El Reino Robado
Es necesario que los hechos vividos por mí, el gran caballero Jonás “el valiente”, y mi inseparable elfo enano sean escritos antes de que el olvido los borre para siempre.
No hace mucho vivía en el Reino de la Rivera del Río con mi viuda madre. Junto a otros valerosos guerreros, debía defenderlo de los ataques del Ominoso, el todopoderoso señor de las artes oscuras. Día tras día nos enviaba a sus terribles emisarios en reclamo de un sacrificio. Terribles dragones, centauros y gusanos de enormes bocas se cobraban su deuda de sangre y contra ellos debíamos luchar con arrojo y abnegación.
Era una época donde había tragedia pero servía para gozar de la alegría. Había fealdad, pero así se resaltaba la belleza de un mundo en el que el Sol siempre brillaba salvo cuando era solapado por las pequeñas nubes que servían de casa a los bellos unicornios voladores. Por la mañana un arcoíris enmarcaba las casas de madera y en el río siempre había bellos nenúfares de los que se podía extraer su zumo o bien su aroma, ese que tanto le gustaba a mi amada Nereida, la aprendiz del Gran Maestro que me enseñaba a mejorar mis virtudes como guerrero.
Pero, no sé precisar cuándo, todo empezó a cambiar. Nadie cayó en la cuenta pero de repente se dejaron de ver a los centauros correr por las calles.
A pesar de las advertencias de mi elfo enano sobre los planes del Ominoso para acabar con todo el Reino para siempre, no empecé a comprender sus intenciones hasta que una mañana me enfrenté con un enorme dragón en el centro del pueblo. Muy lentamente me sitúe delante de él, los dragones no ven bien de frente y es la única manera de acercarte sin que sus dientes se cierren sobre tu cuerpo. Alrededor se encontraban los pobres campesinos paralizados por el miedo al ver como un niño se acercaba a la bestia, por eso tuve que ensartar mi espada en su pecho. Pero el dragón no se movió, ni cayó al suelo su cuerpo muerto. El niño se fue llorando y casi tropezó con mi madre que venía con jugosas viandas para la comida. De vuelta a casa le comenté que el dragón no se movió un milímetro cuando le ataqué. “Oh, pero eso es muy bueno, cielo”. “No digo que sea malo, pero es raro”, exclamé.
Desde entonces pasaron los días y dejé de ver unicornios en el cielo. Pasaron las estaciones y la madera de las casas empezó a endurecerse y volverse fría como la piedra. Le pregunté a mi elfo qué podíamos hacer y me dijo que nada, sólo recordar. Nada parecía poder detener esos cambios en lo que antes era un mundo lleno de magia.
Antes de la última visita que tuve con el Gran Maestro fui, como siempre, al río a buscar nenúfares para Nereida, aunque para cogerlos tuviera que luchar contra enormes lobos hambrientos. Pero esa tarde no encontré ninguno ni hubo lobos contra los que luchar. Lo siento Nereida. “Oh, pero es muy bueno que no haya lobos, cielo”. “No digo que sea malo pero es que tampoco había nenúfares", respondí.
Hoy mi elfo enano se ha ido. Lo he buscado debajo de mi cama, en la cocina y en el lavabo. He salido a la calle y tampoco estaba bailando en la fuente de la plaza. Se ha ido con el arcoíris. Me he dado cuenta que ya sólo quedo yo. Por eso he tenido que escribir mi historia antes de que el guerrero Jonás desaparezca. Luego iré con mi madre a ver al Gran Maestro que ya no tiene una túnica sino una bata blanca, y ahora se hace llamar doctor. Le diré que mi elfo enano se ha ido y que ya no recuerdo ni tan siquiera cuando vi por última vez al Ominoso. Sé que me dirá “Oh, pero eso es muy bueno”. Mi madre reirá y se abrazará a Nereida. Yo comprenderé que en el mundo real no existen duendes, si no niños, los gusanos no son más que transporte para ir de un lugar a otro y los dragones funcionan con monedas.
Y les tendré que decir que no es que sea malo que el Reino desaparezca pero también lo han hecho mi espada, mi armadura y mi amada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario