martes, 20 de enero de 2009

La ceniza no se deja en cualquier parte

De toda mi carrera como investigador no cambio los años que pasé con el profesor Gozalbo. Sí. Con el profesor James Gozalbo. No sé de qué os reís. Sé que el doctor nunca gozó de demasiada buena fama entre la comunidad científica, pero para mí fue un maestro. Que digo un maestro, un mago, un genio. Sí. Ya sé que ninguna de las tesinas de etología ritual aplicada que remitió al Institute for the Study of Biological Enigmas ni ninguno de sus reveladores libros sobre ocultismo y ovnis en el valle del Rift levantó la más mínima expectación. También sé que a su irrepetible conferencia sobre "La digestión combustiva en los proboscidios del sur del lago Natrón" no asistió nadie, ni siquiera uno solo de sus colegas de cátedra. Ni el becario. ¡Qué lástima! Porque era la última, la definitiva, la que lo habría cambiado todo...Pero ¡qué le vamos a hacer! Vosotros os lo perdisteis y por vuestra culpa también el resto del mundo. ¡Pandilla de ignorantes! No supisteis intuir que debajo del estrafalario aspecto de Gozalbo, de su anacrónico salacot y sus fetiches, anidaba una inagotable capacidad para descubrir cosas extraordinarias donde vosotros, vulgares investigadores con ínfulas de medio pelo, seríais incapaces de apreciar ni el contorno de vuestra vanidosa sombra.Vuestro desprecio ya no tiene arreglo pero el honor del profesor de Gozalbo, ese que tanto habéis pisoteado, todavía puede y debe ser reparado. Sus descubrimientos no pueden caer en el olvido, la humanidad no se lo merece. Todo su trabajo debe ver la luz, empezando por su crucial hallazgo al sur del salado lago Natrón, en la sabana de Tanzania. Y yo voy a contarlo. Voy a contarlo todo, con pelos y señales…No estoy seguro del día en que ocurrió pero recuerdo como si fuera ahora mismo cuando aquel mensajero masai nos sacó al profesor y a mí de la tienda que compartíamos en plena siesta y nos condujo hasta un punto de la planicie no demasiado distante de nuestro campamento, situado a unas millas de Arusha, al norte de Tanzania y cerca de la difusa frontera con Kenya. Lo que vimos allí, junto a un pequeño riachuelo en la ruta de los elefantes, nos dejó boquiabiertos: seis cráteres idénticos del tamaño de la rueda de un Jeep rellenos de una sustancia grumosa, entre grisácea y blancuzca. Cinco de los agujeros, con forma de muñón de dinosaurio, estaban alineados como los vértices de un pentágono o el extremo de cada una de las puntas de una esquemática estrella de David dibujada de un trazo. Y el sexto, algo mayor que el resto, ocupaba matemáticamente el centro de la figura geométrica. ¿Qué diantre era aquello?El doctor manoseó el ungüento que llenaba las oquedades y comprobó que estaba formado casi a partes iguales por unas hebras gruesas y compactas y por engrudo, como si se tratara de algún tipo de adobe del que emanaba un olor áspero y bastante desagradable.El masai negó que alguno de su tribu tuviera algo que ver con aquello porque hasta el vetusto hechicero juraba y perjuraba que nunca había visto nada igual. Gozalbo recogió algunas muestras y las remitió a los laboratorios de la universidad de Dar es Salaam. Aunque no lo aireó mucho (sólo me lo contó a mi y al guía aborigen al que tenía más confianza), Gozalbo trabajaba con la hipótesis de que habíamos topado con los restos de un insólito meteorito. El pastoso aerolito se había fragmentado con una endiablada simetría al impactar contra el suelo pues dadas sus peculiares características no se había solidificado al contactar con la atmósfera sino que se había licuado, quién sabe si porque procedía de los gases ionizados de la cola de un cometa.La respuesta de la universidad no gustó nada al profesor, no sé si porque le pilló un poco a contrapié o porque desmontó su teoría. Según los análisis, se trataba de simples excrementos de herbívoro muy raros, eso sí, pero excrementos al fin y al cabo. Aunque, bueno, tampoco era un revés tan grave. Podía tratarse de excrementos de una especie desconocida de alienígena herbívoro desprendidos por el esfinter de evacuación de alguna nave extraterrestre. No era descabellado porque nunca nadie había visto nada semejante en la Tierra.
Pero el resultado de los análisis no fue lo que indignó a Gozalbo. Lo que de verdad enrabietó a mi maestro fue un comentario manuscrito que el bioquímico de turno en Dar es Salaam había tenido la osadía de agregar al final del informe. La nota decía textualmente: "Haced el favor de no fumar mientras trabajáis. Habéis contaminado la muestra de caquita con ceniza. Sí, con el producto resultante de la combustión de la materia orgánica de vuestros cigarrillos si preferís una definición más técnica. Sed más cuidadosos."A Gozalbo le molestó soberanamente el tono de aquella misiva y, si en algún momento había dudado en dejar la investigación de los cráteres (por escatológica) en ese preciso instante decidió poner todo su empeño en la investigación del hallazgo y en desentrañar el enigma del meteorito (o de la defecación cósmica) que los había creado. Empaquetó una segunda muestra, que esta vez sólo contenía la sustancia con aspecto de cemento sin fraguar que el listillo de Dar es Salaam había confundido con ceniza de cigarrillo, y la hizo llegar al laboratorio de la universidad de Dodoma.La respuesta del segundo análisis llegó justo el día en el que un pastor masai se presentó en el campamento asegurando que había encontrado otro grupo de seis cráteres idénticos algo más al noroeste, en la ruta que conducía al Serengeti. El alineamiento sideral se había avistado en las proximidades de un manantial frecuentado por paquidermos, rinocerontes y cebras. El correo llegó cuando estábamos cargando los vehículos para partir de expedición hasta el lugar del nuevo hallazgo. Impaciente, Gozalbo abrió el sobre, escrutó los resultados del laboratorio de Dodoma, agarrándose el salacot con la mano, para que nada enturbiara la perspectiva de suss ojos desbordados por la sorpresa. -¡Lava! ¡Ceniza y lava! ¡Carbonatos! ¡Bajo contenido en sílice! ¡Increíble!- gritó.Y partimos inmediatamente. Gozalbo feliz, y yo también . Primero porque la composición de muchos meteoritos es similar a la de la lava. Y segundo ¡porque la composición química de los restos estaba fuera de lo común! Sin ninguna duda, esa era la prueba de que íbamos por el buen camino, de que seguíamos la vía correcta, ya fuera láctea o no.El segundo alineamiento era un calco del primero aunque la silueta de la estrella de David no era esta vez tan perfecta como la anterior. Eso sí, el agujero mayor seguía en el centro. Los seis cráteres rellenos ocupaban una terraza arenosa, rodeada por una de cadena de montículos que estaban salpicados de matorrales quebrados, como si les hubiera pasado por encima una apisonadora. ¡O una nave espacial, quién podía saberlo entonces!Después de recoger una de las ramas rotas y escudriñarla al trasluz, el profesor dio varias vueltas alrededor del misterioso pentágono irregular, midió el diámetro de cada una de las cavidades, resiguió las sinuosas estrías de los bordes y con una vara calculó su profundidad y su capacidad. Anotó las cifras en su cuaderno y luego se entretuvo en vaciar uno de los cráteres para poder realizar un croquis de su forma y su interior y encargar un molde. Pero mientras retiraba con un cuenco el pastoso amasijo de excrementos, ceniza y lava orbital sus pupilas tropezaron con algo a lo que tal vez ni yo hubiera prestado atención: una minúscula y pringosa pluma de polluelo. Gozalbo la atrapó como si se tratara de un trofeo, la besó como sólo se besa a una medalla o a un amuleto, miró hacia el cielo, y la puso a buen recaudo en su maletín.