Hasta el día de hoy, Luis no ha sido realmente consciente de la magnitud de su problema. Llega a los bajos de un gran rascacielos vestido con uno de sus trajes favoritos, una especie de imitación de Giorgio Armani.. Aparca la bicicleta con cierta diligencia mirando de un costado al otro de la avenida. Baja por la rampa del parking y se desliza entre los coches algo agazapado, hasta llegar a una puerta metálica. Más relajado, se reordena su caótica cabellera con la ayuda de algo de saliva, mientras llama el ascensor. El leve sonido de una campanilla anuncia la apertura de las puertas que descubren a una chica con un escote vertiginoso. Tras presionar una de las teclas, Luis saca el móvil de la chaqueta y marca un número.
- Marta, haga pasar a los directivos a la sala de reuniones –agravando el tono de su voz-, estoy llegando.
El ascensor se detiene en la planta sexta. La chica se despide dando a Luis los buenos días. Él baja en la octava. Entra en una sala y ocupa uno de los escritorios. Se coloca unos auriculares lanzando un largo suspiro.
- Buenos días, mi nombre es Luis Rodríguez. ¿En qué puedo ayudarle?
- Verá, ¡hace ya cinco meses que contraté la línea ADSL y todavía no puedo conectarme a Internet!
- Bien, facilíteme su DNI. Le abriré un expediente sobre la incidencia.
- ¡Ya estoy hasta los cojones! Siempre me decís lo mismo. Ya es mi sexta llamada. ¡Lo que quiero es que me envíe un técnico inmediatamente!
- Bshh, bshh, bshh. Disculpe, creo que hay interferencias. No le recibo bien…
Luis cuelga algo aliviado. Y así se suceden las interminables nueve horas de su jornada laboral. Entre llamada y llamada se imagina cenando con Lucy bajo la cándida luz de unas velas, acompañados por un buen vino y un enorme “chuletón” de ternera. Sale del trabajo sonriente, fantaseando aún con la cena y se dirige al cajero más próximo, que para su sorpresa, tan sólo le escupe una notificación que desdibuja su sonrisa. No se explica cómo le ha durado tan poco el mini préstamo que solicitó hace unos meses. La verdad es que no se ha privado de nada, cada deseo de Lucy han sido órdenes para él. Desde que empezaron a vivir juntos, quiso que se sintiese como una reina, que jamás le faltase nada. Pero como más le daba, más caprichosa se volvía y con su modesto salario no podía asumirlo. Sale del cajero cabizbajo. Decide pasarse por la carnicería a ver qué puede hacer con lo que lleva en metálico.
Al llegar a casa se extraña de que Lucy no venga a recibirlo como acostumbra. La llama, pero no recibe ninguna respuesta. Cuando accede al salón descubre a Lucy aposentada en su sillón con el mando bajo su pata delantera, totalmente erguida, luciendo esas manchas negras que se extienden sobre su blanco pelaje del que se siente tan orgullosa. Luis la mira atónito. No puede creer lo que ven sus ojos. Ese es su sillón, ella ya tiene el suyo que por cierto le costó un ojo de la cara. La situación ha llegado demasiado lejos, se dice a sí mismo mientras se acerca a ella emitiendo una especie de sonidos guturales que intentan pedirle educadamente que le ceda su sitio. Ella le devuelve esa mirada altiva tan suya, que deja a Luis fuera de combate. Intenta recuperar el mando, pero ella se le adelanta desplazándolo con un sigiloso movimiento de su pata. Luis se detiene cabizbajo, intentando pensar una nueva estrategia. Abre la bolsa de la carnicería y saca un “chuletón” de carne. Lo deposita en uno de los platos de Lucy, cerca de la puerta que da a la cocina. Ella lo mira dibujando una sonrisa cínica. Luis baja la mirada, la ha infravalorado, ella no es tan estúpida como para ceder su nueva condición de poder a un precio tan bajo. Resignado, toma el sillón aterciopelado de Lucy y se acomoda a su vera. Se queda mirando fijamente el televisor sin percatarse de lo que se está retransmitiendo. Todavía no entiende como han llegado hasta tal punto. Constriñe los ojos con aire pensativo. Ya no recuerda exactamente en qué momento comenzaron a volverse las tornas. Tampoco