momento. Era delicioso. Saboreaba el instante justo antes de palpar la venganza. Estaba atento y sabía, que como siempre, él era el único. Estaba en guardia y ansioso. Pero no podía descontrolarse, pues cada uno de los movimientos tenía que ser exacto: abrir la caja, despacio, lentamente, sin hacer ruido. A veces le ocurría que al ver a su víctima, al contemplarla dormir indefensa e inocente, se preguntaba por qué y entonces miraba los cordones y sabía el motivo. Estirar de ellos, deshacer su entramado, sentir cómo se deslizaban, cómo se separaban de su dueño, era el éxtasis. Un último vistazo. Sí, lo había vuelto a conseguir, el destino de alguien era de su propiedad. Era una pena que no pudiese utilizar aquellos cordones para sí mismo, mas no eran para él, a cada zapato le encajaba sólo su cordón y él no tenía.
Una noche tras otra era el justiciero y ésa era la única razón de su vida, impartir justicia.
Pero ay, no es la justicia cosa de zapatos. Porque llegó el día en el que se percató que así como salían zapatos y más zapatos hacia los camiones, ya no entraba ninguno. En poco tiempo vio como su mundo de paz en el odio se desvanecía y ante no poder vengarse de nadie se encontró más perdido que nunca.
Estando ahora en la oscuridad, observando las altas estanterías vacías de cajas, rememorando sus mejores tiempos como ladrón de destinos, se dio cuenta que aquello por lo que había vivido ya no existía. Que sus cordones debían estar en alguna parte, y que había perdido mucho tiempo en obsesionarse en lo que los demás tenían y a él le faltaba, que había dado excesivo valor a aquellos que en la vida podían conseguirlo todo fácilmente.
Entonces, acordándose de aquellos a los que había dejado sin cordones y que no podrían jamás volver a ponérselos porque los tenía él, emprendió el viaje de vuelta a sus orígenes, a buscar, a encontrar y a atarse sus propios cordones.
Judi Cuevas
Buscaba a aquellos que le habían hecho sentir mal consigo mismo. Buscaba a aquellos que se merecían lo que les iba a pasar, a aquellos que jamás aprenderían nada.
En un almacén lleno de zapatos con sus correspondientes cordones, ser el único defectuoso, el único anormal, el único que no estaba atado, era un tormento. Siempre hay un consuelo o una esperanza y para un par de zapatos sin cordones, la única salvación es que los demás no los tengan.
Sigiloso se escondió y en su escondite observaba cómo sus enemigos partían en sus cajas y con sus cordones hacia el paraíso: la zapatería, allí donde todos los zapatos cumplían su misión en esta vida, su razón de existir, ser adquiridos por unos pies. Él nunca llegaría a eso, cuando unas manos y unos ojos se diesen cuenta que a esos zapatos les faltaba algo, que estaban incompletos, sería rechazado, devuelto, destruido, porque él no era unas botas, él no era unos mocasines, ni siquiera unas simples zapatillas, él era unos zapatos sin cordones.
Des de su escondrijo planeaba el golpe y le gustaba pensar, una y otra vez, que la condena a la que estaba predestinado la cumplirían otros; serían castigados los que tendrían que haber sido sus compañeros y apiadarse de él, los que se jactaban de que tenían una razón de ser y él no.
Cuando pasaba a la acción se convertía en el justiciero, en el que señalaba con el dedo que no tenía. Le temían, lo había oído. Entre los perfectos se había extendido ya el rumor de que por la noche, alguien se adentraba en tu caja y te robaba los cordones. Sí, los cordones.
Pero aún y así, ante la alerta que se había generado en el ambiente, cada par de zapatos pensaba que nunca les tocaría la vez.
Esperar el momento. Esperar el preciso momento. Era delicioso. Saboreaba el instante justo antes de palpar la venganza. Estaba atento y sabía, que como siempre, él era el único. Estaba en guardia y ansioso. Pero no podía descontrolarse, pues cada uno de los movimientos tenía que ser exacto: abrir la caja, despacio, lentamente, sin hacer ruido. A veces le ocurría que al ver a su víctima, al contemplarla dormir indefensa e inocente, se preguntaba por qué y entonces miraba los cordones y sabía el motivo. Estirar de ellos, deshacer su entramado, sentir cómo se deslizaban, cómo se separaban de su dueño, era el éxtasis. Un último vistazo. Sí, lo había vuelto a conseguir, el destino de alguien era de su propiedad. Era una pena que no pudiese utilizar aquellos cordones para sí mismo, mas no eran para él, a cada zapato le encajaba sólo su cordón y él no tenía.
Una noche tras otra era el justiciero y ésa era la única razón de su vida, impartir justicia.
Pero ay, no es la justicia cosa de zapatos. Porque llegó el día en el que se percató que así como salían zapatos y más zapatos hacia los camiones, ya no entraba ninguno. En poco tiempo vio como su mundo de paz en el odio se desvanecía y ante no poder vengarse de nadie se encontró más perdido que nunca.
Estando ahora en la oscuridad, observando las altas estanterías vacías de cajas, rememorando sus mejores tiempos como ladrón de destinos, se dio cuenta que aquello por lo que había vivido ya no existía. Que sus cordones debían estar en alguna parte, y que había perdido mucho tiempo en obsesionarse en lo que los demás tenían y a él le faltaba, que había dado excesivo valor a aquellos que en la vida podían conseguirlo todo fácilmente.
Entonces, acordándose de aquellos a los que había dejado sin cordones y que no podrían jamás volver a ponérselos porque los tenía él, emprendió el viaje de vuelta a sus orígenes, a buscar, a encontrar y a atarse sus propios cordones.
Judi Cuevas
¡Buen Provecho!
Tiene que hacer algo, doctor. Ya no puedo soportarlo. Ya no me quedan fuerzas. Usted es mi última esperanza, doctor. Le aseguro que lo he probado todo, que he hecho de todo. Y nada. No mejoro, no mejoro ni un poco. Al revés, yo diría que empeoro un grado más cada día que pasa. Me estoy quedando en los huesos. Para mis ojos, el mundo está cubierto de una molesta neblina, casi ni puedo verle a usted. Y me duele cada músculo del cuerpo, cada órgano. Y las manos, y las piernas, y el pecho… Apenas puedo tenerme en pie. Doctor, seguro que puede hacer algo. Ya no puedo seguir así. Necesito alivio. Dicen que usted es el mejor. Dicen que es el mejor. ¡Por favor, doctor, ayúdeme! Sólo usted puede hacerlo…
Sí, ya sé que es culpa mía. No hace falta que me lo recuerde. Sé que en el fondo es culpa mía. Pero, que quiere, somos débiles, la carne es débil, tan débil. Y al principio no me pareció peligroso. ¡Que va! Todo lo contrario, era extremadamente placentero. Quien iba a sospechar que acabaría así, rendido, acabado…Quien lo iba a sospechar.
Podría echarle la culpa a ella pero sería injusto. Es verdad que sin ella tal vez nada de esto habría pasado, pero ella no es la culpable. No lo es. La culpa es sólo mía, sólo mía.
Aunque si no me hubiera abandonado, si no me hubiera dejado es muy posible que no estuviera aquí, doctor. Es posible que nada de esto hubiera ocurrido. O no. Quién sabe. Tal vez yo ya estaba marcado desde el principio, desde siempre. Tal vez era inevitable que antes o después descubriera este don o este estigma que se ha apoderado completamente de mí y cayera en la tentación, como caí cuando ella me dejó…
Lo reconozco, no debí hacerlo, no debí hacerlo. Pero, entiéndame doctor ¿Qué solución me quedaba? ¿Qué otra cosa podía hacer? Ella lo había sido todo para mí durante muchos años, lo que se dice todo. Estoy prácticamente convencido de ello. Creo que éramos tan felices juntos…
Pero se marchó, se largó sin avisar siquiera. Eso es lo que me han dicho. Me plantó, sin ningún motivo. No me dio ninguna explicación. ¿Puede creerlo, doctor? Un día no regresó a casa y me encontré solo. Creí que me moría, de eso sí que estoy seguro, eso es lo único que no se ha borrado. No salí a la calle durante meses, ni fui a trabajar, ni quise ver a nadie. Me encerré en mi buhardilla, subsistiendo a base de sopa de sobre y latas de conserva…
Los recuerdos de ella abotargaron mi mente como una obsesión, lo sé porque lo dejé anotado en mi diario. No podía pensar en otra cosa. La parte trasera de mis retinas funcionaba igual que una pantalla panorámica en la que continuamente se proyectaban escenas de mi vida con ella. Las buenas y las malas. Sin descanso. Millones de fotogramas y fotogramas disparados sin piedad contra las paredes de mi cráneo. Recuerdos y más recuerdos que daban vueltas, que se enredaban entre sí, que me martilleaban las sienes. Hasta que decidí acabar con los malditos recuerdos, eliminarlos de raíz, comérmelos, tragármelos… Y lo hice. Lo hice. ¡Por Dios, si lo hice! Textualmente. Me los comí. ¡Lo que oye, doctor, lo que oye! Cuando mi deseo de acabar con las imágenes que me atormentaban se tornó omnipresente, algo se activó en mi mente, como un resorte. Mi desesperado deseo pulsó un interruptor y conectó un extraño mecanismo que puso a mi cerebro a masticar cada recuerdo como si tuviera dientes. A masticarlos, sí, a masticarlos. Pude sentir como desgarraba hasta las hebras más finas, que tenían un fuerte regusto a salado, como a cecina. Hacía un ovillo con aquellos trazos de memoria, los ensalivaba y los deglutía de uno en uno. Después los maceraba en el fondo de alguna neurona y dejaban de existir. Ni siquiera recuerdo como se llamaba ella. No recuerdo nada.
Casi tampoco me acuerdo de los detalles de aquella primera digestión cerebral, que me regaló una plácida sensación de bienestar, como la que se alcanza después de paladear una copa de buen vino. También me dejó somnolencia, una pesada somnolencia que me lastró los párpados y me invitó a un reparador sueño.
Cuando desperté tenía hambre, mucha hambre, un apetito voraz. Abrí la despensa pero ninguna de las pocas viandas almacenadas me atrajo lo más mínimo. Ni el bote de alubias precocinadas ni el tarro de albóndigas en salsa ni la crema de espárragos. Pensé en los deliciosos postres que me preparaba mi madre y antes de que la silueta del pastel casero se hubiera dibujado en mi cabeza, mi cerebro se lo zampó de golpe. ¡Estaba delicioso! Mis pensamientos se llenaron de azúcar y de canela, de olorosas manzanas asadas que se derretían en el interior del encéfalo. Tuve que respirar profundamente para poder asimilar tan delicados aromas, para poder apreciar cada matiz, cada sabor. ¡Qué explosión de sensaciones! Fue como si mi organismo comiera por primera vez. Nada que ver con el resabio a cecina de aquellos recuerdos que había tomado como aperitivo.
Inmediatamente pensé en un humeante guiso de caldereta y mi cerebro lo engulló de una dentellada, sin saborearlo siquiera. Luego imaginé un complejo plato a base de texturas, emulsiones y deconstrucciones de cocina molecular, uno de esos que tanto triunfan en la televisión y que resultan inalcanzables para mi bolsillo. ¡Maravilloso! Mi cerebro casi se empacha al paladearlos, al envolverlos en el interior de su garganta de axones y dendritas. Entró en una erupción de júbilo y de placer, en un éxtasis de lava que quería escapar del corazón del cráneo. Yo sentí algo parecido: un intenso latigazo de electricidad desde la espina dorsal que duró varios minutos y me dejó completamente exhausto, mientras mi cerebro se deleitaba como un gourmet.
Aquel día ya no pude pensar en nada más. Tampoco pude comer nada por los medios tradicionales. No me apetecía lo más mínimo. Es como si la boca del estómago se me hubiera cerrado a cal y canto.
Al día siguiente, mi cerebro se despabiló con el desayuno continental más surtido que nadie pudiera imaginar y tomó de postre una harmoniosa composición de helados de todos los sabores. Pero la experiencia no nos dejó satisfechos a ninguno de los dos. Demasiado almibarado, demasiado encorsetado. Y excesivamente previsible. Volví a intentarlo imaginando una creativa propuesta de cocina de autor, de guía Michelín, pero tampoco acerté. Mi cerebro solo probó un bocado y lo escupió. Le aburrió soberanamente. Buscaba otra cosa.