-Carbonatos, bajo contenido en sílice, arbustos rotos y ahora esto... Estamos cerca, estamos cerca...En los días siguientes Gozalbo se dejó ver muy poco por el campamento. Se pasaba el día dentro de la tienda haciendo cábalas y garabateando en su cuaderno y ni siquiera hablaba conmigo. Su única preocupación era ir y venir hasta el puesto de guardia y preguntar si habían vuelto las cuadrillas de exploradores y si alguna había cumplido su misión. Pero sólo recibió deprimentes negativas. Estaba tan abstraído que ni siquiera se molestó en explicarme por qué era tan importante aquella pluma ¿La había arrastrado la defecación alienígena al atravesar la atmósfera?Seguí con mis dudas y mis teorías hasta que llegó el día ¡El gran día!. El profesor me despertó al arrancar la madrugada agitándome de forma violenta. Estaba como loco. Chillaba. Daba vueltas. Saltaba. Empaquetaba artilugios y cosas en varias mochilas sin ton ni son y no paraba de revisar las notas de su cuaderno.-¡Los han visto, los han visto!-¿A quién? ¿A quién han visto? ¿A los extraterrestres?- respondí con una mezcla de sueño y euforia.-¿A los extraterrestres! ¿Los extraterrestres? –se preguntó sin dejar de mover objetos-. ¡No! ¡No! A los elefantes. A los elefantes... ¿A quien sino?... Están a una hora del lago Natrón.-¿Del Natrón? ¿Del lago salado? ¿El de los flamencos?- contesté ruborizado por el patinazo, intentando ocultar la vergüenza con la camisa del pijama.- Sí, el de los flamencos enanos... ¿Recuerdas la pluma?- me interrogó el profesor tendiéndome una mochila-. Pero no es momento de explicaciones. ¡Nos vamos!.Y nos fuimos. El Jeep arrancó como alma que se lleva el diablo en dirección al Lago Natrón, la única zona de anidación y cría del flamenco enano de toda África oriental. Eso significaba que la pluma que Gozalbo había encontrado en la segunda colección de cráteres le había puesto sobre la pista buena. ¿Pero qué pista?Amanecía cuando el gran misterio quedó resuelto. No puedo precisar en qué recoveco exacto de aquella interminable y monótona sabana, en la que se pierde hasta la referencia del horizonte, nos encontrábamos. Lo que sí recuerdo es que frente a nosotros se erigía la majestuosa figura del Ol Doinyo Lengai, el volcán de los dos cráteres gemelos. El imponente Ol Doinyo Lengai, al que los masai llaman la montaña de Dios, el que tiene la lava más fluida del mundo debido a su composición única de carbonatos y su poco sílice... Recuerdo la imponente figura volcánica y el rumor del agua de un serpenteante arroyo cercano que parecía reprocharme con sus murmullos líquidos lo estúpido que yo había sido.Lo primero que vimos fue el humo. Delgadas columnas de humo que se escurrían por encima de las copas de un grupo de retorcidas acacias repletas de monos gritones y semiocultas por la maleza. El profesor, que conducía el Jeep, dio un brusco volantazo en cuanto las vio y el salacot salió volando por la ventanilla. No pude evitar soltar un grito de sorpresa, casi un alarido. Gozalbo se quedó fosilizado, con la boca abierta. No se le movía ni un músculo pero el brillo de sus ojos delataba que hervía de satisfacción. Ante nosotros, una manada de seis elefantes tumbados a la sombra de las acacias soltaban volutas de humo por sus arrugadas trompas como si fueran chimeneas. Y lo hacían con una tranquilidad pasmosa. Succionaban las hojas de unos arbustos, contenían la respiración y después, con un repetitivo ritual, agitaban la trompa y la extendían hacia arriba, dejando escapar una nube grisácea. Así una y otra vez, con bocanadas pausadas y rítmicas y yo diría que hasta placenteras.