martes, 24 de marzo de 2009

Gran Circo Universoul

«Cuando me muera», decía mamá, «prendedme fuego y metedme en un cenicero de esos. Y luego, al agua». Era un deseo comprensible. A papá se lo tragó el Atlántico durante una jornada de pesca cuando yo era niña. Aquel día de previsiones meteorológicas favorables vimos tejados desmoronados, árboles escapando del parque a volteretas y media docena de Seiscientos estacionados patas arriba, pero ya nunca volvimos a ver a papá. La ilusión de mamá era perderse con él en el mar cuando le llegara la hora. «Está ahí», decía, «si no sube él, tendré que ser yo la que baje».
Sin embargo, su segundo deseo era más difícil de complacer.
«Ese día, no quiero ni una lágrima. Yo voy a ser feliz en el mar con mi Antonio, así que quiero a todo el mundo feliz. ¡Todas de guateque ese día, o de circo!»
«Pero mamá, no seas burra. ¿Cómo vamos a irnos de juerga mientras a ti te chamuscan en el horno?»
Mamá era una mujer de carácter. Nos amenazó con desheredarnos y, peor aún, con darnos de garrotazos.
«¡Pues os vais a ir! Quiero risas, no lágrimas. Al circo he dicho.»
Le prometimos solemnemente pasarlo bien el día de su muerte.
Así que, cuando el otro día mamá pasó a mejor vida, mi hermana Charo y yo arreglamos su traslado al crematorio de A Coruña, procurando siempre sonreír en su pálida presencia.
Tras la incineración, nos dieron una preciosa urna plateada, o cenicero, como mamá la llamaba. La cogí y la llevé en brazos al coche, como a un bebé dormido. Charo arrancó y puso rumbo al pueblo. Observé la urna. Costaba creerlo, pero mamá estaba ahí dentro. La meneé un poquito. «Mamá», dije, «ponte guapa, vamos a ver a papá».
Estábamos haciendo un esfuerzo sobrehumano para llevar el asunto con alegría, como mamá nos había ordenado, pero lo de salir de fiesta no resultaba muy apetecible. Cenaríamos en casa, desempolvaríamos los viejos álbumes de fotos familiares y, entre martini y martini, nos reiríamos del culo tan gordo que tenía Charo de niña y que, por eso, en el cole la apodaban la Dos Asientos.
Volví a menear la urna. ¿Contenta, mamá? Sonreí y casi casi lloré.

En la entrada al pueblo nos sorprendió un tráfico inexplicablemente denso y un variopinto despliegue de caras nuevas. Al aproximarnos al centro vimos lo que ocurría. Casi me muero yo también del susto y ¡Charo, otro cenicero pa mí! Elefantes. Habían invadido el pueblo, estaban por todas partes, martilleando la calzada con sus pies sin dedos. Y a su alrededor había payasos de rostro enharinado, músicos, malabaristas y chimpancés con casacas prusianas.
Del shock, Charo casi atropella a un enano en monociclo.
Los elefantes nos condujeron a la carpa que el Gran Circo Universoul había montado cerca de la costa. No nos dio tiempo ni a acercarnos a casa a cambiarnos de ropa: la función, damas y caballeros, está a punto de comenzar.
Compramos dos entradas.
«Esto es de locos. Nos hemos vuelto locas, Mari», me gritaba Charo, mientras nos abríamos paso a empujones entre la multitud.
«Al final, mamá», amonesté a la urna, «siempre te sales con la tuya».
Jamás había visto a tanta gente jugarse la vida de forma tan escandalosa como en aquellas tres largas y agonizantes horas, desde las triples volteretas sin red de Zeus, el acróbata, hasta la adolescente flacucha a la que Robert Hood silueteó con hachas lanzadas a diez metros de distancia. Aunque, sin duda, el momento más angustioso fue cuando Pika el Payaso Quejica se acercó a nuestro sector de audiencia, que a lo largo del show se había sumido progresivamente en el mutismo y la introspección, probablemente contagiados por nuestra tristeza, y nos sancionó a sifonazos, gritando: «Esto no parece una función sino una defunción».
Eso decía yo.

A la mañana siguiente fuimos a la costa, insomnes, a lanzar a mamá al agua. Hacía un día soleado, por primera vez en meses, y el ambiente en la zona marítima era asombroso. Multitud de vecinos se agolpaban en la lonja para participar en la subasta semanal de pescado. A lo largo del paseo se podía ver a numerosos artistas del circo que estaban disfrutando de su tiempo libre. Una pandilla de niños se arremolinaba en torno al mago para que hiciera aparecer conejos y palomas e hiciera desaparecer a Paquiño, o mejor partirlo en dos, otros le palpaban los bíceps al forzudo y no pocos corrían hacia el establo de la carpa a ver a las fieras. La vieja gitana, que descansaba al sol sobre una toalla, les leía las manos a los niños y de muy buen humor les decía lo que iban a ser de mayores: bomberos, astronautas, cazavampiros y delanteros centro. Todo el mundo parecía feliz.
Charo, mamá y yo nos acercamos al malecón. El agua brillaba como si tuviera miles de espejitos flotando. Entre las rocas merodeaban gaviotas reidoras en busca de pececillos plateados que poder emparedar entre sus picos y, a nuestro lado, algunos artistas admiraban boquiabiertos el horizonte azul y oro. Los pulmones cavernosos de los pescadores de la región, reunidos en la subasta, retumbaban al compás de las olas. Tuve la impresión de que hasta en el Monte de Santa Tecla se enterarían de a cuánto estaba el kilo de rodaballos. Charo rompió a llorar. Dijimos adiós a mamá y vaciamos el cenicero.
La marea se llevó a mamá para siempre.
Vi sombras en el suelo, a nuestro lado. Luego todo se nubló. Yo también lloré.
A Charo la abrazó la mujer barbuda. Yo descargué ríos de lágrimas en el pecho tatuado, verde amazónico, del Prodigioso Reptil Humano.

Esteban Muñoz
Escritura creativa

2 comentarios:

Judi Cuevas dijo...

Hola Esteban,

me ha encantado la historia que has contado, cómo has enlazado elefante y cenicero.

Tienes frases muy buenas, que dan un lenguaje coloquial a tu relato pero que a la vez lo convierten en algo sensible, por ejemplo el comentario de la madre "si no sube él, tendré que ser yo la que baje" o cuando la hija coge el cenicero con su madre muerta y lo acurruca como a un bebé. Me gusta esta expresión que has utilizado, la contradicción entre muerte y recién nacido.

Si me permites sugerirte algo, hay un par de párrafos que yo quitaría, porque aunque son buenos en descripciones y en crear ambiente creo que no son imprescindibles para la historia y lo único que hacen es alargarla, me refiero al párrafo que viene después de "«Al final, mamá», amonesté a la urna, «siempre te sales con la tuya»." y después toda la descripción de los circenses en la playa.

Pero de verdad que está muy bien, como que te la cuenta una amiga emocionada por tantas cosas: el recuerdo de la muerte de su padre, los deseos de su madre, su muerte e incineración y la llegada al pueblo donde se ha instalado el circo!!!!

Manuel Esteban Muñoz dijo...

Hola Judi

Muchas gracias por tu comentario tan largo y jugoso y por tus sugerencias.

Tienes razón en que esos dos párrafos detienen la acción del relato y podrían ser prescindibles. De hecho intenté quitarlos o reducirlos, pero me di cuenta de que esos artistas, sus trucos y sus pintas me servían para expresar que la vida, con su color, alboroto y capacidad para sorprender, acaba siempre sobreponiéndose a la muerte. Que la madre tenía razón: había que ir al circo.