No sé si por complacer a mi materia gris o porque me sentía extraordinariamente animado, salí a la calle por primera vez en varios meses y me mezclé entre el gentío. Fue algo increíble, doctor, algo fantástico. Fue como caer de golpe en un cuadro impresionista, lleno de colores y de trazos. Fue como bucear en un cálido océano de estímulos contradictorios, en una madeja de ideas deshilachadas… Sé que le resultará increíble, doctor, pero me di cuenta de que también podía leer en el interior de las mentes que me rodeaban, podía acariciar los pensamientos de aquellos que pasaban a mi lado -como se acaricia el lomo de un gato- y hasta era capaz de deshojarlos, arrancarlos del córtex y volver a colocarlos donde estaban. Podía jugar con ellos, estirarlos, encogerlos, amasarlos… Y mi cerebro descubrió que también podía comérselos. Y que estaban deliciosos.
El primer pensamiento ajeno lo engulló sin avisarme y por poco me caigo al suelo de la sorpresa. Me tambaleé y tuve que sujetarme a una farola para no desplomarme. Creo que nos comimos las divagaciones de un aficionado a la música. ¡Dios mío! Nunca había sentido algo parecido. Fue el deleite total. Ni siquiera un orgasmo lo supera, se lo aseguro. ¡Que sensación más excelsa, doctor! El placer más intenso inyectado a la vez en los cinco sentidos. Mi cerebro se relamió varias veces.
Pero no tuvo bastante. Unos metros más abajo llamó nuestra atención un apetitoso pensamiento infantil casi transparente. Daba vueltas alrededor de la cabeza de una niña con trenzas, como si diera saltos. Mi cerebro se lo tragó de golpe y a punto estuve de desmayarme de una sobredosis de emociones. Sentí en la nuca un big bang de caramelo fundido que estalló en miles de pedazos y volvió a recomponerse en menos de un segundo. Brutal… Después supe que nos habíamos merendado un sueño en estado puro.
El paseo se convirtió en un festín. Una pizca especiada de idea brillante aquí, una ración de dudas y cábalas al dente más abajo, un menú variado de reflexiones profundas al llegar a la plaza y, lo mejor de todo, las fantasías y las obscenidades. ¡Ay, doctor! ¡Bocato di Cardinale!.
Probé de todo, o mejor dicho, mi cerebro cató de todo: ideas de hombre y de mujer (todas igual de exquisitas), razonamientos certeros y erróneos (ambos suculentos), planes de futuro y evocaciones, vaticinios y memoria, preguntas y respuestas… Nunca hubiera pensado que el talento humano fuera tan goloso, que el intelecto fuera capaz de parir pensamientos tan heterogéneos, tan dispares y, sobre todo, tan sabrosos.
Pero, ay doctor, tampoco pensé nunca que alimentarse de ellos fuera adictivo, que acabaría convirtiéndome en algo parecido a un antropófago intelectual. Ni imaginé que dejaría consumir todas mis energías en una interminable jauría gastronómica. Quién iba a pensar que quedaría atrapado en una bacanal de asaltos encefálicos, en el desenfreno de una pitanza de ideas, de elucubraciones robadas, Con sólo intuir cerca un pensamiento fresco, me hierve la sangre e irremediablemente mi cerebro se le lanza a la yugular como un vampiro.
Por que eso es lo que soy. Soy un vampiro, o un caníbal, un despreciable caníbal de mentes ajenas. Ya no puedo alimentarme de otra cosa. Pero en realidad yo no ingiero nada, sólo se nutre mi cerebro. Estoy raquítico, doctor, pero no puedo, no puedo evitarlo. No puedo evitarlo, se lo juro. Y míreme, mire lo que soy ahora. ¡Míreme! Soy un despojo, un manojo de huesos, un cadáver. No sé desde cuando no pruebo un bocado sólido, ni siquiera unas migajas. Y estoy a punto de desfallecer. Doctor, debe ayudarme. Doctor, por favor, se lo suplico, se lo suplico. ¡Haga algo, doctor! Por favor, no puedo soportarlo más… Doctor, doctor, doctor… ¡Aaayyyy! ¡Doctor! ¿Qué está pasando? ¿Doctor? ¡No! ¡No! ¡Noooo!
¿Qué diablos?
…
El famélico paciente cerró de golpe la puerta de la consulta y se escabulló escaleras abajo arrastrado por un apetito desmedido. Al salir al exterior, olisqueó el aire como un perro de caza y frotándose el estómago se dejó llevar por el rastro de pan recién hecho que se escapaba desde el obrador de la esquina.
Cuando estuvo seguro de que nadie podía oírle, el cerebro del doctor se despachó con un sonoro eructo.
Xavier Adell
Sí, ya sé que es culpa mía. No hace falta que me lo recuerde. Sé que en el fondo es culpa mía. Pero, que quiere, somos débiles, la carne es débil, tan débil. Y al principio no me pareció peligroso. ¡Que va! Todo lo contrario, era extremadamente placentero. Quien iba a sospechar que acabaría así, rendido, acabado…Quien lo iba a sospechar.
Podría echarle la culpa a ella pero sería injusto. Es verdad que sin ella tal vez nada de esto habría pasado, pero ella no es la culpable. No lo es. La culpa es sólo mía, sólo mía.
Aunque si no me hubiera abandonado, si no me hubiera dejado es muy posible que no estuviera aquí, doctor. Es posible que nada de esto hubiera ocurrido. O no. Quién sabe. Tal vez yo ya estaba marcado desde el principio, desde siempre. Tal vez era inevitable que antes o después descubriera este don o este estigma que se ha apoderado completamente de mí y cayera en la tentación, como caí cuando ella me dejó…
Lo reconozco, no debí hacerlo, no debí hacerlo. Pero, entiéndame doctor ¿Qué solución me quedaba? ¿Qué otra cosa podía hacer? Ella lo había sido todo para mí durante muchos años, lo que se dice todo. Estoy prácticamente convencido de ello. Creo que éramos tan felices juntos…
Pero se marchó, se largó sin avisar siquiera. Eso es lo que me han dicho. Me plantó, sin ningún motivo. No me dio ninguna explicación. ¿Puede creerlo, doctor? Un día no regresó a casa y me encontré solo. Creí que me moría, de eso sí que estoy seguro, eso es lo único que no se ha borrado. No salí a la calle durante meses, ni fui a trabajar, ni quise ver a nadie. Me encerré en mi buhardilla, subsistiendo a base de sopa de sobre y latas de conserva…
Los recuerdos de ella abotargaron mi mente como una obsesión, lo sé porque lo dejé anotado en mi diario. No podía pensar en otra cosa. La parte trasera de mis retinas funcionaba igual que una pantalla panorámica en la que continuamente se proyectaban escenas de mi vida con ella. Las buenas y las malas. Sin descanso. Millones de fotogramas y fotogramas disparados sin piedad contra las paredes de mi cráneo. Recuerdos y más recuerdos que daban vueltas, que se enredaban entre sí, que me martilleaban las sienes. Hasta que decidí acabar con los malditos recuerdos, eliminarlos de raíz, comérmelos, tragármelos… Y lo hice. Lo hice. ¡Por Dios, si lo hice! Textualmente. Me los comí. ¡Lo que oye, doctor, lo que oye! Cuando mi deseo de acabar con las imágenes que me atormentaban se tornó omnipresente, algo se activó en mi mente, como un resorte. Mi desesperado deseo pulsó un interruptor y conectó un extraño mecanismo que puso a mi cerebro a masticar cada recuerdo como si tuviera dientes. A masticarlos, sí, a masticarlos. Pude sentir como desgarraba hasta las hebras más finas, que tenían un fuerte regusto a salado, como a cecina. Hacía un ovillo con aquellos trazos de memoria, los ensalivaba y los deglutía de uno en uno. Después los maceraba en el fondo de alguna neurona y dejaban de existir. Ni siquiera recuerdo como se llamaba ella. No recuerdo nada.
Casi tampoco me acuerdo de los detalles de aquella primera digestión cerebral, que me regaló una plácida sensación de bienestar, como la que se alcanza después de paladear una copa de buen vino. También me dejó somnolencia, una pesada somnolencia que me lastró los párpados y me invitó a un reparador sueño.
Cuando desperté tenía hambre, mucha hambre, un apetito voraz. Abrí la despensa pero ninguna de las pocas viandas almacenadas me atrajo lo más mínimo. Ni el bote de alubias precocinadas ni el tarro de albóndigas en salsa ni la crema de espárragos. Pensé en los deliciosos postres que me preparaba mi madre y antes de que la silueta del pastel casero se hubiera dibujado en mi cabeza, mi cerebro se lo zampó de golpe. ¡Estaba delicioso! Mis pensamientos se llenaron de azúcar y de canela, de olorosas manzanas asadas que se derretían en el interior del encéfalo. Tuve que respirar profundamente para poder asimilar tan delicados aromas, para poder apreciar cada matiz, cada sabor. ¡Qué explosión de sensaciones! Fue como si mi organismo comiera por primera vez. Nada que ver con el resabio a cecina de aquellos recuerdos que había tomado como aperitivo.
Inmediatamente pensé en un humeante guiso de caldereta y mi cerebro lo engulló de una dentellada, sin saborearlo siquiera. Luego imaginé un complejo plato a base de texturas, emulsiones y deconstrucciones de cocina molecular, uno de esos que tanto triunfan en la televisión y que resultan inalcanzables para mi bolsillo. ¡Maravilloso! Mi cerebro casi se empacha al paladearlos, al envolverlos en el interior de su garganta de axones y dendritas. Entró en una erupción de júbilo y de placer, en un éxtasis de lava que quería escapar del corazón del cráneo. Yo sentí algo parecido: un intenso latigazo de electricidad desde la espina dorsal que duró varios minutos y me dejó completamente exhausto, mientras mi cerebro se deleitaba como un gourmet.
Aquel día ya no pude pensar en nada más. Tampoco pude comer nada por los medios tradicionales. No me apetecía lo más mínimo. Es como si la boca del estómago se me hubiera cerrado a cal y canto.
Al día siguiente, mi cerebro se despabiló con el desayuno continental más surtido que nadie pudiera imaginar y tomó de postre una harmoniosa composición de helados de todos los sabores. Pero la experiencia no nos dejó satisfechos a ninguno de los dos. Demasiado almibarado, demasiado encorsetado. Y excesivamente previsible. Volví a intentarlo imaginando una creativa propuesta de cocina de autor, de guía Michelín, pero tampoco acerté. Mi cerebro solo probó un bocado y lo escupió. Le aburrió soberanamente. Buscaba otra cosa.
No sé si por complacer a mi materia gris o porque me sentía extraordinariamente animado, salí a la calle por primera vez en varios meses y me mezclé entre el gentío. Fue algo increíble, doctor, algo fantástico. Fue como caer de golpe en un cuadro impresionista, lleno de colores y de trazos. Fue como bucear en un cálido océano de estímulos contradictorios, en una madeja de ideas deshilachadas… Sé que le resultará increíble, doctor, pero me di cuenta de que también podía leer en el interior de las mentes que me rodeaban, podía acariciar los pensamientos de aquellos que pasaban a mi lado -como se acaricia el lomo de un gato- y hasta era capaz de deshojarlos, arrancarlos del córtex y volver a colocarlos donde estaban. Podía jugar con ellos, estirarlos, encogerlos, amasarlos… Y mi cerebro descubrió que también podía comérselos. Y que estaban deliciosos.
El primer pensamiento ajeno lo engulló sin avisarme y por poco me caigo al suelo de la sorpresa. Me tambaleé y tuve que sujetarme a una farola para no desplomarme. Creo que nos comimos las divagaciones de un aficionado a la música. ¡Dios mío! Nunca había sentido algo parecido. Fue el deleite total. Ni siquiera un orgasmo lo supera, se lo aseguro. ¡Que sensación más excelsa, doctor! El placer más intenso inyectado a la vez en los cinco sentidos. Mi cerebro se relamió varias veces.
Pero no tuvo bastante. Unos metros más abajo llamó nuestra atención un apetitoso pensamiento infantil casi transparente. Daba vueltas alrededor de la cabeza de una niña con trenzas, como si diera saltos. Mi cerebro se lo tragó de golpe y a punto estuve de desmayarme de una sobredosis de emociones. Sentí en la nuca un big bang de caramelo fundido que estalló en miles de pedazos y volvió a recomponerse en menos de un segundo. Brutal… Después supe que nos habíamos merendado un sueño en estado puro.
El paseo se convirtió en un festín. Una pizca especiada de idea brillante aquí, una ración de dudas y cábalas al dente más abajo, un menú variado de reflexiones profundas al llegar a la plaza y, lo mejor de todo, las fantasías y las obscenidades. ¡Ay, doctor! ¡Bocato di Cardinale!.
Probé de todo, o mejor dicho, mi cerebro cató de todo: ideas de hombre y de mujer (todas igual de exquisitas), razonamientos certeros y erróneos (ambos suculentos), planes de futuro y evocaciones, vaticinios y memoria, preguntas y respuestas… Nunca hubiera pensado que el talento humano fuera tan goloso, que el intelecto fuera capaz de parir pensamientos tan heterogéneos, tan dispares y, sobre todo, tan sabrosos.