¡Estaban fumando! No había otra explicación. Mordisqueaban aquella hojarasca, la encendían en sus entrañas como si fuera un cigarrillo y después soltaban el humo. ¡Fumaban! Por alguna insólita razón, los estómagos de aquellos paquidermos en lugar de hacer la digestión funcionaban como una caldera de combustión. El profesor me explicó después que aquellos animales, seguramente todos con lazos consaguíneos, habían desarrollado tan extraordinaria capacidad a fuerza de tener que lidiar con la incandescente lava del Ol Doinyo Lengai que cada cierto tiempo se desbordaba para darse un suculento festín en aquella interminable llanura. Según Gozalbo, aquella familia de peculiares paquidermos no había sucumbido a la impertinente ceniza enharinada del Doinyo que asolaba toda la planicie hasta el Serengeti y de la que huían todas las especies. Más bien, al contrario. Habían logrado dominarla.Nos acercamos más y los elefantes ni se inmutaron. Continuaron con sus profundas caladas como si no fuera con ellos, igual que hacen los dandys recostados en el mullido sofá de un selecto club. El más pequeño de todos incluso era capaz de girar la trompa como una hélice y exhalar fumaradas en forma de remolino.La manada estuvo así, tendida en el tierno lecho de hierba de la pradera, durante un buen rato, hasta que uno de los elefantes -una hembra que a juzgar por su rostro de mal genio parecía la matriarca- se levantó del círculo. Caminó unos pasos y buscó el cobijo de unas matas altas, a unos metros de las acacias, y se puso a escarbar con las patas un buen rato. Después, apoyó todo el peso del cuerpo sobre las patas traseras, se mantuvo un tiempo inmóvil y regresó a la manada. En ese momento, los otros cinco elefantes se incorporaron con torpeza y marcharon en procesión hasta el lugar donde había escarbado la matriarca. Al llegar, se pusieron de costado y formaron un corro que quedó prácticamente oculto entre los matorrales. Cuando cada paquidermo ocupó su posición, los cinco se esmeraron en remover el suelo con sus duras pezuñas para después recostarse en las patas traseras, permanecer unos minutos petrificados y regresar. En cuanto los seis elefantes completaron la enigmática ceremonia, el grupo se puso en marcha con parsimonia en busca del siguiente acuífero de su ruta.Cuando estuvimos seguros de que los paquidermos estaban lo suficientemente lejos para no sorprendernos, corrimos hasta las acacias, todavía estupefactos por lo que acabábamos de presenciar. Pero el profesor Gozalbo no me guió hacia el lugar donde la manada se había fumado las tiernas hojas de aquellos arbustos. No. Se dirigió directamente hacia los matorrales en los que los elefantes se habían plantificado después de la última calada. Llegó tan abstraído y tan excitado que sin darse cuenta metió los pies en un hoyo lleno hasta arriba de una apestosa sustancia grisácea, pastosa y todavía caliente. Pero lejos de preocuparse lo más mínimo, James Gozalbo soltó una carcajada y exclamó satisfecho:-Todo buen fumador, por grande que sea, necesita un buen cenicero. Hasta un elefante.

XAVIER ADELL

Nota: este relato es la corrección extendida de un ejercicio sobre el binomio fantástico elefante-cenicero, del curso de estructuras.

3 comentarios:

milagros dijo...

Me ha encantado.
!Vaya imaginación la tuya¡
Muy original, ingenioso.
Felicidades

Sonia dijo...

Hola!
En su momento leí las versiones anteriores y ya me gustaron. Ésta me ha gustado aun más.
Es que la imagen de los elefantes fumadores es muy muy buena, super original. Y lo mejor de todo es que está contado de una manera tan convincente que es creíble, vamos, que te tragas la base científica del tema! jajajaja.
Además tiene toques de humor muy buenos.
Enhorabuena.

Aula de Escritores dijo...

Xavier,

este relato es muy bueno, se nota que lo has trabajado mucho. Los elefantes son geniales y el profesor loco tambien. Te felicito...

Irène