recuerda cómo era su vida antes de que Lucy entrara en ella. Sólo tiene la imagen del día que la vio por primera vez. Vagaba solitario, un día gris, por las calles de la ciudad cuando pasó por la tienda de animales. Ella estaba ahí, luciendo su hermosa cabellera totalmente erguida y con la mirada altiva. Luis supo en ese instante que era ella lo que le llenaría su profundo vacío, y la conseguiría costase lo que le costase. Y la verdad es que no se imaginaba que le costaría tanto porque aún no sabía que era un perro de raza muy valorado. Pero en ese momento no le importó. Esos días fueron los más maravillosos de su vida. Paseando por el parque, todas las mujeres qué antes ni se percataban de su presencia ahora se volvían para mirarle. Cuando Lucy se paraba a jugar con otro perro, él tenía la excusa perfecta para entablar una conversación con su dueño o, todavía mejor, con su dueña. Definitivamente sus días de soledad se habían terminado. Y todo gracias a Lucy. Tal era su devoción, que no le dio importancia al hecho de que empezara a tirar de la correa con tanta intensidad que era ella quien lo arrastraba. Ella decidía cuanto duraban sus conversaciones con los demás transeúntes, y algunas veces ni le dejaba tiempo para sacar la cartera y comprar el periódico. Llegó hasta tal punto en que era ella quién decidía cuándo salían a pasear, posando sobre su mano la empuñadura de la correa. Pero nunca lo tomó a mal, más bien se sentía orgulloso de que su pequeña tuviera iniciativa y no fuera un simple perro estúpido.
El estómago de Luis emite una especie de ronroneo. Se levanta y se dirige a la cocina. En la nevera sólo encuentra unas albóndigas de su madre algo florecidas. Cierra la nevera y se dice “¡Que coño!” mientras vuelve al salón. Se agacha y recupera el “chuletón” del plato de Lucy. Ella se levanta del sillón y se dirige al perchero. Da un brinco y agarra su correa entre los dientes. Se asoma por la ventana con la mirada amenazante. Luis baja los hombros y le coloca el plato junto al sillón. Vuelve a la cocina y rebusca entre los armarios, pero no encuentra nada comestible. Detrás de la puerta, ve una bolsa de pienso entreabierta. Cabizbajo, se pone dos puñados en un bol, que rellena después con un poco de leche.
- Tal vez debería volver a terapia -se dice.
- Marta, haga pasar a los directivos a la sala de reuniones –agravando el tono de su voz-, estoy llegando.
El ascensor se detiene en la planta sexta. La chica se despide dando a Luis los buenos días. Él baja en la octava. Entra en una sala y ocupa uno de los escritorios. Se coloca unos auriculares lanzando un largo suspiro.
- Buenos días, mi nombre es Luis Rodríguez. ¿En qué puedo ayudarle?
- Verá, ¡hace ya cinco meses que contraté la línea ADSL y todavía no puedo conectarme a Internet!
- Bien, facilíteme su DNI. Le abriré un expediente sobre la incidencia.
- ¡Ya estoy hasta los cojones! Siempre me decís lo mismo. Ya es mi sexta llamada. ¡Lo que quiero es que me envíe un técnico inmediatamente!
- Bshh, bshh, bshh. Disculpe, creo que hay interferencias. No le recibo bien…
Luis cuelga algo aliviado. Y así se suceden las interminables nueve horas de su jornada laboral. Entre llamada y llamada se imagina cenando con Lucy bajo la cándida luz de unas velas, acompañados por un buen vino y un enorme “chuletón” de ternera. Sale del trabajo sonriente, fantaseando aún con la cena y se dirige al cajero más próximo, que para su sorpresa, tan sólo le escupe una notificación que desdibuja su sonrisa. No se explica cómo le ha durado tan poco el mini préstamo que solicitó hace unos meses. La verdad es que no se ha privado de nada, cada deseo de Lucy han sido órdenes para él. Desde que empezaron a vivir juntos, quiso que se sintiese como una reina, que jamás le faltase nada. Pero como más le daba, más caprichosa se volvía y con su modesto salario no podía asumirlo. Sale del cajero cabizbajo. Decide pasarse por la carnicería a ver qué puede hacer con lo que lleva en metálico.