Pero, ay doctor, tampoco pensé nunca que alimentarse de ellos fuera adictivo, que acabaría convirtiéndome en algo parecido a un antropófago intelectual. Ni imaginé que dejaría consumir todas mis energías en una interminable jauría gastronómica. Quién iba a pensar que quedaría atrapado en una bacanal de asaltos encefálicos, en el desenfreno de una pitanza de ideas, de elucubraciones robadas, Con sólo intuir cerca un pensamiento fresco, me hierve la sangre e irremediablemente mi cerebro se le lanza a la yugular como un vampiro.
Por que eso es lo que soy. Soy un vampiro, o un caníbal, un despreciable caníbal de mentes ajenas. Ya no puedo alimentarme de otra cosa. Pero en realidad yo no ingiero nada, sólo se nutre mi cerebro. Estoy raquítico, doctor, pero no puedo, no puedo evitarlo. No puedo evitarlo, se lo juro. Y míreme, mire lo que soy ahora. ¡Míreme! Soy un despojo, un manojo de huesos, un cadáver. No sé desde cuando no pruebo un bocado sólido, ni siquiera unas migajas. Y estoy a punto de desfallecer. Doctor, debe ayudarme. Doctor, por favor, se lo suplico, se lo suplico. ¡Haga algo, doctor! Por favor, no puedo soportarlo más… Doctor, doctor, doctor… ¡Aaayyyy! ¡Doctor! ¿Qué está pasando? ¿Doctor? ¡No! ¡No! ¡Noooo!
¿Qué diablos?
…
El famélico paciente cerró de golpe la puerta de la consulta y se escabulló escaleras abajo arrastrado por un apetito desmedido. Al salir al exterior, olisqueó el aire como un perro de caza y frotándose el estómago se dejó llevar por el rastro de pan recién hecho que se escapaba desde el obrador de la esquina.
Cuando estuvo seguro de que nadie podía oírle, el cerebro del doctor se despachó con un sonoro eructo.
Xavier Adell
domingo, 11 de enero de 2009
LA CIUDAD PERDIDA
Los ocho soldados que formaban la escolta militar sólo atinaron a ver cómo una sola flecha certera, con toda seguridad impregnada de curare, ensartaba el cuello de Humboldt, que se desplomaba muerto ante la estupefacción de todos.
¿Cómo era posible? ¡No se veía a nadie! Se encontraban en un punto de la carretera de la provincia peruana de Loreto, muy cerca de la frontera con Brasil, en un tramo recto y despejado, sin apenas tráfico de vehículos. Los arcenes estaban limpios de maleza, y la vegetación tupida se apartaba varias decenas de metros más allá. Previamente, la policía militar se había encargado de hacer una batida por los alrededores para prevenir emboscadas, para que nada ni nadie pudiera amenazar la vida de su protegido.
Pero allí estaba la flecha. Había segado la vida del último superviviente de la expedición que meses atrás había partido de Boa Vista, en el extremo Norte de Brasil, en busca de la ciudad perdida de los incas. Un año antes, los periódicos locales habían dado la noticia de que un grupo de investigadores iba a seguir la orilla del Río Negro hacia el Oeste hasta llegar al país de los Yanomani, una tribu cuyos miembros decían que eran de ojos azules, y que se creía que descendían de sangre quechua mezclada con la de los españoles.
Humboldt había dejado su cátedra de antropología en California para unirse a una expedición integrada por arqueólogos, antropólogos y expertos en civilizaciones perdidas. Iba con ellos una joven reportera francesa llamada Corinne y un millonario de gustos extravagantes que sufragaba buena parte de los gastos del proyecto. William Foster, profesor de arqueología en la universidad de Yale e impulsor de la expedición, había postulado la existencia de una verdadera ruta en plena selva amazónica que los incas habrían utilizado siglos atrás para huir de los conquistadores. Localizaba su origen al norte de Iquitos, en el extremo oriental de Perú, y se adentraba en la selva hasta llegar al curso medio del Amazonas. Foster había propuesto hacer el recorrido a la inversa, de Este a Oeste, siguiendo los pasos de las expediciones que desde el siglo XVI habían intentado dar con la ciudad y el tesoro de los incas.
Los expedicionarios habían echado a andar en febrero de aquel año desde Boa Vista siguiendo la orilla del Río Negro, un enorme afluente del Amazonas. Unos cuantos periodistas habían difundido los preparativos del proyecto, atrayendo un poco de atención de ociosos de todo el mundo. Los medios de comunicación dieron noticias de los exploradores que iban a la búsqueda de El Dorado mientras les pudieron seguir durante los primeros días de la marcha. Pero a los pocos días de que la expedición se internase en la jungla profunda, sin más escolta que la de los insectos, alimañas y pájaros exóticos, la expectación por la suerte los expedicionarios fue perdiendo fuelle.
Y nada se volvió a saber de ellos hasta que, tres meses después, cuatro de ellos reaparecieron cerca del punto de partida. Explicaron que la expedición había abandonado las orillas del Río Negro a la semana de internarse en la espesura desviándose muchos kilómetros hacia el sur, y que tras una interminable y penosa marcha luchando con insectos, diarreas y enfermedades, encontraron los mojones que marcaban el camino de los incas. Traían consigo fotografías asombrosas tomadas en plena selva en las que aparecían construcciones de piedra de evidente factura quechua, mucho más elaborada que la de las tribus amazónicas. Una sucesión de torreones, estrellas líticas de ocho puntas, túmulos funerarios, losas semihundidas en la vegetación y bases de piedra dispuestas una tras otra en dirección al suroeste daban testimonio de la existencia de una ruta transitada desde antiguo en la profundidad de la jungla.
Pero aquellos cuatro que habían vuelto sobre sus pasos también contaron que, de los doce miembros de la expedición, dos habían desaparecido sin dejar rastro poco después de haber encontrado el camino del Inca, y que al amanecer del día siguiente otros dos habían aparecido muertos con el cuello roto sobre el lecho de ramas blandas que habían dispuesto para dormir.
Contaron también cómo aquella mañana los restantes miembros estuvieron discutiendo durante largo rato sobre la decisión que debían tomar. A la falta de comida y de agua potable, a las enfermedades y el cansancio, se añadió el pánico a una persecución de los indígenas de la selva. Explicaron que Foster, Corinne, Humboldt y el millonario continuaron la marcha en dirección al Oeste siguiendo el plan inicial, mientras que ellos cuatro decidieron volver a Boa Vista.
Durante los días siguientes a su retorno, los cuatro murieron atravesados por flechas envenenadas con curare. Dos de ellos, mientras descansaban en los bungalows que el gobernador del estado de Roraima había puesto a su disposición, y los otros dos pocas horas antes de dirigirse al aeropuerto para tomar el avión de vuelta a su país. La prensa internacional, que ya se había hecho cierto eco del hallazgo de la ruta olvidada de la selva, dedicó páginas y páginas a la maldición de los incas. Pero la ausencia de posteriores novedades y de culpables provocó que el asunto acabara cayendo en el desinterés por segunda vez.
----------------------------------------------------------
Un día del mes de noviembre, unos lugareños del extremo nororiental de Perú limítrofe con Brasil encontraron una pareja de blancos extraviados salidos de la selva profunda. El hombre era alto, de pelo cano y barba muy larga; la mujer era rubia y parecía bastante más joven. Los dos estaban enfermos y desnutridos, sucios, desarrapados y comidos por picaduras de insectos y heridas.
Los lugareños les dieron alimento, aseo, la ropa limpia que pudieron conseguir y una primera cura de urgencia. Cuando hubieron reunido unas pocas fuerzas, los llevaron hasta el puesto de policía de la zona. Allí, los agentes practicaron como mejor supieron un interrogatorio a aquellos dos gringos famélicos de expresión desencajada y mirada vidriosa que parecían tener miedo de todo lo que se movía. Los balbuceos iniciales fueron evolucionando a frases en inglés y francés mezcladas con expresiones en español que dejaban entrever que aquellos dos infelices eran los únicos supervivientes de la expedición de la selva que había dado que hablar meses atrás.
El profesor Humboldt y Corinne habían envejecido décadas. Conforme fueron pasando las horas en la comisaría, el retorno a la civilización les devolvió una parte de la cordura perdida, y poco a poco pudieron explicar que, de todos los miembros de la expedición, sólo ellos habían escapado con vida de los diablos de la selva. Foster y los demás habían perecido, unos a causa de las enfermedades, y otros atravesados por flechas envenenadas. Humboldt les entregó algunas piezas de oro macizo que había traído consigo, joyas de talla primorosa de auténtica imaginería inca. Explicó que la más grande de ellas representaba a Huiracocha, la figura suprema entre los dioses incaicos, en cuyo nombre se habían lanzado los ataques contra los blancos impíos.
Los policías avisaron a la prefectura, que a su vez avisó al Gobierno central de la aparición de los expedicionarios. Por respuesta, se recibió la orden de mantenerles en el puesto de policía, aislados de toda comunicación externa en tanto no llegase una escolta militar que se haría cargo de su traslado hasta Lima.
A primera hora del día siguiente, dos todo-terrenos del ejército peruano que transportaban una dotación de soldados se detuvieron frente a la puerta del puesto de policía. Tenían órdenes de tomar declaración a los lugareños que habían encontrado a los extranjeros, de recabar cuantos objetos y evidencias pudiesen existir sobre aquel asunto, y de trasladar a los dos extranjeros a Lima bajo secreto y garantizando su seguridad.
Cuando entraron en la estancia que habían recibido para pasar la noche, los militares observaron que la postura rígida y retorcida de la chica no podía permitirle descansar. Al acercarse, observaron que tenía los ojos fuera de las órbitas, y que su rostro presentaba una mueca nerviosa, típica de una muerte provocada por la acción de alguna sustancia venenosa. Llamaron al comisario y le dieron instrucciones para que se sacase el cuerpo en silencio antes de que el que quedaba vivo se despertase.
Poco antes de salir del cuartel con Humboldt, el sargento que dirigía la escolta militar habría jurado que uno de los agentes de policía, de rostro verdaderamente quechua, se sonreía para sí mismo…
Escrito según el modelo de relato que comienza por detonante.
¿Cómo era posible? ¡No se veía a nadie! Se encontraban en un punto de la carretera de la provincia peruana de Loreto, muy cerca de la frontera con Brasil, en un tramo recto y despejado, sin apenas tráfico de vehículos. Los arcenes estaban limpios de maleza, y la vegetación tupida se apartaba varias decenas de metros más allá. Previamente, la policía militar se había encargado de hacer una batida por los alrededores para prevenir emboscadas, para que nada ni nadie pudiera amenazar la vida de su protegido.
Pero allí estaba la flecha. Había segado la vida del último superviviente de la expedición que meses atrás había partido de Boa Vista, en el extremo Norte de Brasil, en busca de la ciudad perdida de los incas. Un año antes, los periódicos locales habían dado la noticia de que un grupo de investigadores iba a seguir la orilla del Río Negro hacia el Oeste hasta llegar al país de los Yanomani, una tribu cuyos miembros decían que eran de ojos azules, y que se creía que descendían de sangre quechua mezclada con la de los españoles.
Humboldt había dejado su cátedra de antropología en California para unirse a una expedición integrada por arqueólogos, antropólogos y expertos en civilizaciones perdidas. Iba con ellos una joven reportera francesa llamada Corinne y un millonario de gustos extravagantes que sufragaba buena parte de los gastos del proyecto. William Foster, profesor de arqueología en la universidad de Yale e impulsor de la expedición, había postulado la existencia de una verdadera ruta en plena selva amazónica que los incas habrían utilizado siglos atrás para huir de los conquistadores. Localizaba su origen al norte de Iquitos, en el extremo oriental de Perú, y se adentraba en la selva hasta llegar al curso medio del Amazonas. Foster había propuesto hacer el recorrido a la inversa, de Este a Oeste, siguiendo los pasos de las expediciones que desde el siglo XVI habían intentado dar con la ciudad y el tesoro de los incas.
Los expedicionarios habían echado a andar en febrero de aquel año desde Boa Vista siguiendo la orilla del Río Negro, un enorme afluente del Amazonas. Unos cuantos periodistas habían difundido los preparativos del proyecto, atrayendo un poco de atención de ociosos de todo el mundo. Los medios de comunicación dieron noticias de los exploradores que iban a la búsqueda de El Dorado mientras les pudieron seguir durante los primeros días de la marcha. Pero a los pocos días de que la expedición se internase en la jungla profunda, sin más escolta que la de los insectos, alimañas y pájaros exóticos, la expectación por la suerte los expedicionarios fue perdiendo fuelle.
Y nada se volvió a saber de ellos hasta que, tres meses después, cuatro de ellos reaparecieron cerca del punto de partida. Explicaron que la expedición había abandonado las orillas del Río Negro a la semana de internarse en la espesura desviándose muchos kilómetros hacia el sur, y que tras una interminable y penosa marcha luchando con insectos, diarreas y enfermedades, encontraron los mojones que marcaban el camino de los incas. Traían consigo fotografías asombrosas tomadas en plena selva en las que aparecían construcciones de piedra de evidente factura quechua, mucho más elaborada que la de las tribus amazónicas. Una sucesión de torreones, estrellas líticas de ocho puntas, túmulos funerarios, losas semihundidas en la vegetación y bases de piedra dispuestas una tras otra en dirección al suroeste daban testimonio de la existencia de una ruta transitada desde antiguo en la profundidad de la jungla.
Pero aquellos cuatro que habían vuelto sobre sus pasos también contaron que, de los doce miembros de la expedición, dos habían desaparecido sin dejar rastro poco después de haber encontrado el camino del Inca, y que al amanecer del día siguiente otros dos habían aparecido muertos con el cuello roto sobre el lecho de ramas blandas que habían dispuesto para dormir.
Contaron también cómo aquella mañana los restantes miembros estuvieron discutiendo durante largo rato sobre la decisión que debían tomar. A la falta de comida y de agua potable, a las enfermedades y el cansancio, se añadió el pánico a una persecución de los indígenas de la selva. Explicaron que Foster, Corinne, Humboldt y el millonario continuaron la marcha en dirección al Oeste siguiendo el plan inicial, mientras que ellos cuatro decidieron volver a Boa Vista.
Durante los días siguientes a su retorno, los cuatro murieron atravesados por flechas envenenadas con curare. Dos de ellos, mientras descansaban en los bungalows que el gobernador del estado de Roraima había puesto a su disposición, y los otros dos pocas horas antes de dirigirse al aeropuerto para tomar el avión de vuelta a su país. La prensa internacional, que ya se había hecho cierto eco del hallazgo de la ruta olvidada de la selva, dedicó páginas y páginas a la maldición de los incas. Pero la ausencia de posteriores novedades y de culpables provocó que el asunto acabara cayendo en el desinterés por segunda vez.
----------------------------------------------------------
Un día del mes de noviembre, unos lugareños del extremo nororiental de Perú limítrofe con Brasil encontraron una pareja de blancos extraviados salidos de la selva profunda. El hombre era alto, de pelo cano y barba muy larga; la mujer era rubia y parecía bastante más joven. Los dos estaban enfermos y desnutridos, sucios, desarrapados y comidos por picaduras de insectos y heridas.
Los lugareños les dieron alimento, aseo, la ropa limpia que pudieron conseguir y una primera cura de urgencia. Cuando hubieron reunido unas pocas fuerzas, los llevaron hasta el puesto de policía de la zona. Allí, los agentes practicaron como mejor supieron un interrogatorio a aquellos dos gringos famélicos de expresión desencajada y mirada vidriosa que parecían tener miedo de todo lo que se movía. Los balbuceos iniciales fueron evolucionando a frases en inglés y francés mezcladas con expresiones en español que dejaban entrever que aquellos dos infelices eran los únicos supervivientes de la expedición de la selva que había dado que hablar meses atrás.
El profesor Humboldt y Corinne habían envejecido décadas. Conforme fueron pasando las horas en la comisaría, el retorno a la civilización les devolvió una parte de la cordura perdida, y poco a poco pudieron explicar que, de todos los miembros de la expedición, sólo ellos habían escapado con vida de los diablos de la selva. Foster y los demás habían perecido, unos a causa de las enfermedades, y otros atravesados por flechas envenenadas. Humboldt les entregó algunas piezas de oro macizo que había traído consigo, joyas de talla primorosa de auténtica imaginería inca. Explicó que la más grande de ellas representaba a Huiracocha, la figura suprema entre los dioses incaicos, en cuyo nombre se habían lanzado los ataques contra los blancos impíos.
Los policías avisaron a la prefectura, que a su vez avisó al Gobierno central de la aparición de los expedicionarios. Por respuesta, se recibió la orden de mantenerles en el puesto de policía, aislados de toda comunicación externa en tanto no llegase una escolta militar que se haría cargo de su traslado hasta Lima.
A primera hora del día siguiente, dos todo-terrenos del ejército peruano que transportaban una dotación de soldados se detuvieron frente a la puerta del puesto de policía. Tenían órdenes de tomar declaración a los lugareños que habían encontrado a los extranjeros, de recabar cuantos objetos y evidencias pudiesen existir sobre aquel asunto, y de trasladar a los dos extranjeros a Lima bajo secreto y garantizando su seguridad.
Cuando entraron en la estancia que habían recibido para pasar la noche, los militares observaron que la postura rígida y retorcida de la chica no podía permitirle descansar. Al acercarse, observaron que tenía los ojos fuera de las órbitas, y que su rostro presentaba una mueca nerviosa, típica de una muerte provocada por la acción de alguna sustancia venenosa. Llamaron al comisario y le dieron instrucciones para que se sacase el cuerpo en silencio antes de que el que quedaba vivo se despertase.
Poco antes de salir del cuartel con Humboldt, el sargento que dirigía la escolta militar habría jurado que uno de los agentes de policía, de rostro verdaderamente quechua, se sonreía para sí mismo…
Escrito según el modelo de relato que comienza por detonante.
viernes, 9 de enero de 2009
los amantes del cine polar ártico
Ante nosotros la pantalla comienza a rezar poesía. Las imágenes se vuelven hipnóticas y ya no podemos apartar los ojos de ellas. Siento al resto de la sala respirar con Ana y con Otto el piloto, tocar el hielo blanco, y estrujar sus corazones rojos hasta llorar de placer. Nos estamos enamorando, todos a la vez. Y una oportunidad así no se puede desaprovechar. Así que me levanto y con mucho cuidado me pongo a gatear por el suelo, hasta las butacas de la primera fila. Nadie se entera, claro, de que alguien maúlla sobre la moqueta del cine... Todos están muy ocupados enamorándose. Me coloco detrás de la pantalla, justo donde Nawja se come su bocadillo.
Aquí hace frío, y noto las casualidades chocar nerviosas a mi alrededor. Y yo... yo estoy esperando la casualidad de mi vida. Cierro los ojos y los abro despacio... sí, la pantalla es transparente como el agua polar, como había esperado. A través de ella miro boquiabierta más de cien caras sonrosadas, algunas llenas de vergüenza, ojos llorosos, sonrisas tímidas... y todas me miran intensamente. Empiezo a tener tanto calor: todos se están enamorando de mí, creo que nunca había sentido tanto calor... mi cuerpo empieza a vibrar... creo que me bajaré de aquí... empiezo a marearme y ha sido una travesura peligrosa... demasiado amor para una sesión de cine... Pero entonces resbalo y, cuando creo que voy a caer sobre un señor muy moreno en la primera fila, Otto me recoge con su avioneta. Y salimos volando del cine, muy rápido, hacia el círculo polar ártico... nos alejamos rápidamente pero aún así todavía noto el calor hirviente que desprende la sala de cine. Quien le mandaría a Julio hacer películas con tanto amor...
Elena.-
Aquí hace frío, y noto las casualidades chocar nerviosas a mi alrededor. Y yo... yo estoy esperando la casualidad de mi vida. Cierro los ojos y los abro despacio... sí, la pantalla es transparente como el agua polar, como había esperado. A través de ella miro boquiabierta más de cien caras sonrosadas, algunas llenas de vergüenza, ojos llorosos, sonrisas tímidas... y todas me miran intensamente. Empiezo a tener tanto calor: todos se están enamorando de mí, creo que nunca había sentido tanto calor... mi cuerpo empieza a vibrar... creo que me bajaré de aquí... empiezo a marearme y ha sido una travesura peligrosa... demasiado amor para una sesión de cine... Pero entonces resbalo y, cuando creo que voy a caer sobre un señor muy moreno en la primera fila, Otto me recoge con su avioneta. Y salimos volando del cine, muy rápido, hacia el círculo polar ártico... nos alejamos rápidamente pero aún así todavía noto el calor hirviente que desprende la sala de cine. Quien le mandaría a Julio hacer películas con tanto amor...
Elena.-
LA BOLA DE BILLAR
Si la jugada salía bien, Charly sería capaz de meter tres bolas en dos agujeros. Puso el taco en posición imaginando el recorrido de la bola blanca y las diversas carambolas hasta los agujeros correspondientes, sabía que le tenía que dar con la suficiente fuerza para conseguir su objetivo.
- ¡Venga tío, tira de una vez!- Dijo Raul impaciente. Charly echó el taco hacia tras, para tomar impulso y en el preciso momento en el que la punta del taco avanzaba hacia la bola blanca, el camarero nuevo, le dio sin querer a Charly un empujón. La bola salió disparada de la mesa, dando tres botes en el suelo, antes de pasar por debajo de la mesa, entre los pies de Jota y María que se miraban muy acaramelados sin ser conscientes de lo que ocurría a su alrededor. La bola siguió rodando por el suelo hasta que Susana, la camarera, le dio un pisotón que la hizo caer al suelo, con una bandeja llena de cervezas y un plato con patatas bravas, con renovado impulso, la bola fue rebotando hasta la puerta, por la que en ese momento, entraban Pepe, Carlos y Gabriel. Los tres amigos trataron de detenerla sin éxito. Terminó al otro lado de la calle y apunto estuvo de provocar un accidente. Se detuvo en la acera de enfrente, por poco tiempo, ya que un anónimo transeúnte le dio sin querer una patada que la hizo rodar calle abajo. Un gato de manchas anaranjadas y blancas, que estaba en el alfeizar de una ventana, empezó a seguirla hasta que un pastor alemán, empezó a perseguirlo a él, arrastrando en su persecución a su dueña. Se acabó la acera y la bola rodó entre las ruedas de los coches hasta llegar al bordillo de la siguiente calle, donde por fin se detuvo, para ser recogida por Nieves, una guapa universitaria, que con los libros en la mano, esperaba a que el semáforo de peatones se pusiera en verde para poder seguir su camino. Cuando alzó la vista tras coger la bola, vio al otro lado de la calle a Charly, que sin aliento, también esperaba a que el semáforo cambiara. Ahí, en ese preciso instante, surgió el flechazo entre ellos y cuando Charly le invitó a una cerveza por recuperar la bola blanca, Nieves aceptó encantada, olvidando que había quedado con una amiga para repasar ciertos apuntes sobre historia del arte. Juan Carlos Fernández
- ¡Venga tío, tira de una vez!- Dijo Raul impaciente. Charly echó el taco hacia tras, para tomar impulso y en el preciso momento en el que la punta del taco avanzaba hacia la bola blanca, el camarero nuevo, le dio sin querer a Charly un empujón. La bola salió disparada de la mesa, dando tres botes en el suelo, antes de pasar por debajo de la mesa, entre los pies de Jota y María que se miraban muy acaramelados sin ser conscientes de lo que ocurría a su alrededor. La bola siguió rodando por el suelo hasta que Susana, la camarera, le dio un pisotón que la hizo caer al suelo, con una bandeja llena de cervezas y un plato con patatas bravas, con renovado impulso, la bola fue rebotando hasta la puerta, por la que en ese momento, entraban Pepe, Carlos y Gabriel. Los tres amigos trataron de detenerla sin éxito. Terminó al otro lado de la calle y apunto estuvo de provocar un accidente. Se detuvo en la acera de enfrente, por poco tiempo, ya que un anónimo transeúnte le dio sin querer una patada que la hizo rodar calle abajo. Un gato de manchas anaranjadas y blancas, que estaba en el alfeizar de una ventana, empezó a seguirla hasta que un pastor alemán, empezó a perseguirlo a él, arrastrando en su persecución a su dueña. Se acabó la acera y la bola rodó entre las ruedas de los coches hasta llegar al bordillo de la siguiente calle, donde por fin se detuvo, para ser recogida por Nieves, una guapa universitaria, que con los libros en la mano, esperaba a que el semáforo de peatones se pusiera en verde para poder seguir su camino. Cuando alzó la vista tras coger la bola, vio al otro lado de la calle a Charly, que sin aliento, también esperaba a que el semáforo cambiara. Ahí, en ese preciso instante, surgió el flechazo entre ellos y cuando Charly le invitó a una cerveza por recuperar la bola blanca, Nieves aceptó encantada, olvidando que había quedado con una amiga para repasar ciertos apuntes sobre historia del arte. Juan Carlos Fernández
Un Minuto Basta
Un Minuto Basta
Se llamaba Gloria, y todo en ella hacía honor a su nombre. Amante de cuanto quisiera decir “vida”, los animales la adoraban, hacía magia con las plantas… Irradiaba un aura de confianza que contagiaba y vestía a todos de humanidad. Su vida era dedicarse a los demás, ayudar a todo el mundo. Cedía el asiento en el autobús, se llevaba a los indigentes a comer, sabía escuchar, y sus palabras eran un bálsamo para cualquier dolor del alma. Idealista hasta el tuétano, confiaba en las personas, en el potencial de ser mejores, y se entregaba a los suyos sin reserva. No había sacrificio del que no fuera capaz por sus seres queridos, y cuanto tocaba, como el rey Midas, se convertía en oro. Jamás salió un reproche de su boca, sólo argumentos. Era buena, atenta y leal.
