Hace varias noches ya que apenas logro conciliar el
sueño. Lo peor de todo, es la constante angustia que me persigue, que no me
deja en paz ni un instante. Voy a contarle, Maestro Chung el origen de mis
extensas penas.
-
Adelante, hijo mío –
me dijo acariciándose el largo pero fino bigote blanco.
-
Me apena un poco
Maestro, pero es la primera vez que recurro a alguien de su milenaria sabiduría
para resolver un dilema que me aqueja. Siempre me he caracterizado por
resolverlo todo yo sólo – le dije al Maestro, lo más humildemente que pude.
-
Tengo todo el tiempo
del mundo, joven Li Xi, puede contármelo todo sin ahorrarse detalles – me
espetó.
De esa manera comenzó mi larga y productiva sesión
con el gran Maestro de la Orden
del Dragón Amarillo, heredero de una sabiduría ancestral, que le provenía
directamente de haber cursado altos estudios de adivinación con uno de los
reverenciados lamas del Tíbet.
Yo, tal como le había asegurado al Maestro Chung, me
preciaba por ser autosuficiente en todos mis asuntos, siendo un reputado
profesor titular de la cátedra de Estudios Asiáticos de la Universidad de
Sichuan, después de haberme doctorado con honores en esta misma longeva casa de
estudios.
Todo comenzó, cuando un día en mi estudio, después
de corregir unos trabajos de unos alumnos tibetanos y nepaleses, sentí unas
desorbitadas ganas de meditar, cómo no las había sentido, desde que mi difunta
abuela me incitaba cuando era un niño a acompañarla en sus conexiones
ancestrales con la Madre Tierra.
Sucumbí. Me dirigí de inmediato a una habitación
cerrada y aislada en mi casa. Coloqué todos los muebles de acuerdo a las teorías
taoístas del Feng-Shui, que serviría para armonizar la meditación, allí entre
mis libros de historia, filosofía y arte chino de todas las eras. Coloqué
varias barritas del mejor incienso que tenía guardado para alguna extraña
ocasión como ésta, y me senté.
-
Maestro, le juro que
no entiendo nada de lo que me está pasando – interrumpí alarmado mi propio
relato.
-
Hijo, tranquilo, aquí
me tiene ahora, pero necesito que no se interrumpa más y prosiga su relato – me
dijo serenamente.
Retomé el relato sin pestañear… Entonces, Maestro
Chung, me perdí en profundas reflexiones, que en lugar de tranquilizarme, me
perturbaban aún más. Pero no podía parar. Aquella misma corriente vital que me
tomó por sorpresa para que comenzara la meditación, me mantenía atornillado al
cojín, no lograba detenerlo. ¡Y se me hacía tarde! Mañana tenía que dar clases,
pero la meditación me seguía llevando por parajes extraños, veía señales
luminosas de colores dorados que saltaban sobre un frío arroyo bajando de unas
montañas nevadas. A continuación, sentía que todo debajo mío se movía, aunque
sin llegar a molestarme verdaderamente. Sentía que volaba en mi meditación,
pero sin embargo podía palparlo todo. La fría brisa de las montañas quemándome
las mejillas y balanceando mis ropajes como un péndulo preciso y abajo unos
enormes yaks adornados con borlas tibetanas en sus orejas que me miraban
impávidos al pasar sobre ellos.
En ese momento, cuando los colores más sulfurosos me
arropaban, sentí el murmullo de mi colección de palillos chinos, coreanos y
japoneses que caían al suelo, empujados grávidamente por una mano incorpórea.
Esto, Maestro Chung, rompió mi trance de golpe, como una bofetada a una
delicada dama. Mis ojos, aún rebeldes a la luz del farol de gasóleo, se posaron
entonces en el humo que desprendía mi incienso. Sin embargo, no pude dar
crédito a la forma que tomaba este humo macizo.
Una vieja señora fue formándose a partir del humo
emanado por mi incienso, al principio rácano y mezquino, pero luego no me
cupieron más dudas: era una mujer bien entrada en años, ataviada con un traje
de seda de finales del siglo XIX y que me miraba fijamente.
Me incorporé de un salto, casi trastabillo con el
cojín, pero logré ponerme en pie. Sentí en ese momento, que una voz me hablaba
en un tipo de mandarín ya casi caído en desuso y me decía justamente esto.