Al llegar a casa se extraña de que Lucy no venga a recibirlo como acostumbra. La llama, pero no recibe ninguna respuesta. Cuando accede al salón descubre a Lucy aposentada en su sillón con el mando bajo su pata delantera, totalmente erguida, luciendo esas manchas negras que se extienden sobre su blanco pelaje del que se siente tan orgullosa. Luis la mira atónito. No puede creer lo que ven sus ojos. Ese es su sillón, ella ya tiene el suyo que por cierto le costó un ojo de la cara. La situación ha llegado demasiado lejos, se dice a sí mismo mientras se acerca a ella emitiendo una especie de sonidos guturales que intentan pedirle educadamente que le ceda su sitio. Ella le devuelve esa mirada altiva tan suya, que deja a Luis fuera de combate. Intenta recuperar el mando, pero ella se le adelanta desplazándolo con un sigiloso movimiento de su pata. Luis se detiene cabizbajo, intentando pensar una nueva estrategia. Abre la bolsa de la carnicería y saca un “chuletón” de carne. Lo deposita en uno de los platos de Lucy, cerca de la puerta que da a la cocina. Ella lo mira dibujando una sonrisa cínica. Luis baja la mirada, la ha infravalorado, ella no es tan estúpida como para ceder su nueva condición de poder a un precio tan bajo. Resignado, toma el sillón aterciopelado de Lucy y se acomoda a su vera. Se queda mirando fijamente el televisor sin percatarse de lo que se está retransmitiendo. Todavía no entiende como han llegado hasta tal punto. Constriñe los ojos con aire pensativo. Ya no recuerda exactamente en qué momento comenzaron a volverse las tornas. Tampoco recuerda cómo era su vida antes de que Lucy entrara en ella. Sólo tiene la imagen del día que la vio por primera vez. Vagaba solitario, un día gris, por las calles de la ciudad cuando pasó por la tienda de animales. Ella estaba ahí, luciendo su hermosa cabellera totalmente erguida y con la mirada altiva. Luis supo en ese instante que era ella lo que le llenaría su profundo vacío, y la conseguiría costase lo que le costase. Y la verdad es que no se imaginaba que le costaría tanto porque aún no sabía que era un perro de raza muy valorado. Pero en ese momento no le importó. Esos días fueron los más maravillosos de su vida. Paseando por el parque, todas las mujeres qué antes ni se percataban de su presencia ahora se volvían para mirarle. Cuando Lucy se paraba a jugar con otro perro, él tenía la excusa perfecta para entablar una conversación con su dueño o, todavía mejor, con su dueña. Definitivamente sus días de soledad se habían terminado. Y todo gracias a Lucy. Tal era su devoción, que no le dio importancia al hecho de que empezara a tirar de la correa con tanta intensidad que era ella quien lo arrastraba. Ella decidía cuanto duraban sus conversaciones con los demás transeúntes, y algunas veces ni le dejaba tiempo para sacar la cartera y comprar el periódico. Llegó hasta tal punto en que era ella quién decidía cuándo salían a pasear, posando sobre su mano la empuñadura de la correa. Pero nunca lo tomó a mal, más bien se sentía orgulloso de que su pequeña tuviera iniciativa y no fuera un simple perro estúpido.
El estómago de Luis emite una especie de ronroneo. Se levanta y se dirige a la cocina. En la nevera sólo encuentra unas albóndigas de su madre algo florecidas. Cierra la nevera y se dice “¡Que coño!” mientras vuelve al salón. Se agacha y recupera el “chuletón” del plato de Lucy. Ella se levanta del sillón y se dirige al perchero. Da un brinco y agarra su correa entre los dientes. Se asoma por la ventana con la mirada amenazante. Luis baja los hombros y le coloca el plato junto al sillón. Vuelve a la cocina y rebusca entre los armarios, pero no encuentra nada comestible. Detrás de la puerta, ve una bolsa de pienso entreabierta. Cabizbajo, se pone dos puñados en un bol, que rellena después con un poco de leche.
- Tal vez debería volver a terapia -se dice.
2 comentarios:
Me gusta mucho el ritmo que imprimes a la historia. Y aunque se dice muy pronto que la historia la co-protagoniza un animal no le resta interés. La transmisión de un tipo totalmente subordinado a una situación un tanto surrealista llega totalmente.
Me hubiera gustado más que Lucy fuera una mujer, cuando leí que era un perro me sonó un poco absurdo, pero supongo que es el efecto que buscabas, aunque no me ha gustado demasiado. Sin embargo, el vocabulario y la estructura muy bien, impecablemente escrito.
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