Hacía días que no salía de casa. Desde que recibiera aquella fría llamada. Su relación había terminado, sin una razón de peso que comprender, y ahora nada tenía sentido. La última semana la pasó navegando entre recuerdos desnudos de felicidad, acumulando platos por fregar. El aire a su alrededor era cada vez más irrespirable, y el polvo se recostaba en los estantes, adueñándose de cada rincón. Los días y noches habían pasado como una sucesión de horas muertas, sin luz ni oscuridad, la soledad se había hecho fuerte entre los cuadros, los libros y la música que ya no sonaba. En los maceteros, las plantas se marchitaban, y su canario había dejado de cantar.
El timbre de la puerta la sacó de su letargo. Dejó sobre la mesa la fotografía que miraba sin cesar, y recordando una vez más el momento en que fue tomada, se acercó despacio al balcón. El timbre sonó de nuevo, insistente. A través del cristal se reencontró con aquellos paquetes, y su mente se perdió de nuevo. Recordó cómo había comprado y preparado cada uno de los regalos, pensando únicamente en él, y cómo los había desterrado a la intemperie, tratando de huir del dolor que le causaban. Desde el rellano, alguien aporreó la puerta. Gloria vio un fugaz reflejo de sí misma en el vidrio, y apartó la mirada, avergonzada. Otra vez esos golpes en la puerta. “Gloria, estas ahí? Soy Dalia”. Pero Gloria no estaba. Había abierto el balcón y, bañada por la luz del atardecer, se dejaba conquistar por el llanto seco. “Gloria, por favor, ábreme. Estoy muy preocupada por ti”, insistía Dalia llamando al timbre de nuevo. Pero ella sólo escuchaba una voz: seis pisos más abajo la calle la llamaba, la seducía, y se perdía en aquella voz hechizante que le susurraba “Ven conmigo, Gloria. Ven a mí, y el dolor se acabará al fin”…
Bajo la única mirada de los edificios de enfrente, metió la mano en el bolsillo y extrajo un anillo. Se lo puso despacio, sintiendo el metal arrastrarse sobre su dedo, y lo miró con el alma encogida. Se asomó a la barandilla una segunda vez.
Dalia, consciente de que algo no iba bien, empezó a asustarse. Bajó los escalones de dos en dos en busca del portero, sabedora de que este tenía una copia de la llave de cada vecino. Los pisos desfilaban vertiginosamente ante ella, mientras se hundía en sucesivas atmósferas con aroma a lejía, a comida, a perfume recién puesto…
Gloria entró en casa como un fantasma, directa a la cocina, en busca de su viejo taburete. Acarició los imanes de la nevera con aire melancólico, leyendo sin prestar atención los papeles que pendían de ellos. Las recetas que siempre le preparaba desfilaron por su mente en torbellino, y volvió sobre sus pasos.
Con el teléfono en la mano, Dalia rellamaba a su amiga una y otra vez, mientras el timbre del portero le quemaba en el dedo.
Al pasar al lado de la mesa, con el taburete en la mano, recogió aquella amarga foto y la guardó al calor de su pecho, junto al corazón. Su móvil cantaba sin cesar, y ella quería silencio, que el mundo entero callara. Rechazó la llamada y lo apagó.
Cuando la llamada se cortó, y la voz de la telefonista empezó a desviarla al buzón de voz en sucesivos intentos, sus ojos se encharcaron. El portero rebuscaba en los cajones sin éxito visible.
Cruzó el comedor despacio, bajo la apenada mirada de su canario, grabando a fuego cada segundo vivido entre aquellas paredes. Salió otra vez al balcón, y colocó la pequeña banqueta junto a la barandilla.
Dalia se lanzó escaleras arriba con el corazón desbocado, el eco de sus pasos retumbando en los descansillos. Se agarraba a la barandilla, impulsándose más, librando la carrera más importante de su vida. Mil imágenes de su amiga desfilaban ante ella. El pánico le empapaba la piel con la misma agitación con que respiraba.
Ahora sí, las lágrimas arrastraban lo poco que quedaba de humano en Gloria, resbalando solemnes por sus mejillas. Miraba sin ver, con la razón nublada por miríadas de recuerdos, punzantes como alfileres, que la perforaban hasta lo más profundo de su ser. Se agarró el pecho, apretando contra sí la fotografía. Puso un pié sobre el taburete.
La llave se resistía a entrar en la cerradura. Resbalaba entre sus dedos como si pudiera pensar, pero Dalia no desistía. Empujaba aquel trozo de metal como si la vida le fuera en ello, hasta que encajó de pronto. La llave entró hasta el fondo.
De pié sobre el taburete, Gloria dejó caer ambos brazos a los lados, y cerró los ojos. Vio aquel primer beso, como si estuviera pasando en aquel momento, la primera vez que se arrojó a sus brazos, la primera vez que lloraron juntos, el primer amanecer que contemplaron… Todo marchito, todo putrefacto, yermo, caduco… No había carnero lo bastante grande para sacrificar a Dios, le tocaba a ella pagar la cuenta de la felicidad.
La cerradura cedió con un chasquido, pero la puerta no se abrió. “Maldita sea, ha echado el cerrojo”, susurró Dalia masticando las palabras. Por suerte, recordaba que era un pestillo pequeño, y se creyó capaz de derribar la puerta a empujones. A veces, creer es la diferencia entre lograr o no lograr. La muchacha se lanzó contra la puerta con todas las fuerzas que le quedaban…
Al borde del abismo, dejó que el vértigo la envolviera unos segundos, tomó una última bocanada de aire y… Y unas palabras resonaron en su interior con su propia voz: “La noche pasará, Dalia. Siempre amanece de nuevo. De todo sale algo bueno”. Tuvo que soltar el aire, sobrecogida por aquel recuerdo de su amiga hundida, y no pudo sostenerle la mirada al vacío. Al girar la cabeza, se encontró con un macetero de plantas amarillas y agónicas. Pero de entre las nubes, un único rayo de sol llegó hasta la planta, revelando una flor fresca que nacía, brillante y hermosa, entre tanta desolación. “Siempre amanece de nuevo, siempre hay un nuevo renacer…” Siguió mirando aquella flor durante unos segundos más, y muy despacio, bajó del taburete.
Con un crujido sordo, el cerrojo saltó por los aires, la puerta cedió, y Dalia cayó de bruces. Con el labio partido, se incorporó y corrió hasta el comedor. Se detuvo. Gloria entraba del balcón con una maceta en la mano, acariciando la única flor que se abría en ella. Se miraron, no hicieron falta palabras. Dejó la planta sobre una mesita, y ambas se abrazaron con fuerza, entre ríos de lágrimas. “Perdóname Gloria, perdóname por haberte fallado, debí venir antes…”. “No has fallado Dalia, me has salvado. Tú me has salvado”.
Hacía días que no salía de casa. Desde que recibiera aquella fría llamada. Su relación había terminado, sin una razón de peso que comprender, y ahora nada tenía sentido. La última semana la pasó navegando entre recuerdos desnudos de felicidad, acumulando platos por fregar. El aire a su alrededor era cada vez más irrespirable, y el polvo se recostaba en los estantes, adueñándose de cada rincón. Los días y noches habían pasado como una sucesión de horas muertas, sin luz ni oscuridad, la soledad se había hecho fuerte entre los cuadros, los libros y la música que ya no sonaba. En los maceteros, las plantas se marchitaban, y su canario había dejado de cantar.
El timbre de la puerta la sacó de su letargo. Dejó sobre la mesa la fotografía que miraba sin cesar, y recordando una vez más el momento en que fue tomada, se acercó despacio al balcón. El timbre sonó de nuevo, insistente. A través del cristal se reencontró con aquellos paquetes, y su mente se perdió de nuevo. Recordó cómo había comprado y preparado cada uno de los regalos, pensando únicamente en él, y cómo los había desterrado a la intemperie, tratando de huir del dolor que le causaban. Desde el rellano, alguien aporreó la puerta. Gloria vio un fugaz reflejo de sí misma en el vidrio, y apartó la mirada, avergonzada. Otra vez esos golpes en la puerta. “Gloria, estas ahí? Soy Dalia”. Pero Gloria no estaba. Había abierto el balcón y, bañada por la luz del atardecer, se dejaba conquistar por el llanto seco. “Gloria, por favor, ábreme. Estoy muy preocupada por ti”, insistía Dalia llamando al timbre de nuevo. Pero ella sólo escuchaba una voz: seis pisos más abajo la calle la llamaba, la seducía, y se perdía en aquella voz hechizante que le susurraba “Ven conmigo, Gloria. Ven a mí, y el dolor se acabará al fin”…
Bajo la única mirada de los edificios de enfrente, metió la mano en el bolsillo y extrajo un anillo. Se lo puso despacio, sintiendo el metal arrastrarse sobre su dedo, y lo miró con el alma encogida. Se asomó a la barandilla una segunda vez.
Dalia, consciente de que algo no iba bien, empezó a asustarse. Bajó los escalones de dos en dos en busca del portero, sabedora de que este tenía una copia de la llave de cada vecino. Los pisos desfilaban vertiginosamente ante ella, mientras se hundía en sucesivas atmósferas con aroma a lejía, a comida, a perfume recién puesto…
Gloria entró en casa como un fantasma, directa a la cocina, en busca de su viejo taburete. Acarició los imanes de la nevera con aire melancólico, leyendo sin prestar atención los papeles que pendían de ellos. Las recetas que siempre le preparaba desfilaron por su mente en torbellino, y volvió sobre sus pasos.
Con el teléfono en la mano, Dalia rellamaba a su amiga una y otra vez, mientras el timbre del portero le quemaba en el dedo.
Al pasar al lado de la mesa, con el taburete en la mano, recogió aquella amarga foto y la guardó al calor de su pecho, junto al corazón. Su móvil cantaba sin cesar, y ella quería silencio, que el mundo entero callara. Rechazó la llamada y lo apagó.
Cuando la llamada se cortó, y la voz de la telefonista empezó a desviarla al buzón de voz en sucesivos intentos, sus ojos se encharcaron. El portero rebuscaba en los cajones sin éxito visible.
Cruzó el comedor despacio, bajo la apenada mirada de su canario, grabando a fuego cada segundo vivido entre aquellas paredes. Salió otra vez al balcón, y colocó la pequeña banqueta junto a la barandilla.
Dalia se lanzó escaleras arriba con el corazón desbocado, el eco de sus pasos retumbando en los descansillos. Se agarraba a la barandilla, impulsándose más, librando la carrera más importante de su vida. Mil imágenes de su amiga desfilaban ante ella. El pánico le empapaba la piel con la misma agitación con que respiraba.
Ahora sí, las lágrimas arrastraban lo poco que quedaba de humano en Gloria, resbalando solemnes por sus mejillas. Miraba sin ver, con la razón nublada por miríadas de recuerdos, punzantes como alfileres, que la perforaban hasta lo más profundo de su ser. Se agarró el pecho, apretando contra sí la fotografía. Puso un pié sobre el taburete.
La llave se resistía a entrar en la cerradura. Resbalaba entre sus dedos como si pudiera pensar, pero Dalia no desistía. Empujaba aquel trozo de metal como si la vida le fuera en ello, hasta que encajó de pronto. La llave entró hasta el fondo.
De pié sobre el taburete, Gloria dejó caer ambos brazos a los lados, y cerró los ojos. Vio aquel primer beso, como si estuviera pasando en aquel momento, la primera vez que se arrojó a sus brazos, la primera vez que lloraron juntos, el primer amanecer que contemplaron… Todo marchito, todo putrefacto, yermo, caduco… No había carnero lo bastante grande para sacrificar a Dios, le tocaba a ella pagar la cuenta de la felicidad.