Hice una pausa en el relato que debió ser lo
suficientemente larga para que el Maestro Chung me dijera:
- Adelante Sr. Li, ¿qué le dijo esa voz?
- Me dijo esto: Li Xi, esté tranquilo y sosegado, yo
soy la entelequia de Yuang Xang Li, su bisabuela materna y vengo a regalarle un
don de los maestros antiguos.
El
Maestro Chung se acarició nuevamente el bigote y abrió aún más sus rasgados
ojos tibetanos. Creo que al fin, había logrado captar su atención.
Proseguí
mi inverosímil relato. A continuación, el alma de mi supuesta bisabuela, a
quien yo apenas recordaba, pues había muerto en mi más tierna infancia se me
acercó, dejándome paralizado de miedo, aunque en el fondo no le temía a nada en
aquel momento de sintonía astral. El grueso humo gris que componía su silueta
me abrazó y me besó en la frente y luego sin dejar de mirarme, se fue
reduciendo su figura a la par que la barra de incienso se recortaba, caía y
moría en mi suelo entablado.
Entonces, como guiado por unos hilos invisibles me
dirigí a mi dormitorio y dormí como un lactante durante 48 horas. De más, está
decir, que el director de mi departamento en la universidad me llamó alarmado,
tras mis inasistencias de 2 días.
El
problema entonces, Maestro Chung, empezó allí: ahora no dejo de ver cosas
raras, indicios, señales, soy capaz de preveer cosas, de leerle la mente a las
personas, de hablar con los animales, de desdoblar mi cuerpo por las noches, de
levitar en el vacío, incluso ya no padezco ni siquiera de resfríos.
-
¡Es una locura, estos
dones que me dejó este espíritu me están volviendo loco y temo que pararé en un
asilo prontamente! – le levanté la voz al Maestro.
-
No Li Xi, claro que no
– dijo entre risas inquietantes el Maestro-. Tú bisabuela ha venido del pasado
a dejarte los poderes mágicos de la
Orden del Dragón Amarillo del Tíbet, a la cual yo mismo
pertenezco. Tú bisabuela fue una poderosa iniciada y curandera, con poderes
místicos inigualables. Una dama tan conectada con la energía vital de la Tierra , que podía sanar
cualquier persona, planta o animal que se le atravesara. Era una hábil maestra
en el arte de la curación de espacios a través del Feng-Shui y hay evidencias
de que podía desdoblar su cuerpo y levitar. Ahora ella, te los ha cedido, al
llegar a tu edad adecuada para aprovechar estos poderes.
-
Lo que debes de hacer
– prosiguió el Maestro Chung – es retirarte de tus obligaciones con la
universidad y unirte a mí desde ahora mismo. Juntos colaboraremos en curar a
nuestra vieja China de los males que la aquejan.
El Maestro pudo observar mi cara de desconcierto
ante aquella proposición, puesto que entraba dolido de un mal y no sólo saldría
sin ser curado sino que además, tendría una extraña propuesta laboral.
-
Piénsatelo bien Li Xi,
en el mundo sólo habemos un puñado de seres dotados con estos maravillosos
dones. Si no los aprovechas ahora, ya luego irán desapareciendo y perderás esa
magia especial que hay en tu sangre – me aconsejó el Maestro Chung al salir de
su consulta.
Han pasado apenas dos meses desde aquella consulta y
aún no dejo mis clases en la universidad. Opino que enseñar es el don más
grande que se me haya dado, lo mejor, es que ha sido forjado por mí mismo.
Sin embargo, cuando medito, levitando unos
centímetros del suelo y desdoblo mi cuerpo, estando a la vez en mi casa y en
Beijing, o en Mongolia, o en Camboya, vuelvo una y otra vez más a la sugerencia
de dador universal de benevolencia que me hiciera el distinguido Maestro Chung
y me pregunto constantemente si mi misión en este mundo, ¿no sería precisamente
asociarme con él para emanar energía curativa a todo aquel que nos visite?
Aún, sigo sin tener la respuesta. Espero que otra
noche entre libros, inciensos y palillos chinos, pueda regresar mi bisabuela de
ultratumbas a darme la solución.