La tripulación del Wallace trasladaba una gran campana desde la fundición de Mull a la isla de Iona de donde era originario el barco. La pequeña Iona era conocida por los colores alegres de sus casas frente al mar, el vaivén de las barcas ancladas en su puerto natural y su iglesia huérfana de campana. A pesar de su belleza, las condiciones de vida allí eran duras. Los interminables días de lluvia se intercalaban con semanas enteras de espesas brumas. El verano nunca visitaba la isla y el húmedo clima alimentaba sus insaciables bosques. Con esas condiciones era imposible que alguna industria se asentara allí. Por este motivo, sus habitantes se habían tenido que acostumbrar a una vida sin comodidades modernas. A cambio, la naturaleza les daba todo para subsistir allí: abundante pesca, melosos frutos, animales para cazar,... Y cuando muy de tarde en tarde, el sol era capaz de abrirse paso entre los nubarrones, el cielo obsequiaba a los isleños con un paraíso verde donde vivir. Los visitantes aseguraban que en Iona habían pintado sus casas de malva, amarillo o rojo para poderlas distinguir de entre la niebla. Los turistas también se extrañaban que en la isla pudieran vivir sin electricidad o sin teléfono pero lo cierto era, que a pesar de todo, ningún nativo había abandonado nunca Iona. Parecía que la isla castigaba y premiaba a sus habitantes por vivir allí.
La ciudad de Mull distaba a un día de navegación de Iona. Tiempo atrás también había sido un pueblo pesquero pero el progreso gris lo había transformado en una urbe industrial y metalizada. En Mull, uno podía escuchar el ruido de las fábricas funcionando incluso de noche. El humo se había apropiado de su cielo y la tecnología de sus empleos. Los marineros fueron olvidando cómo pilotar sus embarcaciones. Los radares se ocupaban de la navegación y al introducir las coordenadas de Iona, por algún extraño motivo, las computadoras daban “error”. Por este motivo a los marineros de Iona no les quedó más remedio que dejar la isla y embarcarse para ir a buscar su campana.
El día en que zarparon, la primavera había llegado de imprevisto a los balcones del pueblo. Durante la noche anterior, una feroz tormenta había sorprendido hasta los más antiguos del lugar. Esos que sólo necesitan mirar al cielo para saber qué traerá el viento al día siguiente. En el puerto, el verde del prado llegaba hasta el nivel del agua. Y si el trajín allí menguaba, se podía escuchar el ruido de los establos lejanos. Esa mañana, la tripulación del Wallace tuvo la sensación de que el empedrado del suelo acababa de ser repuesto. Las calles brillaban más que de costumbre. Las paredes de la casas parecían recién pintadas y la plaza mayor olía a mar y a pesca recién capturada. Los vecinos saludaban a los marineros como si se reencontrasen con ellos tras darlos por perdidos. Parecía como si todo el pueblo hubiera sido construido de nuevo.
La valiente tripulación del Wallace salió al mar una azul mañana de Iona dejando atrás la dulce vista de su isla. Llegaron a Mull sin problemas pero quienes explican esta historia aseguran que una noche cerrada y lluviosa les atrapó a la vuelta. A pesar de las precauciones con que la transportaban, durante la tormenta, la campana se desató y cayó hasta el fondo del mar. La tripulación, negándose a volver a casa sin ella, se lanzó al agua a buscarla. Era como si la campana les hubiera arrastrado a todos con ella hasta el lecho del mar. Nunca más se volvió a ver al Wallace ni a su campana, nunca se encontraron los cadáveres.
Desde entonces, en noches tormentosas, hay quien en Iona aún oye la campana sonar. Su lamento redobla en las rocas de la playa. La leyenda dice que es la campana llorando por los marineros que perecieron en la mar por rescatarla. Pero en Iona saben que es la isla recordando a sus habitantes el precio que han de pagar si la abandonan.
Luis Salar Vidal
2 comentarios:
Hola! Al tener un iPhone me puedo considerar de Mull no? Relato agradable antes de irme a dormir aunque podías haber dejao algún superviviente...
Me ha gustado el relato, sobretodo la manera de ambientar los dos lugares.
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