La cerradura cedió con un chasquido, pero la puerta no se abrió. “Maldita sea, ha echado el cerrojo”, susurró Dalia masticando las palabras. Por suerte, recordaba que era un pestillo pequeño, y se creyó capaz de derribar la puerta a empujones. A veces, creer es la diferencia entre lograr o no lograr. La muchacha se lanzó contra la puerta con todas las fuerzas que le quedaban…
Al borde del abismo, dejó que el vértigo la envolviera unos segundos, tomó una última bocanada de aire y… Y unas palabras resonaron en su interior con su propia voz: “La noche pasará, Dalia. Siempre amanece de nuevo. De todo sale algo bueno”. Tuvo que soltar el aire, sobrecogida por aquel recuerdo de su amiga hundida, y no pudo sostenerle la mirada al vacío. Al girar la cabeza, se encontró con un macetero de plantas amarillas y agónicas. Pero de entre las nubes, un único rayo de sol llegó hasta la planta, revelando una flor fresca que nacía, brillante y hermosa, entre tanta desolación. “Siempre amanece de nuevo, siempre hay un nuevo renacer…” Siguió mirando aquella flor durante unos segundos más, y muy despacio, bajó del taburete.
Con un crujido sordo, el cerrojo saltó por los aires, la puerta cedió, y Dalia cayó de bruces. Con el labio partido, se incorporó y corrió hasta el comedor. Se detuvo. Gloria entraba del balcón con una maceta en la mano, acariciando la única flor que se abría en ella. Se miraron, no hicieron falta palabras. Dejó la planta sobre una mesita, y ambas se abrazaron con fuerza, entre ríos de lágrimas. “Perdóname Gloria, perdóname por haberte fallado, debí venir antes…”. “No has fallado Dalia, me has salvado. Tú me has salvado”.
Juanmi, Taller de Escritura Creativa
martes, 6 de enero de 2009
Cuando deje de nevar
Nevaba. Nevaba sin tregua como si no tuviera intención de amainar nunca. Nieve, nieve y más nieve, nieve por todas partes. Y soledad. Porque estaban solas. Aterradas y solas. La grieta en la que se habían refugiado a duras penas si podía contener los envites de la furibunda tempestad blanca. Las volutas de nieve atravesaban el umbral de aquella ceñida cueva y les caían en la cara, cegándolas, y después se amontonaban a su alrededor como un maléfico molde de escayola helada. Pronto quedarían sepultadas.
Encajada en aquel agujero, Maribel se retorcía de dolor como un gusano decapitado e intentaba proteger su maltrecho cuerpo de los copos. Estirada en el suelo, a sólo unos palmos del abrupto abismo que se abría a sus pies, luchaba sin suerte por contener la mayor de sus múltiples hemorragias, agarrándose la pierna derecha con ambas manos. La sangre había teñido completamente de rojo su vestimenta de esquiadora.
Una fatídica placa de hielo tuvo la culpa. Maribel resbaló y se despeñó sin remedio. La caída fue brutal. Ni el resistente material del equipo de montaña, otrora invulnerable, resistió al violento golpe ni a las cuchilladas de las aristas rocosas de la ladera. La montañera rodó y rodó por la escarpada vertiente norte como un monigote de gore-tex abierto en canal sin poder agarrarse a nada, sintiendo el precipicio definitivo cada vez más cerca, más cerca, más cerca. Pero los mismos riscos que le desgarraron las piernas y el vientre, dejando un reguero de tripas de plumón desparramadas sobre la vasta piel de la intemperie, frenaron su descenso. Se detuvo en el mismísimo borde del más profundo de los barrancos completamente derrotada, hecha un amasijo de huesos quebrados, heridas sangrantes y fibras sintéticas.
La nieve seguía entrando sin piedad dentro de la gruta. Y Maribel deliraba. A su lado, hecha un ovillo, Mamen la miraba de reojo, protegida por las enormes gafas de ventisca. Prefería no mirarla directamente. Prefería no hacerlo. No quería que leyera en sus ojos que no tenía salvación posible, que las lesiones eran más graves de lo que habían pensado en un principio y que seguramente no llegaría a la noche. No podía evitar pensar que cuando Julián y Susana regresaran con los equipos de rescate sería tarde y muy posiblemente Maribel ya estaría muerta. Dios santo, muerta. Intentaba arrancarse el pensamiento para que ella no se lo leyera en los ojos. No quería que se lo leyera en los ojos. Pero no podía. La imagen de su compañera de escalada muerta en sus brazos le martilleaba el interior del cerebro como un implacable badajo. Bajó la cabeza y la escondió entre los brazos para que Maribel no viera que lloraba.
-Mamen, acércate -pidió Maribel, incorporando ligeramente la cabeza y separándola de la entrada de la cueva-. Quiero que me ayudes…-suplicó. Y le extendió una mano.
-Es mejor que no te muevas- le respondió Mamen volviéndole a poner la mano sobre la pierna magullada-. No tardarán en llegar. Ya deben estar cerca, estoy segura. Es mejor que no te muevas…
-No, Mamen, no - insistió Maribel-. Hemos de hablar-. Y arrastrándose con dificultad, la maltrecha montañera se colocó de costado, tomó aire y dejando escapar un amortiguado alarido apretó la palma de la mano que no tenía rota contra la pared de la caverna hasta que logró sentarse.
-¡Estás loca!– la reprendió Mamen, quien la asió por la cintura e intentó colocarla de nuevo sobre el suelo-. ¡Vuelve a tumbarte! Ya deben estar a punto de llegar.
Pero Maribel no obedeció. Apartó a su compañera y se recostó más todavía en la pared de la cueva, atrancando los pies en un montículo de nieve manchada con su propia sangre
-¡Suéltame! Tienes que saberlo! ¡Tienes que saberlo! Si me pasara algo…
-No va a pasarte nada, no va a pasarte nada –replicó Mamen acariciándole el pelo-. Es mejor que descanses.
-¡No! No quiero descansar. Tienes que saberlo todo- repitió apartándose la nieve de la cara con los guantes-. Tu marido te engaña.
-¿Pero qué dices, Maribel? Julián no me engaña, es incapaz de hacerlo. Pero si quieres, cuando regrese con los equipos de rescate se lo preguntamos y salimos de dudas. ¿Eh? Pero ahora debes…
-¡Es… estúpida! –la interrumpió Maribel entre jadeos-. Claro que te engaña. Te engaña…- balbuceó. Ya casi no podía sostener la cabeza.
-No digas tonterías. Deliras. Debe ser la fiebre. Sí, debes tener fiebre- insistió Mamen. Se sacó uno de los guantes y comprobó la temperatura de la frente de su amiga-. Lo que te decía. ¡Estás ardiendo! Será mejor que descanses.
-No quiero descansar –contestó Maribel muy enfadada-. Y qué más da si tengo fiebre. Sé lo que estoy diciendo. Julián te engaña, sí te engaña… Te engaña… conmigo.
-¡Por Dios, Maribel, qué imbecilidad es esa! Estás delirando. Tú serías incapaz de hacerme eso a mí, a tu mejor amiga. La fiebre te está volviendo loca –dijo sin separar la mano de la frente de su compañera-. Estás ardiendo…
-No es la fiebre –ya casi no le brotaban las palabras-. Hace más de un año que nos vemos a escondidas.
Mamen se arrancó las gafas de un estirón y clavó unos inquisidores ojos en los de su compañera.
-¿Hablas en serio?
-Sí, sí… -contestó Maribel con la voz completamente rota, esforzándose en mantener la espalda pegada a la pared de la cueva. Le costaba hablar. Se ahogaba-. Julián pensaba decírtelo hoy mismo. Cuando estuviéramos de vuelta en el refugio- . Hizo una pausa para tomar algo de aire, para acabar de envalentonarse-. Iba a dejarte. Me lo había prometido…
-¡Dime que estás delirando, Maribel, por favor! ¡Dime que estás delirando! Que todo son invenciones tuyas- vociferó Mamen acercándole la cara hasta casi morderle.
-No puedo. Es todo cierto. Amo a Julián. Lo he amado siempre. Lo siento, Mamen, lo siento... Hubiera preferido… -sollozó y se volcó de bruces contra el suelo, soltando un afilado alarido. Y se quedó quieta.
Mamen permaneció unos segundos inmóvil contemplando el cuerpo estrujado y silencioso de Maribel sin saber qué hacer, como aturdida. El viento gélido y la inesperada confesión de su amiga le abotargaban la cabeza. No podía pensar. No sabía qué desear. Como pudo, agarró a Maribel por la cintura y volvió a sentarla. Seguía viva. Respiraba. A trompicones, pero todavía respiraba. No había sido más que un inoportuno desmayo.
Una parte de su alma ardió de cólera al escuchar sus latidos, al notar que aún tenía pulso. Hubiera preferido que ya estuviera muerta. Sí, muerta. La otra parte se apiadó de ella. Al fin y al cabo no era más que una moribunda. Y era su amiga.
La nieve estaba a punto de tapiar completamente la entrada a la cueva pero Mamen no se dio ni cuenta. Su mente seguía perpleja, atascada. Revivía una y otra vez la caída de su compañera como en una película cíclica y al mismo tiempo imaginaba a Maribel en brazos de su marido. En una sucesión de lentos fotogramas se veía a ella misma jugándose la vida, descolgándose por una traicionera pared de témpanos y granito para acudir en ayuda de su amiga e inmediatamente la invadía un irrefrenable deseo de arrancarle los labios con los que habría besado más de mil veces a Julián. "Julián, qué pedazo de cabrón. Es él quien tendría que estar aquí. Él y no yo. Soy yo la que tendría que haberme marchado con Susana a buscar ayuda", pensaba y se atormentaba imaginando a Julián y a Maribel haciendo el amor en mitad de aquella interminable tempestad mientras un salvaje alud los sepultaba.
Un repentino bofetón de nieve la devolvió a la realidad. Nevaba tan fuerte que parecía que la caverna no tuviera techo. La abertura ya no era más que un diminuto orificio por el que no cabía ni un pie. Debían salir de allí o nunca las encontrarían con vida.
Se incrustó las gafas de ventisca, se colocó de nuevo los guantes y se puso a escarbar con ambas manos en la nieve como una posesa hasta que logró dejar un agujero lo suficientemente amplio como para salir al exterior.
Miró a Maribel y respiró hondo. No podía abandonarla allí. Deseaba hacerlo. Se merecería que lo hiciera. Pero no podía. No podía. Sacó la cantimplora de su mochila y le dio un sorbo. Ya casi no les quedaba ni agua. Ni demasiadas energías. No aguantarían mucho tiempo más. No. No la abandonaría. Seguro que los equipos de rescate estaban a punto de llegar. Agarró a su amiga de las manos y haciendo un esfuerzo sobrehumano la sacó a rastras fuera de la cueva y la dejó recostada en un tronco.
El exterior le pareció un infierno, un infierno glaciar. Una densa cortina de mechones nevados lo envolvía todo y dificultaba los movimientos. Se sintió dentro de una de esas bolas de navidad que se agitan para que nieve sobre el pesebre a la que alguien hubiera condenado a rotar eternamente. Le crujían las piernas. Estaba exhausta. Como pudo se alejó unos metros de la grieta en busca de algún refugio más seguro pero era incapaz de ver nada más allá de sus propias pisadas. Solamente nieve y nieve y nieve. Y el borde del precipicio, a menos de un palmo.
Maribel abrió los ojos.
-Mamen, abrázame. Quiero que me abraces- rogó entre estertores la moribunda, que había encontrado fuerzas en algún remoto rincón de su tullido cuerpo y había logrado ponerse en pie, tambaleante. Apretaba los dientes para disimular que el punzante dolor de sus desgarradas articulaciones había decido acabar de matarla.
-¡Maribel, estás mejor! –se sorprendió Mamen-. Aguanta un poco más. Un poco más. Me ha parecido ver que algo se movía a lo lejos. Deben ser ellos. ¡Seguro que son ellos! Ya vienen a buscarnos…
Y Mamen asió a Maribel con fuerza para evitar que se le escurriera y la apretó contra su pecho como si deseara fundirse con ella. Se le escaparon dos regueros de lágrimas. La nieve golpeaba con furia, como si fuera plomo.
-Mamen. Mamen. Tienes que perdonarme, tienes que perdonarme…- imploró la montañera herida y con su último aliento, antes de caer mortalmente desplomada sobre el umbral de la tapiada gruta, empujó a Mamen barranco abajo.
El cuerpo sin vida de Mamen rodó y rodó ladera abajo como un monigote de gore-tex arponeado por una jauría de saetas blancas. Ajena a la tragedia, la nieve continuó cayendo con insistencia, sepultando los árboles y las piedras, enterrando los dos cadáveres bajo una fría lápida. Siguió nevando en las cimas, en las laderas y en el valle donde estaba el refugio en el que los cuerpos desnudos de Julián y Susana seguían devorándose el uno al otro, al calor de la lumbre.
Susana agitó sus insaciables caderas camino de la ducha.
-Cariño, ¿cuándo avisaremos a los equipos de rescate para que vayan a buscarlas? Ya deben estar muertas.
Y Julián le contestó con desgana, arrebujado entre las sábanas.
-No sé. Cuando deje de nevar.
XAVIER ADELL
Encajada en aquel agujero, Maribel se retorcía de dolor como un gusano decapitado e intentaba proteger su maltrecho cuerpo de los copos. Estirada en el suelo, a sólo unos palmos del abrupto abismo que se abría a sus pies, luchaba sin suerte por contener la mayor de sus múltiples hemorragias, agarrándose la pierna derecha con ambas manos. La sangre había teñido completamente de rojo su vestimenta de esquiadora.
Una fatídica placa de hielo tuvo la culpa. Maribel resbaló y se despeñó sin remedio. La caída fue brutal. Ni el resistente material del equipo de montaña, otrora invulnerable, resistió al violento golpe ni a las cuchilladas de las aristas rocosas de la ladera. La montañera rodó y rodó por la escarpada vertiente norte como un monigote de gore-tex abierto en canal sin poder agarrarse a nada, sintiendo el precipicio definitivo cada vez más cerca, más cerca, más cerca. Pero los mismos riscos que le desgarraron las piernas y el vientre, dejando un reguero de tripas de plumón desparramadas sobre la vasta piel de la intemperie, frenaron su descenso. Se detuvo en el mismísimo borde del más profundo de los barrancos completamente derrotada, hecha un amasijo de huesos quebrados, heridas sangrantes y fibras sintéticas.
La nieve seguía entrando sin piedad dentro de la gruta. Y Maribel deliraba. A su lado, hecha un ovillo, Mamen la miraba de reojo, protegida por las enormes gafas de ventisca. Prefería no mirarla directamente. Prefería no hacerlo. No quería que leyera en sus ojos que no tenía salvación posible, que las lesiones eran más graves de lo que habían pensado en un principio y que seguramente no llegaría a la noche. No podía evitar pensar que cuando Julián y Susana regresaran con los equipos de rescate sería tarde y muy posiblemente Maribel ya estaría muerta. Dios santo, muerta. Intentaba arrancarse el pensamiento para que ella no se lo leyera en los ojos. No quería que se lo leyera en los ojos. Pero no podía. La imagen de su compañera de escalada muerta en sus brazos le martilleaba el interior del cerebro como un implacable badajo. Bajó la cabeza y la escondió entre los brazos para que Maribel no viera que lloraba.
-Mamen, acércate -pidió Maribel, incorporando ligeramente la cabeza y separándola de la entrada de la cueva-. Quiero que me ayudes…-suplicó. Y le extendió una mano.
-Es mejor que no te muevas- le respondió Mamen volviéndole a poner la mano sobre la pierna magullada-. No tardarán en llegar. Ya deben estar cerca, estoy segura. Es mejor que no te muevas…
-No, Mamen, no - insistió Maribel-. Hemos de hablar-. Y arrastrándose con dificultad, la maltrecha montañera se colocó de costado, tomó aire y dejando escapar un amortiguado alarido apretó la palma de la mano que no tenía rota contra la pared de la caverna hasta que logró sentarse.
-¡Estás loca!– la reprendió Mamen, quien la asió por la cintura e intentó colocarla de nuevo sobre el suelo-. ¡Vuelve a tumbarte! Ya deben estar a punto de llegar.
Pero Maribel no obedeció. Apartó a su compañera y se recostó más todavía en la pared de la cueva, atrancando los pies en un montículo de nieve manchada con su propia sangre
-¡Suéltame! Tienes que saberlo! ¡Tienes que saberlo! Si me pasara algo…
-No va a pasarte nada, no va a pasarte nada –replicó Mamen acariciándole el pelo-. Es mejor que descanses.
-¡No! No quiero descansar. Tienes que saberlo todo- repitió apartándose la nieve de la cara con los guantes-. Tu marido te engaña.
-¿Pero qué dices, Maribel? Julián no me engaña, es incapaz de hacerlo. Pero si quieres, cuando regrese con los equipos de rescate se lo preguntamos y salimos de dudas. ¿Eh? Pero ahora debes…
-¡Es… estúpida! –la interrumpió Maribel entre jadeos-. Claro que te engaña. Te engaña…- balbuceó. Ya casi no podía sostener la cabeza.
-No digas tonterías. Deliras. Debe ser la fiebre. Sí, debes tener fiebre- insistió Mamen. Se sacó uno de los guantes y comprobó la temperatura de la frente de su amiga-. Lo que te decía. ¡Estás ardiendo! Será mejor que descanses.
-No quiero descansar –contestó Maribel muy enfadada-. Y qué más da si tengo fiebre. Sé lo que estoy diciendo. Julián te engaña, sí te engaña… Te engaña… conmigo.
-¡Por Dios, Maribel, qué imbecilidad es esa! Estás delirando. Tú serías incapaz de hacerme eso a mí, a tu mejor amiga. La fiebre te está volviendo loca –dijo sin separar la mano de la frente de su compañera-. Estás ardiendo…
-No es la fiebre –ya casi no le brotaban las palabras-. Hace más de un año que nos vemos a escondidas.
Mamen se arrancó las gafas de un estirón y clavó unos inquisidores ojos en los de su compañera.
-¿Hablas en serio?
-Sí, sí… -contestó Maribel con la voz completamente rota, esforzándose en mantener la espalda pegada a la pared de la cueva. Le costaba hablar. Se ahogaba-. Julián pensaba decírtelo hoy mismo. Cuando estuviéramos de vuelta en el refugio- . Hizo una pausa para tomar algo de aire, para acabar de envalentonarse-. Iba a dejarte. Me lo había prometido…
-¡Dime que estás delirando, Maribel, por favor! ¡Dime que estás delirando! Que todo son invenciones tuyas- vociferó Mamen acercándole la cara hasta casi morderle.
-No puedo. Es todo cierto. Amo a Julián. Lo he amado siempre. Lo siento, Mamen, lo siento... Hubiera preferido… -sollozó y se volcó de bruces contra el suelo, soltando un afilado alarido. Y se quedó quieta.
Mamen permaneció unos segundos inmóvil contemplando el cuerpo estrujado y silencioso de Maribel sin saber qué hacer, como aturdida. El viento gélido y la inesperada confesión de su amiga le abotargaban la cabeza. No podía pensar. No sabía qué desear. Como pudo, agarró a Maribel por la cintura y volvió a sentarla. Seguía viva. Respiraba. A trompicones, pero todavía respiraba. No había sido más que un inoportuno desmayo.
Una parte de su alma ardió de cólera al escuchar sus latidos, al notar que aún tenía pulso. Hubiera preferido que ya estuviera muerta. Sí, muerta. La otra parte se apiadó de ella. Al fin y al cabo no era más que una moribunda. Y era su amiga.
La nieve estaba a punto de tapiar completamente la entrada a la cueva pero Mamen no se dio ni cuenta. Su mente seguía perpleja, atascada. Revivía una y otra vez la caída de su compañera como en una película cíclica y al mismo tiempo imaginaba a Maribel en brazos de su marido. En una sucesión de lentos fotogramas se veía a ella misma jugándose la vida, descolgándose por una traicionera pared de témpanos y granito para acudir en ayuda de su amiga e inmediatamente la invadía un irrefrenable deseo de arrancarle los labios con los que habría besado más de mil veces a Julián. "Julián, qué pedazo de cabrón. Es él quien tendría que estar aquí. Él y no yo. Soy yo la que tendría que haberme marchado con Susana a buscar ayuda", pensaba y se atormentaba imaginando a Julián y a Maribel haciendo el amor en mitad de aquella interminable tempestad mientras un salvaje alud los sepultaba.
Un repentino bofetón de nieve la devolvió a la realidad. Nevaba tan fuerte que parecía que la caverna no tuviera techo. La abertura ya no era más que un diminuto orificio por el que no cabía ni un pie. Debían salir de allí o nunca las encontrarían con vida.
Se incrustó las gafas de ventisca, se colocó de nuevo los guantes y se puso a escarbar con ambas manos en la nieve como una posesa hasta que logró dejar un agujero lo suficientemente amplio como para salir al exterior.
Miró a Maribel y respiró hondo. No podía abandonarla allí. Deseaba hacerlo. Se merecería que lo hiciera. Pero no podía. No podía. Sacó la cantimplora de su mochila y le dio un sorbo. Ya casi no les quedaba ni agua. Ni demasiadas energías. No aguantarían mucho tiempo más. No. No la abandonaría. Seguro que los equipos de rescate estaban a punto de llegar. Agarró a su amiga de las manos y haciendo un esfuerzo sobrehumano la sacó a rastras fuera de la cueva y la dejó recostada en un tronco.
El exterior le pareció un infierno, un infierno glaciar. Una densa cortina de mechones nevados lo envolvía todo y dificultaba los movimientos. Se sintió dentro de una de esas bolas de navidad que se agitan para que nieve sobre el pesebre a la que alguien hubiera condenado a rotar eternamente. Le crujían las piernas. Estaba exhausta. Como pudo se alejó unos metros de la grieta en busca de algún refugio más seguro pero era incapaz de ver nada más allá de sus propias pisadas. Solamente nieve y nieve y nieve. Y el borde del precipicio, a menos de un palmo.
Maribel abrió los ojos.
-Mamen, abrázame. Quiero que me abraces- rogó entre estertores la moribunda, que había encontrado fuerzas en algún remoto rincón de su tullido cuerpo y había logrado ponerse en pie, tambaleante. Apretaba los dientes para disimular que el punzante dolor de sus desgarradas articulaciones había decido acabar de matarla.
-¡Maribel, estás mejor! –se sorprendió Mamen-. Aguanta un poco más. Un poco más. Me ha parecido ver que algo se movía a lo lejos. Deben ser ellos. ¡Seguro que son ellos! Ya vienen a buscarnos…
Y Mamen asió a Maribel con fuerza para evitar que se le escurriera y la apretó contra su pecho como si deseara fundirse con ella. Se le escaparon dos regueros de lágrimas. La nieve golpeaba con furia, como si fuera plomo.
-Mamen. Mamen. Tienes que perdonarme, tienes que perdonarme…- imploró la montañera herida y con su último aliento, antes de caer mortalmente desplomada sobre el umbral de la tapiada gruta, empujó a Mamen barranco abajo.
El cuerpo sin vida de Mamen rodó y rodó ladera abajo como un monigote de gore-tex arponeado por una jauría de saetas blancas. Ajena a la tragedia, la nieve continuó cayendo con insistencia, sepultando los árboles y las piedras, enterrando los dos cadáveres bajo una fría lápida. Siguió nevando en las cimas, en las laderas y en el valle donde estaba el refugio en el que los cuerpos desnudos de Julián y Susana seguían devorándose el uno al otro, al calor de la lumbre.
Susana agitó sus insaciables caderas camino de la ducha.
-Cariño, ¿cuándo avisaremos a los equipos de rescate para que vayan a buscarlas? Ya deben estar muertas.
Y Julián le contestó con desgana, arrebujado entre las sábanas.
-No sé. Cuando deje de nevar.
XAVIER ADELL
lunes, 5 de enero de 2009
SIGNOS COMPATIBLES
Ella
Al terminar de leer la carta de su amado desde su lejano destino, suspiró imaginando lo que él estaría haciendo esta mañana: saldría bañado bajo un tibio sol a comprarle el más hermoso ramo de rosas rojas de pétalos abiertos y brillantes como la que le pintó en la esquina del sobre de la carta, llegaría a su cuarto y con la ventanas bien abiertas alistaría la maleta cantando y silbando los románticos discos que le dedicaba por teléfono cada fin de semana, miraría con frecuencia la foto sobre el escritorio donde estaban juntos para sentir el eterno abrazo que los retuvo en el tiempo y sería lo último en empacar, antes de salir con el equipaje se aplicaría de nuevo la suave y dulce loción con que impregnaba las letras de sus amorosos escritos, un instante antes de cerrar la puerta repasaría su imagen frente al espejo para verificar cómo se presentaría ante los ojos que le interesaba ver en la estación, seguramente llegaría con una camiseta de cuello, a rayas y un pantalón de lino claro. Así lo continuó pensando ella mientras estuvo en el gimnasio haciendo bicicleta, banda y pesas temprano en la mañana antes de ir apresurada a sacar la ropa del armario para cambiarse entre tragos de café. En el baño se refrescó la cara y los brazos, miró por última vez el sobre con la rosa pintada “qué dulce es” pensó y salió sin cargar con más cosas que la emoción del encuentro.
El
Parado tras el empañado cristal de la ventana esperó que se detuviera la cortina de agua que cayó desde anoche, afuera el cielo gris lució más nublado con las olas de humo de los cigarros que gastó, el frío casi detuvo todo movimiento dentro del cuarto, solo sintió el latido de su pecho queriéndose salir por lo oídos y las ganas contenidas de ir al encuentro con su amada. Miró intranquilo el reloj varias veces y le pareció eterna la espera del taxi que lo recogió. Por el camino recordó que para ella todo motivo era una disculpa para armar una fiesta y se la imaginó convirtiendo este día en uno muy especial para él: antes de salir, al centro de la mesa dejaría colocada la torta negra con crema d e piña y trocitos de fresa mientras los vino tinto se enfriaban, -cómo le gusta complacerme sin pedírselo-pensó sonriente mientras se pasaba la mano por el pecho con ternura como tocándose el corazón,- ella confirmaría la lista de amigos que vendrían a reunirse, muy orgullosa y delicada organizaría el estante con la colección de muñecas que él acostumbraba enviarle con frecuencia. Antes de partir para la estación a encontrarse con él, iría a la peluquería por un peinado para la ocasión, escogería el bolso y los zapatos que le salieran con el sedoso y ceñido vestido y se tomaría un calculado tiempo en aplicarse maquillaje y labial.
Ellos
En la estación el cielo estaba despejado y radiante , cada objeto a su paso brillaba con luz propia, mientras se buscaban entre la multitud, las caras les miraban alegres y ella y él les respondían con un amable y sonriente saludo, a su paso el viento les acariciaba la piel y las ropas. Él se desabrochó la chaqueta de cuero y ajustó el blue jeans azul, con una mano rodaba la maleta llevando encima la bolsa con los regalos, una caja de corazones de chocolate y el libro Amores Sin Pena, ella se recogió el pelo con un gancho por en cima de su blusa roja y se estiró el pantalón de sudadera. De lejos se vieron, se acercaron presurosos, agitados, palpitantes, respirando entrecortados y fundidos en un apretado y prolongado beso pensando al mismo tiempo y en silencio “lo de más es lo de menos”.
Melqui Barrero
Ejercicio con elementos espaciales ambientales asociados a la caracterización d e los personajes
Al terminar de leer la carta de su amado desde su lejano destino, suspiró imaginando lo que él estaría haciendo esta mañana: saldría bañado bajo un tibio sol a comprarle el más hermoso ramo de rosas rojas de pétalos abiertos y brillantes como la que le pintó en la esquina del sobre de la carta, llegaría a su cuarto y con la ventanas bien abiertas alistaría la maleta cantando y silbando los románticos discos que le dedicaba por teléfono cada fin de semana, miraría con frecuencia la foto sobre el escritorio donde estaban juntos para sentir el eterno abrazo que los retuvo en el tiempo y sería lo último en empacar, antes de salir con el equipaje se aplicaría de nuevo la suave y dulce loción con que impregnaba las letras de sus amorosos escritos, un instante antes de cerrar la puerta repasaría su imagen frente al espejo para verificar cómo se presentaría ante los ojos que le interesaba ver en la estación, seguramente llegaría con una camiseta de cuello, a rayas y un pantalón de lino claro. Así lo continuó pensando ella mientras estuvo en el gimnasio haciendo bicicleta, banda y pesas temprano en la mañana antes de ir apresurada a sacar la ropa del armario para cambiarse entre tragos de café. En el baño se refrescó la cara y los brazos, miró por última vez el sobre con la rosa pintada “qué dulce es” pensó y salió sin cargar con más cosas que la emoción del encuentro.
El
Parado tras el empañado cristal de la ventana esperó que se detuviera la cortina de agua que cayó desde anoche, afuera el cielo gris lució más nublado con las olas de humo de los cigarros que gastó, el frío casi detuvo todo movimiento dentro del cuarto, solo sintió el latido de su pecho queriéndose salir por lo oídos y las ganas contenidas de ir al encuentro con su amada. Miró intranquilo el reloj varias veces y le pareció eterna la espera del taxi que lo recogió. Por el camino recordó que para ella todo motivo era una disculpa para armar una fiesta y se la imaginó convirtiendo este día en uno muy especial para él: antes de salir, al centro de la mesa dejaría colocada la torta negra con crema d e piña y trocitos de fresa mientras los vino tinto se enfriaban, -cómo le gusta complacerme sin pedírselo-pensó sonriente mientras se pasaba la mano por el pecho con ternura como tocándose el corazón,- ella confirmaría la lista de amigos que vendrían a reunirse, muy orgullosa y delicada organizaría el estante con la colección de muñecas que él acostumbraba enviarle con frecuencia. Antes de partir para la estación a encontrarse con él, iría a la peluquería por un peinado para la ocasión, escogería el bolso y los zapatos que le salieran con el sedoso y ceñido vestido y se tomaría un calculado tiempo en aplicarse maquillaje y labial.
Ellos
En la estación el cielo estaba despejado y radiante , cada objeto a su paso brillaba con luz propia, mientras se buscaban entre la multitud, las caras les miraban alegres y ella y él les respondían con un amable y sonriente saludo, a su paso el viento les acariciaba la piel y las ropas. Él se desabrochó la chaqueta de cuero y ajustó el blue jeans azul, con una mano rodaba la maleta llevando encima la bolsa con los regalos, una caja de corazones de chocolate y el libro Amores Sin Pena, ella se recogió el pelo con un gancho por en cima de su blusa roja y se estiró el pantalón de sudadera. De lejos se vieron, se acercaron presurosos, agitados, palpitantes, respirando entrecortados y fundidos en un apretado y prolongado beso pensando al mismo tiempo y en silencio “lo de más es lo de menos”.
Melqui Barrero
Ejercicio con elementos espaciales ambientales asociados a la caracterización d e los personajes
viernes, 2 de enero de 2009
Acosada
Vanessa subía las escaleras de dos en dos. Presentía que estaba ahí, a poca distancia, pisándole los talones. Cuando llegó al último piso apenas podía respirar. Ni siquiera perdió tiempo para mirar atrás. Introdujo la llave en la cerradura, le dio dos vueltas y la puerta se abrió. Llegado ese momento ya no respiraba completamente, no se lo podía permitir. Entró con la velocidad de un rayo y cerro tras sí. Se apoyó en la mirilla y entonces ya respirando se atrevió a mirar. No había nadie.
Se sentó a los pies de su cama para quitarse los zapatos y se dejó caer. Estalló en sollozos. Gritaba, lloraba, se retorcía de angustia, volvía a gritar. Permaneció así durante un rato hasta que se calmó, agotada.
A la mañana siguiente se levantó más o menos tranquila. Se había mentalizado que no podía continuar así, que le plantaría cara de una vez por todas. ¿Quién era ese hombre?, ¿Qué quería de ella? Estas preguntas la estaban atosigando. Pero ella intuía que no estaba allí por casualidad.
Eligió un momento de la mañana concreto. Durante algunas horas había estado pensando cómo dirigirse a él. Lo haré de una forma respetuosa, con educación –se dijo. De ninguna manera tenía que demostrar el miedo que sentía. Tenía que ser un instante que no estuviese sola, aprovechando que algún vecino de la escalera saliese de su casa. Estaría pendiente del sonido de alguna puerta cerrándose para bajar ella corriendo. Es una tarea fácil –pensó. Mientras se convencía, iba recobrando la confianza en sí misma. Estaba mentalizada. Era la ocasión.
Se vistió con rapidez. Se puso unos pantalones anchos y una camiseta de algodón larga. Había optado por ese vestuario, muy discreto y poco agraciado. De alguna manera no quería llamar su atención. ¿Y si fuese un pervertido? ¿Y si lo único que quería de ella era su cuerpo? De ser así se presentaría con un aspecto poco femenino. Le intentaría convencer que se había equivocado de objeto.
Permaneció detrás de la puerta durante largo rato, escuchando un posible movimiento en la escalera. Solo quedaba esperar el momento justo. Llevaba puestas unas zapatillas deportivas muy cómodas, por si tenía que correr. También había preparado una mochila pequeña donde guardar sus llaves y algo de dinero por si tenía que coger un taxi, como medio de huida.
Una puerta, finalmente. Abrió y bajó las escaleras corriendo. Se apoyaba a la barandilla para darse empuje. Vio la figura de un vecino bajando. Ella lo alcanzó en pocos segundos. Había sido rapidísima. Había estado casi perfecta. Ya no estaría sola para cuando llegase al portal. Se le escapó una sonrisa de satisfacción. Una parte de su tarea estaba hecha.
- Buenos días –dijo a la espalda de su vecino con un tono cantarín.
El hombre se giró sorprendido. No la había oído bajar.
- Hola, que tal –contestó muy amablemente. Bonito día. Veo que no te acuerdas de mí. Yo era amigo de tu padre cuando hicimos el servicio militar. Un día estuve comiendo con mi difunta esposa en tu casa, de eso hace muchos años. Me he trasladado a esta escalera recientemente.
Vanessa se quedó petrificada, con la boca ligeramente abierta, sin pronunciar una palabra. Era él. Ese hombre que veía siempre en el portal que no separaba la vista de ella, que la sonreía e intentaba acercarse. El protagonista de sus miedos, de sus pesadillas. Era él.
- Lo siento, no lo recuerdo. Pero ahora que lo dice, me parece que algo me viene a la memoria. Discúlpeme, soy un poco despistada. Bienvenido.
Bajaron juntos hasta la calle. Después se despidieron. Vanessa le contó que iba de compras.
Intuyó un color rojo oscuro en su cara, notó el calor de sus mejillas y sintió vergüenza.
Mientras caminaba calle abajo, se planteó cambiar estilo de vida. Concluyó que estaba muy estresada. Al menos eso deseaba creer.
Milagros Herrero
Se sentó a los pies de su cama para quitarse los zapatos y se dejó caer. Estalló en sollozos. Gritaba, lloraba, se retorcía de angustia, volvía a gritar. Permaneció así durante un rato hasta que se calmó, agotada.
A la mañana siguiente se levantó más o menos tranquila. Se había mentalizado que no podía continuar así, que le plantaría cara de una vez por todas. ¿Quién era ese hombre?, ¿Qué quería de ella? Estas preguntas la estaban atosigando. Pero ella intuía que no estaba allí por casualidad.
Eligió un momento de la mañana concreto. Durante algunas horas había estado pensando cómo dirigirse a él. Lo haré de una forma respetuosa, con educación –se dijo. De ninguna manera tenía que demostrar el miedo que sentía. Tenía que ser un instante que no estuviese sola, aprovechando que algún vecino de la escalera saliese de su casa. Estaría pendiente del sonido de alguna puerta cerrándose para bajar ella corriendo. Es una tarea fácil –pensó. Mientras se convencía, iba recobrando la confianza en sí misma. Estaba mentalizada. Era la ocasión.
Se vistió con rapidez. Se puso unos pantalones anchos y una camiseta de algodón larga. Había optado por ese vestuario, muy discreto y poco agraciado. De alguna manera no quería llamar su atención. ¿Y si fuese un pervertido? ¿Y si lo único que quería de ella era su cuerpo? De ser así se presentaría con un aspecto poco femenino. Le intentaría convencer que se había equivocado de objeto.
Permaneció detrás de la puerta durante largo rato, escuchando un posible movimiento en la escalera. Solo quedaba esperar el momento justo. Llevaba puestas unas zapatillas deportivas muy cómodas, por si tenía que correr. También había preparado una mochila pequeña donde guardar sus llaves y algo de dinero por si tenía que coger un taxi, como medio de huida.
Una puerta, finalmente. Abrió y bajó las escaleras corriendo. Se apoyaba a la barandilla para darse empuje. Vio la figura de un vecino bajando. Ella lo alcanzó en pocos segundos. Había sido rapidísima. Había estado casi perfecta. Ya no estaría sola para cuando llegase al portal. Se le escapó una sonrisa de satisfacción. Una parte de su tarea estaba hecha.
- Buenos días –dijo a la espalda de su vecino con un tono cantarín.
El hombre se giró sorprendido. No la había oído bajar.
- Hola, que tal –contestó muy amablemente. Bonito día. Veo que no te acuerdas de mí. Yo era amigo de tu padre cuando hicimos el servicio militar. Un día estuve comiendo con mi difunta esposa en tu casa, de eso hace muchos años. Me he trasladado a esta escalera recientemente.
Vanessa se quedó petrificada, con la boca ligeramente abierta, sin pronunciar una palabra. Era él. Ese hombre que veía siempre en el portal que no separaba la vista de ella, que la sonreía e intentaba acercarse. El protagonista de sus miedos, de sus pesadillas. Era él.
- Lo siento, no lo recuerdo. Pero ahora que lo dice, me parece que algo me viene a la memoria. Discúlpeme, soy un poco despistada. Bienvenido.
Bajaron juntos hasta la calle. Después se despidieron. Vanessa le contó que iba de compras.
Intuyó un color rojo oscuro en su cara, notó el calor de sus mejillas y sintió vergüenza.
Mientras caminaba calle abajo, se planteó cambiar estilo de vida. Concluyó que estaba muy estresada. Al menos eso deseaba creer.
Milagros Herrero
Suscribirse a:
Entradas (